ALICIA EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS


En la dorada tarde nuestra barca
se desliza sin prisa:
impulsan ambos remos unos brazos
inhábiles de niñas,
mientras en vano sus manitas pugnan
por trazar nuestra vía.

¡Ah, Trinidad cruel! ¡En esa hora,
bajo un cielo de ensueño,
cuando el aire no agita ni una hoja,
me piden que urda un cuento!
¿Mas cómo va a oponerse una voz sola
a tres leguas a un tiempo?

Prima, imperiosa, lanza el veredicto:
“Inícialo ahora mismo”.
Secunda, más benigna, solo pide
“que sea un sinsentido”,
mientras Tertia interrumpe por minuto
una vez como mínimo.

Pronto las tres en silencio imaginan
las idas y venidas
de la niña soñada en un país
de extrañas maravillas,
locuaz con bestias, pájaros… Que es cierto
casi lo jurarían.

Y cuando el narrador ya siente exhausta
su fuente de inventiva
y se propone a postergar la historia
diciendo con fatiga:
“¡Lo restante, mañana!”. “¡Ya es mañana!”,
reclaman las tres niñas.

Así surgió el País de las Maravillas,
así, pues, paso a paso,
se forjaron sus raras aventuras.
El cuento se ha acabado.
Y en penumbra, feliz tripulación,
hacia casa remamos.

Recibe, Alicia, el cuento y deposítalo
donde el sueño de Infancia
abraza a la memoria en lazo místico,
como ajada guirnalda
que ofrece a su regreso el peregrino
de una tierra lejana.

I – Descenso por la madriguera

Alicia empezaba a estar harta de seguir tanto rato sentada en la orilla, junto a su hermana, sin hacer nada: una o dos veces se había asomado al libro que su hermana estaba leyendo, pero no tenía ilustraciones ni diálogos, “¿y de qué sirve un libro —pensó Alicia— si no tiene ilustraciones ni diálogos?”.
Así que estaba considerando (como mejor podía, pues el intenso calor la hacía sentirse muy torpe y adormilada) si la delicia de tejer una guirnalda de margaritas le compensaría de la molestia de incorporarse y recoger las flores, cuando de pronto un conejo blanco de ojos rosados pasó velozmente a su lado.
Nada extraordinario había en todo eso, y ni siquiera le pareció nada extraño oír que el Conejo se dijera a sí mismo: “¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué tarde voy a llegar!” (cuando después pensó en el asunto, se sorprendió de que no le hubiera maravillado, pero entonces ya todo le resultaba perfectamente natural); sin embargo, cuando el Conejo, sin más, se sacó un reloj del bolsillo del chaleco, y lo miro y apuró el paso, Alicia se levantó de un brinco porque de pronto comprendió que jamás se había visto un conejo con chaleco y con un reloj en su interior. Y ardiendo de curiosidad, corrió a campo traviesa detrás de él, justo a tiempo de ver cómo se colaba por una gran madriguera que había bajo un seto.
Allí se metió Alicia al instante, tras él, sin pensar ni por un solo momento cómo se las ingeniaría para volver a salir.
Por un trecho, la madriguera seguía recta como un túnel, y luego, de repente, se hundía; tan de repente que Alicia no tuvo ni un instante para pensar en detenerse, sino que se vio cayendo por lo que parecía ser un pozo muy profundo.
O el pozo era muy profundo o ella caía muy despacio; el caso es que, conforme iba cayendo, tenía tiempo sobrado para mirar alrededor y preguntarse qué iría a suceder después. Primero trato de mirar abajo y averiguar adónde se dirigía, pero estaba demasiado oscuro para ver nada; luego miró las paredes del pozo y advirtió que estaban llenas de alacenas y estantes. Veía, aquí y allá, mapas y cuadros colgados. Al pasar por uno de los estantes, cogió un tarro con una etiqueta que decía: “MERMELADA DE NARANJA”, pero qué desencanto: estaba vacío. No quiso soltarlo por miedo de matar a alguien; así que se las arregló para colocarlo, al paso que caía, en uno de los estantes.
“¡Bueno —pensó Alicia—, después de una caída así, ya puedo rodar por las escaleras que sean! ¡Qué valiente, van a pensar que soy en casa! ¡No chistaría ni aunque me cayera del tejado!” (lo cual era más que probable).
Abajo, abajo, abajo. ¿Es que nunca iba a terminar de caer? “Me pregunto cuántos kilómetros he caído ya —dijo en voz alta—. Debo estar llegando al centro de la Tierra. Veamos: eso sería unos seis mil quinientos kilómetros, creo…” (pues, como veis, Alicia había aprendido cosas de este tipo en la escuela, y aunque no fuera precisamente la mejor ocasión para exhibir sus conocimientos, ya que no había nadie que la escuchara, siempre era una buena práctica repetirlo). “Sí, esa será la distancia…, pero entonces ¿en qué latitud o longitud me encuentro?” (Alicia no tenía ni idea de lo que significaban esas palabras, pero al decirlas le sonaban muy hermosas y notables.)
Y empezó otra vez: “Me pregunto si caeré atravesando directamente la Tierra... ¡Qué divertido sería aparecer entre gente que va patas arriba! Las Antipáticas, creo que se llaman” (no poco se congratuló esta vez de que nadie la escucha, porque la palabra no le sonaba del todo correcta). “…Pero tendré que preguntar el nombre del país. Por favor, señora, ¿es esto Nueva Zelanda o Australia?” (y al decirlo, intentó hacer una reverencia… ¡Figuraos, una reverencia, mientras caía por los aires! ¿Seríais capaces de hacerla?) “¿Y qué ignorante me juzgaría la señora! No, nunca lo preguntaré: tal vez lo vea escrito en algún lado.”
Abajo, abajo, abajo. No había otra cosa que hacer, así que Alicia se puso a hablar de nuevo. “¡Ay, creo que Dina me va a echar mucho de menos esta noche!” (Dina era la gata.) “Espero que se acuerden de su platito de leche a la hora del té. ¡Dina querida, ojalá estuvieras aquí abajo conmigo! No hay ratones en el aire, me temo, pero podrías atrapar algún murciélago, y eso, ya sabes, es muy parecido a un ratón. Pero ¿comen murciélagos los gatos?” Y aquí Alicia empezó a adormilarse y a repetir su pregunta como si soñara: “¿Comen murciélagos los gatos? ¿Comen murciélagos los gatos?”, y a veces: “¿Comen los murciélagos gatos?”, porque, como no podía dar respuesta a sus preguntas, poco importaba la manera de hacerlas. Sintió que se dormía y había empezado a soñar que iba de la mano con Dina y le preguntaba muy seria: “Ahora, Dina, dime la verdad: ¿Te has comido alguna vez un murciélago?”, cuando de pronto ¡bum!, ¡bum! fue a dar sobre un montón de ramas y hojas secas. El descenso había concluido.
Alicia no se hizo el menor daño, y al instante, de un salto, se incorporó: miró hacia arriba, pero todo estaba oscuro: ante ella se habría otro largo pasadizo y aún vio al Conejo Blanco que se internaba apresuradamente. No había tiempo que perder: allá fue Alicia, como el viento, y llegó a tiempo de oírle decir mientras desaparecía por una esquina: “¡Por mis orejas y mis bigotes, qué tarde se me está haciendo!”. Lo tenía casi a un paso, pero cuando ella dobló la esquina, el Conejo ya se había esfumado. Alicia se encontró en una sala larga y baja, alumbrada por una hilera de lámparas que colgaban del techo.
 Había puertas por todos los lados de la sala, pero estaban todas
cerradas, y cuando Alicia la hubo recorrido de parte a parte y tanteado una a una sus puertas, se encaminó tristemente hacia el centro, pensando cómo se las arreglaría para salir.
De pronto se encontró ante una mesita de tres patas, toda ella de cristal: no había otra cosa encima que una diminuta llave de oro, y lo primero que se le ocurrió Alicia fue que la llavecita correspondería a una de las puertas de la sala; pero, ¡ay!, o las cerraduras eran demasiado grandes o la llave era demasiado pequeña, el caso es que no abría ninguna. Sin embargo, en un segundo intento, descubrió una cortina baja que no había notado, y detrás había una puertecita de unos cuarenta centímetros de altura. Probó la llavecita de oro en la cerradura y, con gran alegría, vio que ¡encajaba!
Alicia abrió la puerta y descubrió que conducía a un estrecho pasadizo, no mucho mayor que una ratonera. Se arrodilló y, a través del corredor, vio el más hermoso jardín que jamás hayáis visto. ¡Qué ganas tenía de dejar la sombría sala y deambular por entre aquellos lechos de rutilantes flores y aquellas frescas fuentes!, pero ni siquiera le entraba la cabeza por el hueco de la puerta; “y en caso de que pasará —pensó Alicia— de poco me serviría sin los hombros. ¡Ah, cómo me gustaría plegare como un telescopio! Creo que podría, si supiera cómo empezar”. Porque, ya veis, le habían ocurrido últimamente tantas cosas extraordinarias que Alicia empezaba a pensar que muy pocas eran realmente imposibles.
Era inútil quedarse allí plantada ante la puertecita, así que volvió a la mesa, con cierta esperanza de hallar encima otra llave o, al menos, un libro con las instrucciones para poder plegarse como un telescopio. Esta vez encontró una botellita (“que por cierto no estaba aquí antes”, se dijo Alicia): tenía atada alrededor del cuello una etiqueta de papel, en mayúsculas bellamente impresas, con la palabra “BÉBEME”.
Bien estaba eso de decir “bébeme”, pero una niña tan precavida como Alicia no iba a bebérselo sin más. “No —se dijo—, primero habría que ver si indica o no veneno”, porque había leído varias historias muy bonitas de niños que fueron quemados vivos o devorados por bestias salvajes y demás cosas desagradables, y todo por negarse
a recordar los sencillos preceptos que amistosamente les habían inculcado. Por ejemplo: que un atizador al rojo vivo quema si se lo sostiene por mucho rato; o que si uno se hace un corte muy profundo con un cuchillo en el dedo, por regla general sangra, y que (eso Alicia no lo había olvidado) si uno debe mucho de una botella que pone “veneno”, lo más probable es que, tarde o temprano, haga daño.
Sin embargo, en el frasco no ponía “veneno”; así que Alicia se atrevió a probarlo, como tenía un sabor muy rico (de hecho sabía a una mezcla de tarta de cerezas, natillas, piña, pavo asado, caramelo y crujientes tostadas de pan con mantequilla), se lo bebió de un trago.
“¡Qué sensación más curiosa! —dijo Alicia—. ¡Creo que me estoy pegando como un telescopio!”
 Y así era, en efecto: ahora solo medía veinticinco centímetros de altura, y se le iluminó el rostro ante el jardín. Antes, sin embargo, aguardó unos minutos para pasar por la puertecita que la conduciría al hermoso jardín. No obstante, esperó unos minutos para ver si seguía achicándose; se sentía un poco nerviosa por ello, pues “podría acabar desapareciendo del todo —pensó—, como una vela, ¿y qué sería de mí entonces?”. Trató de imaginarse qué aspecto tiene la llama al apagarse, porque no podía recordar haber visto nunca una cosa semejante.
 Al cabo de un rato, viendo que nada nuevo le ocurría, decidió entrar de inmediato en el jardín; pero, ¡ay, pobre Alicia!, cuando llegó a la puerta, se dio cuenta de que había olvidado la llavecita de oro, y al volver a la mesa por ella advirtió que no podía alcanzarla: la veía perfectamente a través del cristal, e intentó trepar por una de las patas de la mesa, pero era demasiado resbaladiza; y agotada de su tentativa, la pobrecita se sentó y se puso a llorar.
“¡Ea, de nada sirve llorar así! —se dijo Alicia con bastante entereza—. ¡Te aconsejo que pares ahora mismo!” Solía darse muy buenos consejos (aunque pocas veces los pusiera en práctica) y a veces se reprendía con tal severidad que hasta le saltaban las lágrimas. Y aún recordaba que en una ocasión trato de darse un cachete por hacer trampas al jugar consigo misma en una partida de croquet, porque esta curiosa niña era muy aficionada a fingir que era dos personas. “¡Pero ahora es inútil pretender ser dos personas! —pensó Alicia—. ¡Si apenas ha quedado de mí lo suficiente para contar una persona entera!”
 Poco después descubrió una cajita de cristal que había bajo la mesa: la abrió y halló en ella un minúsculo pastelillo sobre el que se leía, bellamente impresa con pasas, la palabra “CÓMEME”. “Bueno, lo comeré —dijo Alicia—; si me hace más grande, podré coger la llave, y si me hace más pequeña, podré colarme por debajo de la puerta: así, de un modo u otro, ¡entraré en el jardín!”.
 Comió un poquitín y se preguntó con ansiedad: “¿Por dónde?, ¿por dónde?”, poniéndose la mano encima de la cabeza para averiguar si era hacia arriba o hacia abajo; y no poco se sorprendió al ver que conservaba la misma estatura. En realidad, esto es lo que suele ocurrir cuando uno come pastel, pero tan habituada estaba Alicia a que solo le ocurrieran cosas extraordinarias que le pareció de lo más soso y estúpido que la vida siguiera su curso normal.
Así que, manos a la obra, pronto acabó con el pastel.

II – En un mar de lágrimas

“¡Más que curioso, requetecurioso!”, exclamó Alicia (tan
sorprendida estaba en aquel momento que se olvidó por completo de hablar con entera corrección). “¡Qué estirón! ¡Ni que fuera el telescopio más grande del mundo! ¡Adiós, pies!” (porque al mirarlos le pareció que los perdía de vista, tanto se le alejaban). “¡Ay, mis pobres piecitos, quién os pondrá ahora los zapatos y los calcetines! ¡Estoy segura de que yo no! demasiado lejos estaré para ocuparme de vosotros: tendréis que arreglároslas solitos, lo mejor que podáis... Pero debo ser amable con ellos —pensó Alicia— ¡o se van a negar a caminar por donde yo quiera ir! Les regalaré un par de botas nuevas todas las Navidades.”
Y siguió discurriendo cómo se las arreglaría. “¡Tendrá que ser por correo! —pensó—. ¡Qué divertido enviar regalos a los mismísimos pies de una! ¡Y qué extrañas van a resultar las direcciones!

                    Sr. D. Pie Derecho de Alicia
                         Felpudo de la Chimenea
                               Junto al Guardafuegos
                                      (con cariños de Alicia).

¡Ay, Dios mío, qué disparates digo!”
Fue entonces cuando su cabeza chocó contra el techo de la sala: de hecho ahora tenía algo más de dos metros y medio de altura; cogió al instante la llavecita y se precipitó hacia la puerta del jardín
¡Pobre Alicia! Apenas si, tumbada de costado, podía mirar el jardín con un solo ojo; pero acceder a él era más que imposible: se sentó y otra vez irrumpió en llanto.
“¡Vergüenza debería darte llorar de esta manera! —se dijo Alicia—. ¡Una niña tan grande!” (Bien podía hablar así.) “¡Basta ya, te lo ordeno!” Pero siguió llorando litros y litros de lágrimas, como si nada, hasta formar alrededor un gran charco de unos diez centímetros de profundidad, que cubrió la mitad de la habitación.
Al cabo de un rato, oyó a distancia un leve sonar de pasos, y se secó rápidamente los ojos para ver quién venía. Era el Conejo Blanco, que regresaba muy elegantemente vestido, con un par de guantes blancos de cabritilla en una mano y un gran abanico en la otra. Venía dando apurados saltitos y murmuraba para sí: “¡Ay, la Duquesa, la Duquesa! ¡Qué furiosa se va a poner si la hago esperar!”. Alicia se sentía tan desesperada que estaba decidida a pedir ayuda a cualquiera que fuese; así que, cuando el conejo estuvo cerca, empezó a decirle con voz tímida y baja:
 —Por favor, Señor…
 Pero el Conejo, del susto, dejó caer los guantes y el abanico, y se escurrió en la oscuridad lo más deprisa que pudo.
 Alicia recogió el abanico y los guantes y, como hacía mucho calor en la sala, se puso a abanicarse todo el tiempo que hablaba: “¡Dios mío, Dios mío! ¡Qué extraño es todo hoy! ¡Y ayer, en cambio, era todo normal! ¿Habré cambiado durante la noche? Vamos a ver: ¿era yo la misma al levantarme esta mañana? Casi creo recordar que me sentía un poco distinta. Pero si no soy la misma, la pregunta siguiente es: ¿quién diablos soy? ¡Ah, ese es el gran enigma!”. Y se puso a pensar en todas las niñas amigas de su misma edad, por ver si se había transformado en alguna de ellas.
“No soy Ada, estoy segura de que no dijo—, porque lleva largos tirabuzones en el pelo, y el mío en cambio no tiene tirabuzones; y estoy segura de que tampoco soy Mabel, porque yo sé un montón de cosas, y ella…, ¡ella sabe poquísimas! Además, ella es ella, y yo soy yo. y... ¡Ay, Dios mío, qué enrevesado es todo esto! A ver si sé todas las cosas que sabía antes. Veamos: cuatro por cinco, doce, y cuatro por seis, trece, y cuatro por siete… ¡Ay, Dios mío, a este paso nunca llegaré a veinte! Pero la tabla de multiplicar no significa nada; probemos con la geografía. Londres es la capital de París, París la capital de Roma, Roma… ¡No, todo eso está mal, seguro! ¡Debo de haberme transformado en Mabel! Probaré a recitar «¡Ay, el pobre inocente…!»” Y cruzó las manos sobre el regazo, como si estuviera diciendo la lección, y empezó a recitar, pero la voz sonaba ronca y extraña, y las palabras no eran las mismas que solían ser:

 ¡Ay, el pobre inocente cocodrilo,
 Cómo aprovecha su brillante cola,
 y derrama las aguas de ola en ola,
por sus bellas escamas en el Nilo!

¡Qué alegre estás cuando muestras los dientes,
con qué celeridad abres tus garras,
y a los peces saludas y desgarras!
¡Se cuelan por tus fauces sonrientes!

