“LAZARILLO DE TORMES”

Tratado Primero

 

CUENTA LÁZARO SU VIDA Y CUYO HIJO FUE

 

Pues sepa vuestra merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antonia Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue de esta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años. Y estando mi madre una noche en la aceña, preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.

Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padeció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el Evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con cargo de acemilero de un caballero que allá fue. Y con su señor, como leal criado, feneció su vida.

Mi viuda madre, como sin marido y sin abrigo se viese, determinó arrimarse a los buenos por ser uno de ellos y vínose a vivir a la ciudad, y alquiló una casilla, y metióse a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas.

Ella y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conocimiento. Éste algunas veces se venía a nuestra casa y se iba a la mañana. Otras veces, de día llegaba a la puerta en achaque de comprar huevos y entrábase en casa. Yo al principio de su entrada, pesábame con él y habíale miedo, viendo el color y mal gesto que tenía; mas, de que vi que con su venida mejoraba el comer, fuile queriendo bien, porque siempre traía pan, pedazos de carne, y en el invierno leños a que nos calentábamos.

De manera que, continuando la posada y conversación, mi madre vino a darme un negrito muy bonito, el cual yo brincaba y ayudaba a calentar.

Y acuérdome que, estando el negro de mi padrastro trebejando con el mozuelo, como el niño veía a mi madre y a mí blancos y a él no, huía de él, con miedo, para mi madre, y señalando con el dedo, decía: “¡Madre, coco!”

Respondió él riendo: “¡Hideputa!”

Yo, aunque bien muchacho, noté aquella palabra de mi hermanico y dije entre mí: “¡Cuántos debe de haber en el mundo que huyen de otros porque no se ven a sí mismos!”.

Quiso nuestra fortuna que la conversación del Zaide, que así se llamaba, llegó a oídos del mayordomo y, hecha pesquisa, hallóse que la mitad por medio de la cebada que para las bestias le daban hurtaba, y salvados, leña, almohazas, mandiles y las mantas y sábanas de los caballos hacía perdidas, y cuando otra cosa no tenía, las bestias desherraba, y con todo esto acudía a mi madre para criar a mi hermanico. No nos maravillemos de un clérigo ni fraile porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto.

Y probósele cuanto digo, y aún más. Porque a mí, con amenazas, me preguntaban, y como niño, respondía y descubría cuanto sabía, con miedo: hasta ciertas herraduras que por mandado de mi madre a un herrero vendí.

Al triste de mi padrastro azotaron y pringaron y a mi madre pusieron pena por justicia, sobre el acostumbrado centenario, que en casa del sobredicho comendador no entrase, ni al lastimado Zaide en la suya acogiese.

Por no echar la soga tras el caldero, la triste se esforzó y cumplió la sentencia. Y por evitar peligro y quitarse de malas lenguas, se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana. Y allí, padeciendo mil importunidades, se acabó de criar mi hermanico, hasta que supo andar, y a mí hasta ser buen mozuelo, que iba a los huéspedes por vino y candelas y por lo demás que me mandaban.

En este tiempo vino a posar al mesón un ciego, el cual, pareciéndole que yo sería para adestrarle, me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él, diciéndole cómo era hijo de un buen hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre, y que le rogaba me tratase bien y mirase por mí, pues era huérfano.

Él respondió que así lo haría y que me recibía, no por mozo, sino por hijo. Y así le comencé a servir y adestrar a mi nuevo y viejo amo.

Como estuvimos en Salamanca algunos días, pareciéndole a mi amo que no era la ganancia a su contento, determinó irse de allí, y cuando nos hubimos de partir yo fui a ver a mi madre, y, ambos llorando, me dio su bendición y dijo:

-Hijo: ya sé que no te veré más. Procura de ser bueno, y Dios te guíe. Criado te he y con buen amo te he puesto: válete por ti.

Y así me fui para mi amo, que esperándome estaba.

Salimos de Salamanca, y llegando a la puente, está a la entrada de ella un animal de piedra, que casi tiene forma de toro, y el ciego mandóme que llegase cerca del animal, y allí puesto, me dijo:

-Lázaro, llega el oído a este toro y oirás gran ruido dentro de él.

Yo simplemente llegué, creyendo ser así. Y como sintió que tenía la cabeza par de la piedra, afirmó recio la mano y diome una gran calabazada en el diablo del toro, que más de tres días me duró el dolor de la cornada y díjome:

-Necio, aprende que el mozo del ciego un punto ha de saber más que el diablo.

Y rio mucho la burla.

Parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que, como niño dormido, estaba. Dije entre mí:

«Verdad dice éste, que me cumple avivar el ojo y avisar, pues solo soy, y pensar cómo me sepa valer».

Comenzamos nuestro camino, y en muy pocos días me mostró jerigonza. Y como me viese de buen ingenio, holgábase mucho y decía:

-Yo oro ni plata no te lo puedo dar; mas avisos para vivir, muchos te mostraré.

Y fue así, que, después de Dios, éste me dio la vida, y siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir.

Huelgo de contar a vuestra merced estas niñerías, para mostrar cuánta virtud sea saber los hombres subir siendo bajos, y dejarse bajar siendo altos cuánto vicio.

Pues, tornando al bueno de mi ciego y contando sus cosas, vuestra merced sepa que, desde que Dios creó el mundo, ninguno formó más astuto ni sagaz. En su oficio era un águila. Ciento y tantas oraciones sabía de coro. Un tono bajo, reposado y muy sonable, que hacía resonar la iglesia donde rezaba; un rostro humilde y devoto, que con muy buen continente ponía cuando rezaba, sin hacer gestos ni visajes con boca ni ojos, como otros suelen hacer.

Allende de esto, tenía otras mil formas y maneras para sacar el dinero. Decía saber oraciones para muchos y diversos efectos: para mujeres que no parían, para las que estaban de parto, para las que eran malcasadas que sus maridos las quisiesen bien. Echaba pronósticos a las preñadas: si traían hijo o hija.

Pues en caso de medicina, decía que Galeno no supo la mitad que él para muelas, desmayos, males de madre. Finalmente, nadie le decía padecer alguna pasión, que luego no le decía:

“Haced esto, haréis esto otro, coged tal yerba, tomad tal raíz”.

Con esto andábase todo el mundo tras él, especialmente mujeres, que cuanto les decía creían. De éstas sacaba él grandes provechos con las artes que digo, y ganaba más en un mes que cien ciegos en un año.

Mas también quiero que sepa vuestra merced que, con todo lo que adquiría y tenía, jamás tan avariento ni mezquino hombre no vi; tanto, que me mataba a mí de hambre, y así no me demediaba de lo necesario. Digo verdad; si con mi sutileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre; mas, con todo su saber y aviso, le contraminaba de tal suerte, que siempre, o las más veces, me cabía lo más y mejor. Para esto le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo. Él traía el pan y todas las otras cosas en un fardel de lienzo, que por la boca se cerraba con una argolla de hierro y su candado y su llave, y al meter de todas las cosas y sacarlas, era con tanta vigilancia y tan por contadero, que no bastara hombre en todo el mundo hacerle menos una migaja. Mas yo tomaba aquella laceria que él me daba, la cual en menos de dos bocados era despachada.

Después que cerraba el candado y se descuidaba, pensando que yo estaba entendiendo en otras cosas, por un poco de costura, que muchas veces del un lado del fardel descosía y tornaba a coser, sangraba el avariento fardel, sacando, no por tasa pan, más buenos pedazos, torreznos y longaniza. Y así buscaba conveniente tiempo para rehacer, no la chaza, sino la endiablada falta que el mal ciego me faltaba.

Todo lo que podía sisar y hurtar traía en medias blancas, y cuando le mandaban rezar y le daban blancas, como él carecía de vista, no había el que se la daba amagado con ella, cuando yo la tenía lanzada en la boca y la media aparejada, que por presto que él echaba la mano, ya iba de mi cambio aniquilada en la mitad del justo precio. Quejábaseme el mal ciego, porque al tiento luego conocía y sentía que no era blanca entera y decía:

-¿Qué diablo es esto, que, después que conmigo estás no me dan sino medias blancas, y de antes una blanca y un maravedí hartas veces me pagaban? En ti debe estar esta desdicha.

También él abreviaba el rezar y la mitad de la oración no acababa, porque me tenía mandado que en yéndose el que la mandaba rezar, le tirase por cabo del capuz. Yo así lo hacía. Luego él tornaba a dar voces diciendo:

“¿Mandan rezar tal y tal oración?”, como suelen decir.

Usaba poner cabe sí un jarrillo de vino cuando comíamos; yo muy de presto le asía y daba un par de besos callados y tornábale a su lugar. Mas duróme poco, que en los tragos conocía la falta, y por reservar su vino a salvo, nunca después desamparaba el jarro, antes lo tenía por el asa asido. Mas no había piedra imán que así trajese a sí como yo con una paja larga de centeno, que para aquel menester tenía hecha, la cual, metiéndola en la boca del jarro, chupando el vino, lo dejaba a buenas noches. Mas, como fuese el traidor tan astuto, pienso que me sintió, y dende en adelante mudó propósito y asentaba su jarro entre las piernas y atapábale con la mano, y así bebía seguro.

Yo, como estaba hecho al vino, moría por él, y viendo que aquel remedio de la paja no me aprovechaba ni valía, acordé, en el suelo del jarro hacerle una fuentecilla y agujero sotil, y delicadamente con una muy delgada tortilla de cera, taparlo, y al tiempo de comer, fingiendo haber frío, entrábame entre las piernas del triste ciego a calentarme en la pobrecilla lumbre que teníamos, y al calor della, luego derretida la cera, por ser muy poca, comenzaba la fuentecilla a destilarme en la boca, la cual yo de tal manera ponía, que maldita la gota se perdía. Cuando el pobreto iba a beber, no hallaba nada.

Espantábase, maldecíase, daba al diablo el jarro y el vino, no sabiendo qué podía ser.

-No diréis, tío, que os lo bebo yo -decía-, pues no le quitáis de la mano.

Tantas vueltas y tientos dio al jarro, que halló la fuente y cayó en la burla; mas así lo disimuló como si no lo hubiera sentido.

Y luego otro día, teniendo yo rezumando mi jarro como solía, no pensando el daño que me estaba aparejado ni que el mal ciego me sentía, sentéme como solía; estando recibiendo aquellos dulces tragos, mi cara puesta hacia el cielo, un poco cerrados los ojos por mejor gustar el sabroso licor, sintió el desesperado ciego que agora tenía tiempo de tomar de mí venganza, y con toda su fuerza, alzando con dos manos aquel dulce y amargo jarro, le dejó caer sobre mi boca, ayudándose, como digo, con todo su poder, de manera que el pobre Lázaro, que de nada de esto se guardaba, antes, como otras veces, estaba descuidado y gozoso, verdaderamente me pareció que el cielo, con todo lo que en él hay, me había caído encima.

Fue tal el golpecillo, que me desatinó y sacó de sentido, y el jarrazo tan grande, que los pedazos de él se me metieron por la cara, rompiéndomela por muchas partes, y me quebró los dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé. Desde aquella hora quise mal al mal ciego, y, aunque me quería y regalaba y me curaba, bien vi que se había holgado del cruel castigo. Lavóme con vino las roturas que con los pedazos del jarro me había hecho, y, sonriéndose, decía:

-¿Qué te parece Lázaro? Lo que te enfermó te sana y da salud.

Y otros donaires que a mi gusto no lo eran.

Ya que estuve medio bueno de mi negra trepa y cardenales, considerando que a pocos golpes tales el cruel ciego ahorraría de mí, quise yo ahorrar de él; mas no lo hice tan presto por hacerlo más a mi salvo y provecho. Aunque yo quisiera asentar mi corazón y perdonarle el jarrazo, no daba lugar el maltratamiento que el mal ciego dende allí adelante me hacía, que sin causa ni razón me hería, dándome coscorrones y repelándome.

Y si alguno le decía por qué me trataba tan mal, luego contaba el cuento del jarro, diciendo:

-¿Pensaréis que este mi mozo es algún inocente? Pues oíd si el demonio ensayara otra tal hazaña.

Santiguándose los que lo oían, decían:

-¡Mirad quién pensara de un muchacho tan pequeño tal ruindad!

Y reían mucho el artificio, decíanle:

-¡Castigadlo, castigadlo, que de Dios lo habréis!

