I
Aquella mañana, la pequeña Alejandra, de nueve años de edad,
encontró en el corral una paloma muerta. Su primer impulso fue echar a correr
para dar el aviso. En cuatro saltos, espantando a las aves que la rodeaban,
dejó el corral, pasó por los patios y entró en el escritorio de su padre, el
profesor Leonard, buen historiador, que en ese instante se hallaba
atareadísimo, abstraído, subyugado por el vaho sedante de los textos antiguos.
—Papá, papá... una paloma se murió.
El profesor Leonard dijo sin ninguna intención:
—¡Bah!... todos tenemos que morirnos.
Hubo un silencio prolongado, una inmovilidad absoluta. Por
dos o tres veces se oyó el murmullo de la página que se vuelve. Un momento
después, el llanto de la pequeña.
El profesor Leonard creyó soñar. Dejó el libro, quitóse las
gafas y descubrió a su hija, acurrucada entre la puerta y la biblioteca.
Alarmado corrió hacia ella.
—¿Por qué lloras? ¿Te lastimaste? ¿Qué tienes, di?... — La
tenía ahora en sus brazos y le besaba los ojos, las lágrimas, haciéndole mil
preguntas. Pero la pequeña gemía, balbuceando el sollozo en una palabra trunca,
sofocada, convulsa, mirando a su padre insistentemente. Entonces, él recordó lo
de la paloma. —¿Es por la paloma que lloras?... ¡Pero si tienes muchas otras,
tú! El palomar está lleno y son todas tuyas. ¡No llores así!... Si quieres te
compraré una igual a esa. ¿Cómo era, a ver; dime cómo era? Fue necesario
esperar.
Después la pequeña preguntó a su vez:
—¿Tú también te morirás?... — El silencio se produjo de
nuevo. Inmóviles los párpados, padre e hija se observaron durante unos
segundos. Luego, sorprendido aún, le interrogó:
—¿Qué dijiste?... — Alejandro repitió la pregunta con la
firmeza de quién está resuelto a saber la verdad. El profesor concluyó por
confundirse. No podía explicarse el sentido de aquella pregunta, hecha por una
criatura. Por momentos le parecía ver en ella una manifestación rara, anormal,
que la transfiguraba. Después subió a su conciencia el recuerdo de lo que
dijera un poco antes a Alejandra: “todos tenemos que morirnos”. Entonces
sonrió. Y cerrando los párpados, como si quisiera retener una imagen fugitiva,
dio a su hija un beso tibio. Alejandra insistía:
—¿Tú también te morirás?...
—No, nenita, yo no me muero, yo no me moriré nunca. Hablaba
de las palomas. Las palomas, sí, se mueren. Pero tu padre, no. Yo viviré
siempre para ti, para acompañarte. ¿Estás contenta?
Se había sentado en su sitio de costumbre y mantenía a su
hija sobre las piernas. Ella estaba tranquila ahora. Acurrucada contra el pecho
de Leonard se había ido apaciguando y sonreía, dispuesta a la charla. Se inició
entre ellos una conversación animada, la conversación inicial de la vida, el
hijo frente al padre, la pregunta frente a la respuesta.
—¿Y tú, por qué siempre estás encerrado en este cuarto?
—Para estudiar, para saber.
—¿Para saber qué?
—Para saber lo que pasó. Las historias, los cuentos. ¿No te
gustan los cuentos?...
—Los cuentos, no. Las historias me gustan.
—¿Cómo? ¿No te gusta el cuento de La Caperucita?
—¡Ah!... ¿entonces La Caperucita no es una historia?
—Sí. Es una historia y es un cuento. Porque... este... —Y
aquí el profesor Leonard, investigador, crítico, lingüista famoso, poseyendo un
extraordinario conocimiento del génesis de la sociedad humana, científico por
temperamento y por convicción, zozobró entre el cuento y la historia.
No era la primera vez que el padre se callaba ante la
curiosidad de la hija. Alejandra hacía preguntas terribles. Dotada de una
ardiente riqueza sensorial, los fenómenos del mundo pasaban por sus sentidos
produciendo las más inconcebibles paradojas, los absurdos más inesperados, las
aseveraciones más impresionantes. Leonard, para quien su hija desde la muerte
de su mujer lo constituía todo, pasábase los ratos largos escuchándola,
dejándose llevar, corriendo tras la imaginación de su Alejandra, cuyo plano
mental le sugería dulces ensueños y profundas inquietudes.
A los trece años. Alejandra egresó de la escuela superior.
Era ya una muchachita que prometía ser alta. Tenía la esbeltez de una rama.
Grácil, liviana, armónica en el movimiento, su cuerpo al andar se desprendía
fácilmente de la tierra. Había heredado de su padre el color de la piel, un
blanco vivo, manchado en el rostro por algunas pecas azafranadas. De pelo
claro, ensortijado, poseía una noble cabellera que no invadía la frente y que
se resistía al aparato trivial del sombrero. Ojos grandes, más bien oscuros, lo
que producía un contraste agradable con el resto de la cara. Con todo, no era
hermosa, por lo menos, carecía de esa hermosura superficial que impresiona a
primera vista. El ángulo de la nariz era demasiado abierto y en su boca se
destacaba un rictus incisivo, desdeñoso, que daba a su rostro una expresión de
altanería y orgullo.
Por su natural disposición al estudio, por la constante
compañía del padre, de quien respiraba su cultura, Alejandra fue en la clase el
discípulo animador, el conductor de la chispa que enciende cada lección.
Produjo generosos entusiasmos y envidias lívidas, frases francas de admiración
y giros inseguros de desdén. Pero fuera del aula, durante los recreos, a la
hora de la salida, en ese corto trayecto que los alumnos hacen juntos,
Alejandra notaba en sus compañeras una frialdad general. Nunca entraba bien en
una conversación. Había advertido que, al acercarse a un grupo, sus
condiscípulas, por lo regular mayores que ella, de quince a dieciséis años,
cambiaban el tema de la conversación o se callaban ostensiblemente. No podía
comprender el motivo de esa separación que le imponían. Era objeto de una
diferencia irritante, recibida siempre con la mueca de la sonrisa cordial,
disciplinada, que sirve generalmente para cerrar nuestro espíritu a la mirada
ajena.
Alejandra, que no podía comprender la verdadera causa que
producía esta diferencia natural entre ella y sus compañeras de clase, sufrió
sin una queja, pero no hizo nada por modificar la actitud de sus condiscípulas.
Y legítimamente reaccionó, alejándose a su vez. En el tiempo destinado a los
recreos, se la veía sola, mirando distraídamente o entregada a la lectura.
Después concluyó por entreverarse con los alumnos de las primeras clases y jugó
con ellos.
Solo una vez, hablando con su padre, le dijo como quien
cuenta una novedad sin importancia:
—Yo no tengo una amiga en la clase.
—¿Y esas dos que vienen con frecuencia? —Alejandra soltó una
carcajada burlona, sarcástica, impropia de su edad.
—Esas, no, no son amigas. ¿Sabes por qué vienen? Mira: la
mayor, esa grandota, viene para que yo le haga el problema y le dé el bosquejo
de las composiciones; la otra aprovecha para ver la sala. Dice que es una de
las mejores que conoce y que es una lástima que a nosotros no nos gusten las
fiestas. El otro día me pidió permiso y desenfundó los muebles.
El profesor Leonard quiso reír, pero no pudo. Alejandra
acababa de revelarle una vez más su temperamento, difícil de conducir, expuesto
por su propia riqueza a los crueles desgarramientos de los tipos interiores. Y
al quedar solo, en lugar de continuar con su trabajo, el hábito de su vida, no
logró sustraerse a la preocupación, brumosa, gris, emotiva, donde el recuerdo
hace su camino y se aventura en el Porvenir.
Leonard lamentaba su soledad. Ahora más que nunca echaba de
menos a su compañera, la dulce amiga de su mocedad, muerta cuando su hija
acababa de cumplir los tres años; ahora más que nunca le parecía necesario en
su casa el espíritu nivelador de la mujer. Empezaba a inquietarle su rol de
educador, a temer por la influencia decisiva de su personalidad en la vida de
Alejandra. Antes, las ocurrencias de la pequeña le ponían contento. Ahora,
cuando su hija le sorprendía con alguna reflexión profunda, se sentía
aprensivo, receloso y pensaba inevitablemente en los tiempos que habrían de llegar.
Su porvenir empezaba a inquietarle. Por primera vez se preguntó si el
intelectualismo que rodeaba a la pequeña sería la ruta deseada para su
felicidad.
