En la dorada tarde
nuestra barca
se desliza sin prisa:
impulsan ambos remos
unos brazos
inhábiles de niñas,
mientras en vano sus
manitas pugnan
por trazar nuestra vía.
¡Ah, Trinidad cruel!
¡En esa hora,
bajo un cielo de
ensueño,
cuando el aire no agita
ni una hoja,
me piden que urda un
cuento!
¿Mas cómo va a oponerse
una voz sola
a tres leguas a un
tiempo?
Prima, imperiosa, lanza
el veredicto:
“Inícialo ahora mismo”.
Secunda, más benigna,
solo pide
“que sea un sinsentido”,
mientras Tertia
interrumpe por minuto
una vez como mínimo.
Pronto las tres en
silencio imaginan
las idas y venidas
de la niña soñada en un
país
de extrañas maravillas,
locuaz con bestias,
pájaros… Que es cierto
casi lo jurarían.
Y cuando el narrador ya
siente exhausta
su fuente de inventiva
y se propone a
postergar la historia
diciendo con fatiga:
“¡Lo restante, mañana!”.
“¡Ya es mañana!”,
reclaman las tres
niñas.
Así surgió el País de
las Maravillas,
así, pues, paso a paso,
se forjaron sus raras
aventuras.
El cuento se ha
acabado.
Y en penumbra, feliz
tripulación,
hacia casa remamos.
Recibe, Alicia, el
cuento y deposítalo
donde el sueño de
Infancia
abraza a la memoria en
lazo místico,
como ajada guirnalda
que ofrece a su regreso
el peregrino
de una tierra lejana.
I – Descenso por la madriguera
Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato sentada en la orilla,
junto a su hermana, sin hacer nada: una o dos veces se había asomado al libro
que su hermana estaba leyendo, pero no tenía ilustraciones ni diálogos, “¿y de
qué sirve un libro —pensó Alicia— si no tiene ilustraciones ni diálogos?”.
Así que estaba considerando (como mejor podía, pues el intenso calor la
hacía sentirse muy torpe y adormilada) si la delicia de tejer una guirnalda de
margaritas le compensaría de la molestia de incorporarse y recoger las flores,
cuando de pronto un conejo blanco de ojos rosados pasó velozmente a su lado.
Nada extraordinario había en todo eso, y ni siquiera le pareció nada
extraño oír que el Conejo se dijera a sí mismo: “¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué
tarde voy a llegar!” (cuando después pensó en el asunto, se sorprendió de que
no le hubiera maravillado, pero entonces ya todo le resultaba perfectamente
natural); sin embargo, cuando el Conejo, sin más, se sacó un reloj del bolsillo
del chaleco, y lo miro y apuró el paso, Alicia se levantó de un brinco porque
de pronto comprendió que jamás se había visto un conejo con chaleco y con un
reloj en su interior. Y ardiendo de curiosidad, corrió a campo traviesa detrás
de él, justo a tiempo de ver cómo se colaba por una gran madriguera que había
bajo un seto.
Allí se metió Alicia al instante, tras él, sin pensar ni por un solo
momento cómo se las ingeniaría para volver a salir.
Por un trecho, la madriguera seguía recta como un túnel, y luego, de
repente, se hundía; tan de repente que Alicia no tuvo ni un instante para
pensar en detenerse, sino que se vio cayendo por lo que parecía ser un pozo muy
profundo.
O el pozo era muy profundo o ella caía muy despacio; el caso es
que, conforme iba cayendo, tenía tiempo sobrado para mirar alrededor y
preguntarse qué iría a suceder después. Primero trato de mirar abajo y
averiguar adónde se dirigía, pero estaba demasiado oscuro para ver nada; luego
miró las paredes del pozo y advirtió que estaban llenas de alacenas y estantes.
Veía, aquí y allá, mapas y cuadros colgados. Al pasar por uno de los estantes,
cogió un tarro con una etiqueta que decía: “MERMELADA DE NARANJA”, pero qué
desencanto: estaba vacío. No quiso soltarlo por miedo de matar a alguien; así
que se las arregló para colocarlo, al paso que caía, en uno de los estantes.
“¡Bueno —pensó Alicia—, después de una caída así, ya puedo rodar por las
escaleras que sean! ¡Qué valiente, van a pensar que soy en casa! ¡No chistaría
ni aunque me cayera del tejado!” (lo cual era más que probable).
Abajo, abajo, abajo. ¿Es que nunca iba a terminar de caer? “Me pregunto
cuántos kilómetros he caído ya —dijo en voz alta—. Debo estar llegando al
centro de la Tierra. Veamos: eso sería unos seis mil quinientos kilómetros,
creo…” (pues, como veis, Alicia había aprendido cosas de este tipo en la
escuela, y aunque no fuera precisamente la mejor ocasión para exhibir sus
conocimientos, ya que no había nadie que la escuchara, siempre era una buena práctica
repetirlo). “Sí, esa será la distancia…, pero entonces ¿en qué latitud o
longitud me encuentro?” (Alicia no tenía ni idea de lo que significaban esas
palabras, pero al decirlas le sonaban muy hermosas y notables.)
Y empezó otra vez: “Me pregunto si caeré atravesando directamente la
Tierra... ¡Qué divertido sería aparecer entre gente que va patas arriba! Las
Antipáticas, creo que se llaman” (no poco se congratuló esta vez de que nadie
la escucha, porque la palabra no le sonaba del todo correcta). “…Pero tendré
que preguntar el nombre del país. Por favor, señora, ¿es esto Nueva Zelanda o
Australia?” (y al decirlo, intentó hacer una reverencia… ¡Figuraos, una
reverencia, mientras caía por los aires! ¿Seríais capaces de hacerla?) “¿Y qué
ignorante me juzgaría la señora! No, nunca lo preguntaré: tal vez lo vea
escrito en algún lado.”
Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer, así que Alicia se
puso a hablar de nuevo. “¡Ay, creo que Dina me va a echar mucho de menos esta
noche!” (Dina era la gata.) “Espero que se acuerden de su platito de leche a la
hora del té. ¡Dina querida, ojalá estuvieras aquí abajo conmigo! No hay ratones
en el aire, me temo, pero podrías atrapar algún murciélago, y eso, ya sabes, es
muy parecido a un ratón. Pero ¿comen murciélagos los gatos?” Y aquí Alicia
empezó a adormilarse y a repetir su pregunta como si soñara: “¿Comen
murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?”, y a veces: “¿Comen los
murciélagos gatos?”, porque, como no podía dar respuesta a sus preguntas, poco importaba
la manera de hacerlas. Sintió que se dormía y había empezado a soñar que iba de
la mano con Dina y le preguntaba muy seria: “Ahora, Dina, dime la verdad: ¿Te
has comido alguna vez un murciélago?”, cuando de pronto ¡bum!, ¡bum! fue a dar
sobre un montón de ramas y hojas secas. El descenso había concluido.
Alicia no se hizo el menor daño, y al instante, de un salto, se
incorporó: miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro: ante ella se habría otro
largo pasadizo y aún vio al Conejo Blanco que se internaba apresuradamente. No
había tiempo que perder: allá fue Alicia, como el viento, y llegó a tiempo de
oírle decir mientras desaparecía por una esquina: “¡Por mis orejas y mis
bigotes, qué tarde se me está haciendo!”. Lo tenía casi a un paso, pero cuando
ella dobló la esquina, el Conejo ya se había esfumado. Alicia se encontró en
una sala larga y baja, alumbrada por una hilera de lámparas que colgaban del
techo.
Había
puertas por todos los lados de la sala, pero estaban todas
cerradas, y cuando
Alicia la hubo recorrido de parte a parte y tanteado una a una sus puertas, se
encaminó tristemente hacia el centro, pensando cómo se las arreglaría para
salir.
De
pronto se encontró ante una mesita de tres patas, toda ella de cristal: no
había otra cosa encima que una diminuta llave de oro, y lo primero que se le
ocurrió Alicia fue que la llavecita correspondería a una de las puertas de la
sala; pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes o la llave era
demasiado pequeña, el caso es que no abría ninguna. Sin embargo, en un segundo
intento, descubrió una cortina baja que no había notado, y detrás había una
puertecita de unos cuarenta centímetros de altura. Probó la llavecita de oro en
la cerradura y, con gran alegría, vio que ¡encajaba!
Alicia
abrió la puerta y descubrió que conducía a un estrecho pasadizo, no mucho mayor
que una ratonera. Se arrodilló y, a través del corredor, vio el más hermoso
jardín que jamás hayáis visto. ¡Qué ganas tenía de dejar la sombría sala y
deambular por entre aquellos lechos de rutilantes flores y aquellas frescas
fuentes!, pero ni siquiera le entraba la cabeza por el hueco de la puerta; “y
en caso de que pasará —pensó Alicia— de poco me serviría sin los hombros. ¡Ah,
cómo me gustaría plegare como un telescopio! Creo que podría, si supiera cómo
empezar”. Porque, ya veis, le habían ocurrido últimamente tantas cosas
extraordinarias que Alicia empezaba a pensar que muy pocas eran realmente
imposibles.
Era
inútil quedarse allí plantada ante la puertecita, así que volvió a la mesa, con
cierta esperanza de hallar encima otra llave o, al menos, un libro con las
instrucciones para poder plegarse como un telescopio. Esta vez encontró una
botellita (“que por cierto no estaba aquí antes”, se dijo Alicia): tenía atada
alrededor del cuello una etiqueta de papel, en mayúsculas bellamente impresas,
con la palabra “BÉBEME”.
Bien
estaba eso de decir “bébeme”, pero una niña tan precavida como Alicia no iba a
bebérselo sin más. “No —se dijo—, primero habría que ver si indica o no
veneno”, porque había leído varias historias muy bonitas de niños que fueron
quemados vivos o devorados por bestias salvajes y demás cosas desagradables, y
todo por negarse
a recordar los sencillos preceptos que amistosamente les
habían inculcado. Por ejemplo: que un atizador al rojo vivo quema si se lo
sostiene por mucho rato; o que si uno se hace un corte muy profundo con un
cuchillo en el dedo, por regla general sangra, y que (eso Alicia no lo había
olvidado) si uno debe mucho de una botella que pone “veneno”, lo más probable es
que, tarde o temprano, haga daño.
Sin
embargo, en el frasco no ponía “veneno”; así que Alicia se atrevió a probarlo,
como tenía un sabor muy rico (de hecho sabía a una mezcla de tarta de cerezas,
natillas, piña, pavo asado, caramelo y crujientes tostadas de pan con
mantequilla), se lo bebió de un trago.
“¡Qué sensación más curiosa! —dijo
Alicia—. ¡Creo que me estoy pegando como un telescopio!”
Y así era, en efecto: ahora
solo medía veinticinco centímetros de altura, y se le iluminó el rostro ante el
jardín. Antes, sin embargo, aguardó unos minutos para pasar por la puertecita
que la conduciría al hermoso jardín. No obstante, esperó unos minutos para ver
si seguía achicándose; se sentía un poco nerviosa por ello, pues “podría acabar
desapareciendo del todo —pensó—, como una vela, ¿y qué sería de mí entonces?”.
Trató de imaginarse qué aspecto tiene la llama al apagarse, porque no podía
recordar haber visto nunca una cosa semejante.
Al cabo de un rato, viendo que
nada nuevo le ocurría, decidió entrar de inmediato en el jardín; pero, ¡ay,
pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, se dio cuenta de que había olvidado la
llavecita de oro, y al volver a la mesa por ella advirtió que no podía
alcanzarla: la veía perfectamente a través del cristal, e intentó trepar por
una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza; y agotada de su
tentativa, la pobrecita se sentó y se puso a llorar.
“¡Ea, de nada sirve llorar así! —se
dijo Alicia con bastante entereza—. ¡Te aconsejo que pares ahora mismo!” Solía
darse muy buenos consejos (aunque pocas veces los pusiera en práctica) y a
veces se reprendía con tal severidad que hasta le saltaban las lágrimas. Y aún
recordaba que en una ocasión trato de darse un cachete por hacer trampas al
jugar consigo misma en una partida de croquet, porque esta curiosa niña era muy
aficionada a fingir que era dos personas. “¡Pero ahora es inútil pretender ser
dos personas! —pensó Alicia—. ¡Si apenas ha quedado de mí lo suficiente para
contar una persona entera!”
Poco después descubrió una
cajita de cristal que había bajo la mesa: la abrió y halló en ella un minúsculo
pastelillo sobre el que se leía, bellamente impresa con pasas, la palabra
“CÓMEME”. “Bueno, lo comeré —dijo Alicia—; si me hace más grande, podré coger
la llave, y si me hace más pequeña, podré colarme por debajo de la puerta: así,
de un modo u otro, ¡entraré en el jardín!”.
Comió un poquitín y se
preguntó con ansiedad: “¿Por dónde?, ¿por dónde?”, poniéndose la mano encima de
la cabeza para averiguar si era hacia arriba o hacia abajo; y no poco se
sorprendió al ver que conservaba la misma estatura. En realidad, esto es lo que
suele ocurrir cuando uno come pastel, pero tan habituada estaba Alicia a que
solo le ocurrieran cosas extraordinarias que le pareció de lo más soso y
estúpido que la vida siguiera su curso normal.
Así que, manos a la obra, pronto
acabó con el pastel.
II – En un mar de lágrimas
“¡Más que curioso, requetecurioso!”, exclamó Alicia (tan
sorprendida
estaba en aquel momento que se olvidó por completo de hablar con entera
corrección). “¡Qué estirón! ¡Ni que fuera el telescopio más grande del mundo!
¡Adiós, pies!” (porque al mirarlos le pareció que los perdía de vista, tanto se
le alejaban). “¡Ay, mis pobres piecitos, quién os pondrá ahora los zapatos y
los calcetines! ¡Estoy segura de que yo no! demasiado lejos estaré para
ocuparme de vosotros: tendréis que arreglároslas solitos, lo mejor que
podáis... Pero debo ser amable con ellos —pensó Alicia— ¡o se van a negar a
caminar por donde yo quiera ir! Les regalaré un par de botas nuevas todas las
Navidades.”
Y siguió discurriendo cómo se las
arreglaría. “¡Tendrá que ser por correo! —pensó—. ¡Qué divertido enviar regalos
a los mismísimos pies de una! ¡Y qué extrañas van a resultar las direcciones!
Sr. D. Pie Derecho de
Alicia
Felpudo de la Chimenea
Junto al
Guardafuegos
(con cariños de Alicia).
¡Ay, Dios mío, qué disparates digo!”
Fue entonces cuando su cabeza chocó
contra el techo de la sala: de hecho ahora tenía algo más de dos metros y medio
de altura; cogió al instante la llavecita y se precipitó hacia la puerta del
jardín
¡Pobre Alicia! Apenas si, tumbada de
costado, podía mirar el jardín con un solo ojo; pero acceder a él era más que
imposible: se sentó y otra vez irrumpió en llanto.
“¡Vergüenza debería darte llorar de
esta manera! —se dijo Alicia—. ¡Una niña tan grande!” (Bien podía hablar así.)
“¡Basta ya, te lo ordeno!” Pero siguió llorando litros y litros de lágrimas,
como si nada, hasta formar alrededor un gran charco de unos diez centímetros de
profundidad, que cubrió la mitad de la habitación.
—Por favor, Señor…
Pero el Conejo, del susto,
dejó caer los guantes y el abanico, y se escurrió en la oscuridad lo más
deprisa que pudo.
Alicia recogió el abanico y
los guantes y, como hacía mucho calor en la sala, se puso a abanicarse todo el
tiempo que hablaba: “¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué extraño es todo hoy! ¡Y ayer, en
cambio, era todo normal! ¿Habré cambiado durante la noche? Vamos a ver: ¿era yo
la misma al levantarme esta mañana? Casi creo recordar que me sentía un poco
distinta. Pero si no soy la misma, la pregunta siguiente es: ¿quién diablos
soy? ¡Ah, ese es el gran enigma!”. Y se puso a pensar en todas las niñas amigas
de su misma edad, por ver si se había transformado en alguna de ellas.
“No soy Ada, estoy segura de que no —dijo—, porque lleva largos
tirabuzones en el pelo, y el mío en cambio no tiene tirabuzones; y estoy segura
de que tampoco soy Mabel, porque yo sé un montón de cosas, y ella…, ¡ella sabe
poquísimas! Además, ella es ella, y yo soy yo. y... ¡Ay, Dios mío, qué
enrevesado es todo esto! A ver si sé todas las cosas que sabía antes. Veamos: cuatro
por cinco, doce, y cuatro por seis, trece, y cuatro por siete… ¡Ay, Dios mío, a
este paso nunca llegaré a veinte! Pero la tabla de multiplicar no significa
nada; probemos con la geografía. Londres es la capital de París, París la
capital de Roma, Roma… ¡No, todo eso está mal, seguro! ¡Debo de haberme
transformado en Mabel! Probaré a recitar «¡Ay, el pobre inocente…!»” Y cruzó
las manos sobre el regazo, como si estuviera diciendo la lección, y empezó a
recitar, pero la voz sonaba ronca y extraña, y las palabras no eran las mismas
que solían ser:
¡Ay, el pobre inocente cocodrilo,
Cómo aprovecha su brillante cola,
y derrama las aguas de ola en ola,
por sus bellas escamas en el Nilo!
¡Qué alegre estás cuando muestras los dientes,
con qué celeridad abres tus garras,
y a los peces saludas y desgarras!
¡Se cuelan por tus fauces sonrientes!
“Seguro que esta no es la
letra exacta —dijo la pobre Alicia, y se le volvieron a llenar los ojos de
lágrimas mientras proseguía—: Al final resultará que soy Mabel y voy a tener
que ir a vivir a su casucha, y para colmo casi sin juguetes, y ¡ay!, ¡tener
siempre lecciones que aprender! No, eso sí que no: ¡si soy Mabel, me quedaré
aquí abajo! De nada les va a servir que se pongan cabeza abajo y me digan:
“¡Anda, niña, sube!”. Me quedaré mirándolos y les diré: “¿Quién soy yo,
primero?” Contestadme, y luego, si me gusta ser esa persona, subiré; si no, me
quedaré aquí abajo hasta que sea otra…”. Pero, ¡Dios mío! —exclamó Alicia,
estallando en lágrimas—. ¡Si al menos comparecieran cabeza abajo! ¡Estoy
cansadísima de estar aquí tan sola!”
Al decir esto, se miró las manos y
se sorprendió al ver que se había puesto uno de los guantecillos blancos de
Conejo, mientras hablaba. “¿Cómo he podido hacerlo? —pensó—. Debo de estar
achicándome otra vez.” Se levantó y fue a la mesa para medirse por ella; según
sus cálculos, medía ahora unos sesenta centímetros de altura y seguía
encogiéndose rápidamente. Pronto advirtió que la causa de ello era el abanico
que tenía la mano, y lo arrojó al instante, justo a tiempo de no seguir
decreciendo hasta su total extinción.
“¡Me libré por los pelos!”, dijo
Alicia, bastante asustada por tan súbita transformación, pero muy contenta al
verse aún viva. “¡Y ahora, al jardín!” y corrió a toda prisa hacia la puertecita;
pero, ¡ay!, esta volvía a estar cerrada y la llavecita de oro había quedado,
como antes, sobre la mesa de cristal, “y las cosas van de mal en peor —pensó la
pobre niña—, ¡pues nunca, nunca fui tan pequeña como ahora! ¡Realmente
horroroso!”
Al decir esto, resbaló y al
instante, ¡plaf!, se hundió en agua
salada hasta la barbilla. Lo primero que
pensó fue, de algún modo, había caído al mar, “en cuyo caso puedo regresar en
tren” (Alicia, que había ido una sola vez a la playa, había llegado a la precipitada
conclusión de que, fuera cual fuera el punto de la costa inglesa en que uno se
encontrase, siempre podría hallar casetas móviles para bañarse en el mar, niños
cavando en la arena con palas de madera, luego una hilera de hoteles y, al
final, una estación de ferrocarril). Sin embargo, pronto comprendió que estaba
en el propio mar de lágrimas que había derramado cuando sobrepasaba los dos
metros y medio de altura.
“¡Ojalá no hubiera llorado tanto!
—dijo Alicia, mientras nadaba de un lado a otro y trataba de encontrar la
salida—. ¡Supongo que ahora en castigo me ahogaré en mis propias lágrimas!