Y él, con aquello, nunca otra cosa hacía.

Y en esto yo siempre le llevaba por los peores caminos y adrede, por le hacer mal y daño: si había piedras, por ellas; si lodo, por lo más alto; que, aunque yo no iba por lo más enjuto, holgábame a mí de quebrar un ojo por quebrar dos al que ninguno tenía. Con esto, siempre con el cabo alto del tiento me atentaba el colodrillo, el cual siempre traía lleno de tolondrones y pelado de sus manos. Y, aunque yo juraba no lo hacer con malicia, sino por no hallar mejor camino, no me aprovechaba ni me creía más; tal era el sentido y el grandísimo entendimiento del traidor.

Y porque vea vuestra merced a cuánto se extendía el ingenio de este astuto ciego, contaré un caso de muchos que con él me acaecieron, en el cual me parece dio bien a entender su gran astucia. Cuando salimos de Salamanca, su motivo fue venir a tierra de Toledo. Porque decía ser la gente más rica, aunque no muy limosnera. Arrimábase a este refrán: «Más da el duro que el desnudo». Y vinimos a este camino por los mejores lugares. Donde hallaba buena acogida y ganancia, deteníamonos; donde no, a tercero día hacíamos San Juan.

Acaeció que, llegando a un lugar que llaman Almorox al tiempo que cogían las uvas, un vendimiador le dio un racimo de ellas en limosna. Y como suelen ir los cestos maltratados, y también porque la uva en aquel tiempo está muy madura, desgranábasele el racimo en la mano. Para echarlo en el fardel, tornábase mosto, y lo que a él se llegaba.

Acordó de hacer un banquete, así por no poder llevarlo como por contentarme, que aquel día me había dado muchos rodillazos y golpes. Sentámonos en un valladar y dijo:

-Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas y que hayas de él tanta parte como yo. Partirlo hemos de esta manera: tú picarás una vez y yo otra, con tal que me prometas no tomar cada vez más de una uva. Yo haré lo mismo hasta que lo acabemos, y de esta suerte no habrá engaño.

Hecho así el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance, el traidor mudó propósito, y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contenté ir a la par con él, más aún pasaba adelante: dos a dos y tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano, y meneando la cabeza, dijo:

-Lázaro: engañado me has. Juraré yo a Dios que has tú comido las uvas tres a tres.

-No comí -dije yo-; mas ¿por qué sospecháis eso?

Respondió el sagacísimo ciego:

-¿Sabes en qué veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.

A lo cual yo no respondí. Yendo que íbamos así por debajo de unos soportales, en Escalona adonde a la sazón estábamos en casa de un zapatero, había muchas sogas y otras cosas que de esparto se hacen, y parte de ellas dieron a mi amo en la cabeza. El cual, alzando la mano, tocó en ellas, y viendo lo que era díjome:

-Anda presto, muchacho; salgamos de entre tan mal manjar, que ahoga sin comerlo.

Yo, que bien descuidado iba de aquello, miré lo que era y, como no vi sino sogas y cinchas, que no era cosa de comer, díjele:

-Tío, ¿por qué decís eso?

Respondióme:

-Calla, sobrino; según las mañas que llevas, lo sabrás y verás cómo digo verdad.

Y así pasamos adelante por el mismo portal y llegamos a un mesón, a la puerta del cual había muchos cuernos en la pared, donde ataban los recueros sus bestias, y como iba tentando si era allí el mesón adonde él rezaba cada día por la mesonera la oración de la emparedada, asió de un cuerno, y con un gran suspiro dijo:

-¡Oh, mal cosa, peor que tienes la hechura! ¡De cuántos eres deseado poner tu nombre sobre cabeza ajena y de cuán pocos tenerte ni aun oír tu nombre por ninguna vía!

Como le oí lo que decía, dije:

-Tío, ¿qué es eso que decís?

-Calla, sobrino, que algún día te dará éste que en la mano tengo alguna mala comida y cena.

-No le comeré yo -dije-, y no me la dará.

- Yo te digo verdad; si no, verlo has, si vives.

Y así pasamos adelante hasta la puerta del mesón, adonde pluguiere a Dios nunca allá llegáramos, según lo que me sucedió en él.

Era, todo lo más que rezaba, por mesoneras y por bodegoneras y turroneras y rameras, y así por semejantes mujercillas, que por hombre casi nunca le vi decir oración.

Reíme entre mí, y aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego.

Mas, por no ser prolijo, dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me acaecieron, y quiero decir el despidiente y con él acabar. Estábamos en Escalona, villa del duque della, en un mesón, y diome un pedazo de longaniza que le asase. Ya que la longaniza había pringado y comídose las pringadas, sacó un maravedí de la bolsa y mandó que fuese por él de vino a la taberna. Púsose el demonio el aparejo delante los ojos, el cual, como suelen decir, hace al ladrón, y fue que había cabe el fuego un nabo pequeño, larguillo y ruinoso, y tal que, por no ser para la olla, debió ser echado allí.

Y como al presente nadie estuviese, sino él y yo solos, como me vi con apetito goloso, habiéndoseme puesto dentro el sabroso olor de la longaniza, del cual solamente sabía que había de gozar, no mirando qué me podría suceder, pospuesto todo el temor por cumplir con el deseo, en tanto que el ciego sacaba de la bolsa el dinero, saqué la longaniza y muy presto metí el sobredicho nabo en el asador, el cual, mi amo, dándome el dinero para el vino, tomó y comenzó a dar vueltas al fuego, queriendo asar al que, de ser cocido, por sus deméritos había escapado.

Yo fui por el vino, con el cual no tardé en despachar la longaniza y cuando vine hallé al pecador del ciego que tenía entre dos rebanadas apretado el nabo, al cual aún no había conocido por no haberlo tentado con la mano. Como tomase las rebanadas y mordiese en ellas pensando también llevar parte de la longaniza, hallóse en frío con el frío nabo. Alteróse y dijo:

-¿Qué es esto, Lazarillo?

-¡Lacerado de mí! -dije yo-. ¿Si queréis a mí echar algo? ¿Yo no vengo de traer el vino? Alguno estaba ahí y por burlar haría esto.

-No, no -dijo él-, que yo no he dejado el asador de la mano; no es posible.

Yo torné a jurar y perjurar que estaba libre de aquel trueco y cambio; mas poco me aprovechó, pues a las astucias del maldito ciego nada se le escondía. Levantóse y asióme por la cabeza y llegóse a olerme. Y como debió sentir al huelgo, a uso de buen podenco, por mejor satisfacerse de la verdad y con la gran agonía que llevaba, asiéndome con las manos abríame la boca más de su derecho y desatentadamente metía la nariz. La cual tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el enojo, se había aumentado un palmo. Con el pico de la cual me llegó a la golilla.

Y con esto, y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había hecho asiento en el estómago; y lo más principal: con el destiento de la cumplidísima nariz medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su dueño. De manera que, antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estómago, que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra mal mascada longaniza a un tiempo salieron de mi boca.

¡Oh, gran Dios, quién estuviera aquella hora sepultado, que muerto ya lo estaba! Fue tal el coraje del perverso ciego que, si al ruedo no acudieran, pienso no me dejara con la vida. Sacáronme de entre sus manos, dejándoselas llenas de aquellos pocos cabellos que tenía, arañada la cara y rascuñado el pescuezo y la garganta. Y esto bien lo merecía, pues por su maldad me venían tantas persecuciones.

Contaba el mal ciego a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez, así de la del jarro como de la del racimo y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande, que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire contaba el ciego mis hazañas, que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parecía que hacía sinjusticia en no se las reir.

Y en cuanto esto pasaba, a la memoria me vino una cobardía y flojedad que hice, porque me maldecía, y fue no dejarle sin narices, pues tan buen tiempo tuve para ello, que la mitad del camino estaba andado. Que con sólo apretar los dientes se me quedaran en casa, y, con ser de aquel malvado, por ventura lo retuviera mejor mi estómago que retuvo la longaniza, y no pareciendo ellas, pudiera negar la demanda. Pluguiera a Dios que lo hubiera hecho, que eso fuera así que así

Hiciéronnos amigos la mesonera y los que allí estaban y con el vino que para beber le había traído laváronme la cara y la garganta. Sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires, diciendo:

-Por verdad, más vino me gasta este mozo en lavatorios al cabo del año que yo bebo en dos. A lo menos, Lázaro, eres en más cargo al vino que a tu padre, porque él una vez te engendró, mas el vino mil te ha dado la vida.

Y luego contaba cuántas veces me había descalabrado y harpado la cara y con vino luego sanaba.

-Yo te digo -dijo- que si hombre en el mundo ha de ser bienaventurado con vino, que serás tú.

Y reían mucho los que me lavaban, con esto, aunque yo renegaba. Mas el propósito del ciego no salió mentiroso, y después acá muchas veces me acuerdo de aquel hombre, que sin duda debía tener espíritu de profecía, y me pesa de los sinsabores que le hice, aunque bien se lo pagué, considerando lo que aquel día me dijo salirme tan verdadero como adelante vuestra merced oirá.

Visto esto y las malas burlas que el ciego burlaba de mí, determiné de todo en todo dejarle, y, como lo traía pensado y lo tenía en voluntad, con este postrer juego que me hizo afirmélo más. Y fue así que luego otro día salimos por la villa a pedir limosna y había llovido mucho la noche antes. Y porque el día también llovía y andaba rezando debajo de unos portales que en aquel pueblo había, donde no nos mojamos; mas como la noche se venía y el llover no cesaba, díjome el ciego:

-Lázaro, esta agua es muy porfiada, y cuanto la noche más cierra, más recia. Acojámonos a la posada con tiempo.

Para ir allá habíamos de pasar un arroyo, que con la mucha agua iba grande.

Yo le dije:

-Tío, el arroyo va muy ancho; mas si queréis, yo veo por donde travesemos más aína sin mojarnos, porque se estrecha allí mucho, y saltando pasaremos a pie enjuto.

Parecióle buen consejo y dijo:

-Discreto eres, por esto te quiero bien. Llévame a ese lugar donde el arroyo se ensangosta, que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies mojados.

Yo que vi el aparejo a mi deseo, saquéle de bajo de los portales y llevélo derecho de un pilar o poste de piedra que en la plaza estaba, sobre el cual y sobre otros cargaban saledizos de aquellas casas, y dígole:

-Tío: este es el paso más angosto que en el arroyo hay.

Como llovía recio y el triste se mojaba, y con la priesa que llevábamos de salir del agua, que encima de nos caía, y, lo más principal, porque Dios le cegó aquella hora el entendimiento (fue por darme de él venganza), creyóse de mí y dijo:

-Ponme bien derecho y salta tú el arroyo.

Yo le puse bien derecho enfrente del pilar, y doy un salto y póngome detrás del poste, como quien espera tope de toro, y díjele:

-¡Sus! Saltad todo lo que podáis, porque deis de este cabo del agua.

Aun apenas lo había acabado de decir cuando se abalanza el pobre ciego como cabrón y de toda su fuerza arremete, tomando un paso atrás de la corrida para hacer mayor salto y da con la cabeza en el poste, que sonó tan recio como si diera con una gran calabaza, y cayó luego para atrás medio muerto y hendida la cabeza.

-¿Cómo, y oliste la longaniza y no el poste? ¡Olé! ¡Olé! -le dije yo.

Y dejéle en poder de mucha gente que lo había ido a socorrer, y tomé la puerta de la villa en los pies de un trote, y, antes de que la noche viniese di conmigo en Torrijos. No supe más lo que Dios dél hizo, ni curé de lo saber.

INTRODUCCIÓN AL LAZARILLO DE TORMES

“La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades” más conocida como “Cuestionario Lazarillo de Tormes” es una novela española anónima, escrita en primera persona y en estilo epistolar, como una sola y larga carta.

Fue escrita en 1554 y se cuenta de forma autobiográfica la vida de un niño, Lázaro de Tormes, desde su nacimiento y mísera infancia hasta su matrimonio ya en la edad adulta. Esta obra es una crítica despiadada de la sociedad del momento, de la que se muestran sus vicios y actitudes hipócritas, sobre todo la de los clérigos, religiosos y la nobleza de la época.