El profesor tenía en Corrientes una hermana, viuda, con una
hija algo mayor que Alejandra, llamada Elsa. En el hogar paterno habían sido
buenos compañeros y la separación a que los obligaba la vida no apagó el dulce
recuerdo de las horas de hermandad. Se veían de tarde en tarde, pero se
escribían a menudo. En una de sus últimas cartas, cuando Alejandra tenía ya
dieciséis años, entre otras cosas, le había escrito a su hermana: “...Nunca
hubiese sospechado, querida Clemencia, que, a mis cuarenta y dos años, habrían
de poseerme preocupaciones tan triviales por lo que tienen de caseras.
Alejandra me trae de sobresalto en sobresalto. Tú ya sabes lo que es: un ser
muy emotivo, pero con un espíritu crítico que da miedo. Debido a sus cosas he
tenido que romper las relaciones con dos familias. Está pasando por ese período
fermental, común en las juventudes fecundas. Todo lo encuentra mal, torcido,
fuera de su sitio. Lee con una frecuencia que la excluye de cualquier otra
actividad y estas lecturas dejan en su espíritu un sedimento vivo, creador, que
la va formando. Pero no las tengo todas conmigo. Esta manifestación de su
energía me parece excesiva y he tratado de ir contra ella, —doloroso es
confesarlo— con resultados insignificantes. Estoy desorientado. Por momentos,
más bien que mi hija. Alejandra me parece un ser desconocido que ha entrado en
mi escritorio y se sienta junto a mí, para hablarme sobre asuntos de otro
mundo”.
“Puedes suponerte que no escapa a mi inquietud su aspecto de
mujer. Mi desasosiego está aquí, precisamente. Si fueran varón no me
importarían tanto ni su inaptitud para la adaptación, ni su temperamento
absorbente, ni su constante visión del ridículo que la hacen proferir
charigotas contra lo que la mayoría considera serio y respetable. Noches
pasadas fuimos a presenciar el casamiento de uno de mis colegas, el profesor
Martínez, catedrático de moral. De regreso, y ya en casa. Alejandra, que
durante el trayecto había permanecido muda, se desató de golpe. Riendo
estrepitosamente reconstruyó los principales episodios del enlace. En todo
halló torpeza, aparatosidad, vacío. Entre otras ocurrencias dijo que la pareja
parecía un par de fantoches movidos por hilos invisibles; que la novia, al
firmar, miró al lapicero como si se encontrara ante un instrumento de eficacia
desconocida; que los regalos, que los invitados que cómo tragaban contentos,
refocilados ante las compoteras. Me resistí a su crítica, pero los fallos eran
tan certeros que hube de reírme a mi vez de la ceremonia. No puedo contenerla
en ningún sentido ni desviarla algo de mí. Es bien mi hija y yo soy bien su
padre. Y si toda la vida hubiéramos de vivirla juntos sospecho que sería el
hombre más feliz de la tierra. Pero sé que esto no puede durar. Hoy, mañana,
quién sabe, acaso cuando no pueda resignarme a su ausencia, se ha de ir. La
espera el camino irremediable y único de cada ser. Al pensar en esto me
sobreviene un pesimismo que no obstante carecer de significación formal me
llena de dudas y me pone triste. Tu venida, Clemencia, me parece la única
solución. Te sé inteligente, fuerte, tesonera y tu influencia aún llegaría a
tiempo. Piensa seriamente lo que te propongo. Te dejaré la dirección de la
casa, donde harás lo que te plazca y donde puedes contar con mi obediente
colaboración y con el cariño de Alejandra. Los otros días, por compulsarla, le
dejé entrever la posibilidad de que tú vinieras a la capital para vivir con
nosotros. No te haces una idea de la alegría que le di. Me abrumó a preguntas y
en menos de un cuarto de hora hizo una multitud de proyectos. Producto de esa
conversación es la carta interminable que te escribo, instándote a que
vengas...”
Fue necesario esperar. Las cartas empezaron a sucederse con
más frecuencia, signo inequívoco de que las dos familias se acercaban. La
señora Clemencia Leonard de Araújo, antes de decidirse a abandonar Corrientes,
quería vender una propiedad de su pertenencia. Pasaron unos meses. En ese
entonces, Alejandra cumplía los diez y siete años.
Una tarde, el profesor Leonard sorprendió a su hija abstraída, frente al espejo
de su tocador. Estaba sentada, con todo el cabello suelto, y se observaba, de
frente, de perfil, combinando el marco del pelo con distintas expresiones del
rostro. Parecía una actriz que estudiase en sí misma los momentos culminantes
de una obra. Cuando advirtió a su padre se echó a reír.
—¿Qué hacías? —le preguntó el profesor. Ella continuó riendo
con un mal disimulado rubor. Tenía la cara encendida y trataba de ocultarla con
las manos. El profesor se alejó sonriente, sin aguardar la respuesta, pero su
hija le llamó.
—¡Papá, papá!
—¿Qué?...
—Ven. Quiero hacerte una pregunta. —Leonard desanduvo unos
pasos.
—¿Qué quieres saber?
—¿Yo soy linda?
—¿Que?...
—Si yo soy linda. Fíjate bien. Mira. —Y con toda la seriedad
de que era capaz enfrentó el busto hacia Leonard, adoptó una pose fotográfica y
lo miró como si su padre fuera otro espejo.
El se quedó sorprendido. Nunca le había hecho una pregunta
de esa índole. En vez de responderle, preguntó:
—¿Por dónde te ha dado hoy?
—No, no; no divagues. Dime: ¿linda o fea?
—Estás cansada de saber que eres una muchacha hermosa. Por
otra parte... yo... —y no sabía qué decir. Hubo un silencio prolongado. Después
Alejandra se le acercó y agitada por una emoción, empalidecida, con la voz seca
empezó a decir:
—Papá: quisiera decirte algo que me pasó ayer. Pensaba
callármelo; pero no puedo.
Leonard se alarmó. —¿De qué se trata?
Un gesto tranquilizador de Alejandra se expresó primero que
la voz. Luego prosiguió:
—No; verás. Ayer fui a Palermo, con Matilde. ¿Recuerdas que
te pedí permiso?
—Sí, sí...
—Bueno. Y dando vueltas, paseando por los senderos, nos encontramos
varias veces con dos muchachos elegantes. En una de esas, la casualidad hizo
que ellos caminaran durante un trecho tras de nosotras. Cuando nos separaba la
distancia de un metro oí que uno empezaba a recitar aquellos versos de Amado
Nervo que dicen: “Llena eres de gracia...” Al terminar pasaron adelante. Yo
observé por pura curiosidad. Entonces, uno de ellos, el que había recitado, sin
duda, me miró saludándome tan cordialmente que por poco le respondo.
—Y dime: ¿esa casualidad de que ellos anduvieran por el mismo
sendero, tras ustedes no la pudieron evitar?
—¡Oh!... papá... Habrá sido cosa de una cuadra. Después
siguieron su camino. Ponte en mi caso. ¿De qué modo hubiera podido impedir que
él me recitara los versos? —Hubo una pausa. —¿Hice mal?...
Leonard contemplaba a su hija sorprendido aún; sintiendo
renacer en su memoria gratos episodios que el transcurso de la vida iba
abandonando en la penumbra. Y en vez de ponerse frente a ella como consejero,
se sintió hermanado, confundido en la alegría que Alejandra no había podido
reprimir en su relato, hecho con torpeza, ruboroso, pausado por la emoción.
—No hay mal en lo que has hecho —dijo al fin, confuso,
debatiéndose en un plano donde el padre y el compañero reclamaban su sitio.
—Solo que, si estuviera Clemencia, ella sabría mejor que yo lo que tienes que
hacer. —Y se alejaron cohibidos, casi avergonzados por un tema que parecía
separarlos. No se volvieron a ver hasta la hora de la cena. Empezaron a comer
en silencio. El profesor tenía ante sí, apoyado contra un botellón un diario de
la noche y se mostraba muy interesado con las últimas noticias. Frente a él.
Alejandra, ensimismada, mirando a lo lejos. En un movimiento maquinal, sus
manos habían dividido un pan en menudos trozos que rodeaban el plato. Después,
nerviosa, preguntó:
—¿Qué estás leyendo, papá?
—Este asunto: una quiebra fraudulenta.
—¡Ah!... ¿sí?...
—Sí...
—Y, dime, papá... ¿a qué edad te casaste tú? —Leonard,
riendo, dejó el diario.