 “Seguro que esta no es la letra exacta —dijo la pobre Alicia, y se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas mientras proseguía—: Al final resultará que soy Mabel y voy a tener que ir a vivir a su casucha, y para colmo casi sin juguetes, y ¡ay!, ¡tener siempre lecciones que aprender! No, eso sí que no: ¡si soy Mabel, me quedaré aquí abajo! De nada les va a servir que se pongan cabeza abajo y me digan: “¡Anda, niña, sube!”. Me quedaré mirándolos y les diré: “¿Quién soy yo, primero?” Contestadme, y luego, si me gusta ser esa persona, subiré; si no, me quedaré aquí abajo hasta que sea otra…”. Pero, ¡Dios mío! —exclamó Alicia, estallando en lágrimas—. ¡Si al menos comparecieran cabeza abajo! ¡Estoy cansadísima de estar aquí tan sola!”
Al decir esto, se miró las manos y se sorprendió al ver que se había puesto uno de los guantecillos blancos de Conejo, mientras hablaba. “¿Cómo he podido hacerlo? —pensó—. Debo de estar achicándome otra vez.” Se levantó y fue a la mesa para medirse por ella; según sus cálculos, medía ahora unos sesenta centímetros de altura y seguía encogiéndose rápidamente. Pronto advirtió que la causa de ello era el abanico que tenía la mano, y lo arrojó al instante, justo a tiempo de no seguir decreciendo hasta su total extinción.
“¡Me libré por los pelos!”, dijo Alicia, bastante asustada por tan súbita transformación, pero muy contenta al verse aún viva. “¡Y ahora, al jardín!” y corrió a toda prisa hacia la puertecita; pero, ¡ay!, esta volvía a estar cerrada y la llavecita de oro había quedado, como antes, sobre la mesa de cristal, “y las cosas van de mal en peor —pensó la pobre niña—, ¡pues nunca, nunca fui tan pequeña como ahora! ¡Realmente horroroso!”
Al decir esto, resbaló y al instante, ¡plaf!, se hundió en agua
salada hasta la barbilla. Lo primero que pensó fue, de algún modo, había caído al mar, “en cuyo caso puedo regresar en tren” (Alicia, que había ido una sola vez a la playa, había llegado a la precipitada conclusión de que, fuera cual fuera el punto de la costa inglesa en que uno se encontrase, siempre podría hallar casetas móviles para bañarse en el mar, niños cavando en la arena con palas de madera, luego una hilera de hoteles y, al final, una estación de ferrocarril). Sin embargo, pronto comprendió que estaba en el propio mar de lágrimas que había derramado cuando sobrepasaba los dos metros y medio de altura.
“¡Ojalá no hubiera llorado tanto! —dijo Alicia, mientras nadaba de un lado a otro y trataba de encontrar la salida—. ¡Supongo que ahora en castigo me ahogaré en mis propias lágrimas! ¡Esto sí que es extraño! Pero hoy todo es tan extraño…”
 En ese momento oyó cerca un chapoteo en el agua y se acercó a nado para averiguar qué era. Al principio pensó que sería una morsa o un hipopótamo, pero luego, al recordar lo pequeña que era ahora, comprendió que solo se trataba de un ratón que había resbalado como ella.
“¿Vale la pena —pensó Alicia— dirigir la palabra a este ratón? Acá abajo es todo tan extraordinario que no me extrañaría que el ratón pudiese hablar: en todo caso, nada se pierde intentándolo.” Así que comenzó:
—¡Oh, Ratón!, ¿sabes el modo de salir de este lago? Estoy fatigadísima de tanto nadar, ¡oh, Ratón!
 Alicia pensó que esta era la forma más adecuada de dirigirse a un ratón: nunca lo había hecho, pero recordaba haber visto en la gramática latina de su hermano: “Un ratón — de un ratón — a un ratón — para un ratón — ¡oh, ratón!”. El ratón la miró con aire inquisitivo; a Alicia le pareció que le guiñaba un ojillo, pero nada dijo.
 “A lo mejor no entiende mi lengua —pensó Alicia—. ¿Será un ratón francés, llegado con Guillermo el Conquistador?” (porque, pese a conocer tantos hechos de historia, Alicia no tenía muy claro cuándo habían sucedido). Así que volvió a empezar:
Où est ma chatte? —que era la primera frase de su libro de francés.
El Ratón dio un repentino salto, y todo él se estremeció de espanto.
—¡Ay, perdón! —exclamó Alicia enseguida, temerosa de haber herido los sentimientos del pobre anima—. Se me olvidó que no te gustan los gatos.
—¡Que no me gustan los gatos! —gritó el ratón, con voz chillona y llena de cólera— ¿Te gustarían a ti si estuvieras en mi lugar?
—Bueno, posiblemente no —dijo Alicia en tono contemporizador—: no te enfades por eso. Pero me gustaría poder presentarte a nuestra gata Dina. Creo que no te desagradarían tanto los gatos si la vieras. ¡Es tan tranquila y amable! —prosiguió Alicia, más bien para sus adentros, mientras nadaba con indolencia por el charco—; ¡y sentada junto al fuego, ronronea que es una delicia, y se lame las patas y se lava la cara... y es tan dulce y suave que da gusto mecerla... y tan estupenda cazando ratones...! ¡Ay, perdón! —exclamó de nuevo Alicia porque esta vez el Ratón se puso todo erizado, y ella estaba segura, con cara de realmente ofendido—. Mejor será no hablar más de ella, si no te gusta.
—¡Mejor será, sin duda! —gritó el Ratón, que estaba temblando hasta la mismísima punta de la cola—. ¡Voy a querer yo hablar de semejante tema! Nuestra familia ha odiado siempre a los gatos: ¡sucios, bajos, rastreros! ¡Que no oiga esa palabra otra vez!
—¡De veras que no! —dijo Alicia, con mucha prisa por cambiar de conversación—. ¿Te gustan…, eres aficionado... a.… los perros?
 El Ratón no contestó, y así Alicia continuó ansiosamente:
 —Cerca de casa hay un perro precioso. ¡Me gustaría mostrártelo! ¡Un pequeño terrier, de ojos brillantes, y con un pelo marrón tan largo y rizado! ¡Y cuando le arrojas cosas, las va a buscar, y se endereza para pedir la cena, y un montón de cosas más... que no puedo recordar ni la mitad... y pertenece a un granjero, y él dice que es tan útil que vale un dineral! Dice que mata todas las ratas y… ¡Ay Dios mío! —exclamó muy afligida Alicia—. ¡Temo haberte ofendido otra vez!
En efecto, el Ratón se alejaba de ella, nadando con todas sus fuerzas, removiendo violentamente a su paso todo el charco.
 Alicia lo llamó suavemente:
—¡Mi querido Ratón! ¡Vuelve y no hablaremos más de gatos ni de perros, si no te gustan!
 Cuando el Ratón oyó eso, dio la vuelta y regresó nadando lentamente hacia ella: tenía la cara pálida (de cólera, pensó Alicia) y le dijo, en voz baja y temblorosa:
 —Vamos a la orilla y te contaré mi historia, y comprenderás por qué detesto a los gatos y a los perros.
Ya era hora de irse, pues el charco se estaba llenando de pájaros y animales que habían caído dentro: había un Pato y un Dodo, un Loro, un Aguilucho y otras varias criaturas extrañas. Toda la comitiva —Alicia al frente— se encaminó nadando hacia la orilla. 

III – Una carrera en comité y un cuento largo y con cola

De extraño aspecto era, ciertamente, el grupo que se congregó en la orilla: aves arrastrando tristemente sus plumas, animales con el pelaje pegado al cuerpo y todos chorreando, malhumorados e incómodos.
Por supuesto, la primera cuestión era decidir cómo secarse: hubo una consulta al respecto y, al cabo de unos minutos, Alicia se vio, con plena naturalidad, hablando familiarmente con ellos, como si los conociera de toda la vida. Mantuvo incluso una larga discusión con el Loro que, al final, enfurruñado, se limitaba a repetir:
—Soy mayor que tú; por tanto, tengo razón.
Alicia no podía admitir tal argumento sin saber qué edad tenía, y como el Loro se negaba en redondo a confesarla, no hubo más que hablar.
Por último, el Ratón, que entre ellos parecía gozar de cierta autoridad, gritó:
—¡Sentados todos y escuchadme! ¡Que os voy a dejar secos en cosa de un instante!
Al punto todos se sentaron, formando un gran círculo alrededor del Ratón. Alicia tenía clavada en él ansiosamente la mirada, porque estaba convencida de que pescaría un terrible resfriado si no se secaba muy pronto.
—¡Ejem! —dijo el Ratón dándose aires de importancia—. ¿Preparados? Ahí va lo más seco y árido que conozco. ¡Silencio, por favor! Guillermo el Conquistador, cuya causa favorecía el Papa, muy pronto fue reconocido por los ingleses, que carecían de caudillos y que se habían habituado en los últimos tiempos a la usurpación y a la conquista. Edwin y Morcar, duques de Mercia y Northumbria…
—¡Uf! —suspiró tiritando el Loro.
—¡Perdón! —dijo el Ratón, frunciendo el ceño, pero con mucha corrección—. ¿Decías algo?
—¡No, no! —se apresuró a contestar el Loro. 
—Creí que sí —dijo el Ratón—. Prosigo. Edwin y Morcar, duques de Mercia y Northumbria, se declararon a su favor; e incluso Stigand, el patriota arzobispo de Canterbury que encontrándolo aconsejable…
—¿Encontrando qué? —dijo el Pato.
—¿Encontrándolo? —replicó algo irritado el Ratón—. Pero ¿no sabes “lo” qué significa?
—Sé muy bien que significa “lo” —dijo el Pato— cuando soy yo el que lo encuentra: por lo general es una rana o un gusano. La cuestión es ¿qué encontró el arzobispo?
El Ratón, sin hacer caso de la pregunta, reanudó a toda prisa su historia:
—... encontrándolo aconsejable, fue con Edgar Atheling al encuentro de Guillermo y le ofreció la corona. Al principio, la conducta de Guillermo fue moderada. Pero la insolencia de los normandos… ¿Qué tal te encuentras ahora, pequeña? —prosiguió, volviéndose a Alicia.
—Tan mojada como antes —contestó melancólicamente la niña—. No parece que esto me seque en absoluto.
—En ese caso —dijo el Dodo, alzándose solemnemente sobre sus patas—, propongo el aplazamiento de la asamblea, con vistas a la inmediata adopción de medidas más enérgicas…
—¡Habla llano! —dijo el Aguilucho—. No sé qué significan la mitad de esas palabras y, es más, ¡tampoco creo que tú lo sepas!
Y el Aguilucho agachó la cabeza para disimular una sonrisa, en tanto que otras aves no pudieron contener sus risitas.
—Lo que iba a decir —prosiguió en tono ofendido el Dodo— es que, para secarnos, lo mejor sería una Carrera en Comité.
—¿Qué es una Carrera en Comité? —preguntó Alicia, no porque tuviera ganas de saberlo, sino porque el Dodo había hecho una pausa, Cómo prendo que alguien iba a hablar, y nadie en realidad parecía inclinado a hacerlo.
—¿Y qué importa eso? —replicó el Dodo—. La mejor manera de explicar una cosa es practicarla.
(Y por si alguno de vosotros cualquier día de invierno quiere practicarla, os diré cómo se las ingenió el Dodo.)
Primero marcó la pista para la carrera, en una especie de círculo (“no importa la forma exacta”, dijo) y luego todos los asistentes se fueron colocando aquí y allá, a lo largo de la pista. No hubo el tradicional “uno, dos, tres”, sino que empezaron y terminaron la carrera a su antojo, de forma que no era fácil saber en qué momento había de concluir. Sin embargo, después de correr una media hora, y cuando ya se habían secado del todo, de pronto el Dodo gritó:
—¡Se acabó la carrera! —y todo se agruparon alrededor de él, jadeante, preguntando: 
—Pero ¿quién ha ganado?
Dar respuesta a tal pregunta exigía no pocas reflexiones, y el Dodo permaneció por un buen rato con un dedo en la frente (posición que habréis observado en muchos retratos de Shakespeare), mientras los demás guardaban silencio.
Por fin, dijo: 
—Todos han ganado y todos recibirán premios.
—Pero ¿quién dará los premios? —preguntaron a coro los asistentes.
—Ella, naturalmente —sentenció el Dodo, señalando a Alicia con un dedo; y el grupo entero se apretujó al instante alrededor de la niña, reclamando confusamente:
—¡Premios! ¡Premios!
A Alicia no se le ocurría qué hacer. Apurada, metió la mano en el bolsillo y sacó una caja de confites (que por suerte el agua salada no había estropeado) y los distribuye como premio. Habías exactamente un confite para cada una.
—Pero ella también debe recibir premio —dijo el Ratón.
Por supuesto —asintió con gravedad del Dodo—. ¿Qué más tienes en el bolsillo? —prosiguió, volviéndose a Alicia.
—Solo un dedal —contestó tristemente.

—Pásamelo —ordenó el Dodo.
Una vez más, todos se apretujaron alrededor de la niña, mientras el Dodo le ofrecía solemnemente el dedal, diciendo:
Te rogamos que aceptes este elegante dedal.
Y al concluir su breve discurso, todos aplaudieron.
A Alicia le pareció que era muy absurdo todo eso, pero el grupo ofrecía un aspecto tan serio que no se atrevió a reír; y como no se le ocurría nada que decir, hizo simplemente una reverencia, y con la mayor gravedad, cogió el dedal.
Lo siguiente fue comer los confites. No sin cierto ruido y confusión, pues las aves grandes se quejaban de que ni siquiera podían apreciar el gusto de los suyos y las pequeñas se atragantaban y hubo que darles palmaditas en la espalda. Al fin, sin embargo, todo concluyó, y el grupo se sentó de nuevo en círculos y pidió al Ratón que les contase algo más.
—Me has prometido contarme tu historia —dijo Alicia—, y por qué odias a los G y a los P —le susurró medio temerosa de volver a ofenderlo.
—¡Triste, larga y no sin cola es mi historia! —dijo el Ratón, entre suspiros, dirigiéndose a Alicia.
—Una cola ciertamente larga —dijo Alicia, contemplándola asombrada—, pero ¿por qué la llamas triste?
Y, conforme iba hablando el Ratón, siguió muy intrigada la trama y posible cola de la historia, que imaginó así: 
—¡Tú no atiendes! —dijo severamente el Ratón a Alicia—. ¿En qué piensas?
—Perdona —dijo Alicia con mucha humildad—. Creo que ibas ya por la quinta curva.
—¡Menudo error el tuyo! —gritó bruscamente el Ratón, hecho una furia.
—¡Un nudo! —intuyó Alicia, dispuesta a acudir en su socorro y mirando ansiosamente alrededor—. ¡Ah, déjame que te ayude a deshacerlo!
—¡Ni hablar! —chilló el Ratón, ya en pie, alejándose del grupo—. ¡Me insultas al decir tales sandeces!
—¡No fue mi intención! —imploró la niña—. ¡Pero te ofendes tan fácilmente...!
El Ratón gruñó por toda respuesta.
—¡Por favor, vuelve y termina tu historia!
La llamada de Alicia fue coreada por todo el grupo:
—¡Sí, por favor, vuelve!
Pero el Ratón no hizo sino sacudir impacientemente la cabeza y apuró más el paso.
—¡Qué pena que no quiera quedarse! —suspiró el Loro, cuando el Ratón se hubo perdido de vista. Y una vieja madre cangrejo aprovechó la oportunidad para aconsejar a su hija:
—¡Ay, hija mía, que te sirva de lección: no pierdas nunca la paciencia!
—¡Cierra la boca, mamá! —le cortó la joven. ¡Tú eres capaz de hacer perder la paciencia a una ostra!
—¡Y quisiera yo tener aquí a nuestra Dina, y tanto! —dijo Alicia en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular—. Ella pronto nos lo traería.
—¿Y quién es Dina, si no es indiscreción? —preguntó el Loro.
Alicia, siempre dispuesta a hablar de su gatita, respondió con entusiasmo:
—Dina es nuestra gata. Y es única cazando ratones, ¡no os podéis imaginar! ¡Y ya me gustaría que la vierais detrás de los pájaros! Ve un pajarito ¡y se lo come!
Sus palabras produjeron entre los asistentes una auténtica conmoción. Algunos se marcharon en el acto; una vieja Urraca, arrebujándose con mucho esmero, puntualizó:
—¡Realmente debo irme a casa: el relente de la noche no es nada bueno para mi garganta!
Y un Canario, con voz temblorosa, llamó a sus crías:
—¡Vamos, pequeños! ¡Ya es hora de estar en la cama!
Así, con diversos pretextos, todos se fueron y dejaron a Alicia sola.
“¡Ojalá no les hubiera mencionado a Dina! —se lamentó Alicia—. No gusta a nadie, aquí abajo, ¡y sin embargo es la mejor gata del mundo! ¡Ay, querida Dina, no sé si te volveré a ver!” Y la pobre niña se puso otra vez a llorar, pues se sentía muy sola y deprimida. Pero, al poco rato, volvió a oír unos leves pasos a lo lejos y alzó la mirad con cierta esperanzada de que el Ratón, cambiando de idea, regresara a terminar su historia.