 

CONTEXTO HISTÓRICO-SOCIAL

 

El “Lazarillo de Tormes” se publicó a mediados del S XVI, bajo el reinado de Carlos I de España y V de Alemania (primer rey de la dinastía de los Austrias). El imperio español abarcaba, en ese momento, gran parte de Europa, además de las tierras conquistadas en América desde su descubrimiento en 1492.

Aquel extenso imperio no se correspondía con la difícil situación social de la España que muestra el Lazarillo”. El mantenimiento de un imperio tan gigantesco en los continentes europeo y americano generó numerosas guerras que empobrecieron a España, ello obligó a la monarquía al cobro de impuestos muy altos que pagaban, sobre todo, las clases bajas.

España, poderosa política y militarmente, era cada vez más pobre.

Esta pobreza y las dificultades para sobrevivir cada día son las que se ven reflejadas de forma crítica en la novela:

· en la vida del protagonista

· en la vida de otros personajes de la obra: ciegos, clérigos avaros, escuderos que no quieren trabajar…

 

La importancia de la honra: los hidalgos, caballeros o escuderos (baja aristocracia) se aferraban a un falso y superficial sentido de la honra:

· se adquiría por nacimiento

· se basaba en las apariencias o en el dinero

· era incompatible con el trabajo

 

Los clérigos: formaban una clase social que gozaban de privilegios al igual que la nobleza: no trabajaban y tampoco pagaban impuestos.

 

NOVELA PICARESCA

 

La novela picaresca es una narración generalmente en forma autobiográfica, de las aventuras de un pícaro, que tienen como fondo la descripción del medio social y expresan una determinada concepción de la vida. Es uno de los géneros narrativos que florecen en España desde fines del siglo XVI hasta mediados del XVII.

El realismo en la novela picaresca se manifiesta en la pintura de las costumbres, en la representación de la vida social; pero es exclusivamente la expresión de las clases miserables. No hay una novela picaresca de la clase aristocrática.

El Lazarillo” está considerada como la primera novela picaresca por los siguientes elementos:

Ø  Realismo

Ø  Narración en primera persona (autobiográfica)

Ø  La autobiografía se suele dirigir a un lector específico, normalmente en forma de carta

Ø  El protagonista es un pícaro

Ø  Servicio a varios amos

Ø  El pícaro cuenta su historia para autojustificarse o arrepentirse de su vida

 

EL PÍCARO

 

El pícaro es un personaje novelesco cuyas principales características son:

a) Actitud antiheroica: el pícaro es un antihéroe, es el polo opuesto del héroe tradicional, del caballero que protagonizaba los libros de caballerías.

En vez de poseer el valor, la honestidad, la virtud, la moralidad, el pícaro encarna la cobardía, el hurto, la estafa, el engaño, la inmoralidad… Carece de ideales y se sirve de las armas que tiene a mano para sobrevivir, las cuales no son espadas ni lanzas sino argucias, trucos y trapacerías.

b) Encarnación del deshonor:  el pícaro es un personaje opuesto al concepto moral y social de la honra. Esta actitud implica que la novela picaresca contenga siempre una crítica del concepto del honor o de la honra.

La sociedad española de los siglos XVI y XVII se había hecho muy superficial y se basaba sólo en la apariencia externa, la posesión de dinero o la “limpieza de sangre”.

Por ello se ridiculizan tanto en la novela comportamientos como el del escudero, que no tiene para comer y, sin embargo, dobla cuidadosamente su capa cada noche para que no se arrugue, con el fin de poder salir a la calle y “aparentar”.

c) Deseo de libertad:  el pícaro se siente independiente y por ello defenderá siempre la libertad del hombre. Unido a esto encontramos un afán desmedido, por parte del pícaro, de saltarse las rígidas barreras socio-morales de la época y del riguroso código del honor.

d) Genealogía vil:  el antihéroe siempre tiene una ascendencia innoble.

 

ESTRUCTURA DEL “LAZARILLO”

 

La novela está escrita en forma de epístola autobiográfica, es decir, se trata de una carta dirigida a un destinatario al que se llama “Vuestra Merced” en la que el protagonista, Lázaro, relata su vida desde el principio.

La novela consta de un prólogo y siete tratados muy desiguales en extensión:

·  En el prólogo se justifica el propósito de la obra

· En los tratados se recogen diversas peripecias del protagonista, Lázaro, al servicio de muchos amos, desde que es un niño hasta que es un hombre adulto.

Está escrita en forma retrospectiva pues Lázaro narra su vida cuando es un hombre casado con la criada del arcipreste de San Salvador, su protector, y hace de pregonero en Toledo.

 

EL PRÓLOGO

 

Comienza el prólogo de la novela con una parodia del estilo culto.

 

LOS SIETE CAPÍTULOS

 

Los tres primeros capítulos están plenamente desarrollados.

· Capítulo I: describe los orígenes familiares de lázaro y su relación con el primer amo, un ciego al que hace de guía.

· Capítulo II: pasa al servicio de un avariento clérigo que lo mata de hambre.

· Capítulo III: entra al servicio de un escudero, tan pobre, que es Lázaro quien tiene que mantenerlo. En este caso se da la paradoja de que es el amo el que huye y abandona al criado, y no al revés como con los anteriores amos.

El resto de los capítulos están poco desarrollados, en especial el capítulo IV y el VI. Se refieren a la relación de Lázaro con un fraile de la Merced y con un pintor de panderos y un capellán.

 

¿A qué se debe el cambio de ritmo narrativo en los diferentes capítulos?

Parece ser que el cambio de ritmo lento de los tres primeros capítulos al ritmo rápido de estos dos tratados se deba a que lázaro ya ha terminado su aprendizaje, por lo que al autor ya solo le interesa aquello que le sirva para explicar “el caso”.

· Capítulo V: su amo es un buldero. Es un poco más largo y el único en el que Lázaro se limita a ser un simple observador que relata lo que ve.

· Capítulo VII: Lázaro se convierte en ayudante de alguacil, después en pregonero de vinos y marido de una mujer que es criada y amante del arcipreste.

En este capítulo el ascenso material y social del protagonista coincide con su deshonra moral.

 

TEMAS

 

Tres son los temas que encontramos en el Lazarillo”:

A) El hambre: es un tema omnipresente en los tres primeros capítulos y se intensifica, además, a medida que estos avanzan. Lázaro se ve obligado a aguzar su ingenio para saciar el hambre.

B) La honra: este tema es clave en la novela y se muestra de modo magistral en el capítulo del escudero, que esconde detrás de su apariencia digna la pobreza más absoluta.

La honra en el “Lazarillo” está basada únicamente en lo externo y en las falsas apariencias. Hasta el mismo Lázaro asimila este modelo equivocado de honor que puede comprarse con dinero. Lázaro mejora su situación económica a costa de su deshonor personal, ya que al final prefiere, por conveniencia, darse por no enterado de que el arcipreste mantiene relaciones con su mujer.

C) Crítica hacia la iglesia: la visión crítica que en esta obra se da de la iglesia revela una sociedad cristiana que lo es solo de cara a “la galería”. Todos los amos de Lázaro que pertenecen al estamento religioso o viven de la religión destacan por aspectos negativos:

o   Hipocresía

o   Crueldad

o   Falta de caridad

o   Avaricia

o   Engaño

o   Lascivia

Todos influyen en la educación de Lázaro y contribuyen a su degradación moral.

 

PERSONAJES

 

Muchos personajes de la novela existían en la sociedad del S. XVI

Todos, salvo Lázaro, son personajes planos: representan un rasgo de carácter y no cambian a lo largo del capítulo en que aparecen.

Lázaro es el único personaje redondo: porque evoluciona a lo largo de la obra gracias a que sus vivencias influyen en su personalidad.

 

TIEMPO

 

a) El tiempo externo: Lázaro narra su propia historia desde su nacimiento hasta la madurez, un periodo de algo más de veinte años que constituyen el tiempo externo de la narración.

b) El tiempo interno: en este tiempo se combinan momentos de ritmo lento con otros de ritmo rápido. Durante la época en que vive con los tres primeros amos, aunque son solo unos meses, el tiempo transcurre con lentitud para enfatizar el sufrimiento y el aprendizaje del niño. A partir del capítulo cuarto, el ritmo se acelera y los años transcurren con rapidez.

 

ESPACIO

 

Los lugares por los que transcurre la novela son reales: Salamanca, Toledo, Almoro…

De ellos se realizan breves descripciones: una plaza, un mesón, el interior de las casas del clérigo y del escudero…

 

ESTILO

 

La obra tiene un estilo sencillo y natural. Lázaro se expresa en una lengua llana como corresponde a su condición social, rasgo que proporciona mayor verosimilitud a la obra.

Son abundantes las expresiones coloquiales, refranes, frases hechas…

 


 

EL PECADO DE ALEJANDRA LEONARD

I

Aquella mañana, la pequeña Alejandra, de nueve años de edad, encontró en el corral una paloma muerta. Su primer impulso fue echar a correr para dar el aviso. En cuatro saltos, espantando a las aves que la rodeaban, dejó el corral, pasó por los patios y entró en el escritorio de su padre, el profesor Leonard, buen historiador, que en ese instante se hallaba atareadísimo, abstraído, subyugado por el vaho sedante de los textos antiguos.

Papá, papá... una paloma se murió.

El profesor Leonard dijo sin ninguna intención:

¡Bah!... todos tenemos que morirnos.

Hubo un silencio prolongado, una inmovilidad absoluta. Por dos o tres veces se oyó el murmullo de la página que se vuelve. Un momento después, el llanto de la pequeña.

El profesor Leonard creyó soñar. Dejó el libro, quitóse las gafas y descubrió a su hija, acurrucada entre la puerta y la biblioteca. Alarmado corrió hacia ella.

¿Por qué lloras? ¿Te lastimaste? ¿Qué tienes, di?... — La tenía ahora en sus brazos y le besaba los ojos, las lágrimas, haciéndole mil preguntas. Pero la pequeña gemía, balbuceando el sollozo en una palabra trunca, sofocada, convulsa, mirando a su padre insistentemente. Entonces, él recordó lo de la paloma. —¿Es por la paloma que lloras?... ¡Pero si tienes muchas otras, tú! El palomar está lleno y son todas tuyas. ¡No llores así!... Si quieres te compraré una igual a esa. ¿Cómo era, a ver; dime cómo era? Fue necesario esperar.

Después la pequeña preguntó a su vez:

¿Tú también te morirás?... — El silencio se produjo de nuevo. Inmóviles los párpados, padre e hija se observaron durante unos segundos. Luego, sorprendido aún, le interrogó:

¿Qué dijiste?... — Alejandro repitió la pregunta con la firmeza de quién está resuelto a saber la verdad. El profesor concluyó por confundirse. No podía explicarse el sentido de aquella pregunta, hecha por una criatura. Por momentos le parecía ver en ella una manifestación rara, anormal, que la transfiguraba. Después subió a su conciencia el recuerdo de lo que dijera un poco antes a Alejandra: “todos tenemos que morirnos”. Entonces sonrió. Y cerrando los párpados, como si quisiera retener una imagen fugitiva, dio a su hija un beso tibio. Alejandra insistía:

¿Tú también te morirás?...

No, nenita, yo no me muero, yo no me moriré nunca. Hablaba de las palomas. Las palomas, sí, se mueren. Pero tu padre, no. Yo viviré siempre para ti, para acompañarte. ¿Estás contenta?

Se había sentado en su sitio de costumbre y mantenía a su hija sobre las piernas. Ella estaba tranquila ahora. Acurrucada contra el pecho de Leonard se había ido apaciguando y sonreía, dispuesta a la charla. Se inició entre ellos una conversación animada, la conversación inicial de la vida, el hijo frente al padre, la pregunta frente a la respuesta.

¿Y tú, por qué siempre estás encerrado en este cuarto?

Para estudiar, para saber.

¿Para saber qué?

Para saber lo que pasó. Las historias, los cuentos. ¿No te gustan los cuentos?...

Los cuentos, no. Las historias me gustan.

¿Cómo? ¿No te gusta el cuento de La Caperucita?

¡Ah!... ¿entonces La Caperucita no es una historia?

Sí. Es una historia y es un cuento. Porque... este... —Y aquí el profesor Leonard, investigador, crítico, lingüista famoso, poseyendo un extraordinario conocimiento del génesis de la sociedad humana, científico por temperamento y por convicción, zozobró entre el cuento y la historia.