—Pero, hija... ¿Qué tiene que ver la quiebra con mi
casamiento? —Ella se tentó.
—La verdad. ¡Qué boba!...
—Me casé siendo muy joven. Tenía veinticuatro años.
—¡Veinticuatro años!... —exclamó admirada. — No eras muy
joven que digamos.
—Para ti, que tienes diecisiete; pero para mí que tengo
cuarenta y tres...
Alejandra le miró reflexiva como si midiera la extensión de
la respuesta. Permaneció callada durante unos segundos tratando de penetrar en
el pensamiento del profesor, cuyo verdadero alcance escapaba a su juventud.
Pero su preocupación anterior volvió de nuevo y quieras que no, obligó a su
padre a una larga sobremesa, atosigándolo a preguntas sobre los novios, el
amor, el matrimonio, con la misma sana y ardiente curiosidad de otras veces,
como cuando le exigía que le explicase el origen del mundo. El pobre Leonard se
defendió del asalto de su hija, diciendo lo que le parecía conveniente,
callándose lo demás, en una maniobra difícil que le hizo sudar.
Dejaron la mesa a las veintidós horas.
El profesor se fue a su escritorio y empezó a escribir una
carta a su hermana, una carta larga, de letra menuda, que le llevó ocho
cuartillas. Al final, después de despedirse, añadía entre signos de admiración:
“¡te aseguro que nunca como ahora llegarás a tiempo!”
Un mes más tarde las dos familias se hallaron reunidas en un
hogar común. Leonard había alquilado una casa más amplia, en la calle Paraguay,
a la altura de Montevideo.
Elsa, la prima de Alejandra, era una muchacha de dieciocho
años, morena, de grandes ojos, juguetona, picaresca, coquetuela, que le
gustaba, mientras pensaba en otras cosas, cantar y tocar el piano. En
Corrientes había dejado dos novios, al uno indiferente, al otro desconsolado.
Durante los primeros tiempos las dos primas se observaron con algún recelo.
Para Elsa, Alejandra fue algo así como la revelación de un absurdo. Verla leer
con tanta dedicación le produjo asombro. Una tarde no pudo resistir y le
preguntó:
—¿Tú estudias alguna carrera, Alejandra?
—No...
—¿Y por qué lees tanto?
—Porque me gusta.
—¿Es interesante esa obra? ¿Cómo se titula?
—Vidas Paralelas.
—¿Vidas Paralelas?... —repitió desconcertada—. Vidas
Paralelas... ¿Qué quiere decir?
—Historia de la vida de hombres ilustres, semejantes por sus
virtudes, por sus talentos. Es un libro que me entusiasma. ¿Por qué no lo lees
tú también?
—¿A ver?... Puede ser... —Tomó el ejemplar, leyó en la
carátula, lo hojeó buscando figuras y cuando se enteró de que la obra estaba
dividida en varios tomos, la devolvió con un gesto de cansancio. —No, no... Es
muy larga. Las obras largas me aburren. A ti también deben aburrirte.
—¡Oh!... si fuera así, haría como tú: no las leería.
—Es cierto. No había pensado en eso. ¿Y tú sabes todo lo que
dicen esos libros? —En un, gesto abarcó la existencia de la biblioteca.
—No; conozco algunos.
—¡Ah!... Porque mira que hay cosas raras en el mundo. Total:
¿quién inventó la moda?... —En el rostro de Alejandra apareció primero la
sorpresa, luego la incredulidad. Miró a su prima buscando una rectificación.
Elsa, ante aquella mirada que la penetraba, sintió un repentino malestar y sin
saber por qué, sonriendo forzadamente, agregó como quien hace una salvedad: —Lo
dije en broma.
Alejandra tampoco comprendía a Elsa. No acertaba a
explicarse la constante movilidad que la poseía, semejante al aleteo incierto y
sin rumbo de la libélula. Su pensamiento era como su cuerpo, de actitud
inconsistente, cascabelino, ligero, conducido siempre por la última impresión.
Buenos Aires la deslumbró. Las avenidas, los grandes almacenes, el ruido, la
aparente confusión de la muchedumbre, fueron para su ser, sensaciones
invasoras, absorbentes, que bien pronto hundieron en el olvido su vida
anterior.
Durante los paseos llevaba consigo a Alejandra, quien, a
pesar suyo, cediendo a las insistencias del profesor y de su hermana, consentía
en acompañarla.
Elsa no podía admitir que se saliera del centro de la
ciudad. Entrar en las tiendas, asistir al desfile de los maniquíes vivientes,
pedir precios, inspeccionar las vidrieras, verse rodeada de empleados
solícitos, tomar el té en los magazines de moda, hacer el trayecto de Florida
dejándose llevar por la ola humana, todo esto producía en su simplicidad banal
una urdimbre de imágenes que le provocaban un aturdimiento agradable,
confusiones ligeras, sorpresas que la hacían reír. Comúnmente se reía. La risa
era el motivo dominante de su rostro, una risa parlanchina, contagiosa, que
aparentaba ser incontenida como si una comicidad irresistible la tentara. Y el
gesto de su risa era simpático, cordial, afectuoso, ruborizado por una timidez
infantil.
Ya en los primeros paseos. Alejandra había advertido que su
prima producía entre los hombres una atracción singular. Muy pocos pasaban por
su lado sin mirarla y algunos se detenían, contemplativos, en una absorción
profunda, tratando de aprisionar aquella figura que cruzaba veloz entre el
marco breve de unos segundos. Y luego el piropo, el llamado, la promesa en
todos sus matices, desde el requiebro soez, grosero, brutal, hasta la
galantería poética que se inclina en un ademán caballeresco, ungido por el
amor.
Una tarde que regresaban algo más temprano que de costumbre,
al atravesar la plaza Lavalle, Elsa le dijo a Alejandra.
—Fíjate si nos sigue uno de gris—. Alejandra volvió la
cabeza. Tras ellas, a unos treinta metros, venía un hombre vestido de gris que
al verse observado sonrió picaresco.
—¿Y tú le conoces, Elsa?
—Yo no. Con esta lo he visto dos veces.
—¿Y desde dónde nos sigue?
—Desde la joyería. Cuando dejamos el coche, él pasaba y sin
duda aguardó nuestra salida en alguna esquina. ¿Es morocho, verdad?
—Creo que sí ¡Ay! Elsa... No sabes como me he puesto
nerviosa. Y tan luego aquí, cerca de casa. ¡Si nos viesen!...
—Y qué; ¿hay algo de malo? Además uno no puede sustraerse a
estas persecuciones. — Y al hablar, pretextando arreglarse el cuello, dirigió
una mirada al desconocido.
—¡No lo mires así...! —Alejandra tenía miedo.
Y aunque esta vez no era ella la solicitada por el amor,
sintió el mismo deseo de escapar que le asaltara aquella tarde en Palermo cuando
oyó tras sus pasos el rumor ascendente de los versos recitados por una voz
varonil.
Iban a salir de la plaza, pero un encuentro inesperado las
detuvo. Un joven que marchaba en dirección contraria, levantó de pronto los
brazos al cielo y exclamó jubiloso:
—¡Elsa!...
Después de las presentaciones se explicaron. Roberto
González había sido su segundo novio, el abandonado en Corrientes, el pobre
amador incomprendido a quien Elsa dejara abatido, tétrico, pesimista. En sus
ratos de mayor amargura había leído “El Amor, Las Mujeres y la Muerte” de
Schopenhauer, lo que dio a su sufrimiento una bandera filosófica. Estaba
convencido de que el pensador alemán tenía razón: la mujer era un animal de
cabellos largos e inteligencia corta. Pero ahora, al ver a su ex-novia, se
olvidó de toda su filosofía, contento de volverla a ver, enamorado como
entonces, pareciéndole más hermosa que nunca. Había llegado a Buenos Aires
dirigiendo una partida de trigo que debía embarcar para Europa y pensaba
radicarse en la capital al frente de un escritorio que abriría en breve.
En este momento, el vestido de gris pasó junto al grupo. Las
miradas de los hombres se cruzaron. Roberto preguntó:
—¿Quién es ese?
—No sé —contestó Elsa, aparentando mentir.
—¿No sabes? —repuso dudando. Hizo una pausa y agregó con
franqueza, sin cohibirle la presencia de Alejandra:
—Mira: yo quiero que sepas esto: quizá, en el fondo, lo único
que me ha movido a dejar mi ciudad, a dedicarme a este género de trabajo, seas
tú. Ahora, al verte comprendo que el amor que siento por ti está muy arraigado
en mi vida y que, aunque quisiera no podría desprenderme di él. Volvamos a
nuestras relaciones, Elsa. —Elsa se mostraba sorprendida, azorada.