IV – La habitación del Conejo Blanco

Era el Conejo Blanco, que regresaba despacio, dando saltitos, y miraba con ansiedad alrededor, como si hubiese perdido algo. Alicia lo oyó murmurar: “¡La Duquesa! ¡La Duquesa! ¡Ay mis patas queridas! ¡Por mi piel y mis bigotes! ¡Me hará ejecutar, tan cierto como que los hurones son hurones! ¿Dónde se me habrán caído?”. Alicia adivinó enseguida que el Conejo se refería al abanico y al par de guantes de cabritilla; y, con la mayor diligencia, se puso a buscar por todas partes, pero no los veía por ningún lado: todo parecía haber cambiado desde que cayera en el charco, y la gran sala con mesa de cristal y puertashabía desaparecido.
Muy pronto el Conejo notó la presencia de Alicia, que seguía registrando de un lado a otro, y le gritó enfadado:
—¡Eh, Mary Ann! ¿Qué estás haciendo aquí? ¡Corre a casa y búscame el abanico y los guantes! ¡Rápido, ahora mismo!
Alicia se asustó tanto que marchó corriendo en la dirección que le señalaba, sin tratar de aclarar el equívoco.
“Me ha tomado por su criada se dijo mientras corría—. ¡Qué sorpresa se va a llevar cuando descubra quién soy! Pero mejor será que le traiga el abanico y los guantes… bien, eso si los encuentro.” Mientras así hablaba, llegó ante una casita muy limpia en cuya puerta había una placa de bronce con un nombre grabado: “C. BLANCO”.  Entró sin llamar y corrió escalera arriba, con mucho miedo de encontrarse ante la verdadera Mary Ann, no la fuera a echar de la casa antes de conseguir el abanico y los guantes.
“¡Qué raro es esto de hacer recados a un conejo! —se dijo Alicia—. ¡A ver si también Dina me manda a hacer los suyos!” Y empezó a imaginar lo que podía ocurrir:
«“¡Alicia! ¡Arréglate enseguida, que vas a salir! ¡Un momento, señorita! Que he de vigilar la ratonera hasta que vuelva Dina y cuidar que no se escape el ratón…” ¡Aunque no creo —prosiguió Alicia— que a Dina la soporten en casa si se pone a dar órdenes a todo el mundo!»
Por entonces, Alicia había encontrado el camino que conducía a un cuartito muy aseado, con una mesa junto a la ventana, sobre la cual (tal como ella esperaba) había un abanico y dos o tres pares de diminutos guantes blancos de cabritilla: recogió el abanico y un par de gustes y, cuando estaba a punto de dejar la habitación, sus ojos se posaron sobre una botellita junto al espejo. Esta vez no había ninguna etiqueta que dijera “BÉBEME”, a pesar de lo cual la destapó y se la llevó a los labios. “La regla es que coma lo que coma o beba lo que beba ocurre algo interesante —se dijo—: así pues, a ver qué efecto tiene esta botella. ¡Espero que haga crecer otra vez, porque estoy realmente harta de ser tan pequeñita!”
Y así fue, en efecto, mucho más deprisa de lo que había previsto: antes de haberse bebido la mitad de la botella, notó que el techo le oprimía la cabeza y se tuvo que inclinar para no romperse el cuello. Dejó inmediatamente la botella, diciéndose: “Es suficiente… no vaya a crecer más… Ahora ni puedo cruzar la puerta… ¡Por qué habré bebido tanto!”.
Pero ¡ay, demasiado tarde…! Siguió creciendo y creciendo, y muy pronto tuvo que ponerse de rodillas; un minuto después, ni para eso había espacio, y trató de tumbarse con un codo contra la puerta y le otro brazo arrollado a la cabeza. Aún seguía creciendo y, como último recurso, sacó un brazo por la ventana y metió un pie en la chimenea, diciendo: “Ya no puedo crecer más, pase lo que pase. ¿Qué va a ser de mí?”.
Por suerte para Alicia, la botellita mágica ya había hecho todo su efecto, y no creció más. Aun así, estaba muy incómoda y, como no parecía haber posibilidad de salir del cuarto, no era extraño que Alicia se sintiera desdichada.
“En casa —pensó la pobre Alicia— estaba mucho mejor, sin cambiar
continuamente de tamaño y sin estar a merced de ratones y conejos. Casi habría preferido no haber entrado en la madriguera… a pesar de que… ¡qué curiosa es esta clase de vida! ¿Qué me habrá sucedido? Cuando leía cuentos de hadas, pensaba que tales cosas no ocurrían nunca, y ahora ¡aquí me tienes metida en una de ellas! Debería escribirse un libro sobre mis aventuras ¡y tanto que sí! Cuando crezca, lo escribiré yo… ¡Pero si ya estoy crecida —añadió en tono lastimero—: al menos aquí, no hay espacio para crecer más!”
“Pero entonces —pensó Alicia—, ¿nunca seré mayor de lo que soy ahora? En un sentido, esto sería un alivio… no ser nunca vieja… pero entonces… ¡siempre tendría que estudiar lecciones! ¡Ah, eso sí que no me gustaría nada!”
“¡Ay, qué tonta eres, Alicia! —se replicó a sí misma—. ¿Cómo vas a estudiar lecciones aquí? Si apenas hay espacio para ti, ¡cómo va a haberlo para los libros de clase!”
Y prosiguió así, primero en un papel y luego en otro, creando con ambos una especie de conversación; pero, unos minutos después, oyó afuera una voz y se dispuso a escuchar.
—¡Mary Ann! ¡Mary Ann! —decía la voz—. ¡Tráeme enseguida los guantes!
Oyó luego en la escalera un leve sonar de pasos. Alicia adivinó que era el Conejo que subía a buscarla, y tembló de tal forma que sacudió toda la casa, olvidando por completo que ahora era unas mil veces mayor que el Conejo y que no había motivo para asustarse.
El Conejo llegó casi enseguida a la puerta e intentó abrirla; pero, como la puerta se abría hacia adentro y el codo de Alicia la presionaba con fuerza, fracasó en su intento. Alicia oyó que el Conejo decía para sí: “Daré la vuelta y entraré por la ventana”.
“¡Eso sí que no!”, pensó Alicia y, tras esperar hasta que se imaginó que oía al Conejo bajo la ventana, alargó de repente hacia afuera la mano, con ademán de atraparlo en el aire. No atrapó nada, pero oyó un pequeño chillido, una caída y un estrépito de vidrios rotos, de lo cual dedujo que posiblemente había caído en un invernáculo de pepinos o algo por el estilo.
Después le llegó una voz airada (la del Conejo):
—¡Pat! ¡Pat! ¿Dónde estás?
Y luego otra que Alicia no había oído hasta entonces:
—Aquí, ¿dónde si no?, su señoría. ¡Excavando en busca de manzanas!
—¡Claro, excavando! —dijo irritado el Conejo—. ¡Ven y ayúdame a salir de aquí! —(Más ruidos de vidrios rotos.)
—Ahora dime, Pat, ¿qué es eso, en la ventana?
—¡Pues un brazo, su señoría! —(Lo pronunció baraso.)
—¡Un brazo, so ganso! ¿Quién ha visto un brazo de ese tamaño? ¡Si ocupa toda la ventana!
—Cierto, su señoría, pero a pesar de todo es un brazo.
—Lo será, pero no es ese su lugar. ¡Anda, quítalo de en medio!
Hubo un largo silencio y Alicia solo pudo oír de vez en cuando un cuchicheo; frases como: “Cierto, su señoría, no me gusta nada, ¡nada en absoluto!”. “¡Haz lo que te digo, cobarde!”, hasta que Alicia extendió otra vez la mano, con nuevo ademán de atrapar algo al vuelo. Esta vez hubo dos breves chillidos y más ruidos de vidrios rotos. “¡Qué cantidad de invernáculos debe de haber! —se pensó Alicia—. Me pregunto qué irán a hacer ahora. Si tratan de sacarme por la ventana, ¡ojalá lo consigan! ¡Lo cierto es que estoy harta de estar aquí dentro encerrada!”
Aguardó un rato sin oír nada. Por fin, escuchó el traqueteo de las ruedas de un carrito y el sonido de muchas voces que hablaban al unísono. Captó algunas frases: “¿Dónde está la otra escalera…? ¡Eh!, yo solo tenía que traer una; la otra la tiene Bill… ¡Bill! ¡Tráela aquí, chico…! Aquí, ponedlas en el rincón… No, atadlas primero… No alcanzan aún ni a la mitad… ¡Qué exagerado! Es más que suficiente… ¡Aquí, Bill! Agárrate fuerte a la cuerda… ¿Lo aguantará el tejado…? ¡Ojo la teja suelta…! ¡Que se cae! ¡Cuerpo a tierra! —(Gran estrépito)—… ¡Eh!, ¿quién hizo eso…? Fue Bill, me imagino… ¿Quién va a bajar por la chimenea…? ¡Yo, ni soñando! ¡Hazlo Tú…! Eso, ¡no cuentes conmigo…! Bill bajará… ¡Ven, Bill! ¡El amo dice que bajes por la chimenea!”.
“¡Oh! ¿Así que es Bill quien va a bajar por la chimenea? —se dijo Alicia—. ¡Vaya, parece que todo se lo cargan a Bill! ¡Por nada del mundo quisiera estar en su pellejo! La chimenea seguro que es estrecha, pero espero aún poder dar alguna que otra patada...”
Extendió cuanto pudo el pie por el interior de la chimenea y
esperó hasta advertir que el animalito (no pudo adivinar de qué clase) arañaba las paredes y se abría paso por la chimenea, justo encima de Alicia. “Este es Bill”, se dijo. Le dio una fuerte patada y esperó a ver qué ocurría después.
Lo primero que oyó fue un coro de voces: “¡Allá va Bill!”, y luego, la voz del Conejo:
—¡Recogedlo, junto a la valla!
Se hizo un silencio, seguido de nueva confusión de voces:
—Sostenedle la cabeza… Ahora dadle coñac... Sin que se atragante… Eh, chico, ¿cómo ha sido? ¿Qué te ha sucedido? ¡Cuéntanoslo!
Por fin llegó una vocecita débil y chillona (“Es la de Bill”, pensó Alicia).
—Bueno, casi ni me enteré... No más…, gracias; ya estoy mejor... Pero demasiado aturdido para contároslo… Lo único que sé es que algo, como movido por un resorte, me impulsó ¡y salí disparado como un cohete!
—Así fue ¡realmente!
—¡Hay que prender fuego a la casa! —dijo la voz del Conejo, y Alicia gritó con todas sus fuerzas:
—Si lo hacéis, ¡os soltaré a Dina!
Se hizo al instante un silencio mortal y Alicia pensó:
“¿Qué irán a hacer ahora? Si fueran un poquitín sensatos, quitarían el tejado.” Al cabo de uno o dos minutos, empezaron a moverse nuevamente, y Alicia oyó que el Conejo decía:
—Bastará con una carretilla, para empezar.
“Una carretilla ¿de qué?”, pensó Alicia. Pero sus dudas se aclararon pronto, porque al poco una lluvia de piedrecitas sacudió la ventana, y algunas le dieron en la cara. “Voy a poner punto final a todo esto”, se dijo, y gritó:
—¡Mejor será que no se repita! —lo cual produjo un nuevo silencio.
Alicia advirtió, con no poca sorpresa, que todas las piedritas se volvían pastelillos conforme iban cayendo al suelo, y se le ocurrió una brillante idea: “Si como uno de estos pastelillos, seguro que se produce en mí algún cambio de tamaño; y como no puedo crecer más, me hará decrecer, supongo.”
Así que se tragó uno de los pastelillos y vio con regocijo que enseguida empezaba a encogerse. Apenas se achicó lo suficiente para pasar por la puerta, salió corriendo de la casa y se encontró con una multitud de animalitos y aves que la aguardaban afuera. Bill, la pobre lagartija, estaba en el centro, sostenido por dos conejillos de Indias, que le hacían beber de una botella. Todos se abalanzaron sobre Alicia en el instante en que apareció, pero ella corrió con todas sus fuerzas y así se encontró pronto a salvo en un tupido bosque.
“Lo primero que he de hacer —se dijo Alicia mientras erraba por el bosque— es crecer hasta recobrar mi tamaño normal; y lo segundo es encontrar el camino hacia aquel bello jardín. Creo que este será el mejor plan.”
Sin duda sonaba excelente el plan: sencillo y claro. La única dificultad estribaba en que no tenía ni remota idea de cómo realizarlo; y mientras escudriñaba con ansiedad por entre los árboles, un pequeño ladrido que sonó justo encima de su cabeza la obligó a levantar precipitadamente la mirada.
Un enorme cachorro de ojazos redondos la miraba, y extendiendo con delicadeza una pata, intentaba tocarla.
—¡Pobrecito! —dijo Alicia, en tono mimoso, e intentó por todos los medios silbarle; pero se sentía al mismo tiempo aterrada ante la sola idea de que pudiera estar hambriento, en cuyo caso era muy probable que, a pesar de todos sus mimos, se la comiera.
Casi sin saber lo que hacía, cogió un palito y se lo tendió al cachorro, el cual saltó sobre sus cuatro patas a un tiempo, dando un ladrido de alegría, se lanzó sobre el palito, como si fuera a atacarlo. Entonces Alicia se ocultó detrás de un gran cardo para evitar que la atropellara; y al momento de aparecer ella por el otro lado, otra vez se abalanzó el cachorro sobre el palito y, en su apresuramiento por cogerlo, cayó patas arriba, de cabeza. Entonces Alicia, pensando que todo esto era algo así como jugar con un caballo percherón, y temiendo a cada momento que la aplastara entre sus patas, dio a toda prisa la vuelta al cardo. El cachorro inició entonces una serie de cortas arremetidas al palito, corriendo alternativamente un poco hacia delante y un mucho hacia detrás, siempre entre roncos ladridos, hasta que por fin se sentó a buena distancia, jadeante, con la lengua fuera y los grandes ojos semicerrados.
Esta le pareció a Alicia una buena oportunidad para escapar; así que salió inmediatamente y corrió hasta que, exhausta y sin aliento, notó que el ladrido del cachorro se desvanecía a lo lejos.
“Y sin embargo, ¡qué tierno era el cachorrillo!”, dijo Alicia mientras se recostaba sobre una campanilla para descansar y se abanicaba con una de las hojas. “Me habría gustado mucho enseñarle a hacer monadas… ¡si hubiera tenido el tamaño adecuado para ellos! ¡Ay, Dios mío, si casi había olvidado que he de volver a crecer! Vamos a ver: ¿cómo voy a conseguirlo? Calculo que debería comer o beber alguna que otra cosa; pero la gran cuestión es ¿qué?”
La gran cuestión era ciertamente “¿qué?”. Alicia posó la mirada sobre las flores y las briznas de hierba que había alrededor, pero no pudo ver nada que pareciera apropiado para comer o beber en aquellas circunstancias. Cerca de ella había una gran seta, más o menos de su misma altura y una vez que la hubo inspeccionado por debajo, por los lados y por detrás, se le ocurrió que también podía inspeccionarla por encima.
Se puso de puntillas y, atisbando sobre el borde de la seta, sus ojos inmediatamente se encontraron con los de una gran oruga azul, que estaba sentada en lo alto, con los brazos cruzados, fumando tranquilamente un gran narguile, sin prestar la menos atención ni a Alicia ni a cosa alguna.

V – El consejo de una Oruga

La Oruga y Alicia se miraron un rato en silencio. Al fin, la Oruga
se quitó el narguile de la boca y se dirigió a Alicia con voz lánguida y soñolienta.
—¿Quién eres Tú?
No era esta una pregunta alentadora para iniciar una conversación. Alicia, un poco intimidada, contestó:
—Pues yo…, yo, ahora mismo, señora, ni lo sé… Sí sé quién era cuando esta mañana me levanté, pero he debido de cambiar varias veces desde entonces.
—¿Qué quieres decir con eso? —dijo severamente la Oruga—. ¡Explícate!
—Me temo no poder, señora —dijo Alicia—, porque como ve, ya no soy yo misma.
—No veo —dijo la Oruga.
—Temo no poder exponerlo con mayor claridad —repuso muy cortésmente Alicia—, porque, para empezar, ni yo misma lo comprendo; y el cambiar tantas veces de tamaño en un solo día es muy desconcertante…
—No lo es —dijo la Oruga.
—Bueno, tal vez aún no lo sea para usted —dijo Alicia—, pero ya verá el día en que se vuelva crisálida… y luego con el tiempo mariposa… Entonces supongo que todo lo verá un poco raro, ¿no?
—Ni pizca —dijo la Oruga.
—Bueno, quizá vea las cosas a su manera —dijo Alicia—. Lo que sí puedo decir es que a mí me resultaría muy raro.
—¡A ti! -dijo la Oruga con desdén—. ¿Y quién eres tú?
Lo cual las devolvió al comienzo de la conversación. Alicia se sentía un poco irritada ante el laconismo tajante de la Oruga y, poniéndose muy tiesa, le dijo con toda gravedad:
—Creo que debería primero decirme primero quién es usted.
—¿Por qué? —dijo la Oruga.
He aquí otra pregunta desconcertante, y como Alicia no podía hallar ninguna buena razón, y la Oruga parecía estar de muy mal humor, dio media vuelta.
—¡Vuelve! —le gritó la Oruga—. ¡Tengo algo importante que decirte!
Esto ya sonaba mucho más prometedor. Alicia dio otra vez media vuelta y regresó.
—No pierdas la calma —dijo la Oruga.
—¿Es eso todo? —dijo Alicia, conteniéndose de rabia al máximo.
—No —dijo la Oruga.
Alicia pensó que bien podía esperar, pues no tenía nada que hacer; después de todo, quizá valía la pena escuchar lo que iba a decirle. Durante unos minutos la Oruga estuvo fumando sin decir palabra. Al final desplegó los brazos, retiró la pipa de la boca y dijo:
—¿Así que tú crees haber cambiado?
—Me temo que sí, señora —dijo Alicia—. No puedo recordar las cosas como antes…, ¡y no conservo el mismo tamaño ni diez minutos seguidos!
—¿No puedes recordar el qué? —preguntó la Oruga.
—Bueno, intenté recitar “Ay, el pobre inocente”, ¡y la letra me salió muy distinta! —repuso melancólicamente Alicia.
—Recita el “Padre Guillermo” —dijo la Oruga.
Alicia cruzó los brazos y empezó:

Eres muy viejo, padre dijo el niño
Y tus pocos cabellos están canos:
¿no te parece que a tu edad es indigno
andar cabeza abajo, hecho un payaso?

De joven dijo el padre— me temía
que tal cosa atrofiara mi cerebro:
consciente hoy de no tener ni pizca,
hago de mi carencia lo que quiero.

Eres muy viejo, padre, ya lo dije,
y tu gordura es hoy descomunal:
¿por qué al cruzar la puerta, dime, dime,
me sorprendes con un salto mortal?

De joven dijo el padre y sacudió sus canas
mantenía los miembros muy flexibles
con un ungüento —a un duro cada caja—:
puedo venderte un par, si me lo pides.

Eres muy viejo, y tus dientes no pueden
otra cosa mascar que no sea sebo:
¿cómo es que te zampaste de repente
un ganso sin dejar pico ni huesos?

De joven dijo el padre— estudié leyes
y siempre debatí con mi mujer:
así están mis mandíbulas tan fuertes
como fueron las de Matusalén.

Eres muy viejo y nadie supondría
que tu vista es de lince, como antes:
¿cómo consigues, dime, que una anguila
se aguante en tu nariz? ¿Es magia o arte?

Contesté tres preguntas, y eso basta
—dijo el progenitor—. ¡Y menos humos!
¡Fuera o te arrojaré por la ventana
como te obstines en hacer el burro!

—No lo has dicho bien —observó la Oruga.
—No del todo, me temo—dijo tímidamente Alicia—. Me salió un poco cambiada la letra.
—Está mal desde el comienzo hasta el fin —dijo la Oruga con decisión; y hubo un largo silencio.
La Oruga fue la primera en hablar.
—¿Qué altura quieres tener?
—¡Ah!, no soy exigente en materia de altura —se apresuró a contestar Alicia—; solo que no me gusta cambiar tan a menudo, ya sabe.
—No sé —dijo la Oruga.
Alicia no dijo nada; nunca en su vida la habían contradicho tanto y eso le hacía perder la paciencia.
—¿Estás contenta con tu talla actual? -preguntó la Oruga.
—Bueno, me gustaría ser un poco más alta, si usted no tiene inconveniente —dijo Alicia—: siete centímetros es una birria de estatura.
—Al contrario, ¡es una estatura perfecta! —dijo furiosa la Oruga, irguiéndose mientras hablaba (medía exactamente siete centímetros).
—¡Pero yo no estoy acostumbrada! —repicó con voz lastimera Alicia. Y pensó: “¡Ojalá no fueran tan susceptibles estos bichos!”
—Con el tiempo ya te acostumbrarás —dijo la Oruga; y otra vez, con la pipa en la boca, se puso a fumar.
Alicia aguardó pacientemente a que la Oruga decidiera a hablar de nuevo. Al cabo de uno o dos minutos, se quitó el narguile de la boca, bostezó una o dos veces y se desperezó. Luego descendió de la seta y se internó en la hierba, diciendo a modo de despedida:
—Un lado te hará más alta y el otro te hará más chica.
“¿Un lado de qué? ¿Y el otro de qué?”, pensó Alicia.
—De la seta -dijo la Oruga, como si se lo hubiera preguntado en voz alta, y al instante, desapareció.
Alicia se quedó un rato mirando pensativamente la seta, tratando de adivinar cuáles serían esos dos lados; como era perfectamente redonda, el problema resultaba muy difícil. Sin embargo, al fin extendió lo más posible los brazos alrededor de la seta, y rompió con cada mano un trocito del borde.
“Y ahora, ¿cuál es cuál?”, se dijo, y mordisqueó un poco del que tenía en la mano derecha para probar su efecto. Al instante sintió un fuerte golpe bajo la barbilla: ¡había chocado con los pies!
Tan repentino cambio la asustó enormemente, pero comprendió que no había tiempo para perder, pues seguía encogiendo rápidamente: así que se apresuró a comer del otro trozo. Tenía la barbilla tan pegada a los pies que apenas le quedaba espacio para abrir la boca; pero lo consiguió al fin y logró tragar una porción del trocito de la mano izquierda.
“¡Vaya, por fin tengo la cabeza libre!”, dijo Alicia en tono de satisfacción, que muy pronto se transformó en alarma al advertir que no podía encontrar en parte alguna sus hombros. Todo lo que podía ver, al mirar hacia abajo, era un cuello inmensamente largo que parecía elevarse como una caña de un mar de hojitas verdes que se extendía lejos por debajo de ella.
“¿Qué será todo este verde? —dijo Alicia—. ¿Y dónde estarán mis hombros? ¡Ay, pobres manos mías!, ¿cómo es que no puedo veros?” Alicia las movía al hablar, pero sin más resultado que el de una leve agitación entre el verdor distante.
Como no parecía haber ninguna posibilidad de levantar las manos hasta la cabeza, intentó bajar la cabeza hasta las manos y, con no poca alegría, constató que podía doblar el cuello fácilmente en cualquier dirección, como si fuera una serpiente. Ya había logrado doblarlo en un gracioso zigzag y a punto estaba de sumergirse en las hojas que, según averiguó, no eran sino las copas de los árboles bajo los cuales había estado errando, cuando un agudo chirrido la obligó a retroceder precipitadamente: una gran paloma se le había abalanzado y le golpeaba violentamente la cara con sus las alas.
—¡Serpiente! —chilló la Paloma.
—¡No soy una serpiente! —dijo Alicia indignada—. ¡Déjame en paz!
—¡Serpiente, lo repito! —exclamó la Paloma, pero en tono menos duro, y añadió con una especie de sollozo—: ¡Lo he probado todo, pero con ellas nada da resultado!
—No sé en absoluto de qué me hablas —-dijo Alicia.
—He probado las raíces de los árboles, he probado las riberas y he probado los setos —continuó la Paloma sin escucharla—, pero a esas serpientes ¡no hay modo de contentarlas!
Alicia estaba cada vez más perpleja, pero estimó que era inútil decir nada en tanto la Paloma no hubiera terminado.
—¡Como si incubar no fuera en sí bastante pesado! —dijo la Paloma—; ¡encima hay que estar vigilando día y noche por culpa de las serpientes! ¡No he pegado ojo en estas tres semanas!
—Siento mucho que le importunen tanto —dijo Alicia, que ya empezaba a comprender.
—¡Y justo cuando elijo el árbol más alto del bosque —prosiguió la Paloma, alzando la voz hasta un chillido—, y justo cuando pensaba que por fin me libraría de ellas, va y desciende una, culebreando desde el cielo! ¡Uf, la serpiente!
—¡Pero te repito que no soy una serpiente! —dijo Alicia—. Soy una... soy una...
—Bueno, ¿qué eres? —dijo la Paloma—. ¡Ya veo que tratas de inventarte algo!
—Yo... yo soy una niña —concluyó Alicia sin mucha convicción, al recordar los numerosos cambios por los que había asado durante aquel día.
—¡No me vengas con cuentos! —dijo la Paloma con el más profundo desprecio—. ¡He visto en mi vida a muchas niñas, pero ni una con un cuello como ese! ¡No, no! Tú eres una serpiente; y es inútil que lo niegues. ¡Supongo que ahora vas a decirme que nunca has saboreado un huevo!
—Claro que sí —dijo Alicia con mucha franqueza—, pero las niñas comen huevos igual que las serpientes.
—No me lo creo —dijo la Paloma—: pero, mira, si lo hacen, es porque son un tipo de serpientes: he dicho.
Esta idea era tan nueva para Alicia que por uno o dos minutos se quedó callada, lo que aprovechó la Paloma para añadir:
—Tú estás buscando huevos, eso se ve a la legua; ¿y qué me importa a mí que seas niña o serpiente?
—Pues a mí sí que me importa —se apresuró a decir Alicia—; pero sucede que no busco huevos y, si así fuera, no querría los tuyos: no me gustan crudos.
—¡Bueno, entonces, largo! —dijo, resentida, la Paloma, en tanto se instalaba nuevamente en su nido. Alicia se agachó para sortear los árboles como buenamente podía, porque el cuello se le enredaba entre las ramas y a cada momento tenía que detenerse para desenredarlo. Al cabo de un rato recordó que aún tenía en las manos los trocitos de seta y se puso prudentemente a mordisquear primero de uno y luego de otro, unas veces creciendo y otras menguando, hasta que logró recuperar su estatura normal.
Hacía tanto tiempo que la había perdido que al principio se sintió muy extraña; pero pronto se habituó y, como siempre, se puso a hablar sola: “¡Vaya, está lista la mitad del proyecto! ¡Qué desconcertantes son todos estos cambios! ¡Nunca estoy segura de lo que voy a ser un minuto después! Sin embargo, ya he recuperado mi talla normal: lo siguiente es entrar en ese bello jardín... ¿Cómo voy a hacerlo?” Mientras así hablaba, llegó de pronto a un claro, con una casita en él de un metro veinte de alto. “Es impensable entrar y presentarse con semejante tamaño. ¡Quienquiera que viva allí se moriría del susto!” Así que empezó a mordisquear de nuevo el trocito de la mano derecha y no se atrevió a acercarse a la casa hasta reducir su talla a unos veinticinco centímetros. 