¡Esto sí que es extraño! Pero hoy todo es tan extraño…”
En ese momento oyó cerca un
chapoteo en el agua y se acercó a nado para averiguar qué era. Al principio
pensó que sería una morsa o un hipopótamo, pero luego, al recordar lo pequeña
que era ahora, comprendió que solo se trataba de un ratón que había resbalado
como ella.
“¿Vale la pena —pensó Alicia—
dirigir la palabra a este ratón? Acá abajo es todo tan extraordinario que no me
extrañaría que el ratón pudiese hablar: en todo caso, nada se pierde
intentándolo.” Así que comenzó:
—¡Oh, Ratón!, ¿sabes el modo de
salir de este lago? Estoy fatigadísima de tanto nadar, ¡oh, Ratón!
Alicia pensó que esta era la
forma más adecuada de dirigirse a un ratón: nunca lo había hecho, pero
recordaba haber visto en la gramática latina de su hermano: “Un ratón — de un
ratón — a un ratón — para un ratón — ¡oh, ratón!”. El ratón la miró con aire
inquisitivo; a Alicia le pareció que le guiñaba un ojillo, pero nada dijo.
“A lo mejor no entiende mi
lengua —pensó Alicia—. ¿Será un ratón francés, llegado con Guillermo el
Conquistador?” (porque, pese a conocer tantos hechos de historia, Alicia no
tenía muy claro cuándo habían sucedido). Así que volvió a empezar:
—Où
est ma chatte? —que era la primera frase de su libro de francés.
El Ratón dio
un repentino salto, y todo él se estremeció de espanto.
—¡Ay, perdón! —exclamó Alicia
enseguida, temerosa de haber herido los sentimientos del pobre anima—. Se me
olvidó que no te gustan los gatos.
—¡Que no me gustan los gatos! —gritó
el ratón, con voz chillona y llena de cólera— ¿Te gustarían a ti si estuvieras
en mi lugar?
—Bueno, posiblemente no —dijo Alicia
en tono contemporizador—: no te enfades por eso. Pero me gustaría poder
presentarte a nuestra gata Dina. Creo que no te desagradarían tanto los gatos
si la vieras. ¡Es tan tranquila y amable! —prosiguió Alicia, más bien para sus
adentros, mientras nadaba con indolencia por el charco—; ¡y sentada junto al
fuego, ronronea que es una delicia, y se lame las patas y se lava la cara... y
es tan dulce y suave que da gusto mecerla... y tan estupenda cazando
ratones...! ¡Ay, perdón! —exclamó de nuevo Alicia porque esta vez el Ratón se
puso todo erizado, y ella estaba segura, con cara de realmente ofendido—. Mejor
será no hablar más de ella, si no te gusta.
—¡Mejor será, sin duda! —gritó el
Ratón, que estaba temblando hasta la mismísima punta de la cola—. ¡Voy a querer
yo hablar de semejante tema! Nuestra familia ha odiado siempre a los gatos:
¡sucios, bajos, rastreros! ¡Que no oiga esa palabra otra vez!
—¡De veras que no! —dijo Alicia, con
mucha prisa por cambiar de conversación—. ¿Te gustan…, eres aficionado... a.…
los perros?
El Ratón no contestó, y así Alicia
continuó ansiosamente:
—Cerca de casa hay un perro
precioso. ¡Me gustaría mostrártelo! ¡Un pequeño terrier, de ojos brillantes, y
con un pelo marrón tan largo y rizado! ¡Y cuando le arrojas cosas, las va a
buscar, y se endereza para pedir la cena, y un montón de cosas más... que no
puedo recordar ni la mitad... y pertenece a un granjero, y él dice que es tan
útil que vale un dineral! Dice que mata todas las ratas y… ¡Ay Dios mío!
—exclamó muy afligida Alicia—. ¡Temo haberte ofendido otra vez!
En efecto, el Ratón se alejaba de
ella, nadando con todas sus fuerzas, removiendo violentamente a su paso todo el
charco.
Alicia lo llamó suavemente:
—¡Mi querido Ratón! ¡Vuelve y no
hablaremos más de gatos ni de perros, si no te gustan!
Cuando el Ratón oyó eso, dio
la vuelta y regresó nadando lentamente hacia ella: tenía la cara pálida (de
cólera, pensó Alicia) y le dijo, en voz baja y temblorosa:
—Vamos a la orilla y te
contaré mi historia, y comprenderás por qué detesto a los gatos y a los perros.
Ya era hora de irse, pues el charco
se estaba llenando de pájaros y animales que habían caído dentro: había un Pato
y un Dodo, un Loro, un Aguilucho y otras varias criaturas extrañas. Toda la
comitiva —Alicia al frente— se encaminó nadando hacia la orilla.
III – Una carrera en comité y un cuento largo y con
cola
De extraño aspecto era, ciertamente,
el grupo que se congregó en la orilla: aves arrastrando tristemente sus plumas,
animales con el pelaje pegado al cuerpo y todos chorreando, malhumorados e
incómodos.
Por supuesto, la primera cuestión
era decidir cómo secarse: hubo una consulta al respecto y, al cabo de unos
minutos, Alicia se vio, con plena naturalidad, hablando familiarmente con
ellos, como si los conociera de toda la vida. Mantuvo incluso una larga discusión
con el Loro que, al final, enfurruñado, se limitaba a repetir:
—Soy mayor que tú; por tanto, tengo
razón.
Alicia no podía admitir tal
argumento sin saber qué edad tenía, y como el Loro se negaba en redondo a
confesarla, no hubo más que hablar.
Por último, el Ratón, que entre
ellos parecía gozar de cierta autoridad, gritó:
—¡Sentados todos y escuchadme! ¡Que
os voy a dejar secos en cosa de un instante!
Al punto todos se sentaron, formando
un gran círculo alrededor del Ratón. Alicia tenía clavada en él ansiosamente la
mirada, porque estaba convencida de que pescaría un terrible resfriado si no se
secaba muy pronto.
—¡Ejem! —dijo el Ratón dándose aires
de importancia—. ¿Preparados? Ahí va lo más seco y árido que conozco.
¡Silencio, por favor! Guillermo el Conquistador, cuya causa favorecía el Papa,
muy pronto fue reconocido por los ingleses, que carecían de caudillos y que se
habían habituado en los últimos tiempos a la usurpación y a la conquista. Edwin
y Morcar, duques de Mercia y Northumbria…
—¡Uf! —suspiró tiritando el Loro.
—¡Perdón! —dijo el Ratón, frunciendo
el ceño, pero con mucha corrección—. ¿Decías algo?
—¡No, no! —se apresuró a contestar
el Loro.
—Creí que sí —dijo el Ratón—.
Prosigo. Edwin y Morcar, duques de Mercia y Northumbria, se declararon a su
favor; e incluso Stigand, el patriota arzobispo de Canterbury que encontrándolo
aconsejable…
—¿Encontrando qué? —dijo el Pato.
—¿Encontrándolo? —replicó algo
irritado el Ratón—. Pero ¿no sabes “lo” qué significa?
—Sé muy bien que significa “lo”
—dijo el Pato— cuando soy yo el que lo encuentra: por lo general es una rana o
un gusano. La cuestión es ¿qué encontró el arzobispo?
El Ratón, sin hacer caso de la
pregunta, reanudó a toda prisa su historia:
—... encontrándolo aconsejable, fue
con Edgar Atheling al encuentro de Guillermo y le ofreció la corona. Al
principio, la conducta de Guillermo fue moderada. Pero la insolencia de los
normandos… ¿Qué tal te encuentras ahora, pequeña? —prosiguió, volviéndose a
Alicia.
—Tan mojada como antes —contestó
melancólicamente la niña—. No parece que esto me seque en absoluto.
—En ese caso —dijo el Dodo,
alzándose solemnemente sobre sus patas—, propongo el aplazamiento de la
asamblea, con vistas a la inmediata adopción de medidas más enérgicas…
—¡Habla llano! —dijo el Aguilucho—.
No sé qué significan la mitad de esas palabras y, es más, ¡tampoco creo que tú
lo sepas!
Y el Aguilucho agachó la cabeza para
disimular una sonrisa, en tanto que otras aves no pudieron contener sus
risitas.
—Lo que iba a decir —prosiguió en
tono ofendido el Dodo— es que, para secarnos, lo mejor sería una Carrera en
Comité.
—¿Qué es una Carrera en Comité?
—preguntó Alicia, no porque tuviera ganas de saberlo, sino porque el Dodo había
hecho una pausa, Cómo prendo que alguien iba a hablar, y nadie en realidad
parecía inclinado a hacerlo.
—¿Y qué importa eso? —replicó el
Dodo—. La mejor manera de explicar una cosa es practicarla.
(Y por si alguno de vosotros
cualquier día de invierno quiere practicarla, os diré cómo se las ingenió el
Dodo.)
Primero marcó la pista para la
carrera, en una especie de círculo (“no importa la forma exacta”, dijo) y luego
todos los asistentes se fueron colocando aquí y allá, a lo largo de la pista.
No hubo el tradicional “uno, dos, tres”, sino que empezaron y terminaron la
carrera a su antojo, de forma que no era fácil saber en qué momento había
de concluir. Sin embargo, después de correr una media hora, y cuando ya se
habían secado del todo, de pronto el Dodo gritó:
—¡Se acabó la carrera! —y todo se
agruparon alrededor de él, jadeante, preguntando:
—Pero ¿quién ha ganado?
Dar respuesta a tal pregunta exigía
no pocas reflexiones, y el Dodo permaneció por un buen rato con un dedo en la
frente (posición que habréis observado en muchos retratos de Shakespeare),
mientras los demás guardaban silencio.
Por fin, dijo:
—Todos han ganado y todos recibirán
premios.
—Pero ¿quién dará los premios?
—preguntaron a coro los asistentes.
—Ella, naturalmente —sentenció el
Dodo, señalando a Alicia con un dedo; y el grupo entero se apretujó al instante
alrededor de la niña, reclamando confusamente:
—¡Premios! ¡Premios!
A Alicia no se le ocurría qué hacer.
Apurada, metió la mano en el bolsillo y sacó una caja de confites (que por
suerte el agua salada no había estropeado) y los distribuye como premio. Habías
exactamente un confite para cada una.
—Pero ella también debe recibir
premio —dijo el Ratón.
Por supuesto —asintió con gravedad
del Dodo—. ¿Qué más tienes en el bolsillo? —prosiguió, volviéndose a Alicia.
—Solo
un dedal —contestó tristemente.
—Pásamelo
—ordenó el Dodo.
Una
vez más, todos se apretujaron alrededor de la niña, mientras el Dodo le ofrecía
solemnemente el dedal, diciendo:
—Te rogamos que aceptes este elegante dedal.
Y
al concluir su breve discurso, todos aplaudieron.
A
Alicia le pareció que era muy absurdo todo eso, pero el grupo ofrecía un
aspecto tan serio que no se atrevió a reír; y como no se le ocurría nada que
decir, hizo simplemente una reverencia, y con la mayor gravedad, cogió el dedal.
Lo
siguiente fue comer los confites. No sin cierto ruido y confusión, pues las
aves grandes se quejaban de que ni siquiera podían apreciar el gusto de los
suyos y las pequeñas se atragantaban y hubo que darles palmaditas en la
espalda. Al fin, sin embargo, todo concluyó, y el grupo se sentó de nuevo en
círculos y pidió al Ratón que les contase algo más.
—Me
has prometido contarme tu historia —dijo Alicia—, y por qué odias a los G y a
los P —le susurró medio temerosa de volver a ofenderlo.
—¡Triste,
larga y no sin cola es mi historia! —dijo el Ratón, entre suspiros,
dirigiéndose a Alicia.
—Una
cola ciertamente larga —dijo Alicia, contemplándola asombrada—, pero ¿por qué
la llamas triste?
Y,
conforme iba hablando el Ratón, siguió muy intrigada la trama y posible cola de
la historia, que imaginó así:
—¡Tú
no atiendes! —dijo severamente el Ratón a Alicia—. ¿En qué piensas?
—Perdona
—dijo Alicia con mucha humildad—. Creo que ibas ya por la quinta curva.
—¡Menudo
error el tuyo! —gritó bruscamente el Ratón, hecho una furia.
—¡Un
nudo! —intuyó Alicia, dispuesta a acudir en su socorro y mirando ansiosamente
alrededor—. ¡Ah, déjame que te ayude a deshacerlo!
—¡Ni
hablar! —chilló el Ratón, ya en pie, alejándose del grupo—. ¡Me insultas al
decir tales sandeces!
—¡No
fue mi intención! —imploró la niña—. ¡Pero te ofendes tan fácilmente...!
El
Ratón gruñó por toda respuesta.
—¡Por
favor, vuelve y termina tu historia!
La
llamada de Alicia fue coreada por todo el grupo:
—¡Sí,
por favor, vuelve!
Pero
el Ratón no hizo sino sacudir impacientemente la cabeza y apuró más el paso.
—¡Qué
pena que no quiera quedarse! —suspiró el Loro, cuando el Ratón se hubo perdido
de vista. Y una vieja madre cangrejo aprovechó la oportunidad para aconsejar a
su hija:
—¡Ay,
hija mía, que te sirva de lección: no pierdas nunca la paciencia!
—¡Cierra
la boca, mamá! —le cortó la joven. ¡Tú eres capaz de hacer perder la paciencia
a una ostra!
—¡Y
quisiera yo tener aquí a nuestra Dina, y tanto! —dijo Alicia en voz alta, sin
dirigirse a nadie en particular—. Ella pronto nos lo traería.
—¿Y
quién es Dina, si no es indiscreción? —preguntó el Loro.
Alicia,
siempre dispuesta a hablar de su gatita, respondió con entusiasmo:
—Dina
es nuestra gata. Y es única cazando ratones, ¡no os podéis imaginar! ¡Y ya me
gustaría que la vierais detrás de los pájaros! Ve un pajarito ¡y se lo come!
Sus
palabras produjeron entre los asistentes una auténtica conmoción. Algunos se
marcharon en el acto; una vieja Urraca, arrebujándose con mucho esmero,
puntualizó:
—¡Realmente
debo irme a casa: el relente de la noche no es nada bueno para mi garganta!
Y
un Canario, con voz temblorosa, llamó a sus crías:
—¡Vamos,
pequeños! ¡Ya es hora de estar en la cama!
Así,
con diversos pretextos, todos se fueron y dejaron a Alicia sola.
“¡Ojalá
no les hubiera mencionado a Dina! —se lamentó Alicia—. No gusta a nadie, aquí
abajo, ¡y sin embargo es la mejor gata del mundo! ¡Ay, querida Dina, no sé si
te volveré a ver!” Y la pobre niña se puso otra vez a llorar, pues se sentía
muy sola y deprimida. Pero, al poco rato, volvió a oír unos leves pasos a lo
lejos y alzó la mirad con cierta esperanzada de que el Ratón, cambiando de
idea, regresara a terminar su historia.
IV – La habitación del Conejo Blanco
Era el Conejo Blanco, que regresaba
despacio, dando saltitos, y miraba con ansiedad alrededor, como si hubiese
perdido algo. Alicia lo oyó murmurar: “¡La Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Ay mis patas
queridas! ¡Por mi piel y mis bigotes! ¡Me hará ejecutar, tan cierto como que
los hurones son hurones! ¿Dónde se me habrán caído?”. Alicia adivinó enseguida
que el Conejo se refería al abanico y al par de guantes de cabritilla; y, con
la mayor diligencia, se puso a buscar por todas partes, pero no los veía por
ningún lado: todo parecía haber cambiado desde que cayera en el charco, y la
gran sala —con mesa de cristal y puertas—
había
desaparecido.
Muy pronto el Conejo notó la
presencia de Alicia, que seguía registrando de un lado a otro, y le gritó
enfadado:
—¡Eh, Mary Ann! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Corre a casa y búscame el
abanico y los guantes! ¡Rápido, ahora mismo!
Alicia se asustó tanto que marchó
corriendo en la dirección que le señalaba, sin tratar de aclarar el equívoco.
“Me ha tomado por su criada —se dijo
mientras corría—. ¡Qué sorpresa se va a llevar cuando descubra quién soy! Pero
mejor será que le traiga el abanico y los guantes… bien, eso si los encuentro.”
Mientras así hablaba, llegó ante una casita muy limpia en cuya puerta había una
placa de bronce con un nombre grabado: “C. BLANCO”. Entró sin llamar y corrió escalera arriba,
con mucho miedo de encontrarse ante la verdadera Mary Ann, no la fuera a echar
de la casa antes de conseguir el abanico y los guantes.
“¡Qué raro es esto de hacer recados
a un conejo! —se dijo Alicia—. ¡A ver si también Dina me manda a
hacer los suyos!” Y empezó a imaginar lo que podía ocurrir:
«“¡Alicia! ¡Arréglate enseguida, que
vas a salir! ¡Un momento, señorita! Que he de vigilar la ratonera hasta que
vuelva Dina y cuidar que no se escape el ratón…” ¡Aunque no creo —prosiguió Alicia— que a Dina la soporten en casa si se pone a dar
órdenes a todo el mundo!»
Por entonces, Alicia había
encontrado el camino que conducía a un cuartito muy aseado, con una mesa junto
a la ventana, sobre la cual (tal como ella esperaba) había un abanico y dos o
tres pares de diminutos guantes blancos de cabritilla: recogió el abanico y un
par de gustes y, cuando estaba a punto de dejar la habitación, sus ojos se posaron
sobre una botellita junto al espejo. Esta vez no había ninguna etiqueta que
dijera “BÉBEME”, a pesar de lo cual la destapó y se la llevó a los labios. “La
regla es que coma lo que coma o beba lo que beba ocurre algo interesante —se dijo—: así pues, a ver qué efecto tiene esta botella. ¡Espero que haga
crecer otra vez, porque estoy realmente harta de ser tan pequeñita!”
Y así fue, en efecto, mucho más
deprisa de lo que había previsto: antes de haberse bebido la mitad de la
botella, notó que el techo le oprimía la cabeza y se tuvo que inclinar para no
romperse el cuello. Dejó inmediatamente la botella, diciéndose: “Es suficiente…
no vaya a crecer más… Ahora ni puedo cruzar la puerta… ¡Por qué habré bebido
tanto!”.
Pero ¡ay, demasiado tarde…! Siguió
creciendo y creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas; un minuto
después, ni para eso había espacio, y trató de tumbarse con un codo contra la
puerta y le otro brazo arrollado a la cabeza. Aún seguía creciendo y, como
último recurso, sacó un brazo por la ventana y metió un pie en la chimenea,
diciendo: “Ya no puedo crecer más, pase lo que pase. ¿Qué va a ser de mí?”.
Por suerte para Alicia, la botellita
mágica ya había hecho todo su efecto, y no creció más. Aun así, estaba muy
incómoda y, como no parecía haber posibilidad de salir del cuarto, no era
extraño que Alicia se sintiera desdichada.
“En casa —pensó la pobre Alicia—
estaba mucho mejor, sin cambiar
continuamente de tamaño y sin estar a merced de
ratones y conejos. Casi habría preferido no haber entrado en la madriguera… a
pesar de que… ¡qué curiosa es esta clase de vida! ¿Qué me habrá sucedido?
Cuando leía cuentos de hadas, pensaba que tales cosas no ocurrían nunca, y
ahora ¡aquí me tienes metida en una de ellas! Debería escribirse un libro sobre
mis aventuras ¡y tanto que sí! Cuando crezca, lo escribiré yo… ¡Pero si ya
estoy crecida —añadió en tono lastimero—: al menos aquí, no hay espacio para
crecer más!”
“Pero entonces —pensó Alicia—,
¿nunca seré mayor de lo que soy ahora? En un sentido, esto sería un alivio… no
ser nunca vieja… pero entonces… ¡siempre tendría que estudiar lecciones! ¡Ah,
eso sí que no me gustaría nada!”
“¡Ay, qué tonta eres, Alicia! —se
replicó a sí misma—. ¿Cómo vas a estudiar lecciones aquí? Si apenas hay espacio
para ti, ¡cómo va a haberlo para los libros de clase!”
Y prosiguió así, primero en un papel
y luego en otro, creando con ambos una especie de conversación; pero, unos
minutos después, oyó afuera una voz y se dispuso a escuchar.