—Pero tú sabes que mamá no quiere.
—No digas eso. Si te empeñas y tu prima nos ayuda... ¿Verdad,
señorita, que usted nos ayudará?
—¡Oh!... ¿Y en qué puedo ayudarles, señor? —Roberto miró a
Alejandra por primera vez. El tono de la voz, la expresión sensata, aquel señor
circunspecto que se interponía como un obstáculo, llamaron su atención.
—Además —continuó Alejandra, —no creo que tía se oponga—,
Elsa saltó.
—¿Y cómo dices eso? ¿Y todas las discusiones que he tenido
por él?...
—¿Qué discusiones?
—Pero ¿no recuerdas aquella vez que yo estaba escribiéndole
una carta y mamá me la rompió? —Alejandra, que jamás había oído hablar de tal
novio sino en tren de confidencias, se quedó admirada.
—Pero tú sueñas —le dijo resueltamente. Intervino Roberto y
al fin, Elsa dio, como quien concede una gracia, permiso para que él les
hiciese una visita el próximo jueves.
Se despidieron. Las dos primas continuaron andando y durante
el trayecto no cambiaron una palabra. Iban visiblemente mortificadas por lo que
acababa de ocurrir. Llegaron a la casa y al trasponer la puerta de cancel, Elsa
le dijo en un tono agresivo:
—Te ruego que nunca me desmientas ante la gente.
Alejandra replicó severa:
—No insistas porque no soporto las pantomimas.
Roberto logró atraer a Elsa y volvió a ser su novio.
Abandonó la lectura de las obras crueles donde se habla mal del hombre. Su
concepto de la mujer sufrió una modificación importante. Ya no era un animal de
cabellos largos e inteligencia corta. Admitía que fuese un ser complicado, de
laberíntica psicología, indefinible, incomprensible, de puerilidad profunda. Se
adhirió así al argumento de moda que ha servido para tantas obras teatrales y
para novelas de mano maestra.
En cambio, de Alejandra tenía una impresión distinta. No
sabía a quién compararla. La creía un ser de excepción, admirablemente
constituida. Le gustaba charlar con ella, discutir, oír sus disertaciones,
verla exaltada por el pensamiento, cuya fuerza daba a su rostro una expresión
de nobleza y de salud.
Trataban los tópicos más diversos. Una noche, motivados por
unas elecciones que se efectuarían al día siguiente, hablaron de política.
Roberto era un socialista entusiasta, sincero, convencido de que su partido
produciría en el gobierno el gran movimiento social que predecían sus
apóstoles. Alejandra le dejó hablar; pero de pronto, sin esperar a que
terminase, le salió al paso. Empezó por negarle al socialismo todo futuro
revolucionario. Admitía que hubiese muchos socialistas, que algún día fuesen
mayoría en el electorado; pero se resistía a creer en la realización de ningún
programa. Según ella, dentro de las normas comunes, partido que escala el
poder, llámese liberal, conservador, socialista, es solo un partido más que
continúa gobernando.
Acalorados por la discusión subieron el tono de la voz.
Elsa, alarmada, intervino:
—¡No se enojen!...
Roberto se volvió hacia ella.
—¡Pero si no nos enojamos!
—No importa. No se pongan así. Por qué no hablan de otras
cosas. Me da miedo.
—Miedo, ¿de qué? —preguntó Alejandra.
—No sé. Me parece que se han vuelto locos.
Los dos soltaron la risa.
—¡Qué encanto! —dijo Roberto mirándola emocionado. Y luego,
dirigiéndose a Alejandra: —Cada vez que ella dice algo así, no se imagina usted
el bien que me produce.
—¡Oh... ya lo había advertido! —dijo algo irónica y
alejándose discretamente.
Cuando quedaron solos, Roberto pasó uno de sus brazos por el
cuello de su novia y le dio un beso en la boca. Los labios de Elsa no se
movieron.
—¿Qué tienes? —preguntó.
—Déjame —contestó incomodada y tratando de separarse. Parece
que Alejandra te interesa más de lo conveniente. Te gusta mucho conversar con
ella.
—No seas injusta, Elsa. Me place hablar con Alejandra porque
es muy inteligente y sabe mucho. Pero esto no tiene nada que ver con el amor
que yo solo siento por ti. Una mirada tuya, una sonrisa, unas palabras, una
palabra, la que pronuncias nombrándome, tiene para mi mucho más valor que el
pensamiento de Alejandra. Porque yo te amo tal como eres y probablemente a
condición de que seas así: una adorable muñequita que guarda muchos secretos,
pero que no sabe que los tiene. La simplicidad posee encantos que solo los
hombres podemos comprender. Las otras noches, ¿recuerdas?, tú dijiste en rueda
de amigos: “Yo vi bastantes óperas: “Carmen”, “Manón”, “Mefistófeles”,
“Aída”... A la representación de “Bohéme” nunca fui; pero no me importa, porque
la vi en el biógrafo”. Hiciste gracia y rieron, porque lo que dijiste
significaba una falta de comprensión. Pero para mí fue un dulce motivo de amor.
Tu cabecita no vuela; pero sabe inclinarse sobre mi pecho como en un refugio. Y
cuando nos casemos te llevaré en mis brazos y te enseñaré a vivir. Nuestra casa
será una jaula dorada donde cantarás espontáneamente, como los pájaros, cuando
la llene el sol. ¡Qué me importa que lo ignores todo si estás conmigo!
Elsa hacía ahora mohines de niña enfurruñada que espera que
la besen, para reír, y Roberto la besó suavemente, como se besa a un niño.
II
Alejandra tuvo su primer novio a los veinte años, poco
después del casamiento de su prima Elsa. Se habían conocido en una sala de
conferencias donde, al tiempo, fueron presentados durante un entreacto,
acercados por el comentario general.
Se llamaba Gualberto Cánepa y estudiaba Derecho. Alto,
elegante, decidor, silogista, preocupado constantemente en manifestar lo que
pensaba respecto a algún tema trascendente. Conocía al profesor Leonard, de
quien había sido discípulo, y por referencia supo que tenía una hija de
inteligencia extraordinaria.
La tarde que le fue presentada sufrió una sorpresa
agradable. Cuando le dijeron que aquella rubia sugestiva, de ojos obscuros que
respondían tímidamente a sus miradas de enamorado, era nada menos que Alejandra
Leonard, no lo quiso creer. Se había hecho una idea falsa de su físico. La
suponía fea, brusca, hombruna, macerado el rostro por el estudio y la soledad.
Sonreía de alegría y se sintió halagado. Llegar a ser el novio de aquella
muchacha que además de su hermosura pasaba por la mujer más inteligente de la
sociedad donde actuaba, le hinchó de vanidad. Dominado por una impaciencia
ajena a su amor, decidió adelantar los acontecimientos.
Sin embargo, después de la presentación, lamentó haber ido
de prisa. Sentado junto a ella se sintió cohibido. Cada vez que se aventuraba,
Alejandra sonreía y le miraba con una atención tan honda que llegaba a
turbarlo. Estaba en un trance difícil. Sus insinuaciones se le ocurrían torpes
balbuceos de colegial que quiere repetir una lección mal aprendida. No sabía
cómo explicarse. Si se tratara de una señorita de educación común, de esas que
dan el tema al galán con sus mil monerías, le sería fácil. Pero con Alejandra
tenía que medirse, estar en guardia. Había oído contar de ella muchas
ocurrencias y le creía uno de esos espíritus mordaces que no perdonan el más
leve error. Después de algunos tanteos, de frases entrecortadas, de íes
suspensivas, se animó a decir, como quien entra de lleno a tratar una materia:
—Quisiera que me perdonase este introito, señorita; pero,
ante todo, yo quiero manifestarle lo que pienso respecto al amor. Yo... —Ante
una nueva sonrisa de Alejandra se detuvo perdiéndose en una pausa. Estaba
violento. Su lucidez le abandonaba, no atinando con las palabras. Jamás había
sentido una turbación semejante. Su situación no podía ser más insufrible. Se
daba perfecta cuenta de que Alejandra le veía en todo su aturdimiento. Tenía el
rostro congestionado, la garganta seca. Convencido de que no reaccionaba se
entregó con humilde franqueza: — Quería decirle algo; pero no puedo. —En sus
labios se mostraba una sonrisa, casi sarcástica.