No era la primera vez que el padre se callaba ante la curiosidad de la hija. Alejandra hacía preguntas terribles. Dotada de una ardiente riqueza sensorial, los fenómenos del mundo pasaban por sus sentidos produciendo las más inconcebibles paradojas, los absurdos más inesperados, las aseveraciones más impresionantes. Leonard, para quien su hija desde la muerte de su mujer lo constituía todo, pasábase los ratos largos escuchándola, dejándose llevar, corriendo tras la imaginación de su Alejandra, cuyo plano mental le sugería dulces ensueños y profundas inquietudes.

A los trece años. Alejandra egresó de la escuela superior. Era ya una muchachita que prometía ser alta. Tenía la esbeltez de una rama. Grácil, liviana, armónica en el movimiento, su cuerpo al andar se desprendía fácilmente de la tierra. Había heredado de su padre el color de la piel, un blanco vivo, manchado en el rostro por algunas pecas azafranadas. De pelo claro, ensortijado, poseía una noble cabellera que no invadía la frente y que se resistía al aparato trivial del sombrero. Ojos grandes, más bien oscuros, lo que producía un contraste agradable con el resto de la cara. Con todo, no era hermosa, por lo menos, carecía de esa hermosura superficial que impresiona a primera vista. El ángulo de la nariz era demasiado abierto y en su boca se destacaba un rictus incisivo, desdeñoso, que daba a su rostro una expresión de altanería y orgullo.

Por su natural disposición al estudio, por la constante compañía del padre, de quien respiraba su cultura, Alejandra fue en la clase el discípulo animador, el conductor de la chispa que enciende cada lección. Produjo generosos entusiasmos y envidias lívidas, frases francas de admiración y giros inseguros de desdén. Pero fuera del aula, durante los recreos, a la hora de la salida, en ese corto trayecto que los alumnos hacen juntos, Alejandra notaba en sus compañeras una frialdad general. Nunca entraba bien en una conversación. Había advertido que, al acercarse a un grupo, sus condiscípulas, por lo regular mayores que ella, de quince a dieciséis años, cambiaban el tema de la conversación o se callaban ostensiblemente. No podía comprender el motivo de esa separación que le imponían. Era objeto de una diferencia irritante, recibida siempre con la mueca de la sonrisa cordial, disciplinada, que sirve generalmente para cerrar nuestro espíritu a la mirada ajena.

Alejandra, que no podía comprender la verdadera causa que producía esta diferencia natural entre ella y sus compañeras de clase, sufrió sin una queja, pero no hizo nada por modificar la actitud de sus condiscípulas. Y legítimamente reaccionó, alejándose a su vez. En el tiempo destinado a los recreos, se la veía sola, mirando distraídamente o entregada a la lectura. Después concluyó por entreverarse con los alumnos de las primeras clases y jugó con ellos.

Solo una vez, hablando con su padre, le dijo como quien cuenta una novedad sin importancia:

Yo no tengo una amiga en la clase.

¿Y esas dos que vienen con frecuencia? —Alejandra soltó una carcajada burlona, sarcástica, impropia de su edad.

Esas, no, no son amigas. ¿Sabes por qué vienen? Mira: la mayor, esa grandota, viene para que yo le haga el problema y le dé el bosquejo de las composiciones; la otra aprovecha para ver la sala. Dice que es una de las mejores que conoce y que es una lástima que a nosotros no nos gusten las fiestas. El otro día me pidió permiso y desenfundó los muebles.

El profesor Leonard quiso reír, pero no pudo. Alejandra acababa de revelarle una vez más su temperamento, difícil de conducir, expuesto por su propia riqueza a los crueles desgarramientos de los tipos interiores. Y al quedar solo, en lugar de continuar con su trabajo, el hábito de su vida, no logró sustraerse a la preocupación, brumosa, gris, emotiva, donde el recuerdo hace su camino y se aventura en el Porvenir.

Leonard lamentaba su soledad. Ahora más que nunca echaba de menos a su compañera, la dulce amiga de su mocedad, muerta cuando su hija acababa de cumplir los tres años; ahora más que nunca le parecía necesario en su casa el espíritu nivelador de la mujer. Empezaba a inquietarle su rol de educador, a temer por la influencia decisiva de su personalidad en la vida de Alejandra. Antes, las ocurrencias de la pequeña le ponían contento. Ahora, cuando su hija le sorprendía con alguna reflexión profunda, se sentía aprensivo, receloso y pensaba inevitablemente en los tiempos que habrían de llegar. Su porvenir empezaba a inquietarle. Por primera vez se preguntó si el intelectualismo que rodeaba a la pequeña sería la ruta deseada para su felicidad.

El profesor tenía en Corrientes una hermana, viuda, con una hija algo mayor que Alejandra, llamada Elsa. En el hogar paterno habían sido buenos compañeros y la separación a que los obligaba la vida no apagó el dulce recuerdo de las horas de hermandad. Se veían de tarde en tarde, pero se escribían a menudo. En una de sus últimas cartas, cuando Alejandra tenía ya dieciséis años, entre otras cosas, le había escrito a su hermana: “...Nunca hubiese sospechado, querida Clemencia, que, a mis cuarenta y dos años, habrían de poseerme preocupaciones tan triviales por lo que tienen de caseras. Alejandra me trae de sobresalto en sobresalto. Tú ya sabes lo que es: un ser muy emotivo, pero con un espíritu crítico que da miedo. Debido a sus cosas he tenido que romper las relaciones con dos familias. Está pasando por ese período fermental, común en las juventudes fecundas. Todo lo encuentra mal, torcido, fuera de su sitio. Lee con una frecuencia que la excluye de cualquier otra actividad y estas lecturas dejan en su espíritu un sedimento vivo, creador, que la va formando. Pero no las tengo todas conmigo. Esta manifestación de su energía me parece excesiva y he tratado de ir contra ella, —doloroso es confesarlo— con resultados insignificantes. Estoy desorientado. Por momentos, más bien que mi hija. Alejandra me parece un ser desconocido que ha entrado en mi escritorio y se sienta junto a mí, para hablarme sobre asuntos de otro mundo”.

Puedes suponerte que no escapa a mi inquietud su aspecto de mujer. Mi desasosiego está aquí, precisamente. Si fueran varón no me importarían tanto ni su inaptitud para la adaptación, ni su temperamento absorbente, ni su constante visión del ridículo que la hacen proferir charigotas contra lo que la mayoría considera serio y respetable. Noches pasadas fuimos a presenciar el casamiento de uno de mis colegas, el profesor Martínez, catedrático de moral. De regreso, y ya en casa. Alejandra, que durante el trayecto había permanecido muda, se desató de golpe. Riendo estrepitosamente reconstruyó los principales episodios del enlace. En todo halló torpeza, aparatosidad, vacío. Entre otras ocurrencias dijo que la pareja parecía un par de fantoches movidos por hilos invisibles; que la novia, al firmar, miró al lapicero como si se encontrara ante un instrumento de eficacia desconocida; que los regalos, que los invitados que cómo tragaban contentos, refocilados ante las compoteras. Me resistí a su crítica, pero los fallos eran tan certeros que hube de reírme a mi vez de la ceremonia. No puedo contenerla en ningún sentido ni desviarla algo de mí. Es bien mi hija y yo soy bien su padre. Y si toda la vida hubiéramos de vivirla juntos sospecho que sería el hombre más feliz de la tierra. Pero sé que esto no puede durar. Hoy, mañana, quién sabe, acaso cuando no pueda resignarme a su ausencia, se ha de ir. La espera el camino irremediable y único de cada ser. Al pensar en esto me sobreviene un pesimismo que no obstante carecer de significación formal me llena de dudas y me pone triste. Tu venida, Clemencia, me parece la única solución. Te sé inteligente, fuerte, tesonera y tu influencia aún llegaría a tiempo. Piensa seriamente lo que te propongo. Te dejaré la dirección de la casa, donde harás lo que te plazca y donde puedes contar con mi obediente colaboración y con el cariño de Alejandra. Los otros días, por compulsarla, le dejé entrever la posibilidad de que tú vinieras a la capital para vivir con nosotros. No te haces una idea de la alegría que le di. Me abrumó a preguntas y en menos de un cuarto de hora hizo una multitud de proyectos. Producto de esa conversación es la carta interminable que te escribo, instándote a que vengas...”

Fue necesario esperar. Las cartas empezaron a sucederse con más frecuencia, signo inequívoco de que las dos familias se acercaban. La señora Clemencia Leonard de Araújo, antes de decidirse a abandonar Corrientes, quería vender una propiedad de su pertenencia. Pasaron unos meses. En ese entonces, Alejandra cumplía los diez y siete años.
Una tarde, el profesor Leonard sorprendió a su hija abstraída, frente al espejo de su tocador. Estaba sentada, con todo el cabello suelto, y se observaba, de frente, de perfil, combinando el marco del pelo con distintas expresiones del rostro. Parecía una actriz que estudiase en sí misma los momentos culminantes de una obra. Cuando advirtió a su padre se echó a reír.

¿Qué hacías? —le preguntó el profesor. Ella continuó riendo con un mal disimulado rubor. Tenía la cara encendida y trataba de ocultarla con las manos. El profesor se alejó sonriente, sin aguardar la respuesta, pero su hija le llamó.

¡Papá, papá!

¿Qué?...

Ven. Quiero hacerte una pregunta. —Leonard desanduvo unos pasos.

¿Qué quieres saber?

¿Yo soy linda?

¿Que?...

Si yo soy linda. Fíjate bien. Mira. —Y con toda la seriedad de que era capaz enfrentó el busto hacia Leonard, adoptó una pose fotográfica y lo miró como si su padre fuera otro espejo.

El se quedó sorprendido. Nunca le había hecho una pregunta de esa índole. En vez de responderle, preguntó:

¿Por dónde te ha dado hoy?

No, no; no divagues. Dime: ¿linda o fea?

Estás cansada de saber que eres una muchacha hermosa. Por otra parte... yo... —y no sabía qué decir. Hubo un silencio prolongado. Después Alejandra se le acercó y agitada por una emoción, empalidecida, con la voz seca empezó a decir:

Papá: quisiera decirte algo que me pasó ayer. Pensaba callármelo; pero no puedo.

Leonard se alarmó. —¿De qué se trata?

Un gesto tranquilizador de Alejandra se expresó primero que la voz. Luego prosiguió:

No; verás. Ayer fui a Palermo, con Matilde. ¿Recuerdas que te pedí permiso?

Sí, sí...

Bueno. Y dando vueltas, paseando por los senderos, nos encontramos varias veces con dos muchachos elegantes. En una de esas, la casualidad hizo que ellos caminaran durante un trecho tras de nosotras. Cuando nos separaba la distancia de un metro oí que uno empezaba a recitar aquellos versos de Amado Nervo que dicen: “Llena eres de gracia...” Al terminar pasaron adelante. Yo observé por pura curiosidad. Entonces, uno de ellos, el que había recitado, sin duda, me miró saludándome tan cordialmente que por poco le respondo.

Y dime: ¿esa casualidad de que ellos anduvieran por el mismo sendero, tras ustedes no la pudieron evitar?

¡Oh!... papá... Habrá sido cosa de una cuadra. Después siguieron su camino. Ponte en mi caso. ¿De qué modo hubiera podido impedir que él me recitara los versos? —Hubo una pausa. —¿Hice mal?...

Leonard contemplaba a su hija sorprendido aún; sintiendo renacer en su memoria gratos episodios que el transcurso de la vida iba abandonando en la penumbra. Y en vez de ponerse frente a ella como consejero, se sintió hermanado, confundido en la alegría que Alejandra no había podido reprimir en su relato, hecho con torpeza, ruboroso, pausado por la emoción.

No hay mal en lo que has hecho —dijo al fin, confuso, debatiéndose en un plano donde el padre y el compañero reclamaban su sitio. —Solo que, si estuviera Clemencia, ella sabría mejor que yo lo que tienes que hacer. —Y se alejaron cohibidos, casi avergonzados por un tema que parecía separarlos. No se volvieron a ver hasta la hora de la cena. Empezaron a comer en silencio. El profesor tenía ante sí, apoyado contra un botellón un diario de la noche y se mostraba muy interesado con las últimas noticias. Frente a él. Alejandra, ensimismada, mirando a lo lejos. En un movimiento maquinal, sus manos habían dividido un pan en menudos trozos que rodeaban el plato. Después, nerviosa, preguntó:

¿Qué estás leyendo, papá?