—¡Mary Ann! ¡Mary Ann! —decía la voz—.
¡Tráeme enseguida los guantes!
Oyó luego en la escalera un leve
sonar de pasos. Alicia adivinó que era el Conejo que subía a buscarla, y tembló
de tal forma que sacudió toda la casa, olvidando por completo que ahora era
unas mil veces mayor que el Conejo y que no había motivo para asustarse.
El Conejo llegó casi enseguida a la
puerta e intentó abrirla; pero, como la puerta se abría hacia adentro y el codo
de Alicia la presionaba con fuerza, fracasó en su intento. Alicia oyó que el
Conejo decía para sí: “Daré la vuelta y entraré por la ventana”.
“¡Eso sí que no!”, pensó Alicia y,
tras esperar hasta que se imaginó que oía al Conejo bajo la ventana, alargó de
repente hacia afuera la mano, con ademán de atraparlo en el aire. No atrapó
nada, pero oyó un pequeño chillido, una caída y un estrépito de vidrios rotos,
de lo cual dedujo que posiblemente había caído en un invernáculo de pepinos o
algo por el estilo.
Después le llegó una voz airada (la
del Conejo):
—¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás?
Y luego otra que Alicia no había
oído hasta entonces:
—Aquí, ¿dónde si no?, su señoría.
¡Excavando en busca de manzanas!
—¡Claro, excavando! —dijo irritado
el Conejo—. ¡Ven y ayúdame a salir de aquí! —(Más ruidos de vidrios rotos.)
—Ahora dime, Pat, ¿qué es eso, en la
ventana?
—¡Pues un brazo, su señoría! —(Lo
pronunció baraso.)
—¡Un brazo, so ganso! ¿Quién ha
visto un brazo de ese tamaño? ¡Si ocupa toda la ventana!
—Cierto, su señoría, pero a pesar de
todo es un brazo.
—Lo será, pero no es ese su lugar.
¡Anda, quítalo de en medio!
Hubo un largo silencio y Alicia solo
pudo oír de vez en cuando un cuchicheo; frases como: “Cierto, su señoría, no me
gusta nada, ¡nada en absoluto!”. “¡Haz lo que te digo, cobarde!”, hasta que
Alicia extendió otra vez la mano, con nuevo ademán de atrapar algo al vuelo.
Esta vez hubo dos breves chillidos y más ruidos de vidrios rotos. “¡Qué
cantidad de invernáculos debe de haber! —se pensó Alicia—. Me pregunto qué irán
a hacer ahora. Si tratan de sacarme por la ventana, ¡ojalá lo consigan! ¡Lo
cierto es que estoy harta de estar aquí dentro encerrada!”
Aguardó un rato sin oír nada. Por
fin, escuchó el traqueteo de las ruedas de un carrito y el sonido de muchas
voces que hablaban al unísono. Captó algunas frases: “¿Dónde está la otra
escalera…? ¡Eh!, yo solo tenía que traer una; la otra la tiene Bill… ¡Bill!
¡Tráela aquí, chico…! Aquí, ponedlas en el rincón… No, atadlas primero… No
alcanzan aún ni a la mitad… ¡Qué exagerado! Es más que suficiente… ¡Aquí, Bill!
Agárrate fuerte a la cuerda… ¿Lo aguantará el tejado…? ¡Ojo la teja suelta…!
¡Que se cae! ¡Cuerpo a tierra! —(Gran estrépito)—… ¡Eh!, ¿quién hizo eso…? Fue
Bill, me imagino… ¿Quién va a bajar por la chimenea…? ¡Yo, ni soñando! ¡Hazlo
Tú…! Eso, ¡no cuentes conmigo…! Bill bajará… ¡Ven, Bill! ¡El amo dice que bajes
por la chimenea!”.
“¡Oh! ¿Así que es Bill quien va a
bajar por la chimenea? —se dijo Alicia—. ¡Vaya, parece que todo se lo cargan a
Bill! ¡Por nada del mundo quisiera estar en su pellejo! La chimenea seguro que
es estrecha, pero espero aún poder dar alguna que otra patada...”
Extendió cuanto pudo el pie por el
interior de la chimenea y
esperó hasta advertir que el animalito (no pudo
adivinar de qué clase) arañaba las paredes y se abría paso por la chimenea,
justo encima de Alicia. “Este es Bill”, se dijo. Le dio una fuerte patada y
esperó a ver qué ocurría después.
Lo primero que oyó fue un coro de
voces: “¡Allá va Bill!”, y luego, la voz del Conejo:
—¡Recogedlo, junto a la valla!
Se hizo un silencio, seguido de
nueva confusión de voces:
—Sostenedle la cabeza… Ahora dadle
coñac... Sin que se atragante… Eh, chico, ¿cómo ha sido? ¿Qué te ha sucedido?
¡Cuéntanoslo!
Por fin llegó una vocecita débil y
chillona (“Es la de Bill”, pensó Alicia).
—Bueno, casi ni me enteré... No
más…, gracias; ya estoy mejor... Pero demasiado aturdido para contároslo… Lo
único que sé es que algo, como movido por un resorte, me impulsó ¡y salí
disparado como un cohete!
—Así fue ¡realmente!
—¡Hay que prender fuego a la casa!
—dijo la voz del Conejo, y Alicia gritó con todas sus fuerzas:
—Si lo hacéis, ¡os soltaré a Dina!
Se hizo al instante un silencio
mortal y Alicia pensó:
“¿Qué irán a hacer ahora? Si fueran
un poquitín sensatos, quitarían el tejado.” Al cabo de uno o dos minutos,
empezaron a moverse nuevamente, y Alicia oyó que el Conejo decía:
—Bastará con una carretilla, para
empezar.
“Una carretilla ¿de qué?”, pensó
Alicia. Pero sus dudas se aclararon pronto, porque al poco una lluvia de
piedrecitas sacudió la ventana, y algunas le dieron en la cara. “Voy a poner punto
final a todo esto”, se dijo, y gritó:
—¡Mejor será que no se repita! —lo
cual produjo un nuevo silencio.
Alicia advirtió, con no poca sorpresa,
que todas las piedritas se volvían pastelillos conforme iban cayendo al suelo, y
se le ocurrió una brillante idea: “Si como uno de estos pastelillos, seguro que
se produce en mí algún cambio de tamaño; y como no puedo crecer más, me hará
decrecer, supongo.”
Así que se tragó uno de los
pastelillos y vio con regocijo que enseguida empezaba a encogerse. Apenas se
achicó lo suficiente para pasar por la puerta, salió corriendo de la casa y se
encontró con una multitud de animalitos y aves que la aguardaban afuera. Bill,
la pobre lagartija, estaba en el centro, sostenido por dos conejillos de Indias,
que le hacían beber de una botella. Todos se abalanzaron sobre Alicia en el
instante en que apareció, pero ella corrió con todas sus fuerzas y así se
encontró pronto a salvo en un tupido bosque.
“Lo primero que he de hacer —se dijo
Alicia mientras erraba por el bosque— es crecer hasta recobrar mi tamaño normal;
y lo segundo es encontrar el camino hacia aquel bello jardín. Creo que este
será el mejor plan.”
Sin duda sonaba excelente el plan:
sencillo y claro. La única dificultad estribaba en que no tenía ni remota idea
de cómo realizarlo; y mientras escudriñaba con ansiedad por entre los árboles,
un pequeño ladrido que sonó justo encima de su cabeza la obligó a levantar
precipitadamente la mirada.
Un enorme cachorro de ojazos
redondos la miraba, y extendiendo con delicadeza una pata, intentaba tocarla.
—¡Pobrecito! —dijo Alicia, en tono mimoso,
e intentó por todos los medios silbarle; pero se sentía al mismo tiempo
aterrada ante la sola idea de que pudiera estar hambriento, en cuyo caso era
muy probable que, a pesar de todos sus mimos, se la comiera.
Casi sin saber lo que hacía, cogió
un palito y se lo tendió al cachorro, el cual saltó sobre sus cuatro patas a un
tiempo, dando un ladrido de alegría, se lanzó sobre el palito, como si fuera a
atacarlo. Entonces Alicia se ocultó detrás de un gran cardo para evitar que la
atropellara; y al momento de aparecer ella por el otro lado, otra vez se
abalanzó el cachorro sobre el palito y, en su apresuramiento por cogerlo, cayó
patas arriba, de cabeza. Entonces Alicia, pensando que todo esto era algo así
como jugar con un caballo percherón, y temiendo a cada momento que la aplastara
entre sus patas, dio a toda prisa la vuelta al cardo. El cachorro inició
entonces una serie de cortas arremetidas al palito, corriendo alternativamente
un poco hacia delante y un mucho hacia detrás, siempre entre roncos ladridos,
hasta que por fin se sentó a buena distancia, jadeante, con la lengua fuera y
los grandes ojos semicerrados.
Esta le pareció a Alicia una buena
oportunidad para escapar; así que salió inmediatamente y corrió hasta que,
exhausta y sin aliento, notó que el ladrido del cachorro se desvanecía a lo
lejos.
“Y sin embargo, ¡qué tierno era el
cachorrillo!”, dijo Alicia mientras se recostaba sobre una campanilla para
descansar y se abanicaba con una de las hojas. “Me habría gustado mucho
enseñarle a hacer monadas… ¡si hubiera tenido el tamaño adecuado para ellos!
¡Ay, Dios mío, si casi había olvidado que he de volver a crecer! Vamos a ver:
¿cómo voy a conseguirlo? Calculo que debería comer o beber alguna que otra
cosa; pero la gran cuestión es ¿qué?”
La gran cuestión era ciertamente
“¿qué?”. Alicia posó la mirada sobre las flores y las briznas de hierba que
había alrededor, pero no pudo ver nada que pareciera apropiado para comer o
beber en aquellas circunstancias. Cerca de ella había una gran seta, más o
menos de su misma altura y una vez que la hubo inspeccionado por debajo, por
los lados y por detrás, se le ocurrió que también podía inspeccionarla por
encima.
Se puso de puntillas y, atisbando
sobre el borde de la seta, sus ojos inmediatamente se encontraron con los de
una gran oruga azul, que estaba sentada en lo alto, con los brazos cruzados,
fumando tranquilamente un gran narguile, sin prestar la menos atención ni a
Alicia ni a cosa alguna.
V – El consejo de una Oruga
La Oruga y Alicia se miraron un rato
en silencio. Al fin, la Oruga
se quitó el narguile de la boca y se dirigió a
Alicia con voz lánguida y soñolienta.
—¿Quién eres Tú?
No era esta una pregunta alentadora para
iniciar una conversación. Alicia, un poco intimidada, contestó:
—Pues yo…, yo, ahora mismo, señora,
ni lo sé… Sí sé quién era cuando esta mañana me levanté, pero he debido de
cambiar varias veces desde entonces.
—¿Qué quieres decir con eso? —dijo
severamente la Oruga—. ¡Explícate!
—Me temo no poder, señora —dijo
Alicia—, porque como ve, ya no soy yo misma.
—No veo —dijo la Oruga.
—Temo no poder exponerlo con mayor
claridad —repuso muy cortésmente Alicia—, porque, para empezar, ni yo misma lo
comprendo; y el cambiar tantas veces de tamaño en un solo día es muy
desconcertante…
—No lo es —dijo la Oruga.
—Bueno, tal vez aún no lo sea para
usted —dijo Alicia—, pero ya verá el día en que se vuelva crisálida… y luego
con el tiempo mariposa… Entonces supongo que todo lo verá un poco raro, ¿no?
—Ni pizca —dijo la Oruga.
—Bueno, quizá vea las cosas a su
manera —dijo Alicia—. Lo que sí puedo decir es que a mí me resultaría muy raro.
—¡A ti! -dijo la Oruga con desdén—.
¿Y quién eres tú?
Lo cual las devolvió al comienzo de
la conversación. Alicia se sentía un poco irritada ante el laconismo tajante de
la Oruga y, poniéndose muy tiesa, le dijo con toda gravedad:
—Creo que debería primero decirme
primero quién es usted.
—¿Por qué? —dijo la Oruga.
He aquí otra pregunta desconcertante,
y como Alicia no podía hallar ninguna buena razón, y la Oruga parecía estar de
muy mal humor, dio media vuelta.
—¡Vuelve! —le gritó la Oruga—.
¡Tengo algo importante que decirte!
Esto ya sonaba mucho más prometedor.
Alicia dio otra vez media vuelta y regresó.
—No pierdas la calma —dijo la Oruga.
—¿Es eso todo? —dijo Alicia,
conteniéndose de rabia al máximo.
—No —dijo la Oruga.
Alicia pensó que bien podía esperar,
pues no tenía nada que hacer; después de todo, quizá valía la pena escuchar lo
que iba a decirle. Durante unos minutos la Oruga estuvo fumando sin decir
palabra. Al final desplegó los brazos, retiró la pipa de la boca y dijo:
—¿Así que tú crees haber cambiado?
—Me temo que sí, señora —dijo
Alicia—. No puedo recordar las cosas como antes…, ¡y no conservo el mismo
tamaño ni diez minutos seguidos!
—¿No puedes recordar el qué? —preguntó
la Oruga.
—Bueno, intenté recitar “Ay, el
pobre inocente”, ¡y la letra me salió muy distinta! —repuso melancólicamente
Alicia.
—Recita el “Padre Guillermo” —dijo
la Oruga.
Alicia cruzó los brazos y empezó:
Eres muy viejo, padre —dijo el niño—
Y tus pocos cabellos están canos:
¿no te parece que a tu edad es indigno
¿no te parece que a tu edad es indigno
andar cabeza abajo, hecho un payaso?
De joven —dijo el
padre— me temía
que tal cosa atrofiara mi cerebro:
consciente hoy de no tener ni pizca,
hago de mi carencia lo que quiero.
y tu gordura es hoy descomunal:
¿por qué al cruzar la puerta, dime, dime,
¿por qué al cruzar la puerta, dime, dime,
me sorprendes con un salto mortal?
De joven —dijo el
padre y sacudió sus canas—
mantenía los miembros muy flexibles
con un ungüento —a un duro cada caja—:
puedo venderte un par, si me lo pides.
Eres muy viejo, y tus dientes no pueden
otra cosa mascar que no sea sebo:
¿cómo es que te zampaste de repente
un ganso sin dejar pico ni huesos?
De joven —dijo el
padre— estudié leyes
y siempre debatí con mi mujer:
así están mis mandíbulas tan fuertes
como fueron las de Matusalén.
Eres muy viejo y nadie supondría
que tu vista es de lince, como antes:
¿cómo consigues, dime, que una anguila
se aguante en tu nariz? ¿Es magia o arte?
Contesté tres preguntas, y eso basta
—dijo el progenitor—. ¡Y menos humos!
¡Fuera o te arrojaré por la ventana
como te obstines en hacer el burro!
—No lo has dicho bien —observó la
Oruga.
—No del todo, me temo—dijo
tímidamente Alicia—. Me salió un poco cambiada la letra.
—Está mal desde el comienzo hasta el
fin —dijo la Oruga con decisión; y hubo un largo silencio.
La Oruga fue la primera en hablar.
—¿Qué altura quieres tener?
—¡Ah!, no soy exigente en materia de
altura —se apresuró a contestar Alicia—; solo que no me gusta cambiar tan a
menudo, ya sabe.
—No sé —dijo la Oruga.
Alicia no dijo nada; nunca en su
vida la habían contradicho tanto y eso le hacía perder la paciencia.
—¿Estás contenta con tu talla
actual? -preguntó la Oruga.
—Bueno, me gustaría ser un poco más
alta, si usted no tiene inconveniente —dijo Alicia—: siete centímetros es una
birria de estatura.
—Al contrario, ¡es una estatura
perfecta! —dijo furiosa la Oruga, irguiéndose mientras hablaba (medía
exactamente siete centímetros).
—¡Pero yo no estoy acostumbrada! —repicó
con voz lastimera Alicia. Y pensó: “¡Ojalá no fueran tan susceptibles estos
bichos!”
—Con el tiempo ya te acostumbrarás
—dijo la Oruga; y otra vez, con la pipa en la boca, se puso a fumar.
Alicia aguardó pacientemente a que la
Oruga decidiera a hablar de nuevo. Al cabo de uno o dos minutos, se quitó el
narguile de la boca, bostezó una o dos veces y se desperezó. Luego descendió de
la seta y se internó en la hierba, diciendo a modo de despedida:
—Un lado te hará más alta y el otro
te hará más chica.
“¿Un lado de qué? ¿Y el otro de qué?”,
pensó Alicia.
—De la seta -dijo la Oruga, como si
se lo hubiera preguntado en voz alta, y al instante, desapareció.
Alicia se quedó un rato mirando
pensativamente la seta, tratando de adivinar cuáles serían esos dos lados; como
era perfectamente redonda, el problema resultaba muy difícil. Sin embargo, al
fin extendió lo más posible los brazos alrededor de la seta, y rompió con cada
mano un trocito del borde.
“Y ahora, ¿cuál es cuál?”, se dijo,
y mordisqueó un poco del que tenía en la mano derecha para probar su efecto. Al
instante sintió un fuerte golpe bajo la barbilla: ¡había chocado con los pies!
Tan repentino cambio la asustó enormemente,
pero comprendió que no había tiempo para perder, pues seguía encogiendo
rápidamente: así que se apresuró a comer del otro trozo. Tenía la barbilla tan
pegada a los pies que apenas le quedaba espacio para abrir la boca; pero lo
consiguió al fin y logró tragar una porción del trocito de la mano izquierda.
“¡Vaya, por fin tengo la cabeza
libre!”, dijo Alicia en tono de satisfacción, que muy pronto se transformó en
alarma al advertir que no podía encontrar en parte alguna sus hombros. Todo lo
que podía ver, al mirar hacia abajo, era un cuello inmensamente largo que
parecía elevarse como una caña de un mar de hojitas verdes que se extendía
lejos por debajo de ella.
“¿Qué será todo este verde? —dijo
Alicia—. ¿Y dónde estarán mis hombros? ¡Ay, pobres manos mías!, ¿cómo es que no
puedo veros?” Alicia las movía al hablar, pero sin más resultado que el de una
leve agitación entre el verdor distante.
Como no parecía haber ninguna
posibilidad de levantar las manos hasta la cabeza, intentó bajar la cabeza hasta
las manos y, con no poca alegría, constató que podía doblar el cuello
fácilmente en cualquier dirección, como si fuera una serpiente. Ya había
logrado doblarlo en un gracioso zigzag y a punto estaba de sumergirse en las
hojas que, según averiguó, no eran sino las copas de los árboles bajo los cuales
había estado errando, cuando un agudo chirrido la obligó a retroceder
precipitadamente: una gran paloma se le había abalanzado y le golpeaba
violentamente la cara con sus las alas.
—¡Serpiente! —chilló la Paloma.
—¡No soy una serpiente! —dijo Alicia
indignada—. ¡Déjame en paz!
—¡Serpiente, lo repito! —exclamó la
Paloma, pero en tono menos duro, y añadió con una especie de sollozo—: ¡Lo he
probado todo, pero con ellas nada da resultado!
—No sé en absoluto de qué me hablas
—-dijo Alicia.
—He probado las raíces de los
árboles, he probado las riberas y he probado los setos —continuó la Paloma sin
escucharla—, pero a esas serpientes ¡no hay modo de contentarlas!
Alicia estaba cada vez más perpleja,
pero estimó que era inútil decir nada en tanto la Paloma no hubiera terminado.
—¡Como si incubar no fuera en sí
bastante pesado! —dijo la Paloma—; ¡encima hay que estar vigilando día y noche
por culpa de las serpientes! ¡No he pegado ojo en estas tres semanas!
—Siento mucho que le importunen
tanto —dijo Alicia, que ya empezaba a comprender.
—¡Y justo cuando elijo el árbol más
alto del bosque —prosiguió la Paloma, alzando la voz hasta un chillido—, y
justo cuando pensaba que por fin me libraría de ellas, va y desciende una, culebreando
desde el cielo! ¡Uf, la serpiente!
—¡Pero te repito que no soy una
serpiente! —dijo Alicia—. Soy una... soy una...
—Bueno, ¿qué eres? —dijo la Paloma—.
¡Ya veo que tratas de inventarte algo!