  VI – Cerdo y pimienta

Alicia se quedó durante uno o dos minutos observando la casa, sin
saber qué hacer a continuación, cuando de pronto salió corriendo del bosque un lacayo (Alicia lo consideró un lacayo porque vestía de librea, pero a juzgar por la cara, lo habría tomado más bien por un pez) y dio con los nudillos unos sonoros golpes a la puerta. La abrió otro lacayo, de cara redonda y ojos grandes como de rana. Alicia observó que ambos lacayos tenían empolvada la cabellera, cuyos rizos les cubrían toda la cabeza. Sintió mucha curiosidad por saber qué pasaba y salió sigilosamente un poquitín del bosque para escuchar. 
El Lacayo Pez empezó sacando de debajo del brazo una gran carta, casi tan grande como él mismo, y se la tendió al otro, diciendo en tono solemne:
—Para la Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al croquet.
El Lacayo Rana repitió la fórmula con idéntico tono solemne, aunque alterando un poco el orden de las palabras:
—De la Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet.
Luego se hicieron una mutua reverencia y se les enredaron los rizos.
A Alicia le dio tanta risa esto que tuvo que volver corriendo al bosque por miedo a que la oyeran; y cuando asomó de nuevo la cabeza, el Lacayo Pez se había ido y el otro estaba sentado en el suelo, con la mirada estúpidamente fija en el cielo.
Alicia se acercó tímidamente a la puerta y llamó.
—Es totalmente inútil llamar —dijo el Lacayo—, y eso por dos razones. Primero, porque estoy del mismo lado de la puerta que tú. Segundo, porque dentro hacen tanto ruido, que nadie podrá oírte.
Y, en efecto, del interior salía el estruendo más extraordinario: incesantes aullidos y estornudos y, de vez en cuando, un fuerte estallido, como si una fuente o una cazuela se hubieran hecho añicos.
—Por favor, dígame entonces, ¿qué he de hacer para entrar? —preguntó Alicia.
—Llamar a la puerta tendría algún sentido —prosiguió el Lacayo, sin hacerle caso— si la puerta estuviera entre tú y yo. Por ejemplo, si tú estuvieras dentro, podrías llamar, y yo podría dejarte salir.
El Lacayo miraba todo el rato al cielo mientras hablaba, y esto, decididamente, pensó Alicia, era una falta de educación. “Pero quizá no puede evitarlo —se dijo—: ¡tiene los ojos tan en lo alto de la cabeza! Pero podría al menos contestar las preguntas.”
—¿Qué he de hacer para entrar? —repitió en voz alta.
—Voy a estar aquí sentado hasta mañana… —observó el Lacayo.
En este momento, se abrió la puerta y un enorme plato salió volando derecho en dirección a la cabeza del Lacayo: le rozó la nariz y se estrelló detrás de él contra uno de los árboles.
—... o hasta pasado mañana, tal vez —continuó el Lacayo, impasible, como si no hubiera ocurrido nada.
—¿Cómo voy a entrar? —volvió a preguntar Alicia, alzando aún más la voz.
—¿Vas a entrar realmente? —dijo el Lacayo—. Esta es la cuestión fundamental.
Claro que lo era; solo que a Alicia no le gustaba que se lo dijeran. “Es verdaderamente horrible —murmuró para sí— la manera como razonan todas estas criaturas. ¡La vuelven a una loca!
Esta le pareció al Lacayo una buena oportunidad para repetir con variaciones la misma observación:
—Estaré aquí sentado —dijo—, a ratos sí a ratos no, durante días y días.
—Pero yo ¿qué voy a hacer? —dijo Alicia.
—Haz lo que te dé la gana —dijo el Lacayo, y se puso a silbar.
—¡No vale la pena hablar más! —dijo Alicia desesperada—: ¡Es un perfecto idiota!
Abrió la puerta y entró.
La puerta conducía directamente a una enorme cocina llena de humo. La Duquesa estaba en el centro, sentada en un taburete de tres patas y meciendo a un bebé. La cocinera se inclinaba sobre el fogón y revolvía en un gran caldero que al parecer estaba lleno de sopa.
“Sin duda hay demasiada pimienta en esa sopa”, se dijo Alicia, que no paraba de estornudar.
Había sin duda demasiada pimienta en el aire. Incluso la Duquesa estornudaba de vez en cuando; y en cuanto al niño estornudaba y aullaba alternativamente, sin pausa alguna. Las dos únicas criaturas que no estornudaban en la cocina eran la Cocinera y un gran gato, sentado junto al hogar, que sonreía de oreja a oreja.
—Por favor —dijo Alicia con cierta timidez, no muy segura de que fuera correcto hablar ella primero— ¿podría decirme por qué sonríe así su gato?
—Es un gato de Cheshire —dijo la Duquesa—, y ese es el porqué. ¡Cerdo!
Subrayó el apelativo con tan súbita violencia que Alicia pegó un salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba dirigido al niño, y no a ella; así que cobró ánimos y continuó.
—No sabía que los gatos de Cheshire fueran tan sonrientes; en realidad, no sabía ni que pudieran sonreír.
—Todos pueden —dijo la Duquesa—, y en su mayoría lo practican.
—No sé de ninguno que lo haga —dijo Alicia muy cortésmente y no poco feliz de haber entrado en conversación.
—Hay muchas cosas que tú no sabes —concluyó la Duquesa—: la verdad sea dicha.
A Alicia no le gustó nada el tono con que lo dijo y pensó que sería mejor cambiar de tema. Mientras trataba de elegir otro más adecuado, la Cocinera retiró del fuego el caldero de sopa y se puso enseguida a arrojar contra la Duquesa y el niño todo lo que tenía a su alcance: primero los atizadores; luego siguió una lluvia de ollas, fuentes y platos. La Duquesa no se inmutaba, ni siquiera cuando le alcanzaban algunos de estos proyectiles, y el niño seguía aullando tanto que era imposible decidir si le habían daño o no.
—¡Ay, por favor, fíjese en lo que hace! —exclamó Alicia, saltando de un lado a otro, presa de pavor—. ¡Ay de su preciosa nariz! —gritó al ver volar una cacerola descomunal tan cerca de la nariz del niño que por poco se la arranca de cuajo.
—Si cada cual se ocupara de sus propios asuntos —dijo la Duquesa, dando un ronco gruñido—, el mundo giraría mucho más de prisa de lo que va.
—Lo cual no sería una ventaja —dijo Alicia, muy contenta de poder lucir un poquitín sus conocimientos—. ¡Piense en el lío que eso iba a crear con el día y la noche! Usted sabe que la Tierra tarda veinticuatro horas en dar la vuelta alrededor de su eje...
—Pues hablando de ejecución —cortó la Duquesa—, ¡que le corten la cabeza!
Alicia miró con ansiedad a la cocinera, por ver si esta intentaba cumplir la orden; pero como la cocinera, ocupada en revolver la sopa, no parecía atender, Alicia prosiguió:
—Veinticuatro horas, creo; ¿o son doce? Yo...
—¡Ay, déjame en paz! —dijo la Duquesa—. ¡Nunca he podido soportar los números!
Y empezó a mecer de nuevo al niño, cantándole una especie de nana y sacudiéndolo con violencia al final de cada verso:

Al niño dale un buen palo,
y si estornuda, sé duro:
solo le gusta ser malo
Y fastidioso, ¡seguro!

CORO
(al que se unieron la cocinera y el niño): 
¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!

La Duquesa siguió zarandeando violentamente al niño, mientras entonaba la segunda estrofa, y el pobrecito gritaba tanto que Alicia apenas pudo oír la letra con claridad:

Con dureza hablo a mi niño
y, si estornuda, le arreo,
con su gozo recibe, luego,
pimienta, como cariño.

CORO
¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!

—¡Ven! ¡Puedes mecerlo un poco, si quieres! —dijo la Duquesa a Alicia, lanzándole al niño—. Tengo que ir a arreglarme para jugar al croquet con la Reina. —Y se marchó a toda prisa del cuarto. La Cocinera le arrojó una sartén, pero no le dio.
Alicia cogió al niño con dificultad, porque la criatura tenía forma extraña y agitaba brazos y piernas en todas direcciones, “igual que una estrella de mar”, pensó Alicia. Al cogerlo, el pobrecito resoplaba como una locomotora y se doblaba y retorcía de tal forma que, por uno o dos minutos, le resultó casi imposible sostenerlo.
Cuando encontró al fin el modo de mecerlo (que consistía en hacer de él una suerte de nudo, sujetando bien su oreja derecha y su pierna izquierda, para impedir que se desatara), lo sacó al aire libre. “Seguro que si no me llevo a este niño —pensó Alicia— me lo matan en un par de días. ¡Dejarlo sería un crimen!” A estas últimas palabras, que pronunció en alta voz, respondió la criatura con un gruñido (por entonces ya había dejado de estornudar).
—¡No gruñas! —dijo Alicia—. Estas no son maneras de expresarse.
El niño volvió a gruñir, y Alicia lo observó con ansiedad para ver
qué le ocurría. No cabía la menor duda: su nariz era muy respingona, mucho más parecida a un hocico que a una auténtica nariz, y sus ojos se le volvían extremadamente pequeños, impropios de un bebé. Total, que a Alicia no le gustaba en absoluto el aspecto de la criatura. “Pero tal vez no fue más que un lloriqueo”, pensó, y otra vez se fijó en sus ojos, por si había alguna lágrima. No, no había lágrimas.
—Si vas convertirte en cerdo, monada —dijo seriamente Alicia—, no voy a querer saber nada de ti. ¡Así que mucho ojo
La pobre criatura volvió a sollozar (o a gruñir: imposible saberlo) y ambos continuaron un rato en silencio.
Justo en el momento en que Alicia empezaba a plantearse “¿Y qué voy a hacer con él cuando llegue a casa?”, oyó un nuevo y tan violento gruñido que, volvió a examinarle la cara. Esta vez no había error posible: era, ni más ni menos, un cerdo, y comprendió que era absurdo seguir llevándolo en brazos.
Así pues, lo dejó en el suelo, y se sintió bastante aliviada al verlo trotar tranquilamente hacia el bosque. “De haber crecido así —se dijo—se habría vuelto un niño feísimo; como cerdo, en cambio, creo que es bastante guapo.” Y se puso a pensar en otros niños que conocía y que, como cerdos, no estarían nada mal, “eso en caso de dar con el método exacto para su transformación”. Y se interrumpió con cierto sobresalto al ver al Gato de Cheshire, subido a la rama de un árbol, a pocos metros de distancia.
El Gato vio a Alicia y se puso a sonreír. “Parece risueño”, pensó; pero tenía las uñas muy largas y muchos dientes grandes, así que decidió que era mejor tratarlo con el debido respeto.
—Minino de Cheshire —empezó más bien con timidez, pues no estaba segura si le gustaría el nombre; pero el gato se mostró aún más risueño. “¡Vaya! —pensó Alicia—. De momento parece satisfecho”, y prosiguió:
—¿Podrías decirme, por favor, qué camino he de tomar para salir de aquí? 
—Depende mucho del punto a donde quieras ir —contestó el Gato.
—Me da casi igual adónde —dijo Alicia.
—Entonces no importa qué camino sigas —dijo el Gato.
—... siempre que llegue a alguna parte —añadió Alicia, a modo de explicación.
—¡Ah!, seguro que lo consigues —dijo el Gato—, si andas lo suficiente.
Alicia comprendió que el argumento era irrefutable, de modo que probó con otra pregunta:
—¿Qué clase de gente vive por aquí?
—En esa dirección —dijo el Gato, haciendo un vago gesto con la pata derecha— vive un Sombrerero; y en esa dirección —haciendo el mismo gesto con la otra pata— vive la Liebre de Marzo. Visita al que te plazca: ambos están locos.
—Pero yo no quiero andar entre locos —observó Alicia.
—¡Ah!, no podrás evitarlo —dijo el Gato—: aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
—¿Cómo sabes que estoy loca? —dijo Alicia.
—Tienes que estarlo —dijo el Gato— o no habrías acudido aquí.
Alicia no creyó que eso probara nada; sin embargo, continuó:
—¿Y tú cómo sabes que estás loco?
—Para empezar —dijo el Gato—, un perro no está loco. ¿De acuerdo?
—Supongo que sí —dijo Alicia.
—Bueno —prosiguió el Gato—, tú sabes que un perro gruñe cuando está enojado y mueve la cola cuando está contento. Pues bien, yo gruño cuando estoy contento y muevo la cola cuando estoy enojado. Por tanto, estoy loco.
—Yo a eso lo llamo ronronear, no gruñir —dijo Alicia.
—Llámalo como quieras —dijo el Gato—. ¿Vas a jugar hoy al croquet con la Reina?
—Me gustaría mucho —dijo Alicia—, pero todavía no me han invitado.
—Allí me verás —dijo el Gato, y desapareció.
Esto no sorprendió excesivamente a Alicia, acostumbrada como estaba a que ocurrieran cosas raras. Todavía seguía mirando hacia el lugar donde había estado el Gato, cuando de pronto reapareció.
—A propósito, ¿qué fue del niño? —dijo el gato—. Casi olvido preguntártelo.
—Se volvió cerdo —contestó tranquilamente Alicia, como si la reaparición del Gato fuera la cosa más natural del mundo.
—Ya me lo imaginaba —dijo el Gato, y otra vez desapareció.
Alicia aguardó un poco, con cierta esperanza de volver a verlo,
pero como no aparecía, al cabo de uno o dos minutos se encaminó hacia el lugar donde supuestamente vivía la Liebre de Marzo. “Sombrereros —pensó—, he visto siempre; mucho más interesante la será Liebre de Marzo, y tal vez, ahora en mayo, no esté loca de atar... Al menos, no tan loca como en marzo.” Mientras así hablaba, miró hacia arriba y allí estaba nuevamente el Gato, subido a la rama de un árbol.
—¿Qué dijiste, “cerdo” o “lerdo”? —inquirió el Gato.
—Dije “cerdo” —repuso Alicia—; ¡y a ver si dejas de aparecer y desaparecer bruscamente! ¡Mareas a cualquiera!
—Muy bien —dijo el Gato; y esta vez se esfumó muy lentamente, empezando por la punta de la cola y concluyendo por la sonrisa, que se demoró un rato cuando ya había desaparecido el resto.
“¡Bueno! He visto a menudo a un gato sin sonrisa —pensó Alicia-, ¡pero no a una sonrisa sin gato! ¡Es la cosa más curiosa que he visto en mi vida!
No tardó mucho en divisar la casa de la Liebre de Marzo: dedujo que lo era porque las chimeneas tenían forma de orejas y el tejado estaba cubierto de piel. Era tan grande que decidió, antes de acercarse, mordisquear otro poco del trocito de seta que tenía en la mano izquierda, y creció así hasta unos sesenta centímetros de altura. Aun entonces, se aproximó más bien con tiento a la casa, diciéndose: “¡Supongamos que está loca de atar! ¿no habría sido preferible ir a ver al Sombrerero?”. 