—¿Por qué? —preguntó ella en un tono de congoja. —¡Estaba tan
dispuesta a oírle!
—No me explico. Deseaba ser digno de usted. Temo que me
juzgue mal.
—¿Qué es lo que teme?
—Que me confunda con algún tonto de capirote. Porque la
manera de expresarme ante usted...
Alejandra volvió a sonreír.
—¡Qué engaño!... Creí que su ofuscación era de otra índole.
Gualberto se alarmó. Le pareció que un mal entendido se
cruzaba entre los dos.
—¿Cómo, señorita? ¿En qué sentido lo dice usted?...
En este momento el entreacto terminaba. Un nuevo conferencista
ocupaba la tribuna y la concurrencia se recogió para escucharle. Gualberto iba
a insistir en su pregunta; pero se detuvo ante un gesto de ella pidiéndole
silencio. No obstante, después de una breve pausa, se acercó y le dijo al oído:
—Nunca me perdonaría haberla impresionado mal.
Alejandra repuso entre dientes, y mirando al orador que
iniciaba su discurso:
—No se apresure. Aún no tengo una impresión de usted.
Durante el desarrollo de la conferencia, Gualberto se echó a
pensar en la situación que se había creado frente a Alejandra. Poco a poco fue
recuperando el dominio de sí mismo y trataba de analizarse, empeñado en hallar
la causa de su aturdimiento, donde entraba en juego un elemento que le era
desconocido, cuya influencia sentía, pero que no podía concretar.
Haciendo memoria apareció una circunstancia de significado
oscuro. ¿Por qué, él, enamorado impaciente, atrevido insinuador, había
permanecido algo más de un mes rondando en torno de aquella muchacha, sin
decidirse a hablarle? ¿Qué le había detenido? Una mañana hicieron un viaje
juntos, a La Plata, en el rápido de las once. La casualidad los sentó uno
frente al otro. Ella leía en una revista y llevaba puesto un sombrero verde
bajo cuyas alas florecía la cabellera rubia. Estaba hermosa. Él pensó: “En
cuanto me mire, le dirijo la palabra”. Al cruzar por Quilmes, Alejandra dejó la
lectura y se puso a observar hacia afuera. Le gustaba contemplar el cuadro que
la ciudad ofrecía a la distancia, donde se destacaban los molinos de viento que
emergían de entre las casas como una multitud de gigantescas zancudas
pensativas ante el mismo horizonte. Después, al reiniciar la lectura, sus ojos
se fijaron en Gualberto. Fue un instante breve de reconocimiento. Luego su
mirada huyó bajo los párpados, que cayeron esquivos. Tres o cuatro veces
durante el trayecto ocurrió lo mismo; pero él no lograba resolverse a iniciar
una conversación, cosa harto fácil entre dos personas que viajan juntas.
Al salir, terminada la conferencia, él le pidió permiso para
acompañarla unas cuadras, comunicándole que conocía al profesor Leonard, bajo
cuya dirección había cursado dos años de Universal. Ella aceptó. Anochecía. En
la ciudad saltaban las primeras luces.
Anduvieron un trecho silenciosos, el paso perdido, y
sonreían al mirarse.
—¿Le gustó la conferencia? —preguntó Alejandra en un tono de
malicia.
—¡Ah!... ¡Muy bien, muy bien! — dijo sin pensar. Pero en
seguida, reaccionando, agregó: — Con franqueza: no entendí absolutamente nada.
Durante todo el tiempo no dejé de pensar en usted.
—¿Y en qué pensaba? ¿Se puede saber?
—Pensaba que... —y no se ría demasiado; —que es usted un ser
doble; que hay en usted dos personas...
Alejandra lo tomó a broma.
—¿Y cuándo hizo usted el descubrimiento?
—Poco después de saber que usted era Alejandra Leonard;
cuando me acerqué a usted.
—Eso requiere una explicación.
—Me será muy difícil, porque no entiendo bien lo que ocurre.—Él
se animó y fue confesando sus impresiones de enamorado. Hizo un relato de sus
sentimientos, no pudiendo sustraerse a la tentación de expresar lo que pensaba
respecto a ellos. Creía que la mujer era el complemento hacedor del hombre.
Luego afirmaba que ese complemento adquiría mayor importancia y se imponía al
varón, por cuanto se convertía para este en la fuente oscura cercana al
instinto, en el genio de su conciencia subliminal. Después se refirió
directamente a ella, hablando de los distintos encuentros que los habían
acercado. Recordó el viaje a La Plata, su voluntad de iniciar una conversación
y de sus recelos incomprensibles cada vez que ella le miraba. —Ahora tengo de
usted dos impresiones bien distintas. Una me atrae irremisiblemente: la armonía
que yo siento en su ser físico. Usted constituye la imagen más bella, más
noble, más fecunda que haya recogido mi mirada...
Alejandra interrumpió:
—¿No teme ponerme en ridículo?
Gualberto se detuvo, como el que se encuentra
inesperadamente ante una pared. Hizo una breve pausa, y saltando sobre lo que
iba a decir, exclamó:
—¡Oh!... precisamente; ahí tiene el otro aspecto.
—¿Cuál?
—Su vida mental, su temperamento, su personalidad.
—¿Cómo? — dijo entre sorprendida e incrédula. —¿Sabría usted
decirme quién soy?
—No. Sería saber demasiado. Intuyo solamente...
—¿Y en ese mi otro aspecto, que lo rechaza a usted?
—Yo no he dicho que me rechazara. Afirmo que me desorienta.
En cuanto uno se acerca a usted, en cuanto se le oye pronunciar las primeras
palabras se advierte de inmediato que hay en verdad una fuerte vida interior,
una personalidad completa que no se sospechaba viéndola a usted como es, una
hermosa muchacha que conserva en su rostro el frescor de la inocencia. Solo su
mirada la delata, una mirada ante la cual uno se siente indefenso.
Alejandra rió.
—Bonito panegírico hace usted de una futura novia. ¿Le
parezco a usted un ogro?
—¡No sea injusta, Alejandra! —dijo algo conmovido y con un
acento de ternura que llegó a estremecerla.
Era la primera vez que la voz de un hombre la llamaba tan de
cerca. Fue un sonido nuevo, una sensación desconocida que la turbó. Sintió
latir su corazón y una onda emotiva le abrazó el rostro. Se olvidó de lo que
estaba pensando, de lo que acababa de oír.
—Bueno —dijo: —dejamos estos asuntos para después. No vale la
pena.
El insistió:
—¡Oh!... no; hablemos de nosotros. Además yo no me resigno a
separarme ahora de usted, a alejarme sin una esperanza, sin algo que me permita
suponer que no le soy indiferente. ¿Por qué calla?...
Alejandra le miró ruborizada, con una sonrisa
desfalleciente, acongojada por una respuesta que no podía pronunciar. Tenía la
impresión de que era un ser muy pequeño, insignificante, débil, sin voluntad.
Pronunció unas palabras ininteligibles e inclinó la cabeza vencida. Gualberto
comprendió que era el amo y señor. Se acercó más a ella, y le dijo casi al
oído:
—Yo quiero que usted sea mi novia, Alejandra. Desde hace unos
segundos ha vuelto en usted la muchachita cándida, la pastorcita rubia de mis
ensueños.
III
Durante los primeros seis meses del noviazgo no hubo entre ellos
un día gris, tedioso, de cansancio, ni siquiera esa breve separación provocada
por un enojo cualquiera. Gualberto visitaba a Alejandra tres noches por semana
y le escribía apasionadas cartas llenas de arrebatos líricos. Era su novia, la
novia de su vida, la buena estrella que cada hombre trae consigo al nacer.
“Gracias a ti —escribíale— el mundo tiene para mí un significado. Estoy
orgulloso de lo que eres. Lo reúnes todo: gracia, talento, belleza. Ninguna
mujer se te parece. Hay momentos en que no me creo digno de tu amor y me
avergüenza no poder ser algo más. Única y mía para siempre. Estoy en gracia de
Dios, porque bebo de una fuente divina: tu vida”.
Alejandra nunca dejaba de responder a sus cartas. Le
escribía: “Mi amado bueno: cuando te veo tan exaltado, tiemblo por mí. Solo soy
una mujer que te ama. Desde que soy tu novia he dejado de lado muchas
preocupaciones ajenas a nuestro amor. Me he despojado de mi anhelo de libertad,
de mi ambición personal, de mi afán de saber. Estoy a merced tuya, sin vida
propia. Ayer no quisiste ser bueno. Llegaste a casa con el ceño adusto, la
frente oscurecida por una preocupación. ¡Bien mío, nunca fuiste más callado!...