—Yo... yo soy una niña —concluyó
Alicia sin mucha convicción, al recordar los numerosos cambios por los que
había asado durante aquel día.
—¡No me vengas con cuentos! —dijo la
Paloma con el más profundo desprecio—. ¡He visto en mi vida a muchas niñas,
pero ni una con un cuello como ese! ¡No, no! Tú eres una serpiente; y es inútil
que lo niegues. ¡Supongo que ahora vas a decirme que nunca has saboreado un
huevo!
—Claro que sí —dijo Alicia con mucha
franqueza—, pero las niñas comen huevos igual que las serpientes.
—No me lo creo —dijo la Paloma—:
pero, mira, si lo hacen, es porque son un tipo de serpientes: he dicho.
Esta idea era tan nueva para Alicia
que por uno o dos minutos se quedó callada, lo que aprovechó la Paloma para
añadir:
—Tú estás buscando huevos, eso se ve
a la legua; ¿y qué me importa a mí que seas niña o serpiente?
—Pues a mí sí que me importa —se
apresuró a decir Alicia—; pero sucede que no busco huevos y, si así fuera, no
querría los tuyos: no me gustan crudos.
—¡Bueno, entonces, largo! —dijo,
resentida, la Paloma, en tanto se instalaba nuevamente en su nido. Alicia se
agachó para sortear los árboles como buenamente podía, porque el cuello se le
enredaba entre las ramas y a cada momento tenía que detenerse para
desenredarlo. Al cabo de un rato recordó que aún tenía en las manos los
trocitos de seta y se puso prudentemente a mordisquear primero de uno y luego
de otro, unas veces creciendo y otras menguando, hasta que logró recuperar su
estatura normal.
Hacía tanto tiempo que la había
perdido que al principio se sintió muy extraña; pero pronto se habituó y, como
siempre, se puso a hablar sola: “¡Vaya, está lista la mitad del proyecto! ¡Qué
desconcertantes son todos estos cambios! ¡Nunca estoy segura de lo que voy a
ser un minuto después! Sin embargo, ya he recuperado mi talla normal: lo
siguiente es entrar en ese bello jardín... ¿Cómo voy a hacerlo?” Mientras así
hablaba, llegó de pronto a un claro, con una casita en él de un metro veinte de
alto. “Es impensable entrar y presentarse con semejante tamaño. ¡Quienquiera
que viva allí se moriría del susto!” Así que empezó a mordisquear de nuevo el
trocito de la mano derecha y no se atrevió a acercarse a la casa hasta reducir
su talla a unos veinticinco centímetros.
VI – Cerdo y pimienta
Alicia se quedó durante uno o dos
minutos observando la casa, sin
saber qué hacer a continuación, cuando de
pronto salió corriendo del bosque un lacayo (Alicia lo consideró un lacayo porque
vestía de librea, pero a juzgar por la cara, lo habría tomado más bien por un
pez) y dio con los nudillos unos sonoros golpes a la puerta. La abrió otro
lacayo, de cara redonda y ojos grandes como de rana. Alicia observó que ambos lacayos
tenían empolvada la cabellera, cuyos rizos les cubrían toda la cabeza. Sintió
mucha curiosidad por saber qué pasaba y salió sigilosamente un poquitín del
bosque para escuchar.
El Lacayo Pez empezó sacando de
debajo del brazo una gran carta, casi tan grande como él mismo, y se la tendió
al otro, diciendo en tono solemne:
—Para la Duquesa. Una invitación de
la Reina para jugar al croquet.
El Lacayo Rana repitió la fórmula
con idéntico tono solemne, aunque alterando un poco el orden de las palabras:
—De la Reina. Una invitación para la
Duquesa para jugar al croquet.
Luego se hicieron una mutua
reverencia y se les enredaron los rizos.
A Alicia le dio tanta risa esto que
tuvo que volver corriendo al bosque por miedo a que la oyeran; y cuando asomó
de nuevo la cabeza, el Lacayo Pez se había ido y el otro estaba sentado en el
suelo, con la mirada estúpidamente fija en el cielo.
Alicia se acercó tímidamente a la
puerta y llamó.
—Es totalmente inútil llamar —dijo
el Lacayo—, y eso por dos razones. Primero, porque estoy del mismo lado de la
puerta que tú. Segundo, porque dentro hacen tanto ruido, que nadie podrá oírte.
Y, en efecto, del interior salía el
estruendo más extraordinario: incesantes aullidos y estornudos y, de vez en
cuando, un fuerte estallido, como si una fuente o una cazuela se hubieran hecho
añicos.
—Por favor, dígame entonces, ¿qué he
de hacer para entrar? —preguntó Alicia.
—Llamar a la puerta tendría algún
sentido —prosiguió el Lacayo, sin hacerle caso— si la puerta estuviera entre tú
y yo. Por ejemplo, si tú estuvieras dentro, podrías llamar, y yo podría dejarte
salir.
El Lacayo miraba todo el rato al
cielo mientras hablaba, y esto, decididamente, pensó Alicia, era una falta de
educación. “Pero quizá no puede evitarlo —se dijo—: ¡tiene los ojos tan en lo
alto de la cabeza! Pero podría al menos contestar las preguntas.”
—¿Qué he de hacer para entrar? —repitió
en voz alta.
—Voy a estar aquí sentado hasta
mañana… —observó el Lacayo.
En este momento, se abrió la puerta
y un enorme plato salió volando derecho en dirección a la cabeza del Lacayo: le
rozó la nariz y se estrelló detrás de él contra uno de los árboles.
—... o hasta pasado mañana, tal vez
—continuó el Lacayo, impasible, como si no hubiera ocurrido nada.
—¿Cómo voy a entrar? —volvió a
preguntar Alicia, alzando aún más la voz.
—¿Vas a entrar realmente? —dijo el
Lacayo—. Esta es la cuestión fundamental.
Claro que lo era; solo que a Alicia
no le gustaba que se lo dijeran. “Es verdaderamente horrible —murmuró para sí—
la manera como razonan todas estas criaturas. ¡La vuelven a una loca!
Esta le pareció al Lacayo una buena
oportunidad para repetir con variaciones la misma observación:
—Estaré aquí sentado —dijo—, a ratos
sí a ratos no, durante días y días.
—Pero yo ¿qué voy a hacer? —dijo
Alicia.
—Haz lo que te dé la gana —dijo el
Lacayo, y se puso a silbar.
—¡No vale la pena hablar más! —dijo
Alicia desesperada—: ¡Es un perfecto idiota!
Abrió la puerta y entró.
La puerta conducía directamente a
una enorme cocina llena de humo. La Duquesa estaba en el centro, sentada en un
taburete de tres patas y meciendo a un bebé. La cocinera se inclinaba sobre el
fogón y revolvía en un gran caldero que al parecer estaba lleno de sopa.
“Sin duda hay demasiada pimienta en
esa sopa”, se dijo Alicia, que no paraba de estornudar.
Había sin duda demasiada pimienta en
el aire. Incluso la Duquesa estornudaba de vez en cuando; y en cuanto al niño
estornudaba y aullaba alternativamente, sin pausa alguna. Las dos únicas
criaturas que no estornudaban en la cocina eran la Cocinera y un gran gato,
sentado junto al hogar, que sonreía de oreja a oreja.
—Por favor —dijo Alicia con cierta
timidez, no muy segura de que fuera correcto hablar ella primero— ¿podría
decirme por qué sonríe así su gato?
—Es un gato de Cheshire —dijo la
Duquesa—, y ese es el porqué. ¡Cerdo!
Subrayó el apelativo con tan súbita
violencia que Alicia pegó un salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba
dirigido al niño, y no a ella; así que cobró ánimos y continuó.
—No sabía que los gatos de Cheshire fueran
tan sonrientes; en realidad, no sabía ni que pudieran sonreír.
—No sé de ninguno que lo haga —dijo
Alicia muy cortésmente y no poco feliz de haber entrado en conversación.
—Hay muchas cosas que tú no sabes
—concluyó la Duquesa—: la verdad sea dicha.
A Alicia no le gustó nada el tono con
que lo dijo y pensó que sería mejor cambiar de tema. Mientras trataba de elegir
otro más adecuado, la Cocinera retiró del fuego el caldero de sopa y se puso
enseguida a arrojar contra la Duquesa y el niño todo lo que tenía a su alcance:
primero los atizadores; luego siguió una lluvia de ollas, fuentes y platos. La
Duquesa no se inmutaba, ni siquiera cuando le alcanzaban algunos de estos
proyectiles, y el niño seguía aullando tanto que era imposible decidir si le
habían daño o no.
—¡Ay, por favor, fíjese en lo que
hace! —exclamó Alicia, saltando de un lado a otro, presa de pavor—. ¡Ay de su
preciosa nariz! —gritó al ver volar una cacerola descomunal tan cerca de la
nariz del niño que por poco se la arranca de cuajo.
—Si cada cual se ocupara de sus
propios asuntos —dijo la Duquesa, dando un ronco gruñido—, el mundo giraría
mucho más de prisa de lo que va.
—Lo cual no sería una ventaja —dijo
Alicia, muy contenta de poder lucir un poquitín sus conocimientos—. ¡Piense en
el lío que eso iba a crear con el día y la noche! Usted sabe que la Tierra
tarda veinticuatro horas en dar la vuelta alrededor de su eje...
—Pues hablando de ejecución —cortó
la Duquesa—, ¡que le corten la cabeza!
Alicia miró con ansiedad a la
cocinera, por ver si esta intentaba cumplir la orden; pero como la cocinera,
ocupada en revolver la sopa, no parecía atender, Alicia prosiguió:
—Veinticuatro horas, creo; ¿o son
doce? Yo...
—¡Ay, déjame en paz! —dijo la
Duquesa—. ¡Nunca he podido soportar los números!
Y empezó a mecer de nuevo al niño,
cantándole una especie de nana y sacudiéndolo con violencia al final de cada
verso:
Al niño dale un buen palo,
y si estornuda, sé duro:
solo le gusta ser malo
y si estornuda, sé duro:
solo le gusta ser malo
Y fastidioso, ¡seguro!
CORO
(al que se unieron la cocinera y el
niño):
¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!
La Duquesa siguió zarandeando
violentamente al niño, mientras entonaba la segunda estrofa, y el pobrecito
gritaba tanto que Alicia apenas pudo oír la letra con claridad:
Con dureza hablo a mi niño
y, si estornuda, le arreo,
con su gozo recibe, luego,
y, si estornuda, le arreo,
con su gozo recibe, luego,
pimienta, como cariño.
CORO
¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!
—¡Ven! ¡Puedes mecerlo un poco, si
quieres! —dijo la Duquesa a Alicia, lanzándole al niño—. Tengo que ir a
arreglarme para jugar al croquet con la Reina. —Y se marchó a toda prisa del
cuarto. La Cocinera le arrojó una sartén, pero no le dio.
Alicia cogió al niño con dificultad,
porque la criatura tenía forma extraña y agitaba brazos y piernas en todas
direcciones, “igual que una estrella de mar”, pensó Alicia. Al cogerlo, el
pobrecito resoplaba como una locomotora y se doblaba y retorcía de tal forma
que, por uno o dos minutos, le resultó casi imposible sostenerlo.
Cuando encontró al fin el modo de
mecerlo (que consistía en hacer de él una suerte de nudo, sujetando bien su
oreja derecha y su pierna izquierda, para impedir que se desatara), lo sacó al
aire libre. “Seguro que si no me llevo a este niño —pensó Alicia— me lo matan
en un par de días. ¡Dejarlo sería un crimen!” A estas últimas palabras, que
pronunció en alta voz, respondió la criatura con un gruñido (por entonces ya
había dejado de estornudar).
—¡No gruñas! —dijo Alicia—. Estas no
son maneras de expresarse.
El niño volvió a gruñir, y Alicia lo
observó con ansiedad para ver
qué le ocurría. No cabía la menor duda: su nariz era
muy respingona, mucho más parecida a un hocico que a una auténtica nariz, y sus
ojos se le volvían extremadamente pequeños, impropios de un bebé. Total, que a
Alicia no le gustaba en absoluto el aspecto de la criatura. “Pero tal vez no
fue más que un lloriqueo”, pensó, y otra vez se fijó en sus ojos, por si había
alguna lágrima. No, no había lágrimas.
—Si vas convertirte en cerdo, monada
—dijo seriamente Alicia—, no voy a querer saber nada de ti. ¡Así que mucho ojo
La pobre
criatura volvió a sollozar (o a gruñir: imposible saberlo) y ambos continuaron
un rato en silencio.
Justo en el momento en que Alicia empezaba
a plantearse “¿Y qué voy a hacer con él cuando llegue a casa?”, oyó un nuevo y
tan violento gruñido que, volvió a examinarle la cara. Esta vez no había error
posible: era, ni más ni menos, un cerdo, y comprendió que era absurdo seguir
llevándolo en brazos.
Así pues, lo dejó en el suelo, y se sintió
bastante aliviada al verlo trotar tranquilamente hacia el bosque. “De haber
crecido así —se dijo—se habría vuelto un niño feísimo; como cerdo, en cambio,
creo que es bastante guapo.” Y se puso a pensar en otros niños que conocía y
que, como cerdos, no estarían nada mal, “eso en caso de dar con el método exacto
para su transformación”. Y se interrumpió con cierto sobresalto al ver al Gato
de Cheshire, subido a la rama de un árbol, a pocos metros de distancia.
El Gato vio a Alicia y se puso a
sonreír. “Parece risueño”, pensó; pero tenía las uñas muy largas y muchos
dientes grandes, así que decidió que era mejor tratarlo con el debido respeto.
—Minino de Cheshire —empezó más bien
con timidez, pues no estaba segura si le gustaría el nombre; pero el gato se
mostró aún más risueño. “¡Vaya! —pensó Alicia—. De momento parece satisfecho”,
y prosiguió:
—¿Podrías decirme, por favor, qué camino he de
tomar para salir de aquí?
—Depende mucho del punto a donde
quieras ir —contestó el Gato.
—Me da casi igual adónde —dijo
Alicia.
—Entonces no importa qué camino sigas
—dijo el Gato.
—... siempre que llegue a alguna
parte —añadió Alicia, a modo de explicación.
—¡Ah!, seguro que lo consigues —dijo
el Gato—, si andas lo suficiente.
Alicia comprendió que el argumento
era irrefutable, de modo que probó con otra pregunta:
—¿Qué clase de gente vive por aquí?
—En esa dirección —dijo el Gato,
haciendo un vago gesto con la pata derecha— vive un Sombrerero; y en esa
dirección —haciendo el mismo gesto con la otra pata— vive la Liebre de Marzo.
Visita al que te plazca: ambos están locos.
—Pero yo no quiero andar entre locos
—observó Alicia.
—¡Ah!, no podrás evitarlo —dijo el
Gato—: aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
—¿Cómo sabes que estoy loca? —dijo
Alicia.
—Tienes que estarlo —dijo el Gato— o
no habrías acudido aquí.
Alicia no creyó que eso probara
nada; sin embargo, continuó:
—¿Y tú cómo sabes que estás loco?
—Para empezar —dijo el Gato—, un
perro no está loco. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí —dijo Alicia.
—Bueno —prosiguió el Gato—, tú sabes
que un perro gruñe cuando está enojado y mueve la cola cuando está contento.
Pues bien, yo gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando estoy enojado.
Por tanto, estoy loco.
—Yo a eso lo llamo ronronear, no
gruñir —dijo Alicia.
—Llámalo como quieras —dijo el Gato—.
¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?
—Me gustaría mucho —dijo Alicia—,
pero todavía no me han invitado.
—Allí me verás —dijo el Gato, y
desapareció.
Esto no sorprendió excesivamente a
Alicia, acostumbrada como estaba a que ocurrieran cosas raras. Todavía seguía mirando
hacia el lugar donde había estado el Gato, cuando de pronto reapareció.
—A propósito, ¿qué fue del niño?
—dijo el gato—. Casi olvido preguntártelo.
—Se volvió cerdo —contestó tranquilamente
Alicia, como si la reaparición del Gato fuera la cosa más natural del mundo.
—Ya me lo imaginaba —dijo el Gato, y
otra vez desapareció.
Alicia aguardó un poco, con cierta
esperanza de volver a verlo,
pero como no aparecía, al cabo de uno o dos
minutos se encaminó hacia el lugar donde supuestamente vivía la Liebre de
Marzo. “Sombrereros —pensó—, he visto siempre; mucho más interesante la será Liebre
de Marzo, y tal vez, ahora en mayo, no esté loca de atar... Al menos, no tan
loca como en marzo.” Mientras así hablaba, miró hacia arriba y allí estaba nuevamente
el Gato, subido a la rama de un árbol.
—¿Qué dijiste, “cerdo” o “lerdo”?
—inquirió el Gato.
—Dije “cerdo” —repuso Alicia—; ¡y a
ver si dejas de aparecer y desaparecer bruscamente! ¡Mareas a cualquiera!
—Muy bien —dijo el Gato; y esta vez
se esfumó muy lentamente, empezando por la punta de la cola y concluyendo por
la sonrisa, que se demoró un rato cuando ya había desaparecido el resto.
“¡Bueno! He visto a menudo a un gato
sin sonrisa —pensó Alicia-, ¡pero no a una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más
curiosa que he visto en mi vida!
No tardó mucho en divisar la casa de
la Liebre de Marzo: dedujo que lo era porque las chimeneas tenían forma de orejas
y el tejado estaba cubierto de piel. Era tan grande que decidió, antes de
acercarse, mordisquear otro poco del trocito de seta que tenía en la mano
izquierda, y creció así hasta unos sesenta centímetros de altura. Aun entonces,
se aproximó más bien con tiento a la casa, diciéndose: “¡Supongamos que está
loca de atar! ¿no habría sido preferible ir a ver al Sombrerero?”.
VII – Una merienda de locos
La mesa estaba puesta delante de la casa, bajo un árbol, y la Liebre de
Marzo y el Sombrerero tomaban el té. Entre ellos había un Lirón profundamente
dormido, sobre el cual apoyaban los codos, a modo de cojín, y hablaban por
encima de su cabeza. “Muy incómodo para el Lirón —pensó Alicia—; claro que, como está dormido,
probablemente ni se entera.”
Aunque la mesa era grande, los tres se apretujaban en uno de los
extremos.
—¡No hay sitio! ¡No hay sitio! —exclamaron al ver llegar
a Alicia.
—¡Hay sitio de sobre! —dijo Alicia
indignada, y se sentó en un gran sillón, en un extremo de la mesa.
—Sírvete algo de vino —le invitó la Liebre de Marzo.
Alicia, por más que buscó, no vio en toda la mesa otra cosa que té.
—No veo ningún vino —observó.
—No lo hay -dijo la Liebre de Marzo.
—Pues entonces, tal ofrecimiento es
una descortesía de su parte —dijo indignada Alicia.
—También lo es de tu parte sentarte sin ser invitada —dijo la Liebre de Marzo.
—No sabía que la mesa fuera de su propiedad —dijo Alicia—: está servida para más de tres personas.
—Tú necesitas un buen corte de pelo —dijo el Sombrerero. Había estado mirando a Alicia con gran curiosidad, y
esta fue su primera intervención.
—Y usted debería aprender a no hacer comentarios personales —dijo Alicia con severidad—: resulta muy grosero.
El Sombrerero, al oír esto, abrió de par en par los ojos, pero se limitó
a decir:
—¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
“¡Vaya, parece que nos vamos a divertir un poco ahora!” —pensó Alicia—. “Me gusta que propongan acertijos…” Y añadió en voz
alta:
—Creo que lo sé.
—¿Quieres decir que crees saber la solución? —dijo la Liebre de Marzo.
—Exacto —dijo Alicia.
—Entonces, deberías decir lo que piensas —prosiguió la Liebre de Marzo.
—Ya lo hago —se apresuró a contestar Alicia—. Al menos..., al menos pienso lo que digo... que es lo mismo, ¿no?
—De ningún modo —dijo el
Sombrerero—. ¡Así también podrías decir que “veo lo que como” es lo mismo que “como
lo que veo”!
—¡Así también podrías decir —añadió la
Liebre de Marzo— que “me gusta lo que tengo” es lo mismo que “tengo lo que
me gusta”!
—¡Así también podrías decir —concluyó el
Lirón, que parecía hablar en sueños— que “respiro cuando
duermo” es lo mismo que “duermo cuando respiro”!