  VII – Una merienda de locos

La mesa estaba puesta delante de la casa, bajo un árbol, y la Liebre de Marzo y el Sombrerero tomaban el té. Entre ellos había un Lirón profundamente dormido, sobre el cual apoyaban los codos, a modo de cojín, y hablaban por encima de su cabeza. “Muy incómodo para el Lirón pensó Alicia—; claro que, como está dormido, probablemente ni se entera.”
Aunque la mesa era grande, los tres se apretujaban en uno de los extremos.
¡No hay sitio! ¡No hay sitio! —exclamaron al ver llegar a Alicia.
¡Hay sitio de sobre! —dijo Alicia indignada, y se sentó en un gran sillón, en un extremo de la mesa.
—Sírvete algo de vino le invitó la Liebre de Marzo.
Alicia, por más que buscó, no vio en toda la mesa otra cosa que té.
No veo ningún vino observó.
No lo hay -dijo la Liebre de Marzo.
—Pues entonces, tal ofrecimiento es una descortesía de su parte —dijo indignada Alicia.
También lo es de tu parte sentarte sin ser invitada dijo la Liebre de Marzo.
No sabía que la mesa fuera de su propiedad dijo Alicia: está servida para más de tres personas.
Tú necesitas un buen corte de pelo dijo el Sombrerero. Había estado mirando a Alicia con gran curiosidad, y esta fue su primera intervención.
Y usted debería aprender a no hacer comentarios personales dijo Alicia con severidad—: resulta muy grosero.
El Sombrerero, al oír esto, abrió de par en par los ojos, pero se limitó a decir:
¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?
“¡Vaya, parece que nos vamos a divertir un poco ahora!” pensó Alicia—. “Me gusta que propongan acertijos…” Y añadió en voz alta:
Creo que lo sé.
¿Quieres decir que crees saber la solución? dijo la Liebre de Marzo.
Exacto dijo Alicia.
Entonces, deberías decir lo que piensas —prosiguió la Liebre de Marzo.
Ya lo hago se apresuró a contestar Alicia. Al menos..., al menos pienso lo que digo... que es lo mismo, ¿no?
De ningún modo dijo el Sombrerero. ¡Así también podrías decir que “veo lo que como” es lo mismo que “como lo que veo”!
¡Así también podrías decir añadió la Liebre de Marzo— que “me gusta lo que tengo” es lo mismo que “tengo lo que me gusta”!
¡Así también podrías decir concluyó el Lirón, que parecía hablar en sueños— que “respiro cuando duermo” es lo mismo que “duermo cuando respiro”!
Es tu caso es igual —sentenció el Sombrerero, y aquí cesó la conversación. El grupo permaneció un rato callado, mientras Alicia pasaba revista a todo cuanto podía recordar sobre cuervos y escritorios, que no era gran cosa.
El Sombrerero fue el primero en romper el silencio.
¿Qué día del mes es hoy? preguntó, volviéndose a Alicia; había sacado del bolsillo el reloj y lo miraba con inquietud, agitándolo a cada momento y llevándoselo al oído.
Alicia reflexionó un poco y dijo:
Cuatro.
¡Dos días de retraso! —suspiró el Sombrerero. ¡Ya te dije que no iría bien la mantequilla a la maquinaria! —añadió, mirando con enojo a la Liebre de Marzo.
Era mantequilla de la mejor replicó esta con humildad.
Sí, pero tendría algunas migas adentro gruñó el Sombrerero-. No debiste ponerla con el cuchillo del pan.
La Liebre de Marzo cogió el reloj y lo observó con aire melancólico; luego lo sumergió en su taza de té, de nuevo lo observó y, finalmente, no se le ocurrió cosa mejor que repetir su primera observación:
Era mantequilla de la mejor, tú lo sabes.
Alicia había seguido la escena, mirando de puntillas con cierta curiosidad.
¡Qué reloj más divertido! exclamó. ¡Dice el día del mes, y no la hora!
¿Y qué? murmuró el Sombrerero. ¿Acaso tu reloj te dice el año?
Claro que no replicó enseguida Alicia: pero eso es porque un solo año dura mucho tiempo.
Que es exactamente lo que ocurre con mi reloj dijo el Sombrerero.
Alicia se quedó francamente desconcertada. La observación del Sombrerero le resultaba totalmente desprovista de significación y, sin embargo, era correcta.
No lo entiendo bien —añadió, con la mayor cortesía.
El Lirón se ha vuelto a dormir dijo el Sombrerero y derramó un poquitín de té caliente sobre las napias del Lirón.
Este sacudió impacientemente la cabeza y, sin abrir los ojos, dijo:
Claro, claro, es justo lo que iba a decir yo.
¿Aún no has resulto el acertijo? preguntó el Sombrerero, dirigiéndose nuevamente a Alicia.
No, me riendo —replicó Alicia —. ¿Cuál es la solución?
No tengo ni idea dijo el Sombrerero.
Ni yo -dijo la Liebre de Marzo.
Alicia suspiró aburrida.
Creo que podrían emplear mejor el tiempo dijo—, y no perderlo en acertijos sin solución.
Si conocieras al Tiempo como yo dijo el Sombrerero, no hablarías de emplearlo o perderlo. Él es muy suyo.
No entiendo lo que quiere decir dijo Alicia.
¡Por supuesto que no! dijo el Sombrerero, sacudiendo altivamente la cabeza. ¡Me atrevería a decir que ni siquiera le has dirigido la palabra!
—Tal vez no repuso con prudencia Alicia. Pero en las clases de música me enseñan a marcar el tiempo.
-¡Ah! ¡Eso lo explica todo! dijo el Sombrerero. El Tiempo no soporta que lo marquen ni que lo clasifiquen. En cambio, si estuvieras con él en buenos tratos, haría casi todo lo que tú quisieras con el reloj. Por ejemplo, imagínate que fueran las ocho de la mañana, justo antes de empezar la clase: bastaría una simple insinuación tuya, ¡y el reloj giraría en un santiamén! ¡La una y media: hora de comer!
(“¡Ojalá fuera verdad!”, murmuró la Liebre de Marzo para sus adentros).
Sería realmente magnífico —dijo pensativamente Alicia, pero entonces no tendría hambre.
 —Al principio tal vez no dijo el Sombrerero, pero podrías quedarte en la una y media tanto como quisieras.
¿Es así como usted lo maneja? preguntó Alicia.

¡Yo no! —dijo con tristeza el Sombrerero —. Nos peleamos el pasado marzo…, justo antes de que esta se volviera loca. Y señaló con la cucharilla a la Liebre de Marzo. Ocurrió en el gran concierto que ofreció la Reina de Corazones. A mí me tocaba cantar.

¡Tilila, luce, vampiro!
¡Cuál será tu alado giro!          

—Supongo que conoces la canción…
—Me suena dijo Alicia.
—Y sabes que continúa así:

Sobre el mundo, en igual vuelo
Que salva de té en el cielo.
Tilila, tilila, luce…

Al llegar aquí, el Lirón se estremeció y empezó a cantar en sueños: “Tilila, tilila, luce, tilila, tilila, luce…”, y así siguió hasta que de un pellizco lo hicieron callar.
—Bueno —dijo el Sombrerero—, apenas había entonado la primera estrofa cuando la Reina se puso a gritar: “¡Está matando el tiempo! ¡Que le corten la cabeza!”.
—¡Qué salvaje! —exclamó Alicia.
— Y desde entonces —prosiguió, con voz desolada, el Sombrerero—, ¡el Tiempo no hace más que darme la contraria! ¡Ahora son siempre las seis!
Una brillante idea acudió a la mente de Alicia.
—¿Y por eso hay tanta vajilla de té puesta aquí? —preguntó.
—Sí, así es —dijo el Sombrerero con un suspiro—: siempre es la hora del té, y no nos da tiempo de lavar los platos.
—De ahí que vayan cambiando de sitio alrededor, supongo —dijo Alicia.
—Exactamente —dijo el Sombrerero—, conforme se van ensuciando las tazas.
—Pero ¿qué ocurre cuando llegan otra vez al principio? —se atrevió a preguntar Alicia.
—¿Y si cambiáramos de tema? —interrumpió con un bostezo la Liebre de Marzo—. De este ya empiezo a estar harta. Propongo que la joven nos cuente un cuento.
—Me temo que no sé ninguno —dijo Alicia, más bien alarmada ante la propuesta.
—¡Entonces que sea el Lirón! —exclamaron al unísono los dos—. ¡Despierta, Lirón! — Y lo pellizcaron por ambos lados a la vez.
El Lirón, con mucha lentitud, abrió los ojos.
—No estaba durmiendo —dijo con voz ronca y débil—, oí todo lo que dijisteis, compañeros.
—¡Cuéntanos un cuento! —dijo la Liebre de Marzo.
—¡Sí, por favor! —suplicó Alicia.
— Y que sea rápido —añadió el Sombrerero—, o te dormirás de nuevo antes de llegar al final.
—Había una vez tres hermanitas —empezó muy de risa el Lirón— que se llamaban Elsie, Lacie y Tillie, y vivían en el fondo de un pozo...
—¿De qué vivían? —dijo Alicia, siempre muy interesada en materia de alimentación.
—Vivían de melaza —dijo el Lirón, tras pensárselo uno o dos minutos.
—Imposible vivir solo de eso, tú lo sabes —observó amablemente Alicia—. Se habrían puesto malas.
—Así fue —dijo el Lirón—: malísimas.
Alicia trató de imaginarse cómo sería ese extraordinario modo de vivir, pero el asunto la desconcertaba demasiado; así que prosiguió:
—Pero ¿por qué vivían en el fondo de un pozo?
—Toma un poquitín más de té —le dijo muy seria a Alicia la Liebre de Marzo.
—Aún no lo he probado —replicó Alicia en tono algo ofendido—, así que no puedo tomar más.
—Querrás decir que no puedes tomar menos —dijo el Sombrerero—: es bien fácil tomar más que nada.
—Nadie le ha pedido su opinión —dijo Alicia.
—¿Y quién está haciendo observaciones personales ahora? —preguntó con aire de triunfo el Sombrerero.
Alicia no sabía qué contestar a esto; así que se sirvió un poco de té y pan con mantequilla y, volviéndose al Lirón, le repitió la pregunta:
—¿Por qué vivían en el fondo de un pozo?
El Lirón se tomó otros minutos para meditar la pregunta y luego contestó:
—Era un pozo de melaza.
—¡No existe cosa semejante! —empezó a decir, no sin enojo, Alicia, pero el Sombrerero y la Liebre de Marzo dijeron “¡Chist! ¡Chist!”, para imponer silencio, y el Lirón, en tono malhumorado, observó:
—Si no sabes comportarte, mejor será que termines tú el cuento.
—¡No, por favor, sigue! —le rogó con mucha humildad Alicia—. Prometo no interrumpir más. Y hasta no me extrañaría que existiera uno...
—¡Uno, claro! —dijo indignado el Lirón; sin embargo, accedió a continuar.
—Así pues, estas tres hermanitas... aprendían en una clase extra...
—¿A qué? —le urgió Alicia con total olvido de su promesa.
—...a extraer melaza —dijo maquinalmente el Lirón.
—Quiero una taza limpia —interrumpió el Sombrerero—; cambiémonos de sitio.
Se cambió mientras hablaba, y el Lirón lo siguió; la Liebre de Marzo ocupó el lugar del Lirón y, aunque de mala gana, a Alicia le tocó el sitio de la Liebre. El Sombrerero fue el único que se benefició con estos cambios, en tanto que Alicia se vio mucho peor que antes, pues la Liebre acababa de volcar el jarro de leche sobre su plato.
Alicia, deseosa de no ofender otra vez al Lirón, empezó tímidamente:
—Es que no entiendo. ¿De dónde extraían la melaza?
—De un pozo de petróleo se extrae petróleo, ¿no? —dijo el Sombrerero—; supongo, pues, que también se podrá extraer melaza de un pozo de melaza. ¿Lo entiendes ahora, estúpida?
—Pero ¿cómo podían si ellas estaban ya hundidas en melaza? —preguntó Alicia al Lirón, sin darse por enterada del insulto del otro.
—Y bien hundidas, por cierto, y todo su gozo en el pozo.
Tal respuesta dejó tan confundida a la pobre Alicia que por un rato el Lirón pudo continuar sin ser interrumpido.
—Y ellas también aprendían a dibujar —prosiguió el Lirón, mientras bostezaba y se frotaba los ojos, nuevamente invadido por el sueño— toda clase de cosas..., todas las que empiezan con M...
—¿Por qué con M? —dijo Alicia.
—¿Y por qué no? —cortó la Liebre de Marzo.
Alicia se calló.
Por entonces, el Lirón había cerrado los ojos y ya empezaba a dormitar; pero, al ser pellizcado por el Sombrerero, se despertó emitiendo un breve chillido y prosiguió:
—... las que empiezan con M, tales como musaraña, mundo, memoria y magnitud... De ciertas cosas se dice que son “mismamente de la misma magnitud...”. ¿Has visto alguna vez dibujar una magnitud?
—A decir verdad, ahora que me lo preguntas —dijo Alicia, muy confundida—, no pienso...
—Pues si no piensas, no hables —dijo el Sombrerero.
Esta muestra de grosería era más de lo que Alicia podía tolerar: se levantó muy disgustada y se marchó. El Lirón cayó dormido en el acto, y los otros dos se mostraron totalmente indiferentes ante la partida de Alicia, por más que esta miró hacia atrás una o dos veces con la vaga esperanza de que la llamaran: la última vez que los vio intentaban meter al Lirón dentro de la tetera.
“¡De todos modos, no volveré allí nunca más! —pensó Alicia, mientras buscaba el camino para salir del bosque—. ¡Es el té más insufrible que he visto en mi vida!”
Justo al decir esto, advirtió que uno de los árboles tenía una puerta que conducía directo a su interior. “¡Qué cosa más curiosa! —pensó—. Pero hoy todo es tan curioso. Creo que lo mejor será entrar.” Y así lo hizo.
De nuevo se encontró en la gran sala, cerca de la mesita de cristal. “A ver si esta vez actúo mejor”, y empezó por coger la llavecita de oro y abrir la puerta que conducía al jardín. Luego mordisqueó un pedacito de seta (que había guardado en el bolsillo) hasta reducir su altura a unos treinta centímetros; atravesó el pequeño corredor, y luego..., por fin, se encontró en el delicioso jardín, entre rutilantes flores y el frescor de las fuentes.

VIII – El croquet de la Reina

Un gran rosal se alzaba casi a la entrada del jardín. Sus rosas
eran blancas, pero había tres jardineros ocupados en pintarlas de rojo. Alicia consideró que esto era bien curioso y, al acercarse más para ver lo que hacían, oyó decir:
—¡Ten cuidado, Cinco! ¡Me estás salpicando todo de pintura!
—Ha sido sin querer —dijo Cinco, de mal humor—. Siete me ha dado un codazo.
Siete, al oír esto, alzó la vista y dijo:
—¡Bravo, Cinco! ¡Siempre echando la culpa a los demás!
—¡Tú, mejor que te calles! —dijo Cinco—. Ayer mismo oí decir a la Reina que merecías ser decapitado.
—¿Y por qué? —preguntó el que había hablado primero.
—No es asunto tuyo, Dos —dijo Siete.
—¡Sí que lo es! —dijo Cinco—. Y se lo voy a explicar: fue por llevarle a la cocinera bulbos de tulipán en lugar de cebollas.
Siete arrojó su pincel y, apenas había empezado a decir: “Bien, de todas las injusticias...”, cuando sus ojos se fijaron casualmente en Alicia, que había estado parada delante, observándolos, y se contuvo inmediatamente. Los otros también la miraron y todos a una le hicieron una reverencia.
—Por favor —dijo tímidamente Alicia—, ¿podríais decirme por qué estáis pintando esas rosas?
Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos. Este, en voz baja, empezó así:
—Bueno, el hecho es, señorita, que aquí tenía que figurar un rosal rojo, y nosotros plantamos uno blanco por equivocación. Y resulta que si lo descubre la Reina, nos hará cortar la cabeza. Así que, ya ve, señorita, hacemos lo posible, antes de que venga, para...
En ese momento, Cinco, que había estado vigilando ansiosamente por el jardín, gritó: “¡La Reina! ¡La Reina!”, y al instante, los tres jardineros, tan planos como eran, se echaron al suelo boca abajo. Se oyó el sonar de muchos pasos, y Alicia miró a su alrededor, ansiosa por ver a la Reina.
Primero llegaron diez soldados, cargados de bastos: tenían la misma forma que los tres jardineros, plana y rectangular, con las manos y los pies en los ángulos; luego venían los diez cortesanos, todos adornados de diamantes, y caminaban de dos en dos, como los soldados. Seguían los Infantes: eran diez en total y era encantador verlos venir cogidos de la mano, en parejas, dando alegres saltos; estaban adornados con corazones. Seguidamente llegaron los invitados, la mayoría reyes y reinas, entre los cuales Alicia reconoció al Conejo Blanco: hablaba de modo nervioso y rápido, sonriendo a todo el mundo, y pasó de largo sin reparar en Alicia. Luego seguía la Sota de Corazones, que llevaba la corona del Rey sobre un cojín de terciopelo carmesí, y cerrando la comitiva, EL REY Y LA REINA DE CORAZONES.
Alicia dudaba si debía o no tenderse boca abajo, como los jardineros, pero no recordaba haber oído decir que tal regla fuera obligatoria en los cortejos; “y además —pensó—, ¿de qué va a servir un desfile si todo el mundo se echa boca abajo y no puede ver nada?”. Así que siguió de pie donde estaba y esperó.
Cuando el cortejo llegó a la altura de Alicia, todos se detuvieron y la miraron, y la Reina dijo severamente:
—¿Quién es esta?
Se lo dijo a la Sota de Corazones, la cual, por toda respuesta, hizo una reverencia y sonrió.
—¡Idiota! —dijo la Reina, sacudiendo con impaciencia la cabeza, y, volviéndose a Alicia, añadió:
—¿Cómo te llamas, niña?
—Me llamo Alicia, para servir a Su Majestad —dijo Alicia con toda cortesía, pero añadió para sus adentros: “¡Vaya, si no son más que una baraja de naipes! ¡No hay por qué tener miedo!”.
—¿Y quiénes son esos? —dijo la Reina, señalando a los tres jardineros, que seguían echados alrededor del rosal; pues, como estaban boca abajo y el dibujo de las espaldas era el mismo que el del resto de la baraja, no podía saber si eran jardineros, o soldados, o cortesanos, o tres de sus propios hijos.
—¿Cómo voy a saberlo yo? —dijo Alicia, sorprendida de su atrevimiento—. No es asunto mío.
La Reina se puso roja de ira y, tras lanzar una mirada feroz, empezó a gritar como un energúmeno:
—¡Que le corten la cabeza! ¡Que le...!
—¡Absurdo! —cortó Alicia, con voz fuerte y decidida, y la Reina calló.
El Rey la tomó del brazo y dijo tímidamente:
—¡Piénsalo, querida, es solo una niña!
La Reina se apartó bruscamente de él y ordenó a la Sota:
—¡Dales la vuelta!
La Sota así lo hizo, muy cuidadosamente, con un pie.
—¡Arriba! —chilló con voz estridente la Reina, y los tres jardineros se incorporaron de un salto y empezaron a hacer reverencias a la Reina, al Rey, a los Infantes y a todos los demás asistentes.
—¡Basta ya! —gritó la Reina—. Me mareáis.
Y luego, volviéndose hacia el rosal, añadió:
—¿Qué estabais haciendo aquí?
—Con la venia de Su Majestad —dijo Dos, hincando muy sumiso la rodilla conforme hablaba—, estábamos intentando...
—¡Ya veo! —dijo la Reina, que en el ínterin había estado examinando las rosas—. ¡Que les corten la cabeza!
Y el cortejo avanzó, mientras tres de los soldados se quedaban atrás para ejecutar a los infortunados jardineros, que corrieron hacia Alicia en busca de protección.
—¡No seréis decapitados! —dijo Alicia, y los metió en una gran maceta que había cerca. Los tres soldados se pasaron buscándolos de un lado a otro, durante uno o dos minutos, y luego, tranquilamente, se marcharon detrás de los demás.
—¿Les han cortado la cabeza? —gritó la Reina.
—¡No ha quedado ni rastro, con la venia de Su Majestad! —gritaron como respuesta los soldados.
—¡Perfecto! —gritó la Reina—. ¿Sabes jugar al croquet?
Los soldados miraron en silencio a Alicia, porque la pregunta iba evidentemente dirigida a ella.
—¡Sí! —gritó Alicia.
—¡Pues andando! —rugió la Reina, y Alicia se unió al cortejo, preguntándose qué ocurriría a continuación.
—¡Hace..., hace un día muy bonito! —dijo a su lado una voz entrecortada. Alicia vio que estaba caminando junto al Conejo Blanco, que la miraba ansiosamente a la cara.
—Mucho —dijo Alicia. ¿Y dónde está la Duquesa?
—¡Chist! ¡Chist! —le conminó en voz baja, muy apurado, el Conejo.
Espió ansiosamente sobre su hombro, luego se puso de puntillas, pegó su boca al oído de Alicia y susurró:
—La han condenado a muerte.
—¿Por qué? ¿Ha cometido algún error?
—¿Has dicho “¡qué horror!”? —preguntó el Conejo.
—No, no lo he dicho —contestó Alicia—. No sería ningún horror. He dicho “¿por qué?”
—Dio un cachetazo a la Reina... —empezó el Conejo, y Alicia no pudo contener la risa.
—¡Chist! —le susurró el Conejo, aterrado—. ¡La Reina puede oírte! L a Duquesa, ¿sabes?, llegó con cierto retraso, y la Reina dijo...
—¡Cada cual a su sitio! —gritó atronadora la Reina, y la gente se puso a correr en todas direcciones, tropezando unos con otros. Sin embargo, al cabo de unos minutos, cada cual estaba en su sitio y empezó la partida.
Alicia pensó que nunca había visto un campo de croquet más
curioso: estaba lleno de zanjas y montículos; erizos y flamencos vivos servían respectivamente de bolas y de mazos, y los soldados se doblaban sobre manos y pies haciendo de arcos.
La principal dificultad que encontró Alicia al comienzo fue el manejo del flamenco: logró encajar bastante bien el cuerpo bajo su brazo, con las patas colgando hacia abajo, pero en general, cuando lo tenía a punto, con el cuello bien estirado, y se disponía a dar un golpe al erizo con la cabeza, el ave de pronto se giraba, mirándola a la cara con tan perpleja expresión que Alicia no podía contener la risa, y cuando de nuevo había conseguido bajarle la cabeza e iba a reiniciar la operación, resultaba muy confuso observar que el erizo ya se había desenrollado y se alejaba arrastrándose. Además de esto, había casi siempre zanjas o montículos que se interponían en el camino por el que ella iba a lanzar el erizo, y como los soldados en arco todo el rato se levantaban y deambulaban de un lado para el otro del campo, Alicia llegó pronto a la conclusión de que era realmente muy difícil jugar.
Todos jugaban a la vez, sin esperar su turno, discutiendo de continuo y peleándose por los erizos. L a Reina, al cabo de muy poco tiempo, estaba hecha una furia y empezó a patalear y a gritar a cada minuto: “¡A ese, que le corten la cabeza!” y “¡A esa, también!”.
Alicia empezó a sentirse muy intranquila: en realidad, no había tenido hasta entonces ningún problema con la Reina, pero sabía que podía ocurrir de un momento a otro, “y entonces —pensó—, ¿qué será de mí? Aquí son terriblemente aficionados a decapitar ¡y lo asombroso es que aún quede gente con vida!”.
Miró alrededor, buscando una forma de escapar y preguntándose si podría alejarse sin ser vista, cuando de pronto notó una curiosa aparición en el aire. A l principio se sintió muy extrañada, pero al poco, una vez se hubo fijado mejor, distinguió una sonrisa y se dijo: “Es el Gato de Cheshire. Ahora tendré a alguien con quien hablar”.
—¿Cómo te va? —dijo el Gato, apenas hubo suficiente boca para hablar.
Alicia esperó a que aparecieran los ojos y entonces le hizo una señal con la cabeza. “Es inútil hablarle —pensó— mientras no lleguen las orejas, al menos una de ellas.” Un minuto después, apareció la cabeza entera, y entonces soltó a su flamenco y empezó a informarle del juego, muy contenta de tener a alguien que la escuchara. El Gato tal vez consideró que ya quedaba ahora visible una parte sustancial de sí mismo: el hecho es que nada más de él apareció.
—No creo que estén jugando limpio —empezó Alicia, en tono más bien quejoso—: todos discuten de un modo tan terrible que ni siquiera una puede oírse a sí misma... y no parece que se aclaren en cuestión de reglas: al menos, si las hay, nadie las sigue... y no te imaginas qué endemoniados son todos estos objetos vivientes. Por ejemplo, el arco que ahora me toca pasar, ahí va por la otra punta del campo... y te aseguro que ya habría dado un buen golpe al erizo de la Reina, si no se hubiera largado corriendo al ver que se le acercaba el mío.
—¿Y qué tal la Reina? ¿Te gusta? —preguntó en voz baja el Gato.
—No me gusta nada —dijo Alicia—. Es tan extremadamente... — y, al advertir que la Reina estaba detrás de ella escuchando, añadió—: probable que gane, que no vale la pena seguir jugando.
La Reina sonrió y pasó de largo.
—¿Con quién estás hablando? —dijo el Rey, acercándose a Alicia y observando con gran curiosidad la cabeza del Gato.
—Es un amigo mío..., un Gato de Cheshire —dijo Alicia—. Permítame que se lo presente.
—No me gusta nada su aspecto —dijo el Rey—; sin embargo, puede besarme la mano, si así lo desea.
—Más bien no —observó el Gato.
—¡No seas impertinente y no me mires de ese modo! —dijo el Rey, y se ocultó detrás de Alicia
—Un gato bien puede mirar a un Rey —dijo Alicia—. Leí eso en un libro, pero no recuerdo cuál...
—Entonces, habrá que suprimirlo —dijo el Rey con mucho aplomo, y llamó a la Reina, que en aquel momento pasaba por ahí.
—¡Querida! ¡Me gustaría que hicieras suprimir a este gato!
Un solo método tenía la Reina para resolver los problemas, grandes o pequeños.
—¡Que le corten la cabeza! —ordenó, sin siquiera mirarlo.
—Yo mismo traeré al verdugo —dijo el Rey, impaciente, y se alejó a toda prisa.
Alicia pensó que bien podía dar una vuelta y ver qué tal seguía el juego, cuando oyó a distancia la voz de la Reina, que gritaba enfurecida. Ya la había oído condenar a muerte a tres jugadores por pasárseles el turno, y no le gustaba nada el giro que iban tomando las cosas, pues el juego era tan confuso que nunca sabía si era o no su turno. Así que se fue en busca de su erizo.
El erizo se había enzarzado en una pelea con otro erizo lo cual pareció a Alicia una excelente oportunidad para hacerlos chocar y marcar así un tanto: la única dificultad estaba en que su flamenco se había ido a la otra punta del jardín. Alicia pudo ver cómo intentaba en vano subirse a uno de los árboles.
Cuando consiguió capturar al flamenco y volver a su posición, la pelea había terminado y los erizos se habían perdido de vista. “Pero no importa demasiado —pensó Alicia— porque los arcos también se largaron de esta parte del campo.” Así pues, se echó el flamenco bajo el brazo, para que no se le volviera a escapar, y regresó dispuesta a charlar otro poco con su amigo.
Al llegar, se encontró con la sorpresa de que había una gran multitud reunida en torno al Gato de Cheshire. El verdugo, el Rey y la Reina discutían y hablaban todos a la vez, en tanto que los demás guardaban silencio y parecían muy inquietos.
Alicia se vio inmediatamente requerida por los tres, para que dirimiera la cuestión, y le repitieron los respectivos argumentos, aunque, como hablaban todos a la vez, le resultó muy difícil enterarse exactamente de lo que decían.
El verdugo alegaba que no se podía cortar una cabeza a menos que hubiera un cuerpo de donde poder cortarla, que jamás se había visto en trance semejante y que no iba a cambiar a estas alturas de la vida.
El Rey alegaba que todo ser en posesión de una cabeza podía decapitarse y que se dejaran de historias.
La Reina alegaba que, si no se tomaba inmediatamente una determinación haría ejecutar a todo el mundo. (Fue esta última observación la que causó mayor revuelo y conmoción entre los asistentes.)
A Alicia no se le ocurrió más que una cosa:
—Es de la Duquesa: será mejor que se lo pregunten a ella.
—Está en la cárcel —dijo la Reina al verdugo—: tráela aquí.
Y el verdugo partió como una flecha.
La cabeza del Gato empezó a desvanecerse apenas se alejó el verdugo y, cuando este volvió en compañía de la Duquesa, ya había desaparecido por entero. Y así el Rey y el verdugo se pusieron a buscarlo, corriendo de un lado a otro como locos, en tanto que los restantes jugadores reemprendían la partida.