Este asunto: una quiebra fraudulenta.

¡Ah!... ¿sí?...

Sí...

Y, dime, papá... ¿a qué edad te casaste tú? —Leonard, riendo, dejó el diario.

Pero, hija... ¿Qué tiene que ver la quiebra con mi casamiento? —Ella se tentó.

La verdad. ¡Qué boba!...

Me casé siendo muy joven. Tenía veinticuatro años.

¡Veinticuatro años!... —exclamó admirada. — No eras muy joven que digamos.

Para ti, que tienes diecisiete; pero para mí que tengo cuarenta y tres...

Alejandra le miró reflexiva como si midiera la extensión de la respuesta. Permaneció callada durante unos segundos tratando de penetrar en el pensamiento del profesor, cuyo verdadero alcance escapaba a su juventud. Pero su preocupación anterior volvió de nuevo y quieras que no, obligó a su padre a una larga sobremesa, atosigándolo a preguntas sobre los novios, el amor, el matrimonio, con la misma sana y ardiente curiosidad de otras veces, como cuando le exigía que le explicase el origen del mundo. El pobre Leonard se defendió del asalto de su hija, diciendo lo que le parecía conveniente, callándose lo demás, en una maniobra difícil que le hizo sudar.

Dejaron la mesa a las veintidós horas.

El profesor se fue a su escritorio y empezó a escribir una carta a su hermana, una carta larga, de letra menuda, que le llevó ocho cuartillas. Al final, después de despedirse, añadía entre signos de admiración: “¡te aseguro que nunca como ahora llegarás a tiempo!”

Un mes más tarde las dos familias se hallaron reunidas en un hogar común. Leonard había alquilado una casa más amplia, en la calle Paraguay, a la altura de Montevideo.

Elsa, la prima de Alejandra, era una muchacha de dieciocho años, morena, de grandes ojos, juguetona, picaresca, coquetuela, que le gustaba, mientras pensaba en otras cosas, cantar y tocar el piano. En Corrientes había dejado dos novios, al uno indiferente, al otro desconsolado.
Durante los primeros tiempos las dos primas se observaron con algún recelo. Para Elsa, Alejandra fue algo así como la revelación de un absurdo. Verla leer con tanta dedicación le produjo asombro. Una tarde no pudo resistir y le preguntó:

¿Tú estudias alguna carrera, Alejandra?

No...

¿Y por qué lees tanto?

Porque me gusta.

¿Es interesante esa obra? ¿Cómo se titula?

Vidas Paralelas.

¿Vidas Paralelas?... —repitió desconcertada—. Vidas Paralelas... ¿Qué quiere decir?

Historia de la vida de hombres ilustres, semejantes por sus virtudes, por sus talentos. Es un libro que me entusiasma. ¿Por qué no lo lees tú también?

¿A ver?... Puede ser... —Tomó el ejemplar, leyó en la carátula, lo hojeó buscando figuras y cuando se enteró de que la obra estaba dividida en varios tomos, la devolvió con un gesto de cansancio. —No, no... Es muy larga. Las obras largas me aburren. A ti también deben aburrirte.

¡Oh!... si fuera así, haría como tú: no las leería.

Es cierto. No había pensado en eso. ¿Y tú sabes todo lo que dicen esos libros? —En un, gesto abarcó la existencia de la biblioteca.

No; conozco algunos.

¡Ah!... Porque mira que hay cosas raras en el mundo. Total: ¿quién inventó la moda?... —En el rostro de Alejandra apareció primero la sorpresa, luego la incredulidad. Miró a su prima buscando una rectificación. Elsa, ante aquella mirada que la penetraba, sintió un repentino malestar y sin saber por qué, sonriendo forzadamente, agregó como quien hace una salvedad: —Lo dije en broma.

Alejandra tampoco comprendía a Elsa. No acertaba a explicarse la constante movilidad que la poseía, semejante al aleteo incierto y sin rumbo de la libélula. Su pensamiento era como su cuerpo, de actitud inconsistente, cascabelino, ligero, conducido siempre por la última impresión.
Buenos Aires la deslumbró. Las avenidas, los grandes almacenes, el ruido, la aparente confusión de la muchedumbre, fueron para su ser, sensaciones invasoras, absorbentes, que bien pronto hundieron en el olvido su vida anterior.

Durante los paseos llevaba consigo a Alejandra, quien, a pesar suyo, cediendo a las insistencias del profesor y de su hermana, consentía en acompañarla.

Elsa no podía admitir que se saliera del centro de la ciudad. Entrar en las tiendas, asistir al desfile de los maniquíes vivientes, pedir precios, inspeccionar las vidrieras, verse rodeada de empleados solícitos, tomar el té en los magazines de moda, hacer el trayecto de Florida dejándose llevar por la ola humana, todo esto producía en su simplicidad banal una urdimbre de imágenes que le provocaban un aturdimiento agradable, confusiones ligeras, sorpresas que la hacían reír. Comúnmente se reía. La risa era el motivo dominante de su rostro, una risa parlanchina, contagiosa, que aparentaba ser incontenida como si una comicidad irresistible la tentara. Y el gesto de su risa era simpático, cordial, afectuoso, ruborizado por una timidez infantil.

Ya en los primeros paseos. Alejandra había advertido que su prima producía entre los hombres una atracción singular. Muy pocos pasaban por su lado sin mirarla y algunos se detenían, contemplativos, en una absorción profunda, tratando de aprisionar aquella figura que cruzaba veloz entre el marco breve de unos segundos. Y luego el piropo, el llamado, la promesa en todos sus matices, desde el requiebro soez, grosero, brutal, hasta la galantería poética que se inclina en un ademán caballeresco, ungido por el amor.

Una tarde que regresaban algo más temprano que de costumbre, al atravesar la plaza Lavalle, Elsa le dijo a Alejandra.

Fíjate si nos sigue uno de gris—. Alejandra volvió la cabeza. Tras ellas, a unos treinta metros, venía un hombre vestido de gris que al verse observado sonrió picaresco.

¿Y tú le conoces, Elsa?

Yo no. Con esta lo he visto dos veces.

¿Y desde dónde nos sigue?

Desde la joyería. Cuando dejamos el coche, él pasaba y sin duda aguardó nuestra salida en alguna esquina. ¿Es morocho, verdad?

Creo que sí ¡Ay! Elsa... No sabes como me he puesto nerviosa. Y tan luego aquí, cerca de casa. ¡Si nos viesen!...

Y qué; ¿hay algo de malo? Además uno no puede sustraerse a estas persecuciones. — Y al hablar, pretextando arreglarse el cuello, dirigió una mirada al desconocido.

¡No lo mires así...! —Alejandra tenía miedo.

Y aunque esta vez no era ella la solicitada por el amor, sintió el mismo deseo de escapar que le asaltara aquella tarde en Palermo cuando oyó tras sus pasos el rumor ascendente de los versos recitados por una voz varonil.

Iban a salir de la plaza, pero un encuentro inesperado las detuvo. Un joven que marchaba en dirección contraria, levantó de pronto los brazos al cielo y exclamó jubiloso:

¡Elsa!...

Después de las presentaciones se explicaron. Roberto González había sido su segundo novio, el abandonado en Corrientes, el pobre amador incomprendido a quien Elsa dejara abatido, tétrico, pesimista. En sus ratos de mayor amargura había leído “El Amor, Las Mujeres y la Muerte” de Schopenhauer, lo que dio a su sufrimiento una bandera filosófica. Estaba convencido de que el pensador alemán tenía razón: la mujer era un animal de cabellos largos e inteligencia corta. Pero ahora, al ver a su ex-novia, se olvidó de toda su filosofía, contento de volverla a ver, enamorado como entonces, pareciéndole más hermosa que nunca. Había llegado a Buenos Aires dirigiendo una partida de trigo que debía embarcar para Europa y pensaba radicarse en la capital al frente de un escritorio que abriría en breve.

En este momento, el vestido de gris pasó junto al grupo. Las miradas de los hombres se cruzaron. Roberto preguntó:

¿Quién es ese?

No sé —contestó Elsa, aparentando mentir.

¿No sabes? —repuso dudando. Hizo una pausa y agregó con franqueza, sin cohibirle la presencia de Alejandra:

Mira: yo quiero que sepas esto: quizá, en el fondo, lo único que me ha movido a dejar mi ciudad, a dedicarme a este género de trabajo, seas tú. Ahora, al verte comprendo que el amor que siento por ti está muy arraigado en mi vida y que, aunque quisiera no podría desprenderme di él. Volvamos a nuestras relaciones, Elsa. —Elsa se mostraba sorprendida, azorada.

Pero tú sabes que mamá no quiere.

No digas eso. Si te empeñas y tu prima nos ayuda... ¿Verdad, señorita, que usted nos ayudará?

¡Oh!... ¿Y en qué puedo ayudarles, señor? —Roberto miró a Alejandra por primera vez. El tono de la voz, la expresión sensata, aquel señor circunspecto que se interponía como un obstáculo, llamaron su atención.

Además —continuó Alejandra, —no creo que tía se oponga—, Elsa saltó.

¿Y cómo dices eso? ¿Y todas las discusiones que he tenido por él?...

¿Qué discusiones?

Pero ¿no recuerdas aquella vez que yo estaba escribiéndole una carta y mamá me la rompió? —Alejandra, que jamás había oído hablar de tal novio sino en tren de confidencias, se quedó admirada.

Pero tú sueñas —le dijo resueltamente. Intervino Roberto y al fin, Elsa dio, como quien concede una gracia, permiso para que él les hiciese una visita el próximo jueves.

Se despidieron. Las dos primas continuaron andando y durante el trayecto no cambiaron una palabra. Iban visiblemente mortificadas por lo que acababa de ocurrir. Llegaron a la casa y al trasponer la puerta de cancel, Elsa le dijo en un tono agresivo:

Te ruego que nunca me desmientas ante la gente.

Alejandra replicó severa:

No insistas porque no soporto las pantomimas.

Roberto logró atraer a Elsa y volvió a ser su novio. Abandonó la lectura de las obras crueles donde se habla mal del hombre. Su concepto de la mujer sufrió una modificación importante. Ya no era un animal de cabellos largos e inteligencia corta. Admitía que fuese un ser complicado, de laberíntica psicología, indefinible, incomprensible, de puerilidad profunda. Se adhirió así al argumento de moda que ha servido para tantas obras teatrales y para novelas de mano maestra.

En cambio, de Alejandra tenía una impresión distinta. No sabía a quién compararla. La creía un ser de excepción, admirablemente constituida. Le gustaba charlar con ella, discutir, oír sus disertaciones, verla exaltada por el pensamiento, cuya fuerza daba a su rostro una expresión de nobleza y de salud.

Trataban los tópicos más diversos. Una noche, motivados por unas elecciones que se efectuarían al día siguiente, hablaron de política. Roberto era un socialista entusiasta, sincero, convencido de que su partido produciría en el gobierno el gran movimiento social que predecían sus apóstoles. Alejandra le dejó hablar; pero de pronto, sin esperar a que terminase, le salió al paso. Empezó por negarle al socialismo todo futuro revolucionario. Admitía que hubiese muchos socialistas, que algún día fuesen mayoría en el electorado; pero se resistía a creer en la realización de ningún programa. Según ella, dentro de las normas comunes, partido que escala el poder, llámese liberal, conservador, socialista, es solo un partido más que continúa gobernando.

Acalorados por la discusión subieron el tono de la voz. Elsa, alarmada, intervino:

¡No se enojen!...

Roberto se volvió hacia ella.

¡Pero si no nos enojamos!

No importa. No se pongan así. Por qué no hablan de otras cosas. Me da miedo.

Miedo, ¿de qué? —preguntó Alejandra.

No sé. Me parece que se han vuelto locos.

Los dos soltaron la risa.

¡Qué encanto! —dijo Roberto mirándola emocionado. Y luego, dirigiéndose a Alejandra: —Cada vez que ella dice algo así, no se imagina usted el bien que me produce.

¡Oh... ya lo había advertido! —dijo algo irónica y alejándose discretamente.