—Es tu caso es igual —sentenció el Sombrerero,
y aquí cesó la conversación. El grupo permaneció un rato callado, mientras
Alicia pasaba revista a todo cuanto podía recordar sobre cuervos y escritorios,
que no era gran cosa.
El Sombrerero fue el primero en romper el silencio.
—¿Qué día del mes es hoy? —preguntó, volviéndose
a Alicia; había sacado del bolsillo el reloj y lo miraba con inquietud, agitándolo
a cada momento y llevándoselo al oído.
Alicia reflexionó un poco y dijo:
—Cuatro.
—¡Dos días de retraso! —suspiró el Sombrerero—. ¡Ya te dije que no iría bien la mantequilla a la maquinaria! —añadió, mirando con enojo a la Liebre de Marzo.
—Era mantequilla de la mejor —replicó esta
con humildad.
—Sí, pero tendría algunas migas adentro —gruñó el Sombrerero-. No debiste ponerla con el cuchillo del pan.
La Liebre de Marzo cogió el reloj y lo observó con aire melancólico; luego
lo sumergió en su taza de té, de nuevo lo observó y, finalmente, no se le
ocurrió cosa mejor que repetir su primera observación:
—Era mantequilla de la mejor, tú lo sabes.
Alicia había seguido la escena, mirando de puntillas con cierta
curiosidad.
—¡Qué reloj más divertido! —exclamó—. ¡Dice el día del mes, y no la hora!
—¿Y qué? —murmuró el Sombrerero—. ¿Acaso tu reloj te dice el año?
—Claro que no —replicó enseguida Alicia—: pero eso es porque un solo año dura mucho tiempo.
—Que es exactamente lo que ocurre con mi reloj —dijo el Sombrerero.
Alicia se quedó francamente desconcertada. La observación del Sombrerero
le resultaba totalmente desprovista de significación y, sin embargo, era
correcta.
—No lo entiendo bien —añadió, con la mayor cortesía.
—El Lirón se ha vuelto a dormir —dijo el Sombrerero
y derramó un poquitín de té caliente sobre las napias del Lirón.
Este sacudió impacientemente la cabeza y, sin abrir los ojos, dijo:
—Claro, claro, es justo lo que iba a decir yo.
—¿Aún no has resulto el acertijo? —preguntó el Sombrerero, dirigiéndose nuevamente a Alicia.
—No, me riendo —replicó Alicia —. ¿Cuál es la solución?
—No tengo ni idea —dijo el
Sombrerero.
—Ni yo -dijo la Liebre de Marzo.
Alicia suspiró aburrida.
—Creo que podrían emplear mejor el tiempo —dijo—, y no
perderlo en acertijos sin solución.
—Si conocieras al Tiempo como yo —dijo el Sombrerero—, no hablarías
de emplearlo o perderlo. Él es muy suyo.
—No entiendo lo que quiere decir —dijo Alicia.
—¡Por supuesto que no! —dijo el
Sombrerero, sacudiendo altivamente la cabeza—. ¡Me atrevería a decir que ni siquiera le has dirigido la palabra!
—Tal vez no —repuso con prudencia Alicia—. Pero en las
clases de música me enseñan a marcar el tiempo.
—-¡Ah! ¡Eso lo explica todo! —dijo el Sombrerero—. El Tiempo no soporta que lo marquen ni que lo clasifiquen. En cambio,
si estuvieras con él en buenos tratos, haría casi todo lo que tú quisieras con
el reloj. Por ejemplo, imagínate que fueran las ocho de la mañana, justo antes
de empezar la clase: bastaría una simple insinuación tuya, ¡y el reloj giraría
en un santiamén! ¡La una y media: hora de comer!
(“¡Ojalá fuera verdad!”, murmuró la Liebre de Marzo para sus adentros).
—Sería realmente magnífico —dijo pensativamente
Alicia—, pero entonces no tendría hambre.
—Al principio tal vez no —dijo el
Sombrerero—, pero podrías quedarte en la una y media tanto como quisieras.
—¿Es así como usted lo maneja? —preguntó
Alicia.
—¡Yo no! —dijo con tristeza el Sombrerero —. Nos peleamos el pasado marzo…, justo antes de que esta se volviera loca.
—Y señaló con la cucharilla a la Liebre de Marzo—. Ocurrió en el gran concierto que ofreció la Reina de Corazones. A mí
me tocaba cantar.
¡Tilila, luce, vampiro!
¡Cuál será tu alado giro!
—Supongo que conoces la canción…
—Me suena — dijo Alicia.
—Y sabes que continúa así:
Sobre el mundo, en igual vuelo
Que salva de té en el cielo.
Tilila, tilila, luce…
Al llegar aquí, el Lirón se estremeció y empezó a cantar en sueños: “Tilila, tilila, luce, tilila,
tilila, luce…”, y así siguió hasta que de un pellizco lo hicieron callar.
—Bueno —dijo el
Sombrerero—, apenas había entonado la primera estrofa cuando la Reina se puso a
gritar: “¡Está matando el tiempo! ¡Que le corten la cabeza!”.
—¡Qué salvaje! —exclamó
Alicia.
— Y desde entonces
—prosiguió, con voz desolada, el Sombrerero—, ¡el Tiempo no hace más que darme
la contraria! ¡Ahora son siempre las seis!
Una brillante idea
acudió a la mente de Alicia.
—¿Y por eso hay
tanta vajilla de té puesta aquí? —preguntó.
—Sí, así es —dijo el
Sombrerero con un suspiro—: siempre es la hora del té, y no nos da tiempo de
lavar los platos.
—De ahí que vayan
cambiando de sitio alrededor, supongo —dijo Alicia.
—Exactamente —dijo
el Sombrerero—, conforme se van ensuciando las tazas.
—Pero ¿qué ocurre
cuando llegan otra vez al principio? —se atrevió a preguntar Alicia.
—¿Y si cambiáramos
de tema? —interrumpió con un bostezo la Liebre de Marzo—. De este ya empiezo a
estar harta. Propongo que la joven nos cuente un cuento.
—Me temo que no sé
ninguno —dijo Alicia, más bien alarmada ante la propuesta.
—¡Entonces que sea
el Lirón! —exclamaron al unísono los dos—. ¡Despierta, Lirón! — Y lo
pellizcaron por ambos lados a la vez.
El Lirón, con mucha
lentitud, abrió los ojos.
—No estaba durmiendo
—dijo con voz ronca y débil—, oí todo lo que dijisteis, compañeros.
—¡Cuéntanos un
cuento! —dijo la Liebre de Marzo.
—¡Sí, por favor!
—suplicó Alicia.
— Y que sea rápido
—añadió el Sombrerero—, o te dormirás de nuevo antes de llegar al final.
—Había una vez tres
hermanitas —empezó muy de risa el Lirón— que se llamaban Elsie, Lacie y Tillie,
y vivían en el fondo de un pozo...
—¿De qué vivían?
—dijo Alicia, siempre muy interesada en materia de alimentación.
—Vivían de melaza
—dijo el Lirón, tras pensárselo uno o dos minutos.
—Imposible vivir
solo de eso, tú lo sabes —observó amablemente Alicia—. Se habrían puesto malas.
—Así fue —dijo el
Lirón—: malísimas.
Alicia trató de
imaginarse cómo sería ese extraordinario modo de vivir, pero el asunto la
desconcertaba demasiado; así que prosiguió:
—Pero ¿por qué
vivían en el fondo de un pozo?
—Toma un poquitín más
de té —le dijo muy seria a Alicia la Liebre de Marzo.
—Aún no lo he probado
—replicó Alicia en tono algo ofendido—, así que no puedo tomar más.
—Querrás decir que
no puedes tomar menos —dijo el Sombrerero—: es bien fácil tomar más que nada.
—Nadie le ha pedido
su opinión —dijo Alicia.
—¿Y quién está
haciendo observaciones personales ahora? —preguntó con aire de triunfo el
Sombrerero.
Alicia no sabía qué
contestar a esto; así que se sirvió un poco de té y pan con mantequilla y,
volviéndose al Lirón, le repitió la pregunta:
—¿Por qué vivían en
el fondo de un pozo?
El Lirón se tomó
otros minutos para meditar la pregunta y
luego contestó:
—Era un pozo de
melaza.
—¡No existe cosa semejante!
—empezó a decir, no sin enojo, Alicia, pero el Sombrerero y la Liebre de Marzo
dijeron “¡Chist! ¡Chist!”, para imponer silencio, y el Lirón, en tono
malhumorado, observó:
—Si no sabes
comportarte, mejor será que termines tú el cuento.
—¡No, por favor, sigue! —le rogó con mucha humildad Alicia—. Prometo no
interrumpir más. Y hasta no me extrañaría que existiera uno...
—¡Uno, claro! —dijo indignado el Lirón; sin embargo, accedió a
continuar.
—Así pues, estas tres hermanitas... aprendían en una clase extra...
—¿A qué? —le urgió Alicia con total olvido de su promesa.
—...a extraer melaza —dijo maquinalmente el Lirón.
—Quiero una taza limpia —interrumpió el Sombrerero—; cambiémonos de
sitio.
Se cambió mientras hablaba, y el Lirón lo siguió; la Liebre de Marzo
ocupó el lugar del Lirón y, aunque de mala gana, a Alicia le tocó el sitio de
la Liebre. El Sombrerero fue el único que se benefició con estos cambios, en
tanto que Alicia se vio mucho peor que antes, pues la Liebre acababa de volcar
el jarro de leche sobre su plato.
Alicia, deseosa de no ofender otra vez al Lirón, empezó tímidamente:
—Es que no entiendo. ¿De dónde extraían la melaza?
—De un pozo de petróleo se extrae petróleo, ¿no? —dijo el Sombrerero—;
supongo, pues, que también se podrá extraer melaza de un pozo de melaza. ¿Lo
entiendes ahora, estúpida?
—Pero ¿cómo podían si ellas estaban ya hundidas en melaza? —preguntó
Alicia al Lirón, sin darse por enterada del insulto del otro.
—Y bien hundidas, por cierto, y todo su gozo en el pozo.
Tal respuesta dejó tan confundida a la pobre Alicia que por un rato el
Lirón pudo continuar sin ser interrumpido.
—Y ellas también aprendían a dibujar —prosiguió el Lirón, mientras
bostezaba y se frotaba los ojos, nuevamente invadido por el sueño— toda clase
de cosas..., todas las que empiezan con M...
—¿Por qué con M? —dijo Alicia.
—¿Y por qué no? —cortó la Liebre de Marzo.
Alicia se calló.
Por entonces, el Lirón había cerrado los ojos y ya empezaba a dormitar;
pero, al ser pellizcado por el Sombrerero, se despertó emitiendo un breve
chillido y prosiguió:
—... las que empiezan con M, tales como musaraña, mundo, memoria y
magnitud... De ciertas cosas se dice que son “mismamente de la misma
magnitud...”. ¿Has visto alguna vez dibujar una magnitud?
—A decir verdad, ahora que me lo preguntas —dijo Alicia, muy
confundida—, no pienso...
—Pues si no piensas, no hables —dijo el Sombrerero.
Esta muestra de grosería era más de lo que Alicia podía tolerar: se
levantó muy disgustada y se marchó. El Lirón cayó dormido en el acto, y los
otros dos se mostraron totalmente indiferentes ante la partida de Alicia, por
más que esta miró hacia
atrás una o dos veces con la vaga esperanza de que la llamaran: la última vez
que los vio intentaban meter al Lirón dentro de la tetera.
“¡De todos modos, no volveré allí nunca más! —pensó Alicia, mientras
buscaba el camino para salir del bosque—. ¡Es el té más insufrible que he visto
en mi vida!”
Justo al decir esto, advirtió que uno de los árboles tenía una puerta
que conducía directo a su interior. “¡Qué cosa más curiosa! —pensó—. Pero hoy
todo es tan curioso. Creo que lo mejor será entrar.” Y así lo hizo.
De nuevo se encontró en la gran sala, cerca de la mesita de cristal. “A
ver si esta vez actúo mejor”, y empezó por coger la llavecita de oro y abrir la
puerta que conducía al jardín. Luego mordisqueó un pedacito de seta (que había
guardado en el bolsillo) hasta reducir su altura a unos treinta centímetros; atravesó
el pequeño corredor, y luego..., por fin, se encontró en el delicioso jardín,
entre rutilantes flores y el frescor de las fuentes.
VIII – El croquet de la Reina
Un gran rosal se alzaba casi a la entrada del jardín. Sus rosas
eran
blancas, pero había tres jardineros ocupados en pintarlas de rojo. Alicia
consideró que esto era bien curioso y, al acercarse más para ver lo que hacían,
oyó decir:
—¡Ten cuidado, Cinco! ¡Me estás salpicando todo de pintura!
—Ha sido sin querer —dijo Cinco, de mal humor—. Siete me ha dado un
codazo.
Siete, al oír esto, alzó la vista y dijo:
—¡Bravo, Cinco! ¡Siempre echando la culpa a los demás!
—¡Tú, mejor que te calles! —dijo Cinco—. Ayer mismo oí decir a la Reina
que merecías ser decapitado.
—¿Y por qué? —preguntó el que había hablado primero.
—No es asunto tuyo, Dos —dijo Siete.
—¡Sí que lo es! —dijo Cinco—. Y se lo voy a explicar: fue por llevarle a
la cocinera bulbos de tulipán en lugar de cebollas.
Siete arrojó su pincel y, apenas había empezado a decir: “Bien, de todas
las injusticias...”, cuando sus ojos se fijaron casualmente en Alicia, que
había estado parada delante, observándolos, y se contuvo inmediatamente. Los
otros también la miraron y todos a una le hicieron una reverencia.
—Por favor —dijo tímidamente Alicia—, ¿podríais decirme por qué estáis
pintando esas rosas?
Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos. Este, en voz baja,
empezó así:
—Bueno, el hecho es, señorita, que aquí tenía que figurar un rosal rojo,
y nosotros plantamos uno blanco por equivocación. Y resulta que si lo descubre
la Reina, nos hará cortar la cabeza. Así que, ya ve, señorita, hacemos lo
posible, antes de que venga, para...
En ese momento, Cinco, que había estado vigilando ansiosamente por el
jardín, gritó: “¡La Reina! ¡La Reina!”, y al instante, los tres jardineros, tan
planos como eran, se echaron al suelo boca abajo. Se oyó el sonar de muchos
pasos, y Alicia miró a su alrededor, ansiosa por ver a la Reina.
Primero llegaron diez soldados, cargados de bastos: tenían la misma
forma que los tres jardineros, plana y rectangular, con las manos y los pies en
los ángulos; luego venían los diez cortesanos, todos adornados de diamantes, y
caminaban de dos en dos, como los soldados. Seguían los Infantes: eran diez en
total y era encantador verlos venir cogidos de la mano, en parejas, dando
alegres saltos; estaban adornados con corazones. Seguidamente llegaron los
invitados, la mayoría reyes y reinas, entre los cuales Alicia reconoció al
Conejo Blanco: hablaba de modo nervioso y rápido, sonriendo a todo el mundo, y
pasó de largo sin reparar en Alicia. Luego seguía la Sota de Corazones, que
llevaba la corona del Rey sobre un cojín de terciopelo carmesí, y cerrando la
comitiva, EL REY Y LA REINA DE
CORAZONES.
Alicia dudaba si debía o no tenderse boca abajo, como los jardineros,
pero no recordaba haber oído decir que tal regla fuera obligatoria en los
cortejos; “y además —pensó—, ¿de qué va a servir un desfile si todo el mundo se
echa boca abajo y no puede ver nada?”. Así que siguió de pie donde estaba y
esperó.
Cuando el cortejo llegó a la altura de Alicia, todos se detuvieron y la
miraron, y la Reina dijo severamente:
—¿Quién es esta?
Se lo dijo a la Sota de Corazones, la cual, por toda respuesta, hizo una reverencia y sonrió.
—¡Idiota! —dijo la Reina, sacudiendo con impaciencia la cabeza, y,
volviéndose a Alicia, añadió:
—¿Cómo te llamas, niña?
—Me llamo Alicia, para servir a Su Majestad —dijo Alicia con toda
cortesía, pero añadió para sus adentros: “¡Vaya, si no son más que una baraja de
naipes! ¡No hay por qué tener miedo!”.
—¿Y quiénes son esos? —dijo la Reina, señalando a los tres jardineros,
que seguían echados alrededor del rosal; pues, como estaban boca abajo y el
dibujo de las espaldas era el mismo que el del resto de la baraja, no podía
saber si eran jardineros, o soldados, o cortesanos, o tres de sus propios
hijos.
—¿Cómo voy a saberlo yo? —dijo Alicia, sorprendida de su atrevimiento—.
No es asunto mío.
La Reina se puso roja de ira y, tras lanzar una mirada feroz, empezó a
gritar como un energúmeno:
—¡Que le corten la cabeza! ¡Que le...!
—¡Absurdo! —cortó Alicia, con voz fuerte y decidida, y la Reina calló.
El Rey la tomó del brazo y dijo tímidamente:
—¡Piénsalo, querida, es solo una niña!
La Reina se apartó bruscamente de él y ordenó a la Sota:
—¡Dales la vuelta!
La Sota así lo hizo, muy cuidadosamente, con un pie.
—¡Arriba! —chilló con voz estridente la Reina, y los tres jardineros se
incorporaron de un salto y empezaron a hacer reverencias a la Reina, al Rey, a
los Infantes y a todos los demás asistentes.
—¡Basta ya! —gritó la Reina—. Me mareáis.
Y luego, volviéndose hacia el rosal, añadió:
—¿Qué estabais haciendo aquí?
—Con la venia de Su Majestad —dijo Dos, hincando muy sumiso la rodilla
conforme hablaba—, estábamos intentando...
—¡Ya veo! —dijo la Reina, que en el ínterin había estado examinando las
rosas—. ¡Que les corten la cabeza!
Y el cortejo avanzó, mientras tres de los soldados se quedaban atrás
para ejecutar a los infortunados jardineros, que corrieron hacia Alicia en
busca de protección.
—¡No seréis decapitados! —dijo Alicia, y los metió en una gran maceta
que había cerca. Los tres soldados se pasaron buscándolos de un lado a otro,
durante uno o dos minutos, y luego, tranquilamente, se marcharon detrás de los demás.
—¿Les han cortado la cabeza? —gritó la Reina.
—¡No ha quedado ni rastro, con la venia de Su Majestad! —gritaron como
respuesta los soldados.
—¡Perfecto! —gritó la Reina—. ¿Sabes jugar al croquet?
Los soldados miraron en silencio a Alicia, porque la pregunta iba
evidentemente dirigida a ella.
—¡Sí! —gritó Alicia.
—¡Pues andando! —rugió la Reina, y Alicia se unió al cortejo,
preguntándose qué ocurriría a continuación.
—¡Hace..., hace un día muy bonito! —dijo a su lado una voz entrecortada.
Alicia vio que estaba caminando junto al Conejo Blanco, que la miraba
ansiosamente a la cara.
—Mucho —dijo Alicia—. ¿Y dónde está la Duquesa?
—¡Chist! ¡Chist! —le conminó en voz baja, muy apurado, el Conejo.
Espió ansiosamente sobre su hombro, luego se puso de puntillas, pegó su
boca al oído de Alicia y susurró:
—La han condenado a muerte.
—¿Por qué? ¿Ha cometido algún error?
—¿Has dicho “¡qué horror!”? —preguntó el Conejo.
—No, no lo he dicho —contestó Alicia—. No sería ningún horror. He dicho
“¿por qué?”
—Dio un cachetazo a la Reina... —empezó el Conejo, y Alicia no pudo
contener la risa.
—¡Chist! —le susurró el Conejo, aterrado—. ¡La Reina puede oírte! L a Duquesa, ¿sabes?, llegó con cierto retraso, y la Reina dijo...
—¡Cada cual a su sitio! —gritó atronadora la Reina, y la gente se puso a
correr en todas direcciones, tropezando unos con otros. Sin embargo, al cabo de
unos minutos, cada cual estaba en su sitio y empezó la partida.
Alicia pensó que nunca había visto un campo de croquet más
curioso:
estaba lleno de zanjas y montículos; erizos y flamencos vivos servían respectivamente
de bolas y de mazos, y los soldados se doblaban sobre manos y pies haciendo de
arcos.