IX – Historia de la Falsa Tortuga

—¡No te imaginas, querida, qué placer me da volver a verte! —dijo
la Duquesa a la niña, cogiéndola del brazo, y salieron juntas.
Alicia se sentía encantada al verla de tan buen humor y pensó que tal vez había sido solo la pimienta lo que la había enfurecido tanto cuando se la encontró en la cocina.
“Cuando yo sea Duquesa —se dijo, aunque sin mucha esperanza—, no habrá en mi cocina ni asomo de pimienta. La sopa queda muy sustanciosa sin ella... Quizá sea la pimienta lo que pone siempre a las personas tan acaloradas —añadió muy satisfecha de haber descubierto una nueva regla—, y el vinagre tan agrias, y la manzanilla tan amargas... y tal vez sea el azúcar y otras golosinas por el estilo lo que vuelve tan dulces a los niños. Ojalá se enterara de todo esto la gente: no sería entonces tan tacaña...”
Había olvidado por completo a la Duquesa y se sobresaltó un poco al oír que le susurraba al oído:
—Estás pensando en algo, querida, y eso hace que te olvides de hablar. Ahora mismo no podría decirte cuál es la moraleja de esto, pero enseguida me acordaré.
—Puede que no haya moraleja —se atrevió a observar Alicia.
—¡Tate, tate! —dijo la Duquesa—. No hay cosa sin moraleja; solo se precisa dar con ella. Y se apretó aún más contra Alicia mientras hablaba.
A Alicia no le gustaba tenerla tan pegada: primero, porque la Duquesa era feísima; y segundo, porque su altura era la justa para que apoyara la barbilla sobre el hombro de Alicia, y era una barbilla desagradablemente puntiaguda. Sin embargo, no quería ser grosera: así que la soportó como pudo.
— El juego marcha ahora mejor, ¿no? —dijo Alicia, por mantener algo viva la conversación.
—Así es —dijo la Duquesa—, y la moraleja de eso es: “¡Ah, el amor, el amor, pone en marcha el mundo!”.
—Alguien dijo —susurró Alicia— “¡que marcharía mejor si cada cual se ocupara de sus propios asuntos!”.
—¡Ah, bueno! Viene a ser lo mismo —dijo la Duquesa, hundiendo su puntiaguda barbilla en el hombro de Alicia, y añadió—: y la moraleja de esto es: “Tú cuida el sentido, y los sonidos ya cuidarán de sí mismos”.
“¡Qué manía de sacar moraleja a las cosas!”, pensó Alicia.
—Me atrevería a decir que te estás preguntando por qué no te paso el brazo por la cintura —dijo, tras una pausa, la Duquesa—. La razón es que desconfío del carácter de tu flamenco. ¿Hago la prueba?
—Es capaz de picarla —repuso Alicia con cautela, que no tenía precisamente ganas de que hiciera la prueba.
—Muy cierto —dijo la Duquesa—: pica el flamenco y pica la mostaza. Y la moraleja de esto es: “Aves de igual pluma, vuelan a una”.
—Solo que la mostaza no es un ave —observó Alicia.
—Cierto, como siempre —dijo la Duquesa—. ¡Qué claridad meridiana la tuya!
—Es un mineral, me parece —dijo Alicia.
—Por supuesto —dijo la Duquesa, que parecía dispuesta a aprobar cuanto dijera Alicia—. Cerca de aquí hay una gran mina de mostaza. Y la moraleja de esto es: “A más mena mía, más ganga tuya”.
—¡Ah, ya sé! —exclamó Alicia, sin enterarse de esta última observación—. Es un vegetal. No lo parece, pero lo es.
—Totalmente de acuerdo contigo —dijo la Duquesa—, y la moraleja de esto es: “Procura ser lo que quisieras ser” o, si prefieres que te lo diga más llanamente: “Nunca te imagines que eres distinta de lo que a los demás pareciera que lo que fueras o pudieras haber sido no sería sino distinto de lo que habías sido si hubieras parecido a los demás que eres distinta”.
—Creo que lo entendería mejor —dijo cortésmente Alicia— si lo viera por escrito, pero el hilo se me escapa mientras lo dice.
—Esto no es nada comparado con lo que podría decirte, si quisiera—repuso en tono satisfecho la Duquesa.
—Le ruego que no se moleste en decir nada más largo —dijo Alicia.
—¡Oh, no es ninguna molestia! —dijo la Duquesa—. Te regalo cuanto he dicho hasta el momento.
“¡Un regalo bien barato! —pensó Alicia—. ¡Es una suerte que no se hagan regalos de cumpleaños como ese!” Pero no atrevió a decirlo en voz alta.
—¿Otra vez pensando? —preguntó la Duquesa, de nuevo clavándole su afilada barbilla.
—Tengo derecho a pensar —dijo Alicia sin miramientos, que ya empezaba a sentirse incomodada.
—Poco más o menos —dijo la Duquesa— el mismo derecho que tienen los cerdos a volar, y la mo...
Pero aquí, con gran sorpresa de Alicia, la voz de la Duquesa se extinguió en mitad de su palabra favorita, “moraleja”, y el brazo que enlazaba el de la niña empezó a temblar. Alicia levantó la mirada y allí, frente a frente, estaba la Reina, con los brazos cruzados, fruncido el ceño y a punto de estallar.
—¡Hermoso día, Su Majestad! —empezó en voz baja y débil la Duquesa.
—Calla y escucha esta sana advertencia —gritó la Reina, pateando el suelo mientras hablaba—: ¡O vuelas de aquí tú, en menos que nada, o vuela tu cabeza! ¡Elige!
La Duquesa eligió y se marchó volando.
—Continuemos la partida —dijo la Reina a Alicia; y esta, demasiado asustada para emitir palabra, la siguió lentamente hacia el campo de croquets
Los otros invitados habían aprovechado la ausencia de la Reina y descansaban a la sombra. Sin embargo, apenas la vieron, se apresuraron a volver al juego. La Reina se limitó a comentar que un instante de retraso les costaría la cabeza. Durante toda la partida, la Reina no dejó de discutir con los demás jugadores y de gritar: “¡A ese, que le corten la cabeza!” y “¡A esa, también!”. A los condenados se los iban llevando en custodia los soldados, quienes, naturalmente, tenían que dejar sus puestos, de modo que, al cabo de una media hora, ya no quedaban arcos y, a excepción del Rey, la Reina y Alicia, todos los jugadores estaban bajo custodia, sentenciados a muerte.
Entonces la Reina se detuvo, completamente sin aliento, y dijo a Alicia:
—¿Ya has visto a la Falsa Tortuga?
—No —dijo Alicia—. Ni siquiera sé qué es.
—Es de lo que se hace la Sopa de Falsa Tortuga —dijo la Reina.
—Nunca la he visto ni había oído hablar de ella —dijo Alicia.
—Ven, entonces —dijo la Reina—, y te contará su historia.
Mientras salían juntas, Alicia oyó que el Rey decía en voz baja al grupo de los condenados.
—Estáis todos perdonados.
“¡Vaya, esta es una buena acción!”, se dijo Alicia, que se sentía muy afectada ante las numerosas ejecuciones dictadas por la Reina.
Al poco llegaron ante un Grifo, profundamente dormido bajo el sol. (Si no sabéis qué es un Grifo, mirad la ilustración.)
—¡Arriba, perezoso! —dijo la Reina—, y lleva a esta señorita ante la Falsa Tortuga para que le cuente su historia. Yo he de volver y ocuparme de unas ejecuciones pendientes.
Y se marchó, dejando a Alicia sola con el Grifo. A Alicia no le atraía nada su aspecto, pero pensó que, de todas formas, no era más peligroso quedarse en compañía del animal que ir con la salvaje de la Reina, así que esperó.
El Grifo se levantó y se frotó los ojos; luego observó a la Reina hasta verla desaparecer y, finalmente, soltó una risita.
—¡Qué divertido! —dijo el Grifo, mitad a sí mismo, mitad a Alicia.
—¿Qué es lo divertido? —dijo Alicia.
—Ella —dijo el Grifo—. Todo es pura imaginación suya: aquí, ya sabes, nunca se ejecuta a nadie. ¡Ven!
Aquí todo el mundo dice ¡Ven!” —pensó Alicia mientras lo seguía lentamente—: ¡Nunca en mi vida he recibido tantas órdenes, nunca!”
Al cabo de un rato, vieron a distancia a la Falsa Tortuga, muy triste y sola, sentada sobre una roca, y en cuanto se acercaron,
Alicia la oyó suspirar —como si se le partiera el corazón— y la compadeció profundamente.
—¿Cuál es su pena? —preguntó al Grifo.
Y este le contestó casi en los mismos términos que antes:
—Pura imaginación: no tiene pena alguna. ¡Ven!
Al llegar ante la Falsa Tortuga, esta los miró con grandes ojos llenos de lágrimas, pero sin decir nada.
—Aquí esta señorita —dijo el Grifo— quiere conocer tu historia.
—Se la contaré —dijo la Falsa Tortuga con voz profunda y lúgubre—. Sentaos y no digáis ni una sola palabra hasta que termine.
Así que se sentaron y, durante algunos minutos, nadie habló. Falsa Tortuga No entiendo cómo puede terminar una historia que nunca empieza”, pensó Alicia. Pero aguardó pacientemente.
—En otro tiempo —dijo al fin, con un profundo suspiro, la Falsa Tortuga— yo fui una verdadera Tortuga.
Siguió a estas palabras un silencio muy prolongado, apenas quebrado por algún que otro Falsa Tortuga Hjckrrh” del Grifo y el continuo y patético sollozar de la Falsa Tortuga. Alicia estaba dispuesta a levantarse y decir: Falsa Tortuga Gracias, señora, por su interesante historia”, pero no pudo dejar de pensar que algo más iba a decir la Tortuga, así que permaneció sentada y sin decir nada.
—De pequeñas —prosiguió al fin la Falsa Tortuga con voz más serena, aunque todavía de vez en cuando sollozante— íbamos a la escuela, en el mar. La maestra era una vieja Tortuga a la que llamábamos Tortura...
—¿Por qué la llamaban Tortura si no se llamaba así? —preguntó
Alicia.
—La llamábamos Tortura —dijo enojada la Falsa Tortuga— porque era tortuosa; más que enseñar, se ensañaba con nosotras. ¡Realmente eres bien tonta!
—Vergüenza debería darte preguntar cosas tan simples —añadió el Grifo, y ambos se quedaron sentados y en silencio por un rato, con la mirada puesta en la pobre Alicia que deseaba que se la tragase la tierra. Por fin, el Grifo dijo a la Falsa Tortuga:
—¡Prosigue, vieja! ¡No vas a pasarte todo el santo día con esto!
—Pues sí, íbamos a la escuela submarina, aunque no lo creas.
—Yo no he dicho que no lo creyera —interrumpió Alicia.
—¡Sí lo has dicho! —dijo la Falsa Tortuga.
—¡Sin chistar! —intervino el Grifo antes de que Alicia pudiese contestar.
La Falsa Tortuga prosiguió:
—Recibíamos una educación inmejorable... De hecho íbamos diariamente a la escuela.
—Yo también iba todos los días a la escuela —dijo Alicia—. No hay por qué presumir de eso.
—¿Con clases extras? —preguntó algo nerviosa la Falsa Tortuga.
—Sí—dijo Alicia—, aprendíamos francés y música.
—¿Y lavado? —inquirió la Falsa Tortuga.
—¡Claro que no! —dijo Alicia indignada.
—¡Ah! Entonces no era realmente muy buena tu escuela —dijo respirando de alivio la Falsa Tortuga—. En cambio, en la nuestra, al final del recibo ponía: Falsa Tortuga Francés, música y lavado, extras”.
—Pues poca falta les haría —dijo Alicia— viviendo en el fondo del mar.
—Yo no pude matricularme —suspiró la Falsa Tortuga—. Solo seguía los cursos ordinarios.
—¿Y qué veían en estos? —preguntó Alicia.
—Veíamos a la legua, con o sin taxis, y gramática parda, y luego, las distintas ramas de la aritmética: Ambición, Distracción, Multicomplicación y Diversión.
—Nunca he oído hablar de Multicomplicación —se atrevió a decir Alicia—. ¿Qué es?
El Grifo levantó las patas en señal de sorpresa.
—¡Cómo, que nunca has oído hablar de multicomplicación! —exclamó—. Sabrás lo que es complicación, supongo...
—Sí —contestó con inseguridad Alicia.
—Pues si lo sabes, y no sabes también que las complicaciones nunca llegan solas —sentenció el Grifo—, eres bien tonta.
Alicia no se vio con ánimos de hacer más preguntas, de modo que se volvió hacia la Falsa Tortuga y le dijo:
—¿Qué más les hacían aprender?
—Bueno, había mucha Escoria —contestó la Falsa Tortuga, llevando la cuenta con las puntas de las aletas—, Escoria antigua y moderna, con Mareografía; luego había clases de Bellas Tardes... El profesor de Bellas Tardes era un viejo congrio que solía venir después de comer una vez por semana: él nos enseñaba toda clase de tapujos, y también a escupir y a pitar al estilo eolio.
—¿Qué es eso de pitar al estilo eolio? —preguntó Alicia.
—Bueno, no puedo hacerte ahora una demostración —dijo la Falsa Tortuga—: estoy sin fuerzas. Y el Grifo no sabe nada de esto.
—No tuve tiempo de aprenderlo —dijo el Grifo—. Yo estudié clásicas. Y el maestro, ese sí que era un viejo cangrejo.
—Nunca seguí sus cursos —refirió con un suspiro la Falsa Tortuga— pero, según dicen, enseñaba Lata sin Fin y rudimentos de Riego.
—Cierto, cierto —confirmó el Grifo, suspirando a su vez, y ambos ocultaron los rostros entre las patas.
—¿Y cuántas horas al día tenían de clase? —dijo Alicia, dispuesta a cambiar de tema.
—Diez horas el primer día —dijo la Falsa Tortuga—, nueve el siguiente, y así sucesivamente.
—¡Qué sistema tan raro! —exclamó Alicia.
—Por eso —observó el Grifo— es curso: porque disminuye en escorzo día a día. Es como si gradualmente se horadara el horario.
Esta era una idea enteramente nueva para Alicia, y se la estuvo rumiando antes de pasar a la siguiente pregunta.
—Entonces, el undécimo día sería fiesta, supongo...
—Claro que sí —dijo la Falsa Tortuga.
—Y entonces ¿qué pasaba el duodécimo día? —prosiguió Alicia impaciente.
—Ya basta por hoy de cursos —interrumpió el Grifo en tono muy decidido—. Cuéntale algo sobre los juegos.