Había un tinte de duda, de incertidumbre, un resplandor confuso en tu mirada.
Te negaste a mis preguntas, y cuando quedé sola, el recuerdo de tu actitud me
hizo llorar”.
Pero esta onda ascendente de la pasión se detuvo un tiempo y
luego empezó a declinar. Gualberto ya no escribía sus cartas con la misma
asiduidad, y el motivo de ellas carecía del vigor sensual de los primeros
escritos. Se dedicaba a verter conceptos sobre economía, derecho, política
internacional, empeñado, como siempre, en manifestar lo que pensaba con
respecto a la vida. Fue un rudo golpe para Alejandra que, si en los primeros
momentos no supo distinguir la ruta que seguían, sintió, en cambio, la
proximidad del frío.
Una noche ella se mostró quejosa.
—Tú cambias, Gualberto, y yo quisiera que me dijeses
sinceramente dónde está la causa, si en ti o en mí.
El negó. No se trataba de cambios. La vida tenía distintas
manifestaciones, y era una suerte para los hombres que, como él, poseían una
novia con la cual era posible hablar de algo más que de amor.
—Durante un tiempo solo hablaste de amor y éramos felices.
Gualberto entonces trató de demostrar que todo estaba
ajustado a la evolución de los sentimientos. Argumentó, analizó,
entusiasmándose, pródigo en ademanes, seguro de convencer, en una exposición
que duró media hora, sin hacer más pausas que las necesarias para respirar.
Alejandra le escuchaba sintiendo renacer en ella su espíritu burlón, mordaz,
agudo, su aptitud especial para descubrir el ridículo. Y de pronto dejó de ser
la muchachita cándida que tanto amaba Gualberto y apareció Alejandra Leonard.
Miró a su novio como quien observa la manifestación de un animal que se
estudia. Su intención fue tan honda que él, a pesar suyo, se vio en un plano
inferior e interrumpió su discurso. Alejandra no le dio tiempo a reaccionar.
—Todo lo que has dicho es asunto de diccionario. Ahórrate la
tarea.
—¿Qué quieres decir?
—Que te atormentas en vano por llenar un hueco.
Y aquella visita de amor terminó en una disputa violenta
donde los dos trataron de zaherirse. Gualberto tomó el sombrero, que siempre
dejaba sobre el cabezal de un sofá y abandonó la sala. En el zaguán se detuvo.
Silencioso, el ademán colérico, esperó un segundo en la esperanza de encontrar
en su novia un gesto conciliador, de oír un sollozo que le llamara. Pero la
expresión de Alejandra lo anonadó. Estaba de pie, inmóvil, glacial, como si no
viviera. Entonces le dijo, despechado y rencoroso:
—¡Te olvidas fácilmente de que eres una mujer!
Y abandonó la casa.
El enojo duró un mes. La tía Clemencia, buena directora de
ese noviazgo, tomó a su cargo la tarea de suavizar las rencillas. Se
escribieron, y Gualberto volvió a visitar a Alejandra. El encuentro fue
emocional. Se abrazaron. Ella lloraba y Gualberto, lagrimeando, dándole besos,
le volvía a decir: “mi única”, “mi pastorcita”. Y esa misma noche, él inició
por primera vez una formal conversación sobre el casamiento.
No obstante, la reconciliación no dio más resultado que
crear una situación falaz, cuyo artificio se descubre cuando se secan las
lágrimas o cesan las risas. Pensando en ella, Gualberto sentía pesar sobre su
responsabilidad el destino de aquella muchacha, hermosa, apasionada; pero de
una personalidad excepcional, ante la cual permanecía perplejo, interrogante,
cabizbajo, solo, avergonzado por sus presunciones, sin ánimos para confesarse
abiertamente el motivo de su inquietud. Ahora, próximo al año y medio de su
noviazgo, apagados los primeros fuegos del amor, se ponía a razonar, tejiendo
el futuro como quien desarrolla un problema aritmético.
Aunque pretendiese engañarse, Gualberto solo amaba en
Alejandra lo que ésta tenía de común con todas las mujeres: su expresión
física. En cuanto a su inteligencia, a su carácter, a lo que había en ella de
excepción, produjo a la larga una rebelión de su voluntad. Lo que fuera en un
tiempo motivo de entusiasta admiración, de vanidad mal disimulada, se convirtió
en un recelo oscuro. Gualberto era un hombre de hacer lo que quería, y frente a
Alejandra se sentía flanqueado, sorprendido en un plano inferior. Era de esos
que necesitan para accionar el constante aplauso de un espectador subordinado.
Alejandra lo comprendía. A través de algunas actitudes
vigorosas había oído restallar el amor propio, como una brasa avivada. Al
momento presintió que un enemigo de hierro se interponía entre los dos. Quiso
luchar, pero la rectitud de su pensamiento, el vigor de sus sentidos, su
natural inclinación a la veracidad, le quitaron el único motivo de triunfo: la
astucia. Y asistía, horrorizada primero, dolorosamente resignada después, al
desgarramiento lento, pero inevitable de su edad romántica.
Por eso, aquella noche. Alejandra no se sorprendió. Traía un
aire de duelo, compungido. Hasta su ropa parecía de luto, recién confeccionada,
esbozando una sonrisa donde solo había una contracción espasmódica.
—Siéntate —le dijo, señalándole un sofá frente a ella.
El obedeció sin mirarla. Hubo un minuto intolerable de
silencio, que acentuó la situación hasta deformarla.
Alejandra le observaba a dos pasos previendo lo que iba a
escuchar. Y aunque su espíritu se hallase preparado, resuelto a afrontar la
separación, lo que imaginaba doblegó su voluntad y no pudo reprimir un sollozo.
Sacó de una de sus mangas un pañuelito, se alejó hasta un ángulo de la
habitación y dejándose caer sobre un diván se puso a llorar bajito, ahogando
los estallidos de su dolor para que no la oyesen de las piezas inmediatas.
Gualberto se acercó indeciso, turbado, pareciéndole conveniente aplazar su
resolución para otra vez. La llamó:
—¡Alejandra, Alejandra! ¡No llores!...
Era lo único que se le ocurría: que no llorase. Para ella
estuvo todo dicho. Se puso de pie, quemó sus lágrimas y le dijo dignamente, con
una serenidad conmovedora:
—El compromiso que se contrae ante el amor no es igual al que
se contrae ante el comercio. Me apena verte tan embarazado para decirme que
entre nosotros ya no hay nada.
—¡Oh!... no es solo eso. Yo quería explicarme.
Ella le detuvo.
—¿Explicarte? ¿Para qué?
Tentaba de permanecer inconmovible, pero no lo lograba.
—Te lo diré en pocas palabras. Tú eres como todos los hombres
y yo no soy como todas las mujeres. Y si hay aquí algún reproche es contra mi
misma naturaleza que lo dirijo. ¿Qué aman ustedes de la mujer? La trivialidad
con sus monerías, el concepto pueril, su cabecita loca, su aparente fragilidad.
No me perdonarías nunca el tener que compartir conmigo el mismo plano de la
vida. Me hubieses amado si hubiese sido hueca como las muñecas. Lo que aman
ustedes de la mujer es su cuerpo y su eterna pasividad. Ignoro qué grado de
legitimidad habrá en todo esto ni quiero saberlo. Solo deseo destacar el motivo
mezquino de esta pobre aventura. Porque yo te quiero como eres, a pesar de tu
egoísmo y de su carácter impositivo. Porque si me dijeras: no hables, no
hablaría; porque si me dijeras: no pienses: no pensaría. Estaba resuelta al
sacrificio de mi pobre ser por ti, a convertirme en tu segundón sumiso, en la
obediente compañera del Dueño y Señor. Pero tuviste miedo, sí, confiésalo.
Miedo de que la mirada del esclavo te descubriese en la soledad, en el instante
del recogimiento, cuando nos mostramos como somos; miedo de que el esclavo
pesara tus pensamientos; miedo de que distinguiese las joyas malas de las joyas
buenas. Este es el germen que mató tu amor. Puedes irte y en paz.
Gualberto, de pie, parecía esperar una pausa para decir
algo; pero cuando Alejandra terminó, inclinó la cabeza y cruzó los brazos en un
gesto de amargura. Solo, después de un prolongado silencio, dijo reflexivo y
doloroso:
—Tienes razón. Perdóname. No te apenes por esta separación.