La principal dificultad que encontró Alicia al comienzo fue el manejo
del flamenco: logró encajar bastante bien el cuerpo bajo su brazo, con las
patas colgando hacia abajo, pero en general, cuando lo tenía a punto, con el
cuello bien estirado, y se disponía a dar un golpe al erizo con la cabeza, el
ave de pronto se giraba, mirándola a la cara con tan perpleja expresión que
Alicia no podía contener la risa, y cuando de nuevo había conseguido bajarle la
cabeza e iba a reiniciar la operación, resultaba muy confuso observar que el
erizo ya se había desenrollado y se alejaba arrastrándose. Además de esto,
había casi siempre zanjas o montículos que se interponían en el camino por el
que ella iba a lanzar el erizo, y como los soldados en arco todo el rato se
levantaban y deambulaban de un lado para el otro del campo, Alicia llegó pronto
a la conclusión de que era realmente muy difícil jugar.
Todos jugaban a la vez, sin esperar su turno, discutiendo de continuo y
peleándose por los erizos. L a Reina, al cabo de muy poco tiempo, estaba hecha
una furia y empezó a patalear y a gritar a cada minuto: “¡A ese, que le corten
la cabeza!” y “¡A esa, también!”.
Alicia empezó a sentirse muy intranquila: en realidad, no había tenido
hasta entonces ningún problema con la Reina, pero sabía que podía ocurrir de un
momento a otro, “y entonces —pensó—, ¿qué será de mí? Aquí son terriblemente aficionados
a decapitar ¡y lo asombroso es que aún quede gente con vida!”.
Miró alrededor, buscando una forma de escapar y preguntándose si podría
alejarse sin ser vista, cuando de pronto notó una curiosa aparición en el aire.
A l principio se sintió muy extrañada, pero al poco, una vez se hubo fijado
mejor, distinguió una sonrisa y se dijo: “Es el Gato de Cheshire. Ahora tendré
a alguien con quien hablar”.
—¿Cómo te va? —dijo el Gato, apenas hubo suficiente boca para hablar.
Alicia esperó a que aparecieran los ojos y entonces le hizo una señal
con la cabeza. “Es inútil hablarle —pensó— mientras no lleguen las orejas, al
menos una de ellas.” Un minuto después, apareció la cabeza entera, y entonces
soltó a su flamenco y empezó a informarle del juego, muy contenta de tener a
alguien que la escuchara. El Gato tal vez consideró que ya quedaba ahora
visible una parte sustancial de sí mismo: el hecho es que nada más de él
apareció.
—No creo que estén jugando limpio —empezó Alicia, en tono más bien
quejoso—: todos discuten de un modo tan terrible que ni siquiera una puede oírse
a sí misma... y no parece que se aclaren en cuestión de reglas: al menos, si
las hay, nadie las sigue... y no te imaginas qué endemoniados son todos estos
objetos vivientes. Por ejemplo, el arco que ahora me toca pasar, ahí va por la
otra punta del campo... y te aseguro que ya habría dado un buen golpe al erizo
de la Reina, si no se hubiera largado
corriendo al ver que se le acercaba el mío.
—¿Y qué tal la Reina? ¿Te gusta? —preguntó en voz baja el Gato.
—No me gusta nada —dijo Alicia—. Es tan extremadamente... — y, al
advertir que la Reina estaba detrás de ella escuchando, añadió—: probable que
gane, que no vale la pena seguir jugando.
La Reina sonrió y pasó de largo.
—¿Con quién estás hablando? —dijo el Rey, acercándose a Alicia y
observando con gran curiosidad la cabeza del Gato.
—Es un amigo mío..., un Gato de Cheshire —dijo Alicia—. Permítame que se
lo presente.
—No me gusta nada su aspecto —dijo el Rey—; sin embargo, puede besarme
la mano, si así lo desea.
—Más bien no —observó el Gato.
—¡No seas impertinente y no me mires de ese modo! —dijo el Rey, y se
ocultó detrás de Alicia
—Un gato bien puede mirar a un Rey —dijo Alicia—. Leí eso en un libro,
pero no recuerdo cuál...
—Entonces, habrá que suprimirlo —dijo el Rey con mucho aplomo, y llamó a
la Reina, que en aquel momento pasaba por ahí.
—¡Querida! ¡Me gustaría que hicieras suprimir a este gato!
Un solo método tenía la Reina para resolver los problemas, grandes o
pequeños.
—¡Que le corten la cabeza! —ordenó, sin siquiera mirarlo.
—Yo mismo traeré al verdugo —dijo el Rey, impaciente, y se alejó a toda
prisa.
Alicia pensó que bien podía dar una vuelta y ver qué tal seguía el
juego, cuando oyó a distancia la voz de la Reina, que gritaba enfurecida. Ya la
había oído condenar a muerte a tres jugadores por pasárseles el turno, y no le
gustaba nada el giro que iban tomando las cosas, pues el juego era tan confuso
que nunca sabía si era o no su turno. Así que se fue en busca de su erizo.
El erizo se había enzarzado en una pelea con otro erizo lo cual pareció
a Alicia una excelente oportunidad para hacerlos chocar y marcar así un tanto:
la única dificultad estaba en que su flamenco se había ido a la otra punta del
jardín. Alicia pudo ver cómo intentaba en vano subirse a uno de los árboles.
Cuando consiguió capturar al flamenco y volver a su posición, la pelea
había terminado y los erizos se habían perdido de vista. “Pero no importa
demasiado —pensó Alicia— porque los arcos
también se largaron de esta parte del campo.” Así pues, se echó el flamenco bajo el brazo,
para que no se le volviera a escapar, y regresó dispuesta a charlar otro poco con su amigo.
Al llegar, se encontró con la sorpresa de que había una gran multitud
reunida en torno al Gato de Cheshire. El verdugo, el Rey y la Reina discutían y
hablaban todos a la vez, en tanto que los demás guardaban silencio y parecían
muy inquietos.
Alicia se vio inmediatamente requerida por los tres, para que dirimiera
la cuestión, y le repitieron los respectivos argumentos, aunque, como hablaban
todos a la vez, le resultó muy difícil enterarse exactamente de lo que decían.
El verdugo alegaba que no se podía cortar una cabeza a menos que hubiera
un cuerpo de donde poder cortarla, que jamás se había visto en trance semejante
y que no iba a cambiar a estas alturas de la vida.
El Rey alegaba que todo ser en posesión de una cabeza podía decapitarse
y que se dejaran de historias.
La Reina alegaba que, si no se tomaba inmediatamente una determinación
haría ejecutar a todo el mundo. (Fue esta última observación la que causó mayor
revuelo y conmoción entre los asistentes.)
A Alicia no se le ocurrió más que una cosa:
—Es de la Duquesa: será mejor que se lo pregunten a ella.
—Está en la cárcel —dijo la Reina al verdugo—: tráela aquí.
Y el verdugo partió como una flecha.
La cabeza del Gato empezó a desvanecerse apenas se alejó el verdugo y,
cuando este volvió en compañía de la Duquesa, ya había desaparecido por entero.
Y así el Rey y el verdugo se pusieron a buscarlo, corriendo de un lado a otro
como locos, en tanto que los restantes jugadores reemprendían la partida.
IX – Historia de la Falsa Tortuga
—¡No te imaginas, querida, qué placer me da volver a verte! —dijo
la
Duquesa a la niña, cogiéndola del brazo, y salieron juntas.
Alicia se sentía encantada al verla de tan buen humor y pensó que tal
vez había sido solo la pimienta lo que la había enfurecido tanto cuando se la encontró
en la cocina.
“Cuando yo sea Duquesa —se dijo, aunque sin mucha esperanza—, no habrá
en mi cocina ni asomo de pimienta. La sopa queda muy sustanciosa sin ella...
Quizá sea la pimienta lo que pone siempre a las personas tan acaloradas —añadió
muy satisfecha de haber descubierto una nueva regla—, y el vinagre tan agrias,
y la manzanilla tan amargas... y tal vez sea el azúcar y otras golosinas por el
estilo lo que vuelve tan dulces a los niños. Ojalá se enterara de todo esto la
gente: no sería entonces tan tacaña...”
Había olvidado por completo a la Duquesa y se sobresaltó un poco al oír
que le susurraba al oído:
—Estás pensando en algo, querida, y eso hace que te olvides de hablar.
Ahora mismo no podría decirte cuál es la moraleja de esto, pero enseguida me
acordaré.
—Puede que no haya moraleja —se atrevió a observar Alicia.
—¡Tate, tate! —dijo la Duquesa—. No hay cosa sin moraleja; solo se
precisa dar con ella. — Y se apretó aún más contra Alicia mientras hablaba.
A Alicia no le gustaba tenerla tan pegada: primero, porque la Duquesa
era feísima; y segundo, porque su altura era la justa para que apoyara la
barbilla sobre el hombro de Alicia, y era una barbilla desagradablemente
puntiaguda. Sin embargo, no quería ser grosera: así que la soportó como pudo.
— El juego marcha ahora mejor, ¿no? —dijo Alicia, por mantener algo viva
la conversación.
—Así es —dijo la Duquesa—, y la moraleja de eso es: “¡Ah, el amor, el
amor, pone en marcha el mundo!”.
—Alguien dijo —susurró Alicia— “¡que marcharía mejor si cada cual se ocupara
de sus propios asuntos!”.
—¡Ah, bueno! Viene a ser lo mismo —dijo la Duquesa, hundiendo su
puntiaguda barbilla en el hombro de Alicia, y añadió—: y la moraleja de esto
es: “Tú cuida el sentido, y los sonidos ya cuidarán de sí mismos”.
“¡Qué manía de sacar moraleja a las cosas!”, pensó Alicia.
—Me atrevería a decir que te estás preguntando por qué no te paso el
brazo por la cintura —dijo, tras una pausa, la Duquesa—. La razón es que
desconfío del carácter de tu flamenco. ¿Hago la prueba?
—Es capaz de picarla —repuso Alicia con cautela, que no tenía
precisamente ganas de que hiciera la prueba.
—Muy cierto —dijo la Duquesa—: pica el flamenco y pica la mostaza. Y la
moraleja de esto es: “Aves de igual pluma, vuelan a una”.
—Solo que la mostaza no es un ave —observó Alicia.
—Cierto, como siempre —dijo la Duquesa—. ¡Qué claridad meridiana la
tuya!
—Es un mineral, me parece —dijo Alicia.
—Por supuesto —dijo la Duquesa, que parecía dispuesta a aprobar cuanto
dijera Alicia—. Cerca de aquí hay una gran mina de mostaza. Y la moraleja de
esto es: “A más mena mía, más ganga tuya”.
—¡Ah, ya sé! —exclamó Alicia, sin enterarse de esta última observación—.
Es un vegetal. No lo parece, pero lo es.
—Totalmente de acuerdo contigo —dijo la Duquesa—, y la moraleja de esto
es: “Procura ser lo que quisieras ser” o, si prefieres que te lo diga más
llanamente: “Nunca te imagines que eres distinta de lo que a los demás
pareciera que lo que fueras o pudieras haber sido no sería sino distinto de lo que habías sido si
hubieras parecido a los demás que eres distinta”.
—Creo que lo entendería mejor —dijo cortésmente Alicia— si lo viera por escrito, pero el hilo se me
escapa mientras lo dice.
—Esto no es nada comparado con lo que podría decirte, si quisiera—repuso
en tono satisfecho la Duquesa.
—Le ruego que no se moleste en decir nada más largo —dijo Alicia.
—¡Oh, no es ninguna molestia! —dijo la Duquesa—. Te regalo cuanto he
dicho hasta el momento.
“¡Un regalo bien barato! —pensó Alicia—. ¡Es una suerte que no se hagan regalos
de cumpleaños como ese!” Pero no atrevió a decirlo en voz alta.
—¿Otra vez pensando? —preguntó la Duquesa, de nuevo clavándole su afilada barbilla.
—Tengo derecho a pensar —dijo Alicia sin miramientos, que ya empezaba a
sentirse incomodada.
—Poco más o menos —dijo la Duquesa— el mismo derecho que tienen los
cerdos a volar, y la mo...
Pero aquí, con gran sorpresa de Alicia, la voz de la Duquesa se
extinguió en mitad de su palabra favorita, “moraleja”, y el brazo que enlazaba el
de la niña empezó a temblar. Alicia levantó la mirada y allí, frente a frente,
estaba la Reina, con los brazos cruzados, fruncido el ceño y a punto de estallar.
—¡Hermoso día, Su Majestad! —empezó en voz baja y débil la Duquesa.
—Calla y escucha esta sana advertencia —gritó la Reina, pateando el
suelo mientras hablaba—: ¡O vuelas de aquí tú, en menos que nada, o vuela tu
cabeza! ¡Elige!
La Duquesa eligió y se marchó volando.
—Continuemos la partida —dijo la Reina a Alicia; y esta, demasiado
asustada para emitir palabra, la siguió lentamente hacia el campo de croquets
Los otros invitados habían aprovechado la ausencia de la Reina y
descansaban a la sombra. Sin embargo, apenas la vieron, se apresuraron a volver
al juego. La Reina se limitó a comentar que un instante de retraso les costaría
la cabeza. Durante toda la partida, la Reina no dejó de discutir con los demás
jugadores y de gritar: “¡A ese, que le corten la cabeza!” y “¡A esa, también!”.
A los condenados se los iban llevando en custodia los soldados, quienes,
naturalmente, tenían que dejar sus puestos, de modo que, al cabo de una media
hora, ya no quedaban arcos y, a excepción del Rey, la Reina y Alicia, todos los
jugadores estaban bajo custodia, sentenciados a muerte.
Entonces la Reina se detuvo, completamente sin aliento, y dijo a Alicia:
—¿Ya has visto a la Falsa Tortuga?
—No —dijo Alicia—. Ni siquiera sé qué es.
—Es de lo que se hace la Sopa de Falsa Tortuga —dijo la Reina.
—Nunca la he visto ni había oído hablar de ella —dijo Alicia.
—Ven, entonces —dijo la Reina—, y te contará su historia.
Mientras salían juntas, Alicia oyó que el Rey decía en voz baja al grupo
de los condenados.
—Estáis todos perdonados.
“¡Vaya, esta es una buena acción!”, se dijo Alicia, que se sentía muy
afectada ante las numerosas ejecuciones dictadas por la Reina.
Al poco llegaron ante un Grifo, profundamente dormido bajo el sol. (Si
no sabéis qué es un Grifo, mirad la ilustración.)
—¡Arriba, perezoso! —dijo la Reina—, y lleva a esta señorita ante la
Falsa Tortuga para que le cuente su historia. Yo he de volver y ocuparme de
unas ejecuciones pendientes.
Y se marchó, dejando a Alicia sola con el Grifo. A Alicia no le atraía
nada su aspecto, pero pensó que, de todas formas, no era más peligroso quedarse en compañía del animal que ir con la salvaje de la Reina, así que esperó.
El Grifo se levantó y se frotó los ojos; luego observó a la Reina hasta
verla desaparecer y, finalmente, soltó una risita.
—¡Qué divertido! —dijo el Grifo, mitad a sí mismo, mitad a Alicia.
—¿Qué es lo divertido? —dijo Alicia.
—Ella —dijo el Grifo—. Todo es pura imaginación suya: aquí, ya sabes,
nunca se ejecuta a nadie. ¡Ven!
“Aquí todo el mundo dice “¡Ven!” —pensó Alicia mientras lo seguía lentamente—:
¡Nunca en mi vida he recibido tantas órdenes, nunca!”
Al cabo de un rato, vieron a distancia a la Falsa Tortuga, muy triste y
sola, sentada sobre una roca, y en cuanto se acercaron,
Alicia la oyó suspirar —como si se le partiera el corazón— y la
compadeció profundamente.
—¿Cuál es su pena? —preguntó al Grifo.
Y este le contestó casi en los mismos términos que antes:
—Pura imaginación: no tiene pena alguna. ¡Ven!
Al llegar ante la Falsa Tortuga, esta los miró con grandes ojos llenos
de lágrimas, pero sin decir nada.
—Aquí esta señorita —dijo el Grifo— quiere conocer tu historia.
—Se la contaré —dijo la Falsa Tortuga con voz profunda y lúgubre—.
Sentaos y no digáis ni una sola palabra hasta que termine.
Así que se sentaron y, durante algunos minutos, nadie habló. Falsa
Tortuga No entiendo cómo puede terminar una historia que nunca empieza”, pensó
Alicia. Pero aguardó pacientemente.
—En otro tiempo —dijo al fin, con un profundo suspiro, la Falsa Tortuga—
yo fui una verdadera Tortuga.
Siguió a estas palabras un silencio muy prolongado, apenas quebrado por
algún que otro Falsa Tortuga Hjckrrh” del Grifo y el continuo y patético
sollozar de la Falsa Tortuga. Alicia estaba dispuesta a levantarse y decir:
Falsa Tortuga Gracias, señora, por su interesante historia”, pero no pudo dejar
de pensar que algo más iba a decir la Tortuga, así que permaneció sentada y sin
decir nada.
—De pequeñas —prosiguió al fin la Falsa Tortuga con voz más serena, aunque todavía de vez en cuando sollozante— íbamos a la
escuela, en el mar. La maestra era una vieja Tortuga a la que llamábamos
Tortura...
—¿Por qué la llamaban Tortura si no se llamaba así? —preguntó
Alicia.
—La llamábamos Tortura —dijo enojada la Falsa Tortuga— porque era tortuosa; más que enseñar, se ensañaba con nosotras. ¡Realmente eres bien tonta!
—Vergüenza debería darte preguntar cosas tan simples —añadió el Grifo, y
ambos se quedaron sentados y en silencio por un rato, con la mirada puesta en
la pobre Alicia que deseaba que se la tragase la tierra. Por fin, el Grifo dijo
a la Falsa Tortuga:
—¡Prosigue, vieja! ¡No vas a pasarte todo el santo día con esto!
—Pues sí, íbamos a la escuela submarina, aunque no lo creas.
—Yo no he dicho que no lo creyera —interrumpió Alicia.
—¡Sí lo has dicho! —dijo la Falsa Tortuga.
—¡Sin chistar! —intervino el Grifo antes de que Alicia pudiese
contestar.
La Falsa Tortuga prosiguió:
—Recibíamos una educación inmejorable... De hecho íbamos diariamente a
la escuela.
—Yo también iba todos los días a la escuela —dijo Alicia—. No hay por
qué presumir de eso.
—¿Con clases extras? —preguntó algo nerviosa la Falsa Tortuga.
—Sí—dijo Alicia—, aprendíamos francés y música.
—¿Y lavado? —inquirió la Falsa Tortuga.
—¡Claro que no! —dijo Alicia indignada.
—¡Ah! Entonces no era realmente muy buena tu escuela —dijo respirando de
alivio la Falsa Tortuga—. En cambio, en la nuestra, al final del recibo ponía: Falsa Tortuga Francés, música y lavado,
extras”.
—Pues poca falta les haría —dijo Alicia— viviendo en el fondo del mar.
—Yo no pude matricularme —suspiró la Falsa Tortuga—. Solo seguía los
cursos ordinarios.
—¿Y qué veían en estos? —preguntó Alicia.
—Veíamos a la legua, con o sin taxis, y gramática parda, y luego, las distintas ramas de la aritmética:
Ambición, Distracción, Multicomplicación y Diversión.
—Nunca he oído hablar de Multicomplicación —se atrevió a decir Alicia—.
¿Qué es?
El Grifo levantó las patas en señal de sorpresa.
—¡Cómo, que nunca has oído hablar de multicomplicación! —exclamó—.
Sabrás lo que es complicación, supongo...
—Sí —contestó con inseguridad Alicia.
—Pues si lo sabes, y no sabes también que las complicaciones nunca
llegan solas —sentenció el Grifo—, eres bien tonta.
Alicia no se vio con ánimos de hacer más preguntas, de modo que se
volvió hacia la Falsa Tortuga y le dijo:
—¿Qué más les hacían aprender?
—Bueno, había mucha Escoria —contestó la Falsa Tortuga, llevando la
cuenta con las puntas de las aletas—, Escoria antigua y moderna, con Mareografía;
luego había clases de Bellas Tardes... El profesor de Bellas Tardes era un
viejo congrio que solía venir después de comer una vez por semana: él nos
enseñaba toda clase de tapujos, y también a escupir y a pitar al estilo eolio.