X – La Cuadrilla de la Langosta

La Falsa Tortuga suspiró profundamente y se limpió los ojos con el dorso de una aleta. Miró a Alicia y trató de hablar, pero durante uno o dos minutos los sollozos ahogaron su voz.
—Igual que si se le hubiera atragantado un hueso —dijo el Grifo; y se puso a sacudirla y a darle golpes en la espalda.
Al final, la Falsa Tortuga recobró la voz y, con lágrimas en las mejillas, prosiguió:
—Puede que no hayas vivido mucho en el fondo del mar...
—No —dijo Alicia.
—... y que nunca te hayan presentado a una langosta...
—Una vez la probé... —empezó a decir Alicia, pero enseguida se contuvo, y añadió—: No, nunca.
—... ¡así que no te imaginas qué cosa más perfecta es una Cuadrilla de Langostas!
—Realmente no. ¿Qué tipo de baile es? —preguntó Alicia.
—Bueno —comenzó el Grifo—, primero formas en línea a lo largo de la orilla...
—¡Dos líneas! —exclamó la Falsa Tortuga—: Focas, tortugas, salmones, etcétera; entonces, una vez limpia la pista de medusas...
—Lo cual normalmente lleva su tiempo —interrumpió el Grifo.
—... avanzas dos pasos.
—¡Cada cual con una langosta de pareja! —gritó el Grifo.
—Por supuesto —dijo la Falsa Tortuga—. Avanzas dos pasos con la pareja...
—... cambias de langosta y te retiras en el mismo orden —continuó el Grifo.
—Luego —añadió la Falsa Tortuga—, ya sabes, lanzas las...
—¡Las langostas! —vociferó el Grifo, dando un brinco.
—... a alta mar, lo más lejos posible...
—¡Nadas tras ellas! —chilló el Grifo.
—¡Das un salto mortal en pleno mar! —gritó la Falsa Tortuga, haciendo salvajes cabriolas.
—¡Nuevo cambio de langosta! —chilló el Grifo.
—A tierra otra vez y... Aquí concluye la primera figura —dijo la Falsa Tortuga, bajando súbitamente la voz. Y ambas bestias, que hasta el momento habían estado saltando como locas, se volvieron a sentar, apacibles y muy contristadas, mirando a Alicia.
—Debe de ser un baile muy hermoso —dijo tímidamente la niña.
—¿Quieres verlo un poco en la práctica? —dijo la Falsa Tortuga.
—Me gustaría mucho —dijo Alicia.
—¡Pues intentemos la primera figura! —dijo la Falsa Tortuga al Grifo—. Se puede hacer sin langostas, ¿no? ¿Quién cantará?
—Canta tú —dijo el Grifo—. Y o no recuerdo la letra.
Y, con aire solemne, se pusieron a bailar y a dar más y más vueltas alrededor de Alicia, pisándole los pies cada vez que pasaban cerca y marcando el compás con sus patas delanteras, mientras la Falsa Tortuga cantaba con voz triste y lenta la canción:

Apúrate, caracol —le instaba una pescadilla—,
que nos persigue un delfín: la cola casi me pisa.
¡Con qué ansia las langostas y las tortugas avanzan!
En la grava aguardan todas. ¿Quieres unirte a la danza?
¡Que sí, que no, que sí, que no,
la danza sí!
¡Que no, que sí, que no, que sí,
la danza no!

¡De veras no te imaginas qué delicioso será
cuando nos alcen y arrojen con las langostas al mar!
Y el caracol dice: “Gracias”; mas al mar aún no se lanza.
“¡Es muy lejos, es muy lejos! No quiero unirme a la danza.”
¡Que sí, que no, que sí, que no,
la danza sí!
¡Que no, que sí, que no, que sí,
la danza no!

Ya sabes que hay otra orilla al otro lado del mar:
más te alejas de Inglaterra, más cerca de Francia estás
—al caracol dijo ella (le brillaban las escamas)—;
no palidezcas, querido, trata de unirte a la danza.
¡Que sí, que no, que sí, que no,
la danza sí!
Que no, que sí, que no, que sí,
la danza no!

—Gracias, es un baile interesantísimo —comentó Alicia, encantada de que por fin hubiera terminado—, y también me ha gustado esa curiosa canción sobre la pescadilla.
—¡Ah!, hablando de pescadillas —dijo la Falsa Tortuga—, ellas... Tú naturalmente ¿las has visto?
—Sí—dijo Alicia—, las he visto a menudo en la comi... —y se contuvo a tiempo.
—No sé dónde queda Lacomí —dijo la Falsa Tortuga—, pero si tan a menudo las has visto, sin duda sabrás cómo son.
—Creo que sí —contestó pensativamente Alicia—. Tienen la cola en la boca... y están cubiertas de pan rallado.
—Te equivocas en cuanto al pan rallado —dijo la Falsa Tortuga—: el mar se lo llevaría todo. Pero sí tienen la cola en la boca, y la razón es... —Entonces la Falsa Tortuga bostezó y cerró los ojos—. Cuéntale la razón y todo eso —dijo al Grifo.
—La razón es —dijo el Grifo— que querían ir a bailar con las langostas. Y se lanzaron a alta mar. Y tenían que caer a gran distancia. Y se sujetaban la cola con la boca. Y no pudieron soltarla nunca más. Eso es todo.
—Gracias —dijo Alicia—, es muy interesante. Nunca había oído tantas cosas sobre las pescadillas.
—Aún te puedo contar muchas más, si quieres —dijo el Grifo—. ¿Sabes por qué las llaman pescadillas?
—Nunca se me ha ocurrido pensarlo —dijo Alicia—. ¿Por qué?
—El nombre tiene que ver con escasez y con antigüedad —repuso el Grifo en tono muy solemne.
Alicia se quedó muy intrigada.
—¡Con escasez y con antigüedad! —repitió, incrédula.
—Bueno —dijo el Grifo—. ¿Tú sabes que las pescadillas son muy delgadas?
—Naturalmente —contestó Alicia.
—Pues en eso se diferencian del llamado pez gordo, que es una variedad muy acaudalada.
—La distinción no es ninguna maravilla —se atrevió a observar Alicia.
—No —dijo el Grifo—, es más bien un motivo de continuas pesadillas económicas. Y así, no han podido sobrepasar la primera fase de crecimiento. El problema, por lo demás, es tan antiguo como la lengua; de modo que su nombre viene también marcado como peç-cedilla. Ahora ya lo sabes.
—¿Y de qué están hechas? —preguntó Alicia.
—Pues de escamillas por fuera y pacotilla por dentro —replicó no sin impaciencia el Grifo—. Cualquier renacuajo te lo diría.
—De ser yo la pescadilla —dijo Alicia, que aún seguía pensando en la canción—, le habría dicho al delfín: “¡Retírate, por favor! ¡No te queremos con nosotras!”.
—Estaban obligadas a llevarlo —dijo la Falsa Tortuga—. No hay pez sensato que vaya a lugar alguno sin un delfín.
—¿Es cierto? —preguntó Alicia con voz de gran sorpresa.
—Claro que sí —dijo la Falsa Tortuga—. Si un pez viniera a decirme que se iba de viaje, le preguntaría: “¿Con qué delfín?”.
—¿No querrá decir más bien “Con qué fin”? —dijo Alicia.
—Quiero decir lo que digo y digo lo que quiero decir —contestó ofendida la Falsa Tortuga.
Y el Grifo añadió:
—Venga, cuéntanos algunas de tus aventuras.
—Podría contarles mis aventuras... a partir de esta mañana —dijo Alicia con cierta timidez—; sería inútil referirme a las de ayer, porque yo entonces era una persona distinta.
—Explica todo eso —dijo la Falsa Tortuga.
—¡No, no! Primero las aventuras —dijo el Grifo, impaciente—, que las explicaciones se llevan un tiempo horrible.
Así pues, Alicia empezó a contarles sus aventuras desde el momento en que vio por primera vez al Conejo Blanco. Al principio se sentía algo nerviosa, por tener tan pegadas a las dos bestias, una a cada lado, con sus bocas y ojos desmesuradamente abiertos; pero, a medida que avanzaba, fue cobrando valor. Sus oyentes permanecieron perfectamente quietos hasta el momento en que recitó el poema Padre Guillermo” a la Oruga, cuando la letra le salió tan diferente. La Falsa Tortuga, entonces, lanzó un profundo suspiro y dijo:
—¡Esto es muy extraño!
—¡Es lo más extraño del mundo! —dijo el Grifo.
—¡Todo le salió diferente! —repitió pensativamente la Falsa Tortuga—. Me gustaría que intentara recitar algo ahora. Dile que empiece. —Miró al Grifo como si considerara que este tenía cierta autoridad sobre Alicia.
—Levántate y recita: Es la voz del haragán” —dijo el Grifo.
¡Cuánto les gusta a estas bestias dar órdenes y hacer que una repita las lecciones! —pensó Alicia—. Igual que si estuviera en la escuela.” Sin embargo, se levantó y empezó a recitar el poema; pero su mente estaba tan sumida en la Cuadrilla de la Langosta que apenas se daba cuenta de lo que decía, y la letra le salió ciertamente muy rara:

Es la voz de la Langosta (yo lo puedo acreditar):
Ya que me has tostado el cuerpo, el pelo voy a endulzar”.
Lo que el pato con sus párpados, con la nariz hace ella:
se abotona, se acintura, los dedos del pie endereza.
Cuando la playa está seca, como una alondra se alegra
y al tiburón se refiere como a bicho que desprecia;
mas cuando la marea sube y los tiburones rondan,
su voz cobra cierto deje de turbación temblorosa.

—Es distinto de como yo lo recitaba de niño —dijo el Grifo.
—Bueno, yo nunca lo había oído —dijo la Falsa Tortuga—, pero suena a un disparate descomunal.
Alicia no dijo nada: se sentó y se cubrió el rostro entre las manos, preguntándose si ya nunca volverían a suceder las cosas de un modo natural.
—Me gustaría que me lo explicara —dijo la Falsa Tortuga.
—Ella no puede explicarlo —se apresuró a decir el Grifo—. Pasemos a la estrofa siguiente.
—Pero ¿y lo de los dedos del pie? —insistió la Falsa Tortuga—. ¿Cómo podía enderezarlos con la nariz?
—Es la primera posición del baile —dijo Alicia, pero todo esto la tenía terriblemente desconcertada y solo ansiaba cambiar de tema.
—Pasemos a la estrofa siguiente —repitió el Grifo—: la que empieza Al pasar por el jardín”.
Aunque estaba segura de que todo saldría trastocado, Alicia no se atrevió a desobedecer y prosiguió con voz temblorosa:

Al pasar por el jardín, de reojo pudo ver
cómo el Búho y la Pantera compartían un pastel.
Ella eligió la corteza, la salsa y todo el relleno;
a él le tocaba el plato como parte del convenio.
Cuando el pastel se acabó, mientras él, como un favor
de la apacible Pantera, la cuchara se quedó,
ella, gruñendo, cogió el tenedor y el cuchillo
y el banquete concluyó...

—¿De qué nos sirve recitar todas estas tonterías si no las vas explicando a medida que las dices? —interrumpió la Falsa Tortuga—. ¡Es con mucho la cosa más confusa que he oído en mi vida!
—Sí, creo que es mejor que lo dejes —dijo el Grifo con gran júbilo de Alicia.
—¿Por qué no intentamos otra figura de la Cuadrilla de la Langosta? —continuó el Grifo—. ¿O prefieres que la Falsa Tortuga te cante otra canción?
—¡Oh sí, por favor, una canción!, si a la Falsa Tortuga no le importa —suspiró Alicia, con tanta vehemencia que el Grifo, en tono algo ofendido, dijo:
—¡Hum! ¡Sobre gustos no hay nada escrito! Vieja, ¿por qué no le cantas Sopa de Tortuga”?
La Falsa Tortuga suspiró profundamente y empezó a cantar con voz ahogada por los sollozos:

Sabrosa sopa, tan rica y verde,
que en la sopera rebosa y hierve,
¿quién se resiste a tu sabor?
Sopa en la noche, grato sabor.
¡Sooopa qué beeella!
¡Sooopa qué hermooosa!
¡De noooche sooopa!
beeella y riiiquíiisiiima sooopa!

¡Sabrosa sopa! ¡No hay quien pescado
ni caza quiera, ni otro bocado!
¿Quién no daría todo por
solo dos reales de bella
sopa, dos reales de bella so...?
¡Sooopa qué beeella!
¡Sooopa qué hermooosa!
¡De noooche sooopa,
beeella y riiiquíiisiiima sooopa!

—¡El coro, otra vez! —exclamó el Grifo, y la Falsa Tortuga ya había empezado a repetirlo cuando un grito, ¡Comienza el juicio!”, se oyó en la lejanía.
—¡Ven! —ordenó el Grifo. Y tomando a Alicia de la mano, partió a toda prisa sin esperar a que concluyera la canción.
—¿De qué juicio se trata? —jadeó Alicia, mientras corrían, pero el Grifo solo respondió:
—¡Ven! — Y corrió aún más deprisa, mientras sonaba cada vez más débil, arrastrado por la brisa que los seguía, el melancólico estribillo:

¡De noooche sooopa,
beeella y riiiquíiisiiima sooopa!

XI – ¿Quién robó las tartas?

Cuando llegaron, el Rey y la Reina de Corazones ya estaban sentados
en sus tronos. Los rodeaba una gran multitud compuesta por toda clase de pajaritos y bestias y el mazo entero de la baraja. La Sota, de pie ante ellos, estaba encadenada, y un soldado a cada lado la custodiaba. Cerca del Rey estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en una mano y un rollo de pergamino en la otra. En el centro mismo de la sala había una mesa y, sobre ella, una gran bandeja de tartas: se veían tan apetitosas que a Alicia, al mirarlas, se le hacía la boca agua. ¡Ojalá acabe el juicio y empiece el piscolabis!”, pensó. Pero como parecía improbable que esto sucediera, se puso a examinar todo el lugar, simplemente por pasar el rato.
Alicia nunca había estado en un tribunal de justicia, pero algo había leído en los libros y se sentía encantada al comprobar que sabía el nombre de casi todo lo que había allí. Este, por su gran peluca—se dijo—, debe de ser el juez.”
El juez, dicho sea de paso, era el Rey; y como llevaba la corona encajada sobre la peluca (si queréis ver su aspecto, mirad la primera ilustración del libro), no parecía nada cómodo y no estaba precisamente muy favorecido.
Y ese es el estrado del jurado —pensó Alicia—, y esas doce criaturas —(si recurrió a tan vaga denominación es porque había de todo, con predominio de pájaros y bestias)— serán los ponentes del jurado.” No sin orgullo, repitió para sí esta última expresión dos o tres veces, pues creía, y con razón, que muy pocas niñas de su edad comprendían su significado. (Sin embargo, también habría podido decir, más simplemente, los jurados”.)
Los doce jurados iban anotando todo, febrilmente, en sus pizarras.
—¿Qué hacen? —susurró Alicia al Grifo—. No hay nada que anotar: si ni siquiera ha empezado el juicio.
—Anotan sus nombres —repuso con otro susurro el Grifo— por miedo de que se les olvide antes de terminar el juicio.
—¡Qué estúpido! —empezó a decir Alicia, con voz fuerte e indignada, pero enseguida se detuvo, al grito del Conejo Blanco:
—¡Silencio en la sala! — Y el Rey se caló los anteojos y lanzó una inquieta mirada alrededor para averiguar quién había hablado.
Alicia pudo ver, como si mirara por encima de los hombros de los jurados, que estos anotaban ¡Qué estúpidos!” en sus pizarras, y aún pudo comprobar que uno de ellos, por no saber deletrear estúpidos”, se lo consultaba a su vecino. ¡Qué lío van a armar en sus pizarras antes de que concluya el juicio!”, pensó Alicia.
Uno de los jurados tenía un lápiz que rechinaba. Naturalmente, esto Alicia no lo podía soportar: dio la vuelta a la sala, se puso detrás de él y muy pronto aprovechó la oportunidad para quitárselo. Lo hizo tan deprisa que el pobre jurado (era Bill, la lagartija) no pudo adivinar qué se había hecho del lápiz; así que, tras registrarlo todo, se vio obligado a escribir con un dedo por el resto del día, lo cual era de bien poca utilidad pues no dejaba señal alguna en la pizarra.
—¡Heraldo, lee la acusación! —dijo el Rey.
El Conejo Blanco dio tres toques de trompeta, desenrolló el pergamino y leyó lo siguiente:

La Reina de Corazones
preparó no pocas tartas
en un día de verano.

La Sota de Corazones
robó y se llevó las tartas
a algún lugar bien lejano.