Cuando quedaron solos, Roberto pasó uno de sus brazos por el cuello de su novia y le dio un beso en la boca. Los labios de Elsa no se movieron.

¿Qué tienes? —preguntó.

Déjame —contestó incomodada y tratando de separarse. Parece que Alejandra te interesa más de lo conveniente. Te gusta mucho conversar con ella.

No seas injusta, Elsa. Me place hablar con Alejandra porque es muy inteligente y sabe mucho. Pero esto no tiene nada que ver con el amor que yo solo siento por ti. Una mirada tuya, una sonrisa, unas palabras, una palabra, la que pronuncias nombrándome, tiene para mi mucho más valor que el pensamiento de Alejandra. Porque yo te amo tal como eres y probablemente a condición de que seas así: una adorable muñequita que guarda muchos secretos, pero que no sabe que los tiene. La simplicidad posee encantos que solo los hombres podemos comprender. Las otras noches, ¿recuerdas?, tú dijiste en rueda de amigos: “Yo vi bastantes óperas: “Carmen”, “Manón”, “Mefistófeles”, “Aída”... A la representación de “Bohéme” nunca fui; pero no me importa, porque la vi en el biógrafo”. Hiciste gracia y rieron, porque lo que dijiste significaba una falta de comprensión. Pero para mí fue un dulce motivo de amor. Tu cabecita no vuela; pero sabe inclinarse sobre mi pecho como en un refugio. Y cuando nos casemos te llevaré en mis brazos y te enseñaré a vivir. Nuestra casa será una jaula dorada donde cantarás espontáneamente, como los pájaros, cuando la llene el sol. ¡Qué me importa que lo ignores todo si estás conmigo!

Elsa hacía ahora mohines de niña enfurruñada que espera que la besen, para reír, y Roberto la besó suavemente, como se besa a un niño.

 

II

Alejandra tuvo su primer novio a los veinte años, poco después del casamiento de su prima Elsa. Se habían conocido en una sala de conferencias donde, al tiempo, fueron presentados durante un entreacto, acercados por el comentario general.

Se llamaba Gualberto Cánepa y estudiaba Derecho. Alto, elegante, decidor, silogista, preocupado constantemente en manifestar lo que pensaba respecto a algún tema trascendente. Conocía al profesor Leonard, de quien había sido discípulo, y por referencia supo que tenía una hija de inteligencia extraordinaria.

La tarde que le fue presentada sufrió una sorpresa agradable. Cuando le dijeron que aquella rubia sugestiva, de ojos obscuros que respondían tímidamente a sus miradas de enamorado, era nada menos que Alejandra Leonard, no lo quiso creer. Se había hecho una idea falsa de su físico. La suponía fea, brusca, hombruna, macerado el rostro por el estudio y la soledad. Sonreía de alegría y se sintió halagado. Llegar a ser el novio de aquella muchacha que además de su hermosura pasaba por la mujer más inteligente de la sociedad donde actuaba, le hinchó de vanidad. Dominado por una impaciencia ajena a su amor, decidió adelantar los acontecimientos.

Sin embargo, después de la presentación, lamentó haber ido de prisa. Sentado junto a ella se sintió cohibido. Cada vez que se aventuraba, Alejandra sonreía y le miraba con una atención tan honda que llegaba a turbarlo. Estaba en un trance difícil. Sus insinuaciones se le ocurrían torpes balbuceos de colegial que quiere repetir una lección mal aprendida. No sabía cómo explicarse. Si se tratara de una señorita de educación común, de esas que dan el tema al galán con sus mil monerías, le sería fácil. Pero con Alejandra tenía que medirse, estar en guardia. Había oído contar de ella muchas ocurrencias y le creía uno de esos espíritus mordaces que no perdonan el más leve error. Después de algunos tanteos, de frases entrecortadas, de íes suspensivas, se animó a decir, como quien entra de lleno a tratar una materia:

Quisiera que me perdonase este introito, señorita; pero, ante todo, yo quiero manifestarle lo que pienso respecto al amor. Yo... —Ante una nueva sonrisa de Alejandra se detuvo perdiéndose en una pausa. Estaba violento. Su lucidez le abandonaba, no atinando con las palabras. Jamás había sentido una turbación semejante. Su situación no podía ser más insufrible. Se daba perfecta cuenta de que Alejandra le veía en todo su aturdimiento. Tenía el rostro congestionado, la garganta seca. Convencido de que no reaccionaba se entregó con humilde franqueza: — Quería decirle algo; pero no puedo. —En sus labios se mostraba una sonrisa, casi sarcástica.

¿Por qué? —preguntó ella en un tono de congoja. —¡Estaba tan dispuesta a oírle!

No me explico. Deseaba ser digno de usted. Temo que me juzgue mal.

¿Qué es lo que teme?

Que me confunda con algún tonto de capirote. Porque la manera de expresarme ante usted...

Alejandra volvió a sonreír.

¡Qué engaño!... Creí que su ofuscación era de otra índole.

Gualberto se alarmó. Le pareció que un mal entendido se cruzaba entre los dos.

¿Cómo, señorita? ¿En qué sentido lo dice usted?...

En este momento el entreacto terminaba. Un nuevo conferencista ocupaba la tribuna y la concurrencia se recogió para escucharle. Gualberto iba a insistir en su pregunta; pero se detuvo ante un gesto de ella pidiéndole silencio. No obstante, después de una breve pausa, se acercó y le dijo al oído:

Nunca me perdonaría haberla impresionado mal.

Alejandra repuso entre dientes, y mirando al orador que iniciaba su discurso:

No se apresure. Aún no tengo una impresión de usted.

Durante el desarrollo de la conferencia, Gualberto se echó a pensar en la situación que se había creado frente a Alejandra. Poco a poco fue recuperando el dominio de sí mismo y trataba de analizarse, empeñado en hallar la causa de su aturdimiento, donde entraba en juego un elemento que le era desconocido, cuya influencia sentía, pero que no podía concretar.

Haciendo memoria apareció una circunstancia de significado oscuro. ¿Por qué, él, enamorado impaciente, atrevido insinuador, había permanecido algo más de un mes rondando en torno de aquella muchacha, sin decidirse a hablarle? ¿Qué le había detenido? Una mañana hicieron un viaje juntos, a La Plata, en el rápido de las once. La casualidad los sentó uno frente al otro. Ella leía en una revista y llevaba puesto un sombrero verde bajo cuyas alas florecía la cabellera rubia. Estaba hermosa. Él pensó: “En cuanto me mire, le dirijo la palabra”. Al cruzar por Quilmes, Alejandra dejó la lectura y se puso a observar hacia afuera. Le gustaba contemplar el cuadro que la ciudad ofrecía a la distancia, donde se destacaban los molinos de viento que emergían de entre las casas como una multitud de gigantescas zancudas pensativas ante el mismo horizonte. Después, al reiniciar la lectura, sus ojos se fijaron en Gualberto. Fue un instante breve de reconocimiento. Luego su mirada huyó bajo los párpados, que cayeron esquivos. Tres o cuatro veces durante el trayecto ocurrió lo mismo; pero él no lograba resolverse a iniciar una conversación, cosa harto fácil entre dos personas que viajan juntas.

Al salir, terminada la conferencia, él le pidió permiso para acompañarla unas cuadras, comunicándole que conocía al profesor Leonard, bajo cuya dirección había cursado dos años de Universal. Ella aceptó. Anochecía. En la ciudad saltaban las primeras luces.

Anduvieron un trecho silenciosos, el paso perdido, y sonreían al mirarse.

¿Le gustó la conferencia? —preguntó Alejandra en un tono de malicia.

¡Ah!... ¡Muy bien, muy bien! — dijo sin pensar. Pero en seguida, reaccionando, agregó: — Con franqueza: no entendí absolutamente nada. Durante todo el tiempo no dejé de pensar en usted.

¿Y en qué pensaba? ¿Se puede saber?

Pensaba que... —y no se ría demasiado; —que es usted un ser doble; que hay en usted dos personas...

Alejandra lo tomó a broma.

¿Y cuándo hizo usted el descubrimiento?

Poco después de saber que usted era Alejandra Leonard; cuando me acerqué a usted.

Eso requiere una explicación.

Me será muy difícil, porque no entiendo bien lo que ocurre.—Él se animó y fue confesando sus impresiones de enamorado. Hizo un relato de sus sentimientos, no pudiendo sustraerse a la tentación de expresar lo que pensaba respecto a ellos. Creía que la mujer era el complemento hacedor del hombre. Luego afirmaba que ese complemento adquiría mayor importancia y se imponía al varón, por cuanto se convertía para este en la fuente oscura cercana al instinto, en el genio de su conciencia subliminal. Después se refirió directamente a ella, hablando de los distintos encuentros que los habían acercado. Recordó el viaje a La Plata, su voluntad de iniciar una conversación y de sus recelos incomprensibles cada vez que ella le miraba. —Ahora tengo de usted dos impresiones bien distintas. Una me atrae irremisiblemente: la armonía que yo siento en su ser físico. Usted constituye la imagen más bella, más noble, más fecunda que haya recogido mi mirada...

Alejandra interrumpió:

¿No teme ponerme en ridículo?

Gualberto se detuvo, como el que se encuentra inesperadamente ante una pared. Hizo una breve pausa, y saltando sobre lo que iba a decir, exclamó:

¡Oh!... precisamente; ahí tiene el otro aspecto.

¿Cuál?

Su vida mental, su temperamento, su personalidad.

¿Cómo? — dijo entre sorprendida e incrédula. —¿Sabría usted decirme quién soy?

No. Sería saber demasiado. Intuyo solamente...

¿Y en ese mi otro aspecto, que lo rechaza a usted?

Yo no he dicho que me rechazara. Afirmo que me desorienta. En cuanto uno se acerca a usted, en cuanto se le oye pronunciar las primeras palabras se advierte de inmediato que hay en verdad una fuerte vida interior, una personalidad completa que no se sospechaba viéndola a usted como es, una hermosa muchacha que conserva en su rostro el frescor de la inocencia. Solo su mirada la delata, una mirada ante la cual uno se siente indefenso.

Alejandra rió.

Bonito panegírico hace usted de una futura novia. ¿Le parezco a usted un ogro?

¡No sea injusta, Alejandra! —dijo algo conmovido y con un acento de ternura que llegó a estremecerla.

Era la primera vez que la voz de un hombre la llamaba tan de cerca. Fue un sonido nuevo, una sensación desconocida que la turbó. Sintió latir su corazón y una onda emotiva le abrazó el rostro. Se olvidó de lo que estaba pensando, de lo que acababa de oír.

Bueno —dijo: —dejamos estos asuntos para después. No vale la pena.

El insistió:

¡Oh!... no; hablemos de nosotros. Además yo no me resigno a separarme ahora de usted, a alejarme sin una esperanza, sin algo que me permita suponer que no le soy indiferente. ¿Por qué calla?...

Alejandra le miró ruborizada, con una sonrisa desfalleciente, acongojada por una respuesta que no podía pronunciar. Tenía la impresión de que era un ser muy pequeño, insignificante, débil, sin voluntad. Pronunció unas palabras ininteligibles e inclinó la cabeza vencida. Gualberto comprendió que era el amo y señor. Se acercó más a ella, y le dijo casi al oído:

Yo quiero que usted sea mi novia, Alejandra. Desde hace unos segundos ha vuelto en usted la muchachita cándida, la pastorcita rubia de mis ensueños.

 

III

Durante los primeros seis meses del noviazgo no hubo entre ellos un día gris, tedioso, de cansancio, ni siquiera esa breve separación provocada por un enojo cualquiera. Gualberto visitaba a Alejandra tres noches por semana y le escribía apasionadas cartas llenas de arrebatos líricos. Era su novia, la novia de su vida, la buena estrella que cada hombre trae consigo al nacer. “Gracias a ti —escribíale— el mundo tiene para mí un significado. Estoy orgulloso de lo que eres. Lo reúnes todo: gracia, talento, belleza. Ninguna mujer se te parece. Hay momentos en que no me creo digno de tu amor y me avergüenza no poder ser algo más. Única y mía para siempre. Estoy en gracia de Dios, porque bebo de una fuente divina: tu vida”.