—¿Qué es eso de pitar al estilo eolio? —preguntó Alicia.
—Bueno, no puedo hacerte ahora una demostración —dijo la Falsa Tortuga—:
estoy sin fuerzas. Y el Grifo no sabe nada de esto.
—No tuve tiempo de aprenderlo —dijo el Grifo—. Yo estudié clásicas. Y el
maestro, ese sí que era un viejo cangrejo.
—Nunca seguí sus cursos —refirió con un suspiro la Falsa Tortuga— pero,
según dicen, enseñaba Lata sin Fin y rudimentos de Riego.
—Cierto, cierto —confirmó el Grifo, suspirando a su vez, y ambos
ocultaron los rostros entre las patas.
—¿Y cuántas horas al día tenían de clase? —dijo Alicia, dispuesta a
cambiar de tema.
—Diez horas el primer día —dijo la Falsa
Tortuga—, nueve el siguiente, y así sucesivamente.
—¡Qué sistema tan raro! —exclamó Alicia.
—Por eso —observó el Grifo— es curso: porque
disminuye en escorzo día a día. Es como si gradualmente se horadara el horario.
Esta era una idea enteramente nueva para
Alicia, y se la estuvo rumiando antes de pasar a la siguiente pregunta.
—Entonces, el undécimo día sería fiesta,
supongo...
—Claro que sí —dijo la Falsa Tortuga.
—Y entonces ¿qué pasaba el duodécimo día?
—prosiguió Alicia impaciente.
—Ya basta por hoy de cursos —interrumpió el
Grifo en tono muy decidido—. Cuéntale algo sobre los juegos.
X – La Cuadrilla de la Langosta
La Falsa Tortuga suspiró profundamente y se limpió
los ojos con el dorso de una aleta. Miró a Alicia y trató de hablar, pero
durante uno o dos minutos los sollozos ahogaron su voz.
—Igual que si se le hubiera atragantado un
hueso —dijo el Grifo; y se puso a sacudirla y a darle golpes en la espalda.
Al final, la Falsa Tortuga recobró la voz y,
con lágrimas en las mejillas, prosiguió:
—Puede que no hayas vivido mucho en el fondo
del mar...
—No —dijo Alicia.
—... y que nunca te hayan presentado a una
langosta...
—Una vez la probé... —empezó a decir Alicia,
pero enseguida se contuvo, y añadió—: No, nunca.
—... ¡así que no te imaginas qué cosa más
perfecta es una Cuadrilla de Langostas!
—Realmente no. ¿Qué tipo de baile es?
—preguntó Alicia.
—Bueno —comenzó el Grifo—, primero formas en
línea a lo largo de la orilla...
—¡Dos líneas! —exclamó la Falsa Tortuga—:
Focas, tortugas, salmones, etcétera; entonces, una vez limpia la pista de medusas...
—Lo cual normalmente lleva su tiempo
—interrumpió el Grifo.
—... avanzas dos pasos.
—¡Cada cual con una langosta de pareja!
—gritó el Grifo.
—Por supuesto —dijo la Falsa Tortuga—.
Avanzas dos pasos con la pareja...
—... cambias de langosta y te retiras en el
mismo orden —continuó el Grifo.
—Luego —añadió la Falsa Tortuga—, ya sabes,
lanzas las...
—¡Las langostas! —vociferó el Grifo, dando un
brinco.
—... a alta mar, lo más lejos posible...
—¡Nadas tras ellas! —chilló el Grifo.
—¡Das un salto mortal en pleno mar! —gritó la
Falsa Tortuga, haciendo salvajes cabriolas.
—¡Nuevo cambio de langosta! —chilló el Grifo.
—A tierra otra vez y... Aquí concluye la
primera figura —dijo la Falsa Tortuga, bajando súbitamente la voz. Y ambas bestias,
que hasta el momento habían estado saltando como locas, se volvieron a sentar,
apacibles y muy contristadas, mirando a Alicia.
—Debe de ser un baile muy hermoso —dijo
tímidamente la niña.
—¿Quieres verlo un poco en la práctica? —dijo
la Falsa Tortuga.
—Me gustaría mucho —dijo Alicia.
—¡Pues intentemos la primera figura! —dijo la
Falsa Tortuga al Grifo—. Se puede hacer sin langostas, ¿no? ¿Quién cantará?
—Canta tú —dijo el Grifo—. Y o no recuerdo la
letra.
Y, con aire solemne, se pusieron a bailar y a
dar más y más vueltas alrededor de Alicia, pisándole los pies cada vez que
pasaban cerca y marcando el compás con sus patas delanteras, mientras la Falsa
Tortuga cantaba con voz triste y lenta la canción:
Apúrate, caracol —le instaba una pescadilla—,
que nos persigue un delfín: la cola casi me
pisa.
¡Con qué ansia las langostas y las tortugas
avanzan!
En la grava aguardan todas. ¿Quieres unirte a
la danza?
¡Que sí, que no, que sí, que no,
la danza sí!
¡Que no, que sí, que no, que sí,
la danza no!
¡De veras no te imaginas qué delicioso será
cuando nos alcen y arrojen con las langostas
al mar!
Y el caracol dice: “Gracias”; mas al mar aún no
se lanza.
“¡Es muy lejos, es muy lejos! No quiero
unirme a la danza.”
¡Que sí, que no, que sí, que no,
la danza sí!
¡Que no, que sí, que no, que sí,
la danza no!
Ya sabes que hay otra orilla al otro lado del mar:
más te alejas de Inglaterra, más cerca de Francia estás
—al caracol dijo ella (le brillaban las escamas)—;
no palidezcas, querido, trata de unirte a la danza.
¡Que sí, que no, que sí, que no,
la danza sí!
Que no, que sí, que no, que sí,
la danza no!
—Gracias, es un baile interesantísimo —comentó
Alicia, encantada de que por fin hubiera terminado—, y también me ha gustado
esa curiosa canción sobre la pescadilla.
—¡Ah!, hablando de pescadillas —dijo la Falsa
Tortuga—, ellas... Tú naturalmente ¿las has visto?
—Sí—dijo Alicia—, las he visto a menudo en la
comi... —y se contuvo a tiempo.
—No sé dónde queda Lacomí —dijo la Falsa
Tortuga—, pero si tan a menudo las has visto, sin duda sabrás cómo son.
—Creo que sí —contestó pensativamente
Alicia—. Tienen la cola en la boca... y están cubiertas de pan rallado.
—Te equivocas en cuanto al pan rallado —dijo
la Falsa Tortuga—: el mar se lo llevaría todo. Pero sí tienen la cola en la boca,
y la razón es... —Entonces la Falsa Tortuga bostezó y cerró los ojos—. Cuéntale
la razón y todo eso —dijo al Grifo.
—La razón es —dijo el Grifo— que querían ir a
bailar con las langostas. Y se lanzaron a alta mar. Y tenían que caer a gran
distancia. Y se sujetaban la cola con la boca. Y no pudieron soltarla nunca
más. Eso es todo.
—Gracias —dijo Alicia—, es muy interesante.
Nunca había oído tantas cosas sobre las pescadillas.
—Aún te puedo contar muchas más, si quieres
—dijo el Grifo—. ¿Sabes por qué las llaman pescadillas?
—Nunca se me ha ocurrido pensarlo —dijo
Alicia—. ¿Por qué?
—El nombre tiene que ver con escasez y con
antigüedad —repuso el Grifo en tono muy solemne.
Alicia se quedó muy intrigada.
—¡Con escasez y con antigüedad! —repitió,
incrédula.
—Bueno —dijo el Grifo—. ¿Tú sabes que las
pescadillas son muy delgadas?
—Naturalmente —contestó Alicia.
—Pues en eso se diferencian del llamado pez
gordo, que es una variedad muy acaudalada.
—La distinción no es ninguna maravilla —se
atrevió a observar Alicia.
—No —dijo el Grifo—, es más bien un motivo de
continuas pesadillas económicas. Y así, no han podido sobrepasar la primera
fase de crecimiento. El problema, por lo demás, es tan antiguo como la lengua;
de modo que su nombre viene también marcado como peç-cedilla. Ahora ya lo sabes.
—¿Y de qué están hechas? —preguntó Alicia.
—Pues de escamillas por fuera y pacotilla por
dentro —replicó no sin impaciencia el Grifo—. Cualquier renacuajo te lo diría.
—De ser yo la pescadilla —dijo Alicia, que
aún seguía pensando en la canción—, le habría dicho al delfín: “¡Retírate, por
favor! ¡No te queremos con nosotras!”.
—Estaban obligadas a llevarlo —dijo la Falsa
Tortuga—. No hay pez sensato que vaya a lugar alguno sin un delfín.
—¿Es cierto? —preguntó Alicia con voz de gran
sorpresa.
—Claro que sí —dijo la Falsa Tortuga—. Si un
pez viniera a decirme que se iba de viaje, le preguntaría: “¿Con qué delfín?”.
—¿No querrá decir más bien “Con qué fin”?
—dijo Alicia.
—Quiero decir lo que digo y digo lo que
quiero decir —contestó ofendida la Falsa Tortuga.
Y el Grifo añadió:
—Venga, cuéntanos algunas de tus aventuras.
—Podría contarles mis aventuras... a partir
de esta mañana
—dijo Alicia con cierta timidez—; sería inútil referirme a las de ayer, porque yo entonces era una persona distinta.
—Explica todo eso —dijo la Falsa Tortuga.
—¡No, no! Primero las aventuras —dijo el
Grifo, impaciente—, que las explicaciones se llevan un tiempo horrible.
Así pues, Alicia empezó a contarles sus
aventuras desde el momento en que vio por primera vez al Conejo Blanco. Al principio
se sentía algo nerviosa, por tener tan pegadas a las dos bestias, una a cada
lado, con sus bocas y ojos desmesuradamente abiertos; pero, a medida que
avanzaba, fue cobrando valor. Sus oyentes permanecieron perfectamente quietos hasta
el momento en que recitó el poema “Padre
Guillermo” a la Oruga, cuando la letra le salió tan diferente. La Falsa
Tortuga, entonces, lanzó un profundo suspiro y dijo:
—¡Esto es muy extraño!
—¡Es lo más extraño del mundo! —dijo el
Grifo.
—¡Todo le salió diferente! —repitió
pensativamente la Falsa Tortuga—. Me gustaría que intentara recitar algo ahora.
Dile que empiece. —Miró al Grifo como si considerara que este tenía cierta
autoridad sobre Alicia.
—Levántate y recita: “Es la voz del haragán” —dijo el Grifo.
“¡Cuánto les gusta a estas bestias dar órdenes y hacer que una repita las
lecciones! —pensó Alicia—. Igual que si estuviera en la escuela.” Sin embargo,
se levantó y empezó a recitar el poema; pero su mente estaba tan sumida en la
Cuadrilla de la Langosta que apenas se daba cuenta de lo que decía, y la letra
le salió ciertamente muy rara:
Es la voz de la Langosta (yo lo puedo
acreditar):
“Ya que me has tostado el cuerpo, el pelo voy a endulzar”.
Lo que el pato con sus párpados, con la nariz
hace ella:
se abotona, se acintura, los dedos del pie
endereza.
Cuando la playa está seca, como una alondra
se alegra
y al tiburón se refiere como a bicho que
desprecia;
mas cuando la marea sube y los tiburones
rondan,
su voz cobra cierto deje de turbación
temblorosa.
—Es distinto de como yo lo recitaba de niño
—dijo el Grifo.
—Bueno, yo nunca lo había oído —dijo la Falsa
Tortuga—, pero suena a un disparate descomunal.
Alicia no dijo nada: se sentó y se cubrió el
rostro entre las manos, preguntándose si ya nunca volverían a suceder las cosas
de un modo natural.
—Me gustaría que me lo explicara —dijo la
Falsa Tortuga.
—Ella no puede explicarlo —se apresuró a
decir el Grifo—. Pasemos a la estrofa siguiente.
—Pero ¿y lo de los dedos del pie? —insistió
la Falsa Tortuga—.
¿Cómo podía
enderezarlos con la nariz?
—Es la primera posición del baile —dijo
Alicia, pero todo esto la tenía terriblemente desconcertada y solo ansiaba cambiar
de tema.
—Pasemos a la estrofa siguiente —repitió el
Grifo—: la que empieza “Al pasar por
el jardín”.
Aunque estaba segura de que todo saldría
trastocado, Alicia no se atrevió a desobedecer y prosiguió con voz temblorosa:
Al pasar por el jardín, de reojo pudo ver
cómo el Búho y la Pantera compartían un
pastel.
Ella eligió la corteza, la salsa y todo el
relleno;
a él le tocaba el plato como parte del
convenio.
Cuando el pastel se acabó, mientras él, como
un favor
de la apacible Pantera, la cuchara se quedó,
ella, gruñendo, cogió el tenedor y el
cuchillo
y el banquete concluyó...
—¿De qué nos sirve recitar todas estas
tonterías si no las vas explicando a medida que las dices? —interrumpió la
Falsa Tortuga—. ¡Es con mucho la cosa más confusa que he oído en mi vida!
—Sí, creo que es mejor que lo dejes —dijo el
Grifo con gran júbilo de Alicia.
—¿Por qué no intentamos otra figura de la
Cuadrilla de la Langosta? —continuó el Grifo—. ¿O prefieres que la Falsa Tortuga
te cante otra canción?
—¡Oh sí, por favor, una canción!, si a la
Falsa Tortuga no le importa —suspiró Alicia, con tanta vehemencia que el Grifo,
en tono algo ofendido, dijo:
—¡Hum! ¡Sobre gustos no hay nada escrito!
Vieja, ¿por qué no le cantas “Sopa de
Tortuga”?
La Falsa Tortuga suspiró profundamente y
empezó a cantar con voz ahogada por los sollozos:
Sabrosa sopa, tan rica y verde,
que en la sopera rebosa y hierve,
¿quién se resiste a tu sabor?
Sopa en la noche, grato sabor.
¡Sooopa qué beeella!
¡Sooopa qué hermooosa!
¡De noooche sooopa!
beeella y riiiquíiisiiima sooopa!
¡Sabrosa sopa! ¡No hay quien pescado
ni caza quiera, ni otro bocado!
¿Quién no daría todo por
solo dos reales de bella
sopa, dos reales de bella so...?
¡Sooopa qué beeella!
¡Sooopa qué hermooosa!
¡De noooche sooopa,
beeella y riiiquíiisiiima sooopa!
—¡El coro, otra vez! —exclamó el Grifo, y la
Falsa Tortuga ya había empezado a repetirlo cuando un grito, “¡Comienza el juicio!”, se oyó en la lejanía.
—¡Ven! —ordenó el Grifo. Y tomando a Alicia
de la mano, partió a toda prisa sin esperar a que concluyera la canción.
—¿De qué juicio se trata? —jadeó Alicia,
mientras corrían, pero el Grifo solo respondió:
—¡Ven! — Y corrió aún más deprisa, mientras
sonaba cada vez más débil, arrastrado por la brisa que los seguía, el melancólico
estribillo:
¡De noooche sooopa,
beeella y riiiquíiisiiima sooopa!
XI – ¿Quién robó las tartas?
Cuando llegaron, el Rey y la Reina de
Corazones ya estaban sentados
en sus tronos. Los rodeaba una gran multitud
compuesta por toda clase de pajaritos y bestias y el mazo entero de la baraja. La
Sota, de pie ante ellos, estaba encadenada, y un soldado a cada lado la custodiaba.
Cerca del Rey estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en una mano y un rollo
de pergamino en la otra. En el centro mismo de la sala había una mesa y, sobre
ella, una gran bandeja de tartas: se veían tan apetitosas que a Alicia, al mirarlas,
se le hacía la boca agua. “¡Ojalá acabe el juicio y empiece el
piscolabis!”, pensó. Pero como parecía improbable que esto sucediera, se puso a
examinar todo el lugar, simplemente por pasar el rato.
Alicia nunca había estado en un tribunal de
justicia, pero algo había leído en los libros y se sentía encantada al comprobar
que sabía el nombre de casi todo lo que había allí. “Este, por su gran peluca—se dijo—, debe de
ser el juez.”
El juez, dicho sea de paso, era el Rey; y
como llevaba la corona encajada sobre la peluca (si queréis ver su aspecto, mirad
la primera ilustración del libro), no parecía nada cómodo y no estaba
precisamente muy favorecido.
“Y ese es el estrado del jurado —pensó
Alicia—, y esas doce criaturas —(si recurrió a tan vaga denominación es porque había
de todo, con predominio de pájaros y bestias)— serán los ponentes del jurado.”
No sin orgullo, repitió para sí esta última expresión dos o tres veces, pues
creía, y con razón, que muy pocas niñas de su edad comprendían su significado. (Sin
embargo, también habría podido decir, más simplemente, los “jurados”.)
Los doce jurados iban anotando todo,
febrilmente, en sus pizarras.
—¿Qué hacen? —susurró Alicia al Grifo—. No
hay nada que anotar: si ni siquiera ha empezado el juicio.
—Anotan sus nombres —repuso con otro susurro
el Grifo— por miedo de que se les olvide antes de terminar el juicio.
—¡Qué estúpido! —empezó a decir Alicia, con
voz fuerte e indignada, pero enseguida se detuvo, al grito del Conejo Blanco:
—¡Silencio en la sala! — Y el Rey se caló los
anteojos y lanzó una inquieta mirada alrededor para averiguar quién había hablado.
Alicia pudo ver, como si mirara por encima de
los hombros de los jurados, que estos anotaban “¡Qué estúpidos!” en sus pizarras, y aún pudo
comprobar que uno de ellos, por no saber deletrear “estúpidos”, se lo consultaba a su vecino. “¡Qué lío van a
armar en sus pizarras antes de que concluya el juicio!”, pensó Alicia.
Uno de los jurados tenía un lápiz que
rechinaba. Naturalmente, esto Alicia no lo podía soportar: dio la vuelta a la
sala, se puso detrás de él y muy pronto aprovechó la oportunidad para
quitárselo. Lo hizo tan deprisa que el pobre jurado (era Bill, la lagartija) no
pudo adivinar qué se había hecho del lápiz; así que, tras registrarlo todo, se
vio obligado a escribir con un dedo por el resto del día, lo cual era de bien
poca utilidad pues no dejaba señal alguna en la pizarra.
—¡Heraldo, lee la acusación! —dijo el Rey.
El Conejo Blanco dio tres toques de trompeta,
desenrolló el pergamino y leyó lo siguiente:
La Reina de Corazones
preparó no pocas tartas
en un día de verano.
La Sota de Corazones
robó y se llevó las tartas
a algún lugar bien lejano.
—Considerad vuestro veredicto —ordenó el Rey
al jurado.
—¡Todavía no, todavía no! —interrumpió
inmediatamente el Conejo—. ¡Aún hay muchas cosas que hacer!
—Que comparezca el primer testigo —dijo el
Rey. El Conejo dio tres nuevos toques de trompeta y gritó:
—¡El primer testigo!
El primer testigo era el Sombrerero. Llegó
con una taza de té en una mano y un pedazo de pan con mantequilla en la otra.
—Ruego me perdone Su Majestad —empezó— por
comparecer así, pero no había terminado el té cuando me vinieron a buscar.
—Deberías haberlo terminado —dijo el Rey—.
¿Cuándo lo empezaste?
El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo que,
con el Lirón del brazo, lo había seguido hasta la sala.
—El catorce de marzo, creo que fue —dijo.
—El quince —dijo la Liebre de Marzo.
—El dieciséis —dijo el Lirón.
—Anotadlo —dijo el Rey al jurado; y el jurado
se apresuró a anotar las tres fechas en sus pizarras, para luego sumarlas y convertir
el total en chelines y peniques.
—Quítate tu sombrero —ordenó el Rey.
—No es mío —dijo el Sombrerero.
—¡Lo has robado! —exclamó el Rey, volviéndose
hacia el jurado, que al instante tomó nota del hecho.
—-Los llevo para vender —añadió como explicación
el Sombrerero—. Ninguno es de mi propiedad. Soy un sombrerero.
Entonces la Reina se caló sus anteojos y
empezó a mirar fijamente al Sombrerero, que palideció y se puso a temblar.
—Presta declaración —dijo el Rey—, y no te
pongas nervioso o te haré ejecutar en el acto.