—Considerad vuestro veredicto —ordenó el Rey al jurado.
—¡Todavía no, todavía no! —interrumpió inmediatamente el Conejo—. ¡Aún hay muchas cosas que hacer!
—Que comparezca el primer testigo —dijo el Rey. El Conejo dio tres nuevos toques de trompeta y gritó:
—¡El primer testigo!
El primer testigo era el Sombrerero. Llegó con una taza de té en una mano y un pedazo de pan con mantequilla en la otra.
—Ruego me perdone Su Majestad —empezó— por comparecer así, pero no había terminado el té cuando me vinieron a buscar.
—Deberías haberlo terminado —dijo el Rey—. ¿Cuándo lo empezaste?
El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo que, con el Lirón del brazo, lo había seguido hasta la sala.
—El catorce de marzo, creo que fue —dijo.
—El quince —dijo la Liebre de Marzo.
—El dieciséis —dijo el Lirón.
—Anotadlo —dijo el Rey al jurado; y el jurado se apresuró a anotar las tres fechas en sus pizarras, para luego sumarlas y convertir el total en chelines y peniques.
—Quítate tu sombrero —ordenó el Rey.
—No es mío —dijo el Sombrerero.
—¡Lo has robado! —exclamó el Rey, volviéndose hacia el jurado, que al instante tomó nota del hecho.
—-Los llevo para vender —añadió como explicación el Sombrerero—. Ninguno es de mi propiedad. Soy un sombrerero.
Entonces la Reina se caló sus anteojos y empezó a mirar fijamente al Sombrerero, que palideció y se puso a temblar.
—Presta declaración —dijo el Rey—, y no te pongas nervioso o te haré ejecutar en el acto.
Esto de ningún modo pareció animar al testigo, que se movía de un lado a otro sobre ambos pies, mirando con desasosiego a la Reina, y en su confusión, mordió un cacho de taza en lugar del pan con mantequilla.
Fue entonces cuando Alicia experimentó una sensación muy extraña, que no poco la desconcertó hasta que se dio cuenta de lo que era: otra vez empezaba a crecer. Pensó al principio que lo mejor sería levantarse y abandonar la sala, pero cambió de parecer y decidió quedarse donde estaba, mientras hubiera un mínimo de espacio.
—No me gusta que me opriman tanto —dijo el Lirón, que estaba sentado a su lado—: casi no puedo respirar.
—No puedo remediarlo —dijo humildemente Alicia—; estoy creciendo.
—No tienes derecho a crecer aquí —dijo el Lirón.
—No digas tonterías —dijo, con más decisión, Alicia—: también tú estás creciendo, bien lo sabes.
—Sí, pero yo crezco a un ritmo razonable —dijo el Lirón—, no de ese modo. — Y enojado, se levantó y se marchó al otro lado de la sala.
La Reina había estado todo el rato mirando al Sombrerero y, mientras el Lirón cruzaba la sala, dijo a uno de los ujieres:
—¡Tráeme la lista de los cantantes del último concierto! —Ante lo cual el desdichado Sombrerero tembló de tal modo que los zapatos se le salieron de los pies.
—Presta declaración —repitió airado el Rey—, o te haré ejecutar, tanto si estás nervioso como si no.
—Soy un pobre hombre, Su Majestad —empezó con voz temblorosa el Sombrerero—, y aún no había empezado el té... hará cosa de una semana... y con las pocas tostadas... y con el titilar del té...
—¿El titilar de qué? —preguntó el Rey.
—La cosa empezó con té y... —replicó el Sombrerero.
—¿Titilar? ¡Claro que empieza con T! —le cortó el Rey—. ¿Me tomas por zopenco? ¡Sigue!
—Soy un pobre hombre —continuó el Sombrerero—, y la mayor parte de las cosas titilaban después que... solo que la Liebre de Marzo dijo...
—¡No dije nada! —interrumpió muy presta la Liebre de Marzo.
—¡Lo dijiste! —afirmó el Sombrerero.
—¡Lo niego! —dijo la Liebre de Marzo.
—¡Lo niega! —dijo el Rey—. Omitid esto.
—Bueno, en todo caso, el Lirón dijo... —prosiguió el Sombrerero, mirando con ansiedad a su alrededor para ver si este también lo negaba; pero el Lirón, que estaba profundamente dormido, no negó nada.
—Y después —continuó el Sombrerero—, corté un poco más de pan con mantequilla...
—Pero ¿qué dijo el Lirón? —preguntó uno de los jurados.
—Es que no lo puedo recordar —dijo el Sombrerero.
—Debes recordarlo —observó el Rey— o te haré ejecutar.
El infortunado Sombrerero dejó caer la taza de té y el pan con mantequilla y empezó a suplicar de rodillas:
—Soy un pobre hombre, Su Majestad.
—Un orador muy pobre, eso es lo que eres —dijo el Rey.
Un Conejillo de Indias, al oír esto, aplaudió y, al instante, fue sofocado por los ujieres de la sala. (Como es esta una expresión algo difícil de entender, os explicaré cómo lo hicieron. Tenían una gran bolsa de lona, cuya abertura se cerraba con cuerdas: introdujeron de cabeza al Conejillo y luego se sentaron encima.)
Me gusta haber visto hacer eso —pensó Alicia—. No pocas veces leí
en los periódicos que al final del juicio hubo un conato de aplausos, que fueron inmediatamente sofocados por los ujieres de la sala”, y hasta hoy nunca supe lo que eso significaba.”
—Si eso es todo lo que sabes del asunto —dijo el Rey—, puedes bajar del estrado.
—No puedo bajar más —dijo el Sombrerero—. Estoy, como quien dice, a ras de suelo.
—Entonces puedes sentarte —repuso el Rey.
Otro Conejillo de Indias, al oír esto, aplaudió y fue asimismo sofocado.
¡Vaya, se acabaron los conejillos de Indias! —pensó Alicia—. Sin ellos todo irá mejor.”
—Quisiera acabar el té —dijo el Sombrerero, mirando ansiosamente a la Reina, que seguía leyendo la lista de los cantantes.
—Puedes irte —dijo el Rey, y el Sombrerero se marchó a toda prisa, sin esperar siquiera a ponerse los zapatos.
— Y justo al salir, que le corten la cabeza —añadió la Reina a uno de los ujieres; pero el Sombrerero, antes de que el ujier llegara a la puerta, había desaparecido.
—¡Que comparezca el siguiente testigo! —dijo el Rey.
El siguiente testigo era la cocinera de la Duquesa. Traía en la mano una caja de pimienta y, aun antes de que entrara en la sala, Alicia pudo adivinar quién era por el modo en que la gente de la puerta empezó automáticamente a estornudar.
—Presta declaración —dijo el Rey.
—No quiero —dijo la cocinera.
El Rey miró con aire inquieto al Conejo Blanco, que le dijo en voz baja:
—Su Majestad debe interrogar a este testigo con suma severidad.
—Bueno, el deber es el deber —dijo el Rey con expresión melancólica y, tras cruzarse de brazos y fruncir el ceño a la cocinera, hasta el punto de que casi no se le veían los ojos, preguntó con voz grave:
—¿De qué están hechas las tartas?
—De pimienta, principalmente —contestó la cocinera.
—De melaza —dijo una voz somnolienta detrás de ella.
—¡Prended a ese Lirón! —chilló la Reina— ¡Decapitad a ese Lirón! ¡Expulsad a ese Lirón de la sala! ¡Suprimidlo! ¡Pellizcadlo! ¡Cortadle los bigotes!
Mientras se llevaban al Lirón, reinó por unos minutos en la sala la mayor confusión, y cuando todos volvieron a sus puestos, la cocinera había desaparecido.
—¡No importa! —dijo el Rey, con gran alivio—. Que comparezca el siguiente testigo. — Y añadió por lo bajo a la Reina—: Realmente, querida, tú debes interrogar con suma severidad al siguiente testigo. ¡A mí esto me produce demasiada jaqueca!
Alicia observó cómo el Conejo Blanco rebuscaba el nombre en la lista: sentía mucha curiosidad por saber quién sería el siguiente testigo, pues hasta ahora no han obtenido muchas pruebas”, se dijo, imaginad su sorpresa cuando el Conejo Blanco leyó, con la vocecilla más chillona del mundo, el nombre:
—¡Alicia!

XII – La declaración de Alicia

—¡Aquí! —exclamó Alicia, olvidando del todo, con la emoción del momento, cuánto había crecido en los últimos minutos, y se levantó tan precipitadamente que con el borde de la falda volcó estrado y jurados, lanzando a todos estos sobre las cabezas de la multitud que había debajo. Al verlos allí, esparcidos por el suelo, Alicia no pudo menos que recordar la pecera de dorados peces que la semana anterior se le había volcado accidentalmente.
—¡Ay, cuánto lo siento! —exclamó consternada, y se puso a recogerlos con la mayor rapidez posible, pues el accidente de los peces dorados aún le rondaba la cabeza y tenía la vaga impresión de que, si no los volvía a colocar inmediatamente en el estrado, se morirían.
—El juicio no puede continuar —dijo el Rey con voz muy grave— en tanto no vuelvan a sus respectivos puestos todos los miembros del jurado..., todos —repitió con gran énfasis, mientras miraba severamente a Alicia.
Alicia miró hacia el estrado y vio que, con las prisas, había puesto cabeza abajo a la Lagartija: el pobrecito Bill agitaba melancólicamente la cola de un lado a otro, incapaz de enderezarse por su cuenta. Inmediatamente lo sacó y le dio la vuelta, aunque no importa mucho —se dijo-—, pues me parece que, para el juicio, lo mismo da que esté del derecho que del revés”.
Apenas los jurados se recobraron del susto y recuperaron sus lápices y pizarras, se pusieron a redactar febrilmente la historia del accidente; todos menos la Lagartija, que parecía demasiado trastornada para hacer otra cosa que estar sentada con la boca abierta y la vista fija en el techo de la sala.
—¿Qué sabes de este asunto? —preguntó el Rey a Alicia.
—Nada —dijo Alicia.
—¿Absolutamente nada? —insistió el Rey.
—Absolutamente nada —dijo Alicia.
—Esto es importante —dijo el Rey, volviéndose hacia los jurados. Y apenas empezaban estos a anotarlo en sus pizarras, cuando el Conejo Blanco interrumpió con voz respetuosa pero frunciendo el ceño y haciendo continuos gestos al Rey mientras hablaba:
—No es importante, querrá decir sin duda Su Majestad.
—No es importante, quise decir, naturalmente —se apresuró a repetir el Rey y continuó para sí, en voz baja—: importante..., no importante..., no importante..., importante —como si probara qué expresión le sonaba mejor.
Una parte del jurado escribió importante”, y la otra, no importante”. Alicia pudo verlo porque estaba bastante cerca para mirar en sus pizarras, pero la cosa no tiene ni pizca de importancia”, pensó.
En ese momento el Rey, que por un rato había estado escribiendo en su cuaderno de notas, gritó:
—¡Silencio! — Y leyó lo que había escrito—: Artículo cuarenta y dos: Toda persona que mida más de un kilómetro y medio deberá abandonar la sala.”
Todos miraron a Alicia.
—Yo no mido un kilómetro y medio —dijo Alicia.
—Como mínimo —afirmó el Rey.
—Más de dos kilómetros —añadió la Reina.
—Bueno, de todos modos, no me iré —dijo Alicia—. Además, este artículo no vale: se lo acaba de inventar usted.
—Es el artículo más antiguo del código —dijo el Rey.
—Si lo fuera, sería el número uno —dijo Alicia.
El Rey se puso pálido y cerró enseguida su cuaderno.
—Considerad vuestro veredicto —dijo a los jurados, en voz baja y temblorosa.
—Hay todavía más pruebas, con la venia de Su Majestad —dijo el Conejo Blanco, levantándose de un salto—: acabamos de interceptar este escrito.
—¿Qué contiene? —preguntó la Reina.
—Todavía no lo he abierto —dijo el Conejo Blanco—, pero parece una carta, escrita por el prisionero a…, a alguien.
—Así debe ser —dijo el Rey—, a menos que haya sido escrita a nadie, lo cual, como sabes, no es corriente.
—¿A quién va dirigida? —dijo uno de los jurados.
—No hay dirección alguna —dijo el Conejo Blanco—: en realidad, fuera no pone nada —y desdoblando el papel, añadió—: No es una carta sino, más bien, unos versos.
—¿Escritos a mano por el prisionero? —preguntó otro de los jurados.
—No —dijo el Conejo Blanco—, y eso es lo más raro del asunto.
(Todo el jurado pareció extrañado.)
—Habrá imitado la letra de otro —dijo el Rey— (y el jurado pareció reanimarse).
—Con la venia de Su Majestad —dijo la Sota—, yo no lo escribí, y nadie podrá probar que lo hice: no hay firma al final.
—Si no lo firmaste —dijo el Rey—, el caso es aún más grave. Tu intención debió de ser siniestra; de lo contrario, lo habrías firmado como hace cualquier persona decente.
Un aplauso unánime coronó las palabras del Monarca: era la primera cosa realmente inteligente que había dicho ese día.
—Eso prueba su culpa, claro está —dijo la Reina—. Por tanto, que le corten...
—¡Eso no prueba nada! —dijo Alicia—. ¡Si ni siquiera saben lo que dicen esos versos!
—Léelos —ordenó el Rey.
El Conejo Blanco se caló los anteojos.
—Con la venia de Su Majestad —preguntó—, ¿por dónde empiezo?
—Comienza por el comienzo —dijo, muy gravemente, el Rey— y sigue hasta que llegues al final; entonces, paras.
Un silencio de muerte reinó en la sala mientras el Conejo Blanco leía los siguientes versos:

Me dijeron que habías sido de ella
y que de mi persona hablaste a él:
de mí dio ella una opinión muy buena,
pero dijo que yo nadar no sé.

Él les participó que no había ido
yo (sabemos que fue realmente así):
de haber en el asunto persistido
ella, ¿qué habría sido ya de ti?

Di uno a ella, a él le dieron dos,
nos diste tres o no sé cuántos más;
de él a ti, todos volvieron los
que antes yo había tenido en propiedad.

Si en dicho asunto, por algún azar,
nos viéramos envueltos ella o yo,
confía él que tú vas a librarlos
por igual que estábamos los dos.

Es esta mi opinión: fuiste tú mismo
(antes que ella tuviera aquel acceso)
el obstáculo máximo, imprevisto,
entre nosotros y él y todo eso.

No sepa él que los amaba ella,
pues esto siempre es o debe ser
un secreto, cual pacto que se sella
entre tú y yo, los dos. Guárdalo bien.

—Esta es la declaración más importante que hemos escuchado hasta el momento —dijo el Rey, frotándose las manos—; así que ahora los jurados...
—Si alguno de ellos es capaz de explicarlo —dijo Alicia (había crecido tanto en los últimos minutos que no temía en lo más mínimo interrumpir al Monarca)—, le daré seis peniques. Yo no creo que haya un átomo de sentido en ese poema.
Los jurados anotaron en sus pizarras: Ella no cree que haya un átomo de sentido en el poema”, pero ninguno intentó explicarlo.
—Si no tiene sentido —dijo el Rey—, nos ahorraremos un sinfín de molestias, pues, en tal caso, no es preciso indagar nada. Y, sin embargo, y a pesar de todo —continuó, desplegando el documento sobre la rodilla y observándolo con un ojo cerrado—, me parece vislumbrar en él cierto sentido... Así, el verso Dijo que yo nadar no sé... Tú no sabes nadar, ¿cierto? —preguntó volviéndose hacia la Sota.
La Sota asintió tristemente con la cabeza y dijo:
—¿Es que acaso tengo aspecto de saber nadar? —(No lo tenía, en efecto, pues estaba toda hecha de cartulina.)
—Hasta aquí, todo concuerda —dijo el Rey y prosiguió musitando para sí los versos—: Sabemos que fue realmente así... Por supuesto, alude a los jurados... De haber en el asunto persistido ella... no puede ser más que la Reina... ¿Qué habría sido ya de ti?... ¡Cuánta razón!... Di una a ella, a él le dieron dos... Esto se referirá a lo que hizo con las tartas, lógico...
—Pero luego continúa: De él a ti todas volvieron —dijo Alicia.
—¡En efecto, ahí están! —dijo triunfante el Rey, señalando las tartas sobre la mesa—. Nada puede ser
más claro que esto. Después dice: antes que ella tuviera aquel acceso... Que yo sepa, querida, tú nunca has tenido accesos de ira —dijo a la Reina.
—¡Nunca! —dijo la Reina, arrojando con furia un tintero a la Lagartija. (El infortunado Bill había dejado de escribir en la pizarra, al comprobar que el dedo no dejaba marca alguna; pero ahora, con la tinta que le chorreaba por la cara, reemprendió su labor hasta que aquella se le consumió.)
—Por tanto, la palabra acceso” no tiene que ver contigo y su uso en el poema es totalmente accesorio —dijo el Rey, mirando con arrogante sonrisa a todo el público. Hubo un silencio mortal.
—¡Es un juego de palabras! —añadió en tono airado el Rey, y todos rieron—. Que el jurado considere su veredicto —concluyó por vigésima vez en ese día.
—¡No, no! —dijo la Reina—. Primero la sentencia, el veredicto después.
—¡Pero qué insensatez! —dijo en voz alta Alicia—. ¿A quién se le ocurre dictar primero la sentencia?
—¡Cierra la boca! —gritó la Reina, roja de ira.
—¡Pues no lo haré! —dijo Alicia.
—¡Que le corten la cabeza! —chilló a pleno pulmón la Reina. Nadie se movió.
—¿Quién les va a hacer caso? —dijo Alicia, que por entonces ya había recuperado su estatura normal—. ¡Si no son más que un mazo de cartas!
En aquel instante, todas las cartas volaron por los aires y
cayeron sobre ella. Alicia lanzó un gritito, mitad de miedo y mitad de indignación. Trató de rechazarlas y se encontró de nuevo tumbada en la orilla del río, con la cabeza en el regazo de su hermana, que dulcemente le apartaba unas hojas secas que habían ido a caer sobre su cara.
—¡Despierta, Alicia, cariño! —dijo su hermana—. ¡Vaya si has llegado a dormir!
—¡Oh, si vieras qué sueño más curioso he tenido! —dijo Alicia. Y le contó a su hermana todo lo que pudo recordar de las extrañas aventuras que acabáis de leer. Al concluir el relato, su hermana le dio un beso y dijo:
—Realmente, cariño, ha sido un sueño curioso, pero ahora, ve a tomar el té; se hace tarde.
Y Alicia se levantó y echó a correr, pensando, mientras corría, en lo maravilloso que había sido su sueño.
Pero su hermana se quedó sentada, tal como Alicia la había dejado: con la cabeza reclinada sobre una mano, contemplaba la puesta de sol y pensaba en la pequeña Alicia y en todas sus maravillosas aventuras, hasta que también ella empezó a soñar a su manera, y este fue el sueño que tuvo.
Primero soñó con Alicia: una vez más, las pequeñitas manos estrechaban sus rodillas y los ojos ansiosos y brillantes miraban hacia arriba los suyos... Podía oír perfectamente el tono de su voz y ver el raro y súbito movimiento de su cabeza para apartar el errabundo cabello que siempre se le estaba cayendo encima de los ojos... Y mientras así escuchaba, o creía escuchar, todo el espacio a su alrededor cobró vida con las extrañas criaturas del sueño de su hermanita.
A sus pies susurraba la alta hierba, en tanto que el Conejo Blanco la recorría apresurado... El Ratón, aterrado, cruzó chapoteando el charco próximo... Podía oírse el tintineo de las tazas de té, mientras la Liebre de Marzo y sus amigos compartían su merienda infinita, y la voz chillona de la Reina que ordenaba la ejecución de sus míseros invitados... Una vez más, el niño cerdito estornudaba sobre las rodillas de la Duquesa, mientras se estrellaban a su alrededor platos y fuentes... Una vez más, los graznidos del Grifo, el chirrido del lápiz sobre la pizarra de la Lagartija y los ahogos de los Conejillos de Indias, al ser sofocados, colmaban el aire y se entremezclaban con los sollozos distantes de la desdichada Falsa Tortuga.
Sentada, con los ojos cerrados, la muchacha casi se creía en el País de las Maravillas, aunque supiera que, con solo abrir de nuevo los ojos, todo recobraría su insípida realidad. La hierba susurraría movida simplemente por el viento, y al estanque lo agitaría el ondular de los juncos... El tintineo de las tazas de té sería el tilín de las campanillas de las ovejas, y los chillidos de la Reina se trocarían en la voz del joven pastor... Los estornudos del niño, el graznido del Grifo y todos los demás ruidos extraños (lo sabía) se transformarían en el confuso clamor del corral de la atareada granja, en tanto que el mugido del ganado sustituiría en la distancia a los opresivos sollozos de la Falsa Tortuga.
Por último, imaginó a esa misma hermanita en el futuro, convertida en mujer: conservaría, a través de sus años adultos, el corazón simple y afectivo de la niñez; congregaría a otros niños a su alrededor, y a ellos también les brillarían los ojos al escuchar muchas extrañas historias de sus labios, tal vez incluso este mismo sueño del País de las Maravillas; y compartiría las penas y los juegos sencillos de los pequeñuelos, al recordar su propia infancia y los felices días del verano.

LEWIS CARROLL
(1865)