Alejandra nunca dejaba de responder a sus cartas. Le escribía: “Mi amado bueno: cuando te veo tan exaltado, tiemblo por mí. Solo soy una mujer que te ama. Desde que soy tu novia he dejado de lado muchas preocupaciones ajenas a nuestro amor. Me he despojado de mi anhelo de libertad, de mi ambición personal, de mi afán de saber. Estoy a merced tuya, sin vida propia. Ayer no quisiste ser bueno. Llegaste a casa con el ceño adusto, la frente oscurecida por una preocupación. ¡Bien mío, nunca fuiste más callado!... Había un tinte de duda, de incertidumbre, un resplandor confuso en tu mirada. Te negaste a mis preguntas, y cuando quedé sola, el recuerdo de tu actitud me hizo llorar”.

Pero esta onda ascendente de la pasión se detuvo un tiempo y luego empezó a declinar. Gualberto ya no escribía sus cartas con la misma asiduidad, y el motivo de ellas carecía del vigor sensual de los primeros escritos. Se dedicaba a verter conceptos sobre economía, derecho, política internacional, empeñado, como siempre, en manifestar lo que pensaba con respecto a la vida. Fue un rudo golpe para Alejandra que, si en los primeros momentos no supo distinguir la ruta que seguían, sintió, en cambio, la proximidad del frío.

Una noche ella se mostró quejosa.

Tú cambias, Gualberto, y yo quisiera que me dijeses sinceramente dónde está la causa, si en ti o en mí.

El negó. No se trataba de cambios. La vida tenía distintas manifestaciones, y era una suerte para los hombres que, como él, poseían una novia con la cual era posible hablar de algo más que de amor.

Durante un tiempo solo hablaste de amor y éramos felices.

Gualberto entonces trató de demostrar que todo estaba ajustado a la evolución de los sentimientos. Argumentó, analizó, entusiasmándose, pródigo en ademanes, seguro de convencer, en una exposición que duró media hora, sin hacer más pausas que las necesarias para respirar. Alejandra le escuchaba sintiendo renacer en ella su espíritu burlón, mordaz, agudo, su aptitud especial para descubrir el ridículo. Y de pronto dejó de ser la muchachita cándida que tanto amaba Gualberto y apareció Alejandra Leonard. Miró a su novio como quien observa la manifestación de un animal que se estudia. Su intención fue tan honda que él, a pesar suyo, se vio en un plano inferior e interrumpió su discurso. Alejandra no le dio tiempo a reaccionar.

Todo lo que has dicho es asunto de diccionario. Ahórrate la tarea.

¿Qué quieres decir?

Que te atormentas en vano por llenar un hueco.

Y aquella visita de amor terminó en una disputa violenta donde los dos trataron de zaherirse. Gualberto tomó el sombrero, que siempre dejaba sobre el cabezal de un sofá y abandonó la sala. En el zaguán se detuvo. Silencioso, el ademán colérico, esperó un segundo en la esperanza de encontrar en su novia un gesto conciliador, de oír un sollozo que le llamara. Pero la expresión de Alejandra lo anonadó. Estaba de pie, inmóvil, glacial, como si no viviera. Entonces le dijo, despechado y rencoroso:

¡Te olvidas fácilmente de que eres una mujer!

Y abandonó la casa.

El enojo duró un mes. La tía Clemencia, buena directora de ese noviazgo, tomó a su cargo la tarea de suavizar las rencillas. Se escribieron, y Gualberto volvió a visitar a Alejandra. El encuentro fue emocional. Se abrazaron. Ella lloraba y Gualberto, lagrimeando, dándole besos, le volvía a decir: “mi única”, “mi pastorcita”. Y esa misma noche, él inició por primera vez una formal conversación sobre el casamiento.

No obstante, la reconciliación no dio más resultado que crear una situación falaz, cuyo artificio se descubre cuando se secan las lágrimas o cesan las risas. Pensando en ella, Gualberto sentía pesar sobre su responsabilidad el destino de aquella muchacha, hermosa, apasionada; pero de una personalidad excepcional, ante la cual permanecía perplejo, interrogante, cabizbajo, solo, avergonzado por sus presunciones, sin ánimos para confesarse abiertamente el motivo de su inquietud. Ahora, próximo al año y medio de su noviazgo, apagados los primeros fuegos del amor, se ponía a razonar, tejiendo el futuro como quien desarrolla un problema aritmético.

Aunque pretendiese engañarse, Gualberto solo amaba en Alejandra lo que ésta tenía de común con todas las mujeres: su expresión física. En cuanto a su inteligencia, a su carácter, a lo que había en ella de excepción, produjo a la larga una rebelión de su voluntad. Lo que fuera en un tiempo motivo de entusiasta admiración, de vanidad mal disimulada, se convirtió en un recelo oscuro. Gualberto era un hombre de hacer lo que quería, y frente a Alejandra se sentía flanqueado, sorprendido en un plano inferior. Era de esos que necesitan para accionar el constante aplauso de un espectador subordinado.

Alejandra lo comprendía. A través de algunas actitudes vigorosas había oído restallar el amor propio, como una brasa avivada. Al momento presintió que un enemigo de hierro se interponía entre los dos. Quiso luchar, pero la rectitud de su pensamiento, el vigor de sus sentidos, su natural inclinación a la veracidad, le quitaron el único motivo de triunfo: la astucia. Y asistía, horrorizada primero, dolorosamente resignada después, al desgarramiento lento, pero inevitable de su edad romántica.

Por eso, aquella noche. Alejandra no se sorprendió. Traía un aire de duelo, compungido. Hasta su ropa parecía de luto, recién confeccionada, esbozando una sonrisa donde solo había una contracción espasmódica.

Siéntate —le dijo, señalándole un sofá frente a ella.

El obedeció sin mirarla. Hubo un minuto intolerable de silencio, que acentuó la situación hasta deformarla.

Alejandra le observaba a dos pasos previendo lo que iba a escuchar. Y aunque su espíritu se hallase preparado, resuelto a afrontar la separación, lo que imaginaba doblegó su voluntad y no pudo reprimir un sollozo. Sacó de una de sus mangas un pañuelito, se alejó hasta un ángulo de la habitación y dejándose caer sobre un diván se puso a llorar bajito, ahogando los estallidos de su dolor para que no la oyesen de las piezas inmediatas. Gualberto se acercó indeciso, turbado, pareciéndole conveniente aplazar su resolución para otra vez. La llamó:

¡Alejandra, Alejandra! ¡No llores!...

Era lo único que se le ocurría: que no llorase. Para ella estuvo todo dicho. Se puso de pie, quemó sus lágrimas y le dijo dignamente, con una serenidad conmovedora:

El compromiso que se contrae ante el amor no es igual al que se contrae ante el comercio. Me apena verte tan embarazado para decirme que entre nosotros ya no hay nada.

¡Oh!... no es solo eso. Yo quería explicarme.

Ella le detuvo.

¿Explicarte? ¿Para qué?

Tentaba de permanecer inconmovible, pero no lo lograba.

Te lo diré en pocas palabras. Tú eres como todos los hombres y yo no soy como todas las mujeres. Y si hay aquí algún reproche es contra mi misma naturaleza que lo dirijo. ¿Qué aman ustedes de la mujer? La trivialidad con sus monerías, el concepto pueril, su cabecita loca, su aparente fragilidad. No me perdonarías nunca el tener que compartir conmigo el mismo plano de la vida. Me hubieses amado si hubiese sido hueca como las muñecas. Lo que aman ustedes de la mujer es su cuerpo y su eterna pasividad. Ignoro qué grado de legitimidad habrá en todo esto ni quiero saberlo. Solo deseo destacar el motivo mezquino de esta pobre aventura. Porque yo te quiero como eres, a pesar de tu egoísmo y de su carácter impositivo. Porque si me dijeras: no hables, no hablaría; porque si me dijeras: no pienses: no pensaría. Estaba resuelta al sacrificio de mi pobre ser por ti, a convertirme en tu segundón sumiso, en la obediente compañera del Dueño y Señor. Pero tuviste miedo, sí, confiésalo. Miedo de que la mirada del esclavo te descubriese en la soledad, en el instante del recogimiento, cuando nos mostramos como somos; miedo de que el esclavo pesara tus pensamientos; miedo de que distinguiese las joyas malas de las joyas buenas. Este es el germen que mató tu amor. Puedes irte y en paz.

Gualberto, de pie, parecía esperar una pausa para decir algo; pero cuando Alejandra terminó, inclinó la cabeza y cruzó los brazos en un gesto de amargura. Solo, después de un prolongado silencio, dijo reflexivo y doloroso:

Tienes razón. Perdóname. No te apenes por esta separación. No soy digno de ti.

Vete tranquilo —contestó a media voz.

Gualberto avanzó hacia ella, tendiéndole la mano, humilde, avergonzado, respetuoso. Alejandra se apresuró en responder al saludo, deseando terminar de una vez. Sonriente, casi cordial, le acompañó hasta la puerta de calle. Y cuando él se alejó, pesadamente, agobiado, sintiendo que el dolor de aquella vida le pesaba como un fardo, oyó aún su voz, doliente, apagada por las lágrimas:

Que seas feliz.

Cuando Alejandra se volvió, la tía Clemencia estaba a su lado.

¿Qué tienes? ¿Qué hay? ¿Han reñido?

Maternal la acogió entre sus brazos y la condujo hasta la sala. —¿Dime, por qué se enojaron?...

Pero Alejandra, la cabeza apoyada sobre el seno de Clemencia, lloraba, lloraba...

 

IV

El profesor Leonardo murió cuando su hija tenía veinticuatro años. Este suceso acabó por señalar en Alejandra los contornos definitivos de carácter.

Algunos meses más tarde, Clemencia le propuso pasar a vivir a Montevideo, donde estaba radicada su hija Elsa, de cuyo matrimonio había tenido dos hermosos varones, el mayor de los cuales contaba cinco años. Alejandra aceptó. Nada le retenía en Buenos Aires. A su enojo con Gualberto siguió un período de retraimiento, de abandono, de inmovilidad. Se había pasado días enteros sin salir de su cuarto, acostada, mirando obstinadamente hacia el cielo-raso, el sentido embotado por la cavilación, muda, sorda, sepulta en el pasado. Fue una embriaguez, larga, torturante, de pesadilla. Después reaccionó débilmente, en una penosa convalecencia. Había enflaquecido y en sus labios tenía un rictus de amargura que no alcanzaba a velar el movimiento de la sonrisa.

Volvió a la vida, sintiendo recrudecer en ella su ardiente curiosidad, su afán por el estudio, su franca aptitud para el análisis. Aceptó con placer una tarea que le ofreció su padre, investigación sobre la civilización incaica, y reanudó sus trabajos en la secretaría de una asociación cultural.

Un año y medio después y casi olvidada de su fracaso sentimental, sonrió a los galanteos de un poeta soñador que le dedicaba versos pulcros. Pero fue un amor que apenas duró cuatro meses. Una tarde, Alejandra tuvo la mala ocurrencia de criticar una de sus composiciones. Era un soneto donde aparecía “la ilusión de la mañana” que luego “se velaba en la fontana”. En los tercetos se refería “al reposo de las tardes pensativas” donde, entre otras cosas, “soñaban las horas revividas”. Ella juzgó que era inocuo y vulgar. Discutieron. Unos días después, él le mandó una carta donde terminaba diciendo que, a pesar de las protestas de su amor, se veía en la cruel necesidad de poner los puntos sobre las íes. Y se acabó.

Alejandra leyó esta carta sin sorprenderse. Ni una queja, ni un sollozo. AI finalizar tuvo un ímpetu de rabia y estrujó el papel. Iba a arrojarlo al canasto, pero se detuvo. Quitóle las arrugas planchándolo entre los dedos y luego escribió al pie de la firma esta breve respuesta: “Tienes razón: el elemento intelectivo me resulta nefasto. No obstante, a pesar de los versos, creo que hubiéramos podido vivir bien”.

Más que por el novio que perdía. Alejandra temió por el significado de su gesto. Haciendo memoria, halló una relación formal en la actitud de los dos hombres que había amado. Con pequeñas diferencias, el proceso amoroso de ambos presentaba idéntico desarrollo, desde el motivo de la iniciación hasta la causa de la rotura definitiva. Tanto en uno como en otro. Alejandra, había provocado el mismo fermento lírico, la exaltación por lo bello, la fantasía de la comunión espiritual. Pero luego, a medida que la vida iba exigiendo en cada uno lo que cada uno es capaz de dar, los dos se sintieron cruelmente mortificados por este mismo lirismo, por esa exaltación de lo bello, por esa comunión espiritual.