No soy digno de ti.
—Vete tranquilo —contestó a media voz.
Gualberto avanzó hacia ella, tendiéndole la mano, humilde,
avergonzado, respetuoso. Alejandra se apresuró en responder al saludo, deseando
terminar de una vez. Sonriente, casi cordial, le acompañó hasta la puerta de
calle. Y cuando él se alejó, pesadamente, agobiado, sintiendo que el dolor de
aquella vida le pesaba como un fardo, oyó aún su voz, doliente, apagada por las
lágrimas:
—Que seas feliz.
Cuando Alejandra se volvió, la tía Clemencia estaba a su
lado.
—¿Qué tienes? ¿Qué hay? ¿Han reñido?
Maternal la acogió entre sus brazos y la condujo hasta la
sala. —¿Dime, por qué se enojaron?...
Pero Alejandra, la cabeza apoyada sobre el seno de
Clemencia, lloraba, lloraba...
IV
El profesor Leonardo murió cuando su hija tenía veinticuatro
años. Este suceso acabó por señalar en Alejandra los contornos definitivos de
carácter.
Algunos meses más tarde, Clemencia le propuso pasar a vivir
a Montevideo, donde estaba radicada su hija Elsa, de cuyo matrimonio había
tenido dos hermosos varones, el mayor de los cuales contaba cinco años.
Alejandra aceptó. Nada le retenía en Buenos Aires. A su enojo con Gualberto
siguió un período de retraimiento, de abandono, de inmovilidad. Se había pasado
días enteros sin salir de su cuarto, acostada, mirando obstinadamente hacia el
cielo-raso, el sentido embotado por la cavilación, muda, sorda, sepulta en el
pasado. Fue una embriaguez, larga, torturante, de pesadilla. Después reaccionó
débilmente, en una penosa convalecencia. Había enflaquecido y en sus labios
tenía un rictus de amargura que no alcanzaba a velar el movimiento de la
sonrisa.
Volvió a la vida, sintiendo recrudecer en ella su ardiente
curiosidad, su afán por el estudio, su franca aptitud para el análisis. Aceptó
con placer una tarea que le ofreció su padre, investigación sobre la
civilización incaica, y reanudó sus trabajos en la secretaría de una asociación
cultural.
Un año y medio después y casi olvidada de su fracaso
sentimental, sonrió a los galanteos de un poeta soñador que le dedicaba versos
pulcros. Pero fue un amor que apenas duró cuatro meses. Una tarde, Alejandra
tuvo la mala ocurrencia de criticar una de sus composiciones. Era un soneto
donde aparecía “la ilusión de la mañana” que luego “se velaba en la fontana”.
En los tercetos se refería “al reposo de las tardes pensativas” donde, entre
otras cosas, “soñaban las horas revividas”. Ella juzgó que era inocuo y vulgar.
Discutieron. Unos días después, él le mandó una carta donde terminaba diciendo
que, a pesar de las protestas de su amor, se veía en la cruel necesidad de
poner los puntos sobre las íes. Y se acabó.
Alejandra leyó esta carta sin sorprenderse. Ni una queja, ni
un sollozo. AI finalizar tuvo un ímpetu de rabia y estrujó el papel. Iba a
arrojarlo al canasto, pero se detuvo. Quitóle las arrugas planchándolo entre
los dedos y luego escribió al pie de la firma esta breve respuesta: “Tienes
razón: el elemento intelectivo me resulta nefasto. No obstante, a pesar de los
versos, creo que hubiéramos podido vivir bien”.
Más que por el novio que perdía. Alejandra temió por el
significado de su gesto. Haciendo memoria, halló una relación formal en la
actitud de los dos hombres que había amado. Con pequeñas diferencias, el
proceso amoroso de ambos presentaba idéntico desarrollo, desde el motivo de la
iniciación hasta la causa de la rotura definitiva. Tanto en uno como en otro.
Alejandra, había provocado el mismo fermento lírico, la exaltación por lo
bello, la fantasía de la comunión espiritual. Pero luego, a medida que la vida
iba exigiendo en cada uno lo que cada uno es capaz de dar, los dos se sintieron
cruelmente mortificados por este mismo lirismo, por esa exaltación de lo bello,
por esa comunión espiritual.
A Alejandra le pareció comprender que entre ella y el hombre
se interponía un dilema cuyas consecuencias no podía prever. ¿Se hallaría en la
necesidad de aceptar a cualquiera, al primero que quisiera casarse con ella,
siguiendo el ejemplo de muchas de sus conocidas? ¿Continuaba siendo el
matrimonio una espontánea elección del hombre y una incondicional adaptación en
la mujer?
A la muerte de su padre, Alejandra sintió en su garganta el
nudo de la soledad. Solo conservaba a la tía Clemencia, una buena mujer que, si
no entendía su carácter, tenía en cambio para ella momentos de ternura
maternal. Por eso, cuando le habló de pasar a Montevideo, hasta se puso
contenta. Además de hallar justo que la madre quisiera vivir cerca de su hija y
de sus nietos, le pareció que al cambiar el medio social cambiaría de vida.
En el verano de 1920 se trasladaron a la capital uruguaya.
En la dársena les esperaban Elsa y Roberto. Ocuparon un taxi que los condujo
hasta la casa del matrimonio, en las inmediaciones del Parque Rodó. La
conversación recayó bien pronto sobre los niños.
—Los dejé durmiendo —dijo Elsa. —Están hechos unos diablos.
Ya no puedo con la vida de Enriquito.
Enriquito era el mayor, de cinco años; le seguía Luis, de
tres. El matrimonio empezó a hablar de ellos, los dos a un tiempo. Elsa contaba
sus gracias, sus pillerías; Roberto refería sus precocidades. Cuando el auto se
detuvo estaba en lo mejor de los cuentos.
—Ahora verán —prometía Roberto.
—Seguro que se han despertado y están escandalizando. La
pobre sirvienta les tiene miedo. Le tiran del pelo, la arañan. Son unos
desalmados.
Pero los nenes dormían aún.
—¡Pobrecitos!... No los despertemos —dijo Alejandra. —No
obstante. Clemencia no pudo dominarse y se echó sobre el menor, besándole la
cara. Este, sorprendido, empezó a dar unos berridos espantosos. A los gritos se
despertó Enriquito, quien, por lo que pudiese ocurrir, se hizo un ovillo en la
cama y estirando las colchas se tapó hasta la cabeza.
—Pero si es abuelita y tiíta Alejandra —decía Elsa; —¡es
abuelita, abuelita que te quiere tanto!
La palabra de abuelita tiene para los niños un caudal de
simpatía irresistible. Cuando ellos la pronuncian, le dan un dulzor de néctar
como si el vocablo floreciera en sus labios. Luisito dejó de gritar, abrió
mucho los ojos para observar a Clemencia y desconfiado todavía se rió. La
abuela volvió a besarlo y él le echó los brazos al cuello.
—¡Pero qué fenómeno! —exclamó Roberto en un arranque de
admiración —¡ya la conoce!...
A todo esto, Enriquito, se había animado y semidesnudo, de
pie sobre su cama observaba la escena. Alejandra lo cargó.
—¡Qué crecido está!...
Se inició el relato de las proezas; se habló de
enfermedades, de atraso en el desarrollo, de los dientes. Luego Roberto tuvo
que dejarles para ir a su tarea habitual y Clemencia se encargó del desayuno.
—Voy a vestirlo —dijo Elsa.
—¿Dónde tienes las medias? —preguntó Alejandra teniendo a
Enriquito sobre las faldas.
—¡Oh!, este se viste solo, ya...
Elsa vistió a Luisito en un santiamén, pero Alejandra no
adelantaba gran cosa. Jamás se hubiera imaginado que vestir a un niño fuese
empresa tan ardua, sobre todo cuando a este le da por divertirse. A las
primeras palabras, el angelito dejó de serlo y no hubo modo de que permaneciese
quieto un momento. Saltaba sobre Alejandra, se le abrazaba del cuello,
pretendía montarse en los hombros, le echó abajo el peinado. Mientras tanto,
ella había logrado embutirle una media con el talón sobre el empeine. La madre
intervino:
—¡Quieto, Enrique, porque me voy a enojar!
Pero Alejandra, sofocada por la lucha, se reía.
—¡Déjalo! ¡Ya verás cómo lo visto! Es un encanto.