Esto de ningún modo pareció animar al
testigo, que se movía de un lado a otro sobre ambos pies, mirando con
desasosiego a la Reina, y en su confusión, mordió un cacho de taza en lugar del
pan con mantequilla.
Fue entonces cuando Alicia experimentó una
sensación muy extraña, que no poco la desconcertó hasta que se dio cuenta de lo
que era: otra vez empezaba a crecer. Pensó al principio que lo mejor sería
levantarse y abandonar la sala, pero cambió de parecer y decidió quedarse donde
estaba, mientras hubiera un mínimo de espacio.
—No me gusta que me opriman tanto —dijo el
Lirón, que estaba sentado a su lado—: casi no puedo respirar.
—No puedo remediarlo —dijo humildemente
Alicia—; estoy creciendo.
—No tienes derecho a crecer aquí —dijo el
Lirón.
—No digas tonterías —dijo, con más decisión,
Alicia—: también tú estás creciendo, bien lo sabes.
—Sí, pero yo crezco a un ritmo razonable
—dijo el Lirón—, no de ese modo. — Y enojado, se levantó y se marchó al otro
lado de la sala.
La Reina había estado todo el rato mirando al
Sombrerero y, mientras el Lirón cruzaba la sala, dijo a uno de los ujieres:
—¡Tráeme la lista de los cantantes del último
concierto! —Ante lo cual el desdichado Sombrerero tembló de tal modo que los
zapatos se le salieron de los pies.
—Presta declaración —repitió airado el Rey—,
o te haré ejecutar, tanto si estás nervioso como si no.
—Soy un pobre hombre, Su Majestad —empezó con
voz temblorosa el Sombrerero—, y aún no había empezado el té... hará cosa de una
semana... y con las pocas tostadas... y con el titilar del té...
—¿El titilar de qué? —preguntó el Rey.
—La cosa empezó con té y... —replicó el
Sombrerero.
—¿Titilar? ¡Claro que empieza con T! —le
cortó el Rey—. ¿Me tomas por zopenco? ¡Sigue!
—Soy un pobre hombre —continuó el
Sombrerero—, y la mayor parte de las cosas titilaban después que... solo que la
Liebre de Marzo dijo...
—¡No dije nada! —interrumpió muy presta la
Liebre de Marzo.
—¡Lo dijiste! —afirmó el Sombrerero.
—¡Lo niego! —dijo la Liebre de Marzo.
—¡Lo niega! —dijo el Rey—. Omitid esto.
—Bueno, en todo caso, el Lirón dijo...
—prosiguió el Sombrerero, mirando con ansiedad a su alrededor para ver si este
también lo negaba; pero el Lirón, que estaba profundamente dormido, no negó
nada.
—Y después —continuó el Sombrerero—, corté un
poco más de pan con mantequilla...
—Pero ¿qué dijo el Lirón? —preguntó uno de
los jurados.
—Es que no lo puedo recordar —dijo el
Sombrerero.
—Debes recordarlo —observó el Rey— o te haré
ejecutar.
El infortunado Sombrerero dejó caer la taza
de té y el pan con mantequilla y empezó a suplicar de rodillas:
—Soy un pobre hombre, Su Majestad.
—Un orador muy pobre, eso es lo que eres
—dijo el Rey.
Un Conejillo de Indias, al oír esto, aplaudió
y, al instante, fue sofocado por los ujieres de la sala. (Como es esta una
expresión algo difícil de entender, os explicaré cómo lo hicieron. Tenían una
gran bolsa de lona, cuya abertura se cerraba con cuerdas: introdujeron de
cabeza al Conejillo y luego se sentaron encima.)
“Me gusta haber visto hacer eso —pensó
Alicia—. No pocas veces leí
en los periódicos que al final del juicio “hubo un conato
de aplausos, que fueron inmediatamente sofocados por los ujieres de la sala”, y
hasta hoy nunca supe lo que eso significaba.”
—Si eso es todo lo que sabes del asunto —dijo
el Rey—, puedes bajar del estrado.
—No puedo bajar más —dijo el Sombrerero—.
Estoy, como quien dice, a ras de suelo.
—Entonces puedes sentarte —repuso el Rey.
Otro Conejillo de Indias, al oír esto,
aplaudió y fue asimismo sofocado.
“¡Vaya, se acabaron los conejillos de Indias!
—pensó Alicia—. Sin ellos todo irá mejor.”
—Quisiera acabar el té —dijo el Sombrerero,
mirando ansiosamente a la Reina, que seguía leyendo la lista de los cantantes.
—Puedes irte —dijo el Rey, y el Sombrerero se
marchó a toda prisa, sin esperar siquiera a ponerse los zapatos.
— Y justo al salir, que le corten la cabeza
—añadió la Reina a uno de los ujieres; pero el Sombrerero, antes de que el ujier
llegara a la puerta, había desaparecido.
—¡Que comparezca el siguiente testigo! —dijo
el Rey.
El siguiente testigo era la cocinera de la
Duquesa. Traía en la mano una caja de pimienta y, aun antes de que entrara en
la sala, Alicia pudo adivinar quién era por el modo en que la gente de la
puerta empezó automáticamente a estornudar.
—Presta declaración —dijo el Rey.
—No quiero —dijo la cocinera.
El Rey miró con aire inquieto al Conejo
Blanco, que le dijo en voz baja:
—Su Majestad debe interrogar a este testigo
con suma severidad.
—Bueno, el deber es el deber —dijo el Rey con
expresión melancólica y, tras cruzarse de brazos y fruncir el ceño a la cocinera,
hasta el punto de que casi no se le veían los ojos, preguntó con voz grave:
—¿De qué están hechas las tartas?
—De pimienta, principalmente —contestó la
cocinera.
—De melaza —dijo una voz somnolienta detrás
de ella.
—¡Prended a ese Lirón! —chilló la Reina—
¡Decapitad a ese Lirón! ¡Expulsad a ese Lirón de la sala! ¡Suprimidlo!
¡Pellizcadlo! ¡Cortadle los bigotes!
Mientras se llevaban al Lirón, reinó por unos
minutos en la sala la mayor confusión, y cuando todos volvieron a sus puestos,
la cocinera había desaparecido.
—¡No importa! —dijo el Rey, con gran alivio—.
Que comparezca el siguiente testigo. — Y añadió por lo bajo a la Reina—:
Realmente, querida, tú debes interrogar con suma severidad al siguiente
testigo. ¡A mí esto me produce demasiada jaqueca!
Alicia observó cómo el Conejo Blanco
rebuscaba el nombre en la lista: sentía mucha curiosidad por saber quién sería
el siguiente testigo, “pues hasta ahora no han obtenido muchas
pruebas”, se dijo, imaginad su sorpresa cuando el Conejo Blanco leyó, con la
vocecilla más chillona del mundo, el nombre:
—¡Alicia!
XII – La declaración de Alicia
—¡Aquí! —exclamó Alicia, olvidando del todo,
con la emoción del momento, cuánto había crecido en los últimos minutos, y se
levantó tan precipitadamente que con el borde de la falda volcó estrado y jurados,
lanzando a todos estos sobre las cabezas de la multitud que había debajo. Al
verlos allí, esparcidos por el suelo, Alicia no pudo menos que recordar la pecera
de dorados peces que la semana anterior se le había volcado accidentalmente.
—¡Ay, cuánto lo siento! —exclamó consternada,
y se puso a recogerlos con la mayor rapidez posible, pues el accidente de los
peces dorados aún le rondaba la cabeza y tenía la vaga impresión de que, si no
los volvía a colocar inmediatamente en el estrado, se morirían.
—El juicio no puede continuar —dijo el Rey
con voz muy grave— en tanto no vuelvan a sus respectivos puestos todos los miembros
del jurado..., todos —repitió con gran énfasis, mientras miraba severamente a
Alicia.
Alicia miró hacia el estrado y vio que, con
las prisas, había puesto cabeza abajo a la Lagartija: el pobrecito Bill agitaba
melancólicamente la cola de un lado a otro, incapaz de enderezarse por su
cuenta. Inmediatamente lo sacó y le dio la vuelta, “aunque no importa mucho —se dijo-—, pues me
parece que, para el juicio, lo mismo da que esté del derecho que del revés”.
Apenas los jurados se recobraron del susto y
recuperaron sus lápices y pizarras, se pusieron a redactar febrilmente la historia
del accidente; todos menos la Lagartija, que parecía demasiado trastornada para
hacer otra cosa que estar sentada con la boca abierta y la vista fija en el
techo de la sala.
—¿Qué sabes de este asunto? —preguntó el Rey
a Alicia.
—Nada —dijo Alicia.
—¿Absolutamente nada? —insistió el Rey.
—Absolutamente nada —dijo Alicia.
—Esto es importante —dijo el Rey, volviéndose
hacia los jurados. Y apenas empezaban estos a anotarlo en sus pizarras, cuando
el Conejo Blanco interrumpió con voz respetuosa pero frunciendo el ceño y haciendo
continuos gestos al Rey mientras hablaba:
—No es importante, querrá decir sin duda Su
Majestad.
—No es importante, quise decir, naturalmente
—se apresuró a repetir el Rey y continuó para sí, en voz baja—: importante..., no
importante..., no importante..., importante —como si probara qué expresión le
sonaba mejor.
Una parte del jurado escribió “importante”, y
la otra, “no importante”. Alicia pudo verlo porque estaba bastante cerca para
mirar en sus pizarras, “pero la cosa no tiene ni pizca de
importancia”, pensó.
En ese momento el Rey, que por un rato había
estado escribiendo en su cuaderno de notas, gritó:
—¡Silencio! — Y leyó lo que había escrito—: “Artículo cuarenta
y dos: Toda persona que mida más de un kilómetro y medio deberá abandonar la
sala.”
Todos miraron a Alicia.
—Yo no mido un kilómetro y medio —dijo
Alicia.
—Como mínimo —afirmó el Rey.
—Más de dos kilómetros —añadió la Reina.
—Bueno, de todos modos, no me iré —dijo
Alicia—. Además, este artículo no vale: se lo acaba de inventar usted.
—Es el artículo más antiguo del código —dijo
el Rey.
—Si lo fuera, sería el número uno —dijo
Alicia.
El Rey se puso pálido y cerró enseguida su
cuaderno.
—Considerad vuestro veredicto —dijo a los
jurados, en voz baja y temblorosa.
—Hay todavía más pruebas, con la venia de Su
Majestad —dijo el Conejo Blanco, levantándose de un salto—: acabamos de
interceptar este escrito.
—¿Qué contiene? —preguntó la Reina.
—Todavía no lo he abierto —dijo el Conejo
Blanco—, pero parece una carta, escrita por el prisionero a…, a alguien.
—Así debe ser —dijo el Rey—, a menos que haya
sido escrita a nadie, lo cual, como sabes, no es corriente.
—¿A quién va dirigida? —dijo uno de los
jurados.
—No hay dirección alguna —dijo el Conejo
Blanco—: en realidad, fuera no pone nada —y desdoblando el papel, añadió—: No
es una carta sino, más bien, unos versos.
—¿Escritos a mano por el prisionero?
—preguntó otro de los jurados.
—No —dijo el Conejo Blanco—, y eso es lo más
raro del asunto.
(Todo el jurado pareció extrañado.)
—Habrá imitado la letra de otro —dijo el Rey—
(y el jurado pareció reanimarse).
—Con la venia de Su Majestad —dijo la Sota—,
yo no lo escribí, y nadie podrá probar que lo hice: no hay firma al final.
—Si no lo firmaste —dijo el Rey—, el caso es
aún más grave. Tu intención debió de ser siniestra; de lo contrario, lo habrías
firmado como hace cualquier persona decente.
Un aplauso unánime coronó las palabras del
Monarca: era la primera cosa realmente inteligente que había dicho ese día.
—Eso prueba su culpa, claro está —dijo la
Reina—. Por tanto, que le corten...
—¡Eso no prueba nada! —dijo Alicia—. ¡Si ni
siquiera saben lo que dicen esos versos!
—Léelos —ordenó el Rey.
El Conejo Blanco se caló los anteojos.
—Con la venia de Su Majestad —preguntó—, ¿por
dónde empiezo?
—Comienza por el comienzo —dijo, muy
gravemente, el Rey— y sigue hasta que llegues al final; entonces, paras.
Un silencio de muerte reinó en la sala
mientras el Conejo Blanco leía los siguientes versos:
Me dijeron que habías sido de ella
y que de mi persona hablaste a él:
de mí dio ella una opinión muy buena,
pero dijo que yo nadar no sé.
Él les participó que no había ido
yo (sabemos que fue realmente así):
de haber en el asunto persistido
ella, ¿qué habría sido ya de ti?
Di uno a ella, a él le dieron dos,
nos diste tres o no sé cuántos más;
de él a ti, todos volvieron los
que antes yo había tenido en propiedad.
Si en dicho asunto, por algún azar,
nos viéramos envueltos ella o yo,
confía él que tú vas a librarlos
por igual que estábamos los dos.
Es esta mi opinión: fuiste tú mismo
(antes que ella tuviera aquel acceso)
el obstáculo máximo, imprevisto,
entre nosotros y él y todo eso.
No sepa él que los amaba ella,
pues esto siempre es o debe ser
un secreto, cual pacto que se sella
entre tú y yo, los dos. Guárdalo bien.
—Esta es la declaración más importante que
hemos escuchado hasta el momento —dijo el Rey, frotándose las manos—; así que
ahora los jurados...
—Si alguno de ellos es capaz de explicarlo
—dijo Alicia (había crecido tanto en los últimos minutos que no temía en lo más
mínimo interrumpir al Monarca)—, le daré seis peniques. Yo no creo que haya un
átomo de sentido en ese poema.
Los jurados anotaron en sus pizarras: “Ella no cree
que haya un átomo de sentido en el poema”, pero ninguno intentó explicarlo.
—Si no tiene sentido —dijo el Rey—, nos
ahorraremos un sinfín de molestias, pues, en tal caso, no es preciso indagar nada.
Y, sin embargo,
y a pesar de todo —continuó, desplegando el documento sobre la rodilla y
observándolo con un ojo cerrado—, me
parece vislumbrar en él cierto sentido... Así, el verso Dijo que yo nadar no sé... Tú
no sabes nadar, ¿cierto? —preguntó volviéndose hacia la Sota.
La Sota asintió tristemente con la cabeza y
dijo:
—¿Es que acaso tengo aspecto de saber nadar?
—(No lo tenía, en efecto, pues estaba toda hecha de cartulina.)
—Hasta aquí, todo concuerda —dijo el Rey y
prosiguió musitando para sí los versos—: Sabemos que fue realmente así...
Por supuesto, alude a los jurados... De haber en el asunto
persistido ella... no puede ser más que la Reina... ¿Qué habría sido ya
de ti?... ¡Cuánta razón!... Di una a ella, a él le dieron
dos... Esto se referirá a lo que hizo con las tartas, lógico...
—Pero luego continúa: De él a ti todas
volvieron —dijo Alicia.
—¡En efecto, ahí están! —dijo triunfante el
Rey, señalando las tartas sobre la mesa—. Nada puede ser
más claro que esto. Después dice: antes
que ella tuviera aquel acceso... Que yo sepa, querida, tú nunca has tenido
accesos de ira —dijo a la Reina.
—¡Nunca! —dijo la Reina, arrojando con furia
un tintero a la Lagartija. (El infortunado Bill había dejado de escribir en la
pizarra, al comprobar que el dedo no dejaba marca alguna; pero ahora, con la
tinta que le chorreaba por la cara, reemprendió su labor hasta que aquella se
le consumió.)
—Por tanto, la palabra “acceso” no tiene que ver contigo y su uso en el poema es totalmente
accesorio —dijo el Rey, mirando con arrogante sonrisa a todo el público. Hubo un
silencio mortal.
—¡Es un juego de palabras! —añadió en tono
airado el Rey, y todos rieron—. Que el jurado considere su veredicto —concluyó
por vigésima vez en ese día.
—¡No, no! —dijo la Reina—. Primero la
sentencia, el veredicto después.
—¡Pero qué insensatez! —dijo en voz alta
Alicia—. ¿A quién se le ocurre dictar primero la sentencia?
—¡Cierra la boca! —gritó la Reina, roja de
ira.
—¡Pues no lo haré! —dijo Alicia.
—¡Que le corten la cabeza! —chilló a pleno
pulmón la Reina. Nadie se movió.
—¿Quién les va a hacer caso? —dijo Alicia,
que por entonces ya había recuperado su estatura normal—. ¡Si no son más que un
mazo de cartas!
En aquel instante, todas las cartas volaron
por los aires y
cayeron sobre ella. Alicia lanzó un gritito, mitad de miedo y
mitad de indignación. Trató de rechazarlas y se encontró de nuevo tumbada en la
orilla del río, con la cabeza en el regazo de su hermana, que dulcemente le
apartaba unas hojas secas que habían ido a caer sobre su cara.
—¡Despierta, Alicia, cariño! —dijo su hermana—.
¡Vaya si has llegado a dormir!
—¡Oh, si vieras qué sueño más curioso he
tenido! —dijo Alicia. Y le contó a su hermana todo lo que pudo recordar de las extrañas aventuras que acabáis de leer. Al
concluir el relato, su
hermana le dio un beso y dijo:
—Realmente, cariño, ha sido un sueño curioso,
pero ahora, ve a tomar el té; se hace tarde.
Y Alicia se levantó y echó a correr,
pensando, mientras corría, en lo maravilloso que había sido su sueño.
Pero su hermana se quedó sentada, tal como
Alicia la había dejado: con la cabeza reclinada sobre una mano, contemplaba la
puesta de sol y pensaba en la pequeña Alicia y en todas sus maravillosas
aventuras, hasta que también ella empezó a soñar a su manera, y este fue el
sueño que tuvo.
Primero soñó con Alicia: una vez más, las
pequeñitas manos estrechaban sus rodillas y los ojos ansiosos y brillantes miraban
hacia arriba los suyos... Podía oír perfectamente el tono de su voz y ver el
raro y súbito movimiento de su cabeza para apartar el errabundo cabello que
siempre se le estaba cayendo encima de los ojos... Y mientras así escuchaba, o creía
escuchar, todo el espacio a su alrededor cobró vida con las extrañas criaturas
del sueño de su hermanita.
A sus pies susurraba la alta hierba, en tanto
que el Conejo Blanco la recorría apresurado... El Ratón, aterrado, cruzó chapoteando
el charco próximo... Podía oírse el tintineo de las tazas de té, mientras la
Liebre de Marzo y sus amigos compartían su merienda infinita, y la voz chillona
de la Reina que ordenaba la ejecución de sus míseros invitados... Una vez más,
el niño cerdito estornudaba sobre las rodillas de la Duquesa, mientras se
estrellaban a su alrededor platos y fuentes... Una vez más, los graznidos del
Grifo, el chirrido del lápiz sobre la pizarra de la Lagartija y los ahogos de
los Conejillos de Indias, al ser sofocados, colmaban el aire y se
entremezclaban con los sollozos distantes de la desdichada Falsa Tortuga.
Sentada, con los ojos cerrados, la muchacha
casi se creía en el País de las Maravillas, aunque supiera que, con solo abrir
de nuevo los ojos, todo recobraría su insípida realidad. La hierba susurraría
movida simplemente por el viento, y al estanque lo agitaría el ondular de los
juncos... El tintineo de las tazas de té sería el tilín de las campanillas de
las ovejas, y los chillidos
de la Reina se trocarían en la voz del joven pastor... Los estornudos del niño,
el graznido del Grifo y todos los demás ruidos extraños (lo sabía) se
transformarían en el confuso clamor del corral de la atareada granja, en tanto
que el mugido del ganado sustituiría en la distancia a los opresivos sollozos
de la Falsa Tortuga.
Por último, imaginó a esa misma hermanita en
el futuro, convertida en mujer: conservaría, a través de sus años adultos, el
corazón simple y afectivo de la niñez; congregaría a otros niños a su
alrededor, y a ellos también les brillarían los ojos al escuchar muchas extrañas
historias de sus labios, tal vez incluso este mismo sueño del País de las
Maravillas; y compartiría las penas y los juegos sencillos de los pequeñuelos, al
recordar su propia infancia y los felices días del verano.
LEWIS CARROLL
(1865)