A Alejandra le pareció comprender que entre ella y el hombre se interponía un dilema cuyas consecuencias no podía prever. ¿Se hallaría en la necesidad de aceptar a cualquiera, al primero que quisiera casarse con ella, siguiendo el ejemplo de muchas de sus conocidas? ¿Continuaba siendo el matrimonio una espontánea elección del hombre y una incondicional adaptación en la mujer?

A la muerte de su padre, Alejandra sintió en su garganta el nudo de la soledad. Solo conservaba a la tía Clemencia, una buena mujer que, si no entendía su carácter, tenía en cambio para ella momentos de ternura maternal. Por eso, cuando le habló de pasar a Montevideo, hasta se puso contenta. Además de hallar justo que la madre quisiera vivir cerca de su hija y de sus nietos, le pareció que al cambiar el medio social cambiaría de vida.

En el verano de 1920 se trasladaron a la capital uruguaya. En la dársena les esperaban Elsa y Roberto. Ocuparon un taxi que los condujo hasta la casa del matrimonio, en las inmediaciones del Parque Rodó. La conversación recayó bien pronto sobre los niños.

Los dejé durmiendo —dijo Elsa. —Están hechos unos diablos. Ya no puedo con la vida de Enriquito.

Enriquito era el mayor, de cinco años; le seguía Luis, de tres. El matrimonio empezó a hablar de ellos, los dos a un tiempo. Elsa contaba sus gracias, sus pillerías; Roberto refería sus precocidades. Cuando el auto se detuvo estaba en lo mejor de los cuentos.

Ahora verán —prometía Roberto.

Seguro que se han despertado y están escandalizando. La pobre sirvienta les tiene miedo. Le tiran del pelo, la arañan. Son unos desalmados.

Pero los nenes dormían aún.

¡Pobrecitos!... No los despertemos —dijo Alejandra. —No obstante. Clemencia no pudo dominarse y se echó sobre el menor, besándole la cara. Este, sorprendido, empezó a dar unos berridos espantosos. A los gritos se despertó Enriquito, quien, por lo que pudiese ocurrir, se hizo un ovillo en la cama y estirando las colchas se tapó hasta la cabeza.

Pero si es abuelita y tiíta Alejandra —decía Elsa; —¡es abuelita, abuelita que te quiere tanto!

La palabra de abuelita tiene para los niños un caudal de simpatía irresistible. Cuando ellos la pronuncian, le dan un dulzor de néctar como si el vocablo floreciera en sus labios. Luisito dejó de gritar, abrió mucho los ojos para observar a Clemencia y desconfiado todavía se rió. La abuela volvió a besarlo y él le echó los brazos al cuello.

¡Pero qué fenómeno! —exclamó Roberto en un arranque de admiración —¡ya la conoce!...

A todo esto, Enriquito, se había animado y semidesnudo, de pie sobre su cama observaba la escena. Alejandra lo cargó.

¡Qué crecido está!...

Se inició el relato de las proezas; se habló de enfermedades, de atraso en el desarrollo, de los dientes. Luego Roberto tuvo que dejarles para ir a su tarea habitual y Clemencia se encargó del desayuno.

Voy a vestirlo —dijo Elsa.

¿Dónde tienes las medias? —preguntó Alejandra teniendo a Enriquito sobre las faldas.

¡Oh!, este se viste solo, ya...

Elsa vistió a Luisito en un santiamén, pero Alejandra no adelantaba gran cosa. Jamás se hubiera imaginado que vestir a un niño fuese empresa tan ardua, sobre todo cuando a este le da por divertirse. A las primeras palabras, el angelito dejó de serlo y no hubo modo de que permaneciese quieto un momento. Saltaba sobre Alejandra, se le abrazaba del cuello, pretendía montarse en los hombros, le echó abajo el peinado. Mientras tanto, ella había logrado embutirle una media con el talón sobre el empeine. La madre intervino:

¡Quieto, Enrique, porque me voy a enojar!

Pero Alejandra, sofocada por la lucha, se reía.

¡Déjalo! ¡Ya verás cómo lo visto! Es un encanto.

Ese mismo día fueron a Ramírez. Alejandra llevaba consigo a Enriquito y Elsa al menor. Era una tarde calurosa. La multitud llenaba el arco de la playa. Los nenes, descalzos, se pusieron a jugar, haciendo con los baldecitos panes de arena que apilaban simétricamente, impacientes por deshacerlos mientras los iban formando. Elsa y Alejandra se echaron cerca de ellos.

Aquí se está bien. En Buenos Aires, era horrible el calor.

¿Y cómo está aquello? Cuéntame. ¡Hace tanto que falto de allí! ¿Es verdad que al hijo de doña Petronila lo nombraron diputado?

Vamos... ¡no seas irónica! ¿Querrás decir que lo eligieron?

¡Bah!... tú sabes que no comprendo esos manejos. Al único que le oigo hablar de estos asuntos es a Roberto. ¿Sabes que no es más socialista?

¡Ah! ¿no?...

No. Ahora es, si no le he oído mal, es bolchevique o comunista. ¡Si vieras todo lo que me dice! ¡A mí me hace gracia! Francamente, es lo que menos me importa de Roberto.

¿Y le quieres mucho?

¡Y cómo no quererlo! ¡Es tan bueno con los nenes y conmigo! Ahora lo quiero de verdad.

¿Y antes?

Sí; antes también, pero yo he sentado el juicio, Alejandra.

Nunca tuviste mal juicio.

Sí. Es que no me explico bien. Ahora que soy madre de dos hijos, creo que he aprendido algo y todo lo demás ha desaparecido para mí; ¿sabes? Lamento no poder expresar la idea que tengo. Si fuese como tú, Alejandra... Con tu inteligencia, con tu saber, sería fácil. Porque tengo una ocurrencia respecto a mí, respecto a todas; pero no la puedo decir.

¿Te gustaría ser como yo?

Elsa iba a soltar la respuesta como si la tuviera preparada, pero se detuvo.

No te calles, dila. Te advierto que no me ocultes nada. Tengo un fuerte interés en oírte hablar de mí. En cierto modo, tú me pareces la imagen de la felicidad. Habla, ¿te gustaría ser como yo?

Elsa bajó los párpados e hizo un signo negativo con la cabeza.

¡Hum!... ya lo sabía. Háblame, Elsa háblame. Di lo que piensas. No te inquiete mi inteligencia ni lo que sé. Ten en cuenta que llego a tu hogar como un náufrago; que voy a necesitar de tu cariño y de las caricias de tus hijos.

¡Yo te compadezco, Alejandra! Pensando en ti, he llorado algunas veces. Discúlpame. No te enojes conmigo. Porque sé que tú eres muy buena, y de verte así, sola, sin que nadie te quiera, me da lástima. ¡Tanta mujer mala que se casa!...

Me conmueve tu lástima. ¿No me quieres tú?

¡Oh!, yo sí; pero ¿de qué te sirve mi cariño? Sé que mi amistad te aburre. A tu lado soy una vulgar. No puedo acompañarte. Desde que empezamos a vivir juntas, ¿recuerdas, allá, en la calle Paraguay? Al poco tiempo comprendí que tú eras de otra pasta. Y nuestras amigas pensaron lo mismo. Contigo no teníamos asunto. No te burlabas; pero nunca compartiste nuestras preocupaciones. Yo era feliz con nada, como todas nosotras: la novelería de la moda, los paseos, las fiestas, los bailes, el novio... ¿Qué quieres? Uno no sabe más nada ni ambiciona más nada. Pero tú... el que no lo haya visto no lo cree. Una muchacha, ¡pasarse los días enteros sin salir de la biblioteca! Para mí hubiese sido espantoso. Tú estás destinada a otros fines, Alejandra. Ninguna de nosotros valemos un pie de los tuyos.

Estás en un error, Elsa. ¡Mi destino!... ¡Para que una mujer triunfe en la vida ha de ser muy grande, sublime, genial! ¡o ha de ser pequeñita! Tú sí que has triunfado. Tienes dos hijos, un hombre bueno a tu lado, una casa donde se cumplen las horas. ¿Qué tengo yo?... ¿Supones que no me he casado porque no he querido?

Roberto me ha dicho que tú eras demasiado exigente.

No es cierto. He buscado compañeros dignos y los que tal me parecieron me juzgaron peligrosa y huyeron de mí.

¿Qué temían?

Algo.

Un momento se mantuvieron en silencio. Junto a ellas los nenes continuaban jugando. El mayor construía un castillo disponiendo de la arena húmeda que Luisillo le traía en el baldecito.

Eran las dieciocho horas. La muchedumbre cubría el arenal. Se oía un murmullo ensordecedor que ondulaba, ascendiendo y descendiendo como los embates de la pleamar. Centenares de bañistas excitados por el agua, entregados a distintos juegos, gritaban, chillaban alborozados por la caricia del río.

La tarde iba cayendo firme y lenta. El oeste se enrojecía. El sol, entre el mar y el cielo enfocaba el espacio abierto. Un buque corría ceñido en el horizonte. Era un prisma tendido a lo largo, negro, achicharrado por un golpe de contraluz.

Haciendo maquinalmente unos dibujos sobre la arena, Elsa dijo al fin:

Yo creo que, si lo deseas, tú bien puedes casarte, Alejandra.

No me parece. Llevo todas las de perder.

Al decir esto soltó una carcajada dolorosa.

¿De qué te ríes?

De mí: solo de mí, me río. ¡Después de haber pensado en tantas cosas, caer en esto!...

No seas soberbia. Alejandra.

No es soberbia. Es... impotencia, es desventura, es...

Hizo un esfuerzo para impedir que el llanto nublara sus ojos.

No le des un mal sentido: ahora quiero ser como tú.

Medió un nuevo silencio. Observaron en rededor. Miraron el cielo, el mar. Después, Elsa, siguiendo su pensamiento, insistió:

Aún puedes casarte. Todo está en que te prestes a hacer lo que dice Roberto.

¿Y qué dice?

Que te hagas la nena boba.

Alejandra miró a su prima profundamente. Un velo inesperado se había interpuesto entre las dos.

Sí. ¿No entiendes? —prosiguió Elsa. —¡La nena boba, la nena boba!... Yo, una vez leí unos versos de Bécquer. Creo que dicen así:

¿Que es estúpida?... ¡Bah!, mientras callando,

Guarde oscuro el enigma,

Siempre valdrá, a mi ver, lo que ella calla

Más que lo que cualquiera otra me diga.”

Elsa... ¡Pero tú sabías eso y nunca me lo diste a entender! Te miro y me pareces otra.

Roberto me ha enseñado muchas cosas. Tiene razón.

La nena boba —repetía Alejandra entre dientes, mirando a lo lejos, —¡la nena boba!...

Callaron. Largo rato se mantuvieron silenciosas, fijas en la última actitud. Alejandra sentía en su mente el sopor de la bruma, difusa la imagen, impreciso el pensamiento.

¿Vamos?

Vamos.

Habían prometido estar de regreso a las diecinueve horas y aun cuando para llegar a la casa solo tenían que atravesar el Parque Rodó, decidieron volver. Alejandra tomó de la mano a Enriquito.

Era el momento de mayor algarabía. Los vehículos llegaban atestados de pasajeros que invadían la playa, obreros y empleados que aprovechaban la última hora para el baño. Cuando ellas quisieron subir la escalinata fueron separadas por la muchedumbre y se perdieron. Alejandra, con el nene entre los brazos, se había detenido junto al primer peldaño, no animándose a avanzar. Luego de algunas tentativas logró zafarse de aquella ola y buscó a su prima. Elsa había conseguido subir y le hacía señas, desde la Rambla, indicándole otra escalera, donde era más fácil la salida. Entonces siguió aquella dirección, siempre con Enriquito entre sus brazos. Cuando estaba por alcanzar la escalinata, un señor le dijo entusiasta:

¡Qué hermoso hijo le ha dado Dios, señora!

Alejandra sintió una honda sacudida en todo su ser. Sorprendida iba a decirle: “no es mío”, pero la voz no se pronunció. Apretó el nene contra su pecho y empezó a subir. Las piernas le flaqueaban.

 

JOSÉ PEDRO BELLÁN