Ese mismo día fueron a Ramírez. Alejandra llevaba consigo a
Enriquito y Elsa al menor. Era una tarde calurosa. La multitud llenaba el arco
de la playa. Los nenes, descalzos, se pusieron a jugar, haciendo con los
baldecitos panes de arena que apilaban simétricamente, impacientes por
deshacerlos mientras los iban formando. Elsa y Alejandra se echaron cerca de
ellos.
—Aquí se está bien. En Buenos Aires, era horrible el calor.
—¿Y cómo está aquello? Cuéntame. ¡Hace tanto que falto de
allí! ¿Es verdad que al hijo de doña Petronila lo nombraron diputado?
—Vamos... ¡no seas irónica! ¿Querrás decir que lo eligieron?
—¡Bah!... tú sabes que no comprendo esos manejos. Al único
que le oigo hablar de estos asuntos es a Roberto. ¿Sabes que no es más
socialista?
—¡Ah! ¿no?...
—No. Ahora es, si no le he oído mal, es bolchevique o
comunista. ¡Si vieras todo lo que me dice! ¡A mí me hace gracia! Francamente,
es lo que menos me importa de Roberto.
—¿Y le quieres mucho?
—¡Y cómo no quererlo! ¡Es tan bueno con los nenes y conmigo!
Ahora lo quiero de verdad.
—¿Y antes?
—Sí; antes también, pero yo he sentado el juicio, Alejandra.
—Nunca tuviste mal juicio.
—Sí. Es que no me explico bien. Ahora que soy madre de dos
hijos, creo que he aprendido algo y todo lo demás ha desaparecido para mí;
¿sabes? Lamento no poder expresar la idea que tengo. Si fuese como tú,
Alejandra... Con tu inteligencia, con tu saber, sería fácil. Porque tengo una
ocurrencia respecto a mí, respecto a todas; pero no la puedo decir.
—¿Te gustaría ser como yo?
Elsa iba a soltar la respuesta como si la tuviera preparada,
pero se detuvo.
—No te calles, dila. Te advierto que no me ocultes nada.
Tengo un fuerte interés en oírte hablar de mí. En cierto modo, tú me pareces la
imagen de la felicidad. Habla, ¿te gustaría ser como yo?
Elsa bajó los párpados e hizo un signo negativo con la
cabeza.
—¡Hum!... ya lo sabía. Háblame, Elsa háblame. Di lo que
piensas. No te inquiete mi inteligencia ni lo que sé. Ten en cuenta que llego a
tu hogar como un náufrago; que voy a necesitar de tu cariño y de las caricias
de tus hijos.
—¡Yo te compadezco, Alejandra! Pensando en ti, he llorado
algunas veces. Discúlpame. No te enojes conmigo. Porque sé que tú eres muy
buena, y de verte así, sola, sin que nadie te quiera, me da lástima. ¡Tanta
mujer mala que se casa!...
—Me conmueve tu lástima. ¿No me quieres tú?
—¡Oh!, yo sí; pero ¿de qué te sirve mi cariño? Sé que mi
amistad te aburre. A tu lado soy una vulgar. No puedo acompañarte. Desde que
empezamos a vivir juntas, ¿recuerdas, allá, en la calle Paraguay? Al poco
tiempo comprendí que tú eras de otra pasta. Y nuestras amigas pensaron lo
mismo. Contigo no teníamos asunto. No te burlabas; pero nunca compartiste
nuestras preocupaciones. Yo era feliz con nada, como todas nosotras: la
novelería de la moda, los paseos, las fiestas, los bailes, el novio... ¿Qué
quieres? Uno no sabe más nada ni ambiciona más nada. Pero tú... el que no lo
haya visto no lo cree. Una muchacha, ¡pasarse los días enteros sin salir de la
biblioteca! Para mí hubiese sido espantoso. Tú estás destinada a otros fines,
Alejandra. Ninguna de nosotros valemos un pie de los tuyos.
—Estás en un error, Elsa. ¡Mi destino!... ¡Para que una mujer
triunfe en la vida ha de ser muy grande, sublime, genial! ¡o ha de ser
pequeñita! Tú sí que has triunfado. Tienes dos hijos, un hombre bueno a tu
lado, una casa donde se cumplen las horas. ¿Qué tengo yo?... ¿Supones que no me
he casado porque no he querido?
—Roberto me ha dicho que tú eras demasiado exigente.
—No es cierto. He buscado compañeros dignos y los que tal me
parecieron me juzgaron peligrosa y huyeron de mí.
—¿Qué temían?
—Algo.
Un momento se mantuvieron en silencio. Junto a ellas los
nenes continuaban jugando. El mayor construía un castillo disponiendo de la
arena húmeda que Luisillo le traía en el baldecito.
Eran las dieciocho horas. La muchedumbre cubría el arenal.
Se oía un murmullo ensordecedor que ondulaba, ascendiendo y descendiendo como
los embates de la pleamar. Centenares de bañistas excitados por el agua,
entregados a distintos juegos, gritaban, chillaban alborozados por la caricia
del río.
La tarde iba cayendo firme y lenta. El oeste se enrojecía.
El sol, entre el mar y el cielo enfocaba el espacio abierto. Un buque corría
ceñido en el horizonte. Era un prisma tendido a lo largo, negro, achicharrado
por un golpe de contraluz.
Haciendo maquinalmente unos dibujos sobre la arena, Elsa
dijo al fin:
—Yo creo que, si lo deseas, tú bien puedes casarte,
Alejandra.
—No me parece. Llevo todas las de perder.
Al decir esto soltó una carcajada dolorosa.
—¿De qué te ríes?
—De mí: solo de mí, me río. ¡Después de haber pensado en
tantas cosas, caer en esto!...
—No seas soberbia. Alejandra.
—No es soberbia. Es... impotencia, es desventura, es...
Hizo un esfuerzo para impedir que el llanto nublara sus
ojos.
—No le des un mal sentido: ahora quiero ser como tú.
Medió un nuevo silencio. Observaron en rededor. Miraron el
cielo, el mar. Después, Elsa, siguiendo su pensamiento, insistió:
—Aún puedes casarte. Todo está en que te prestes a hacer lo
que dice Roberto.
—¿Y qué dice?
—Que te hagas la nena boba.
Alejandra miró a su prima profundamente. Un velo inesperado
se había interpuesto entre las dos.
—Sí. ¿No entiendes? —prosiguió Elsa. —¡La nena boba, la nena
boba!... Yo, una vez leí unos versos de Bécquer. Creo que dicen así:
“¿Que es estúpida?... ¡Bah!, mientras callando,
Guarde oscuro el enigma,
Siempre valdrá, a mi ver, lo que ella calla
Más que lo que cualquiera otra me diga.”
—Elsa... ¡Pero tú sabías eso y nunca me lo diste a entender!
Te miro y me pareces otra.
—Roberto me ha enseñado muchas cosas. Tiene razón.
—La nena boba —repetía Alejandra entre dientes, mirando a lo
lejos, —¡la nena boba!...
Callaron. Largo rato se mantuvieron silenciosas, fijas en la
última actitud. Alejandra sentía en su mente el sopor de la bruma, difusa la
imagen, impreciso el pensamiento.
—¿Vamos?
—Vamos.
Habían prometido estar de regreso a las diecinueve horas y
aun cuando para llegar a la casa solo tenían que atravesar el Parque Rodó,
decidieron volver. Alejandra tomó de la mano a Enriquito.
Era el momento de mayor algarabía. Los vehículos llegaban
atestados de pasajeros que invadían la playa, obreros y empleados que
aprovechaban la última hora para el baño. Cuando ellas quisieron subir la
escalinata fueron separadas por la muchedumbre y se perdieron. Alejandra, con
el nene entre los brazos, se había detenido junto al primer peldaño, no
animándose a avanzar. Luego de algunas tentativas logró zafarse de aquella ola
y buscó a su prima. Elsa había conseguido subir y le hacía señas, desde la
Rambla, indicándole otra escalera, donde era más fácil la salida. Entonces
siguió aquella dirección, siempre con Enriquito entre sus brazos. Cuando estaba
por alcanzar la escalinata, un señor le dijo entusiasta:
—¡Qué hermoso hijo le ha dado Dios, señora!
Alejandra sintió una honda sacudida en todo su ser.
Sorprendida iba a decirle: “no es mío”, pero la voz no se pronunció. Apretó el
nene contra su pecho y empezó a subir. Las piernas le flaqueaban.
JOSÉ PEDRO BELLÁN