Lee el siguiente
cuento y responde las preguntas que aparecen debajo del mismo:
UNA
DAMA DE REDHORSE
Coronado, 20
de junio.
Cada vez
estoy más interesada en él. No es, estoy segura, su... ¿Conoces algún buen
sustantivo que corresponda al epíteto «guapo»? No me gusta decir «belleza»
cuando hablo de un hombre. Es harto guapo, Dios lo sabe. Cuando está en sus mejores
momentos, que siempre lo son, ni siquiera confiaría en ti... la más fiel de las
esposas. No creo que la fascinación de su trato tenga mucho que ver con ello.
Bien sabes que el encanto del arte reside en algo indefinible, e imagino que
para nosotras, mi querida Irene, el arte que estamos considerando es menos indefinible
que para dos muchachas recién presentadas en sociedad. Sé de qué manera mi
apuesto caballero obtiene muchos de sus efectos y hasta podría darle algunos
consejos para que los realzara. Sea como fuere, sus modales son deliciosos. En
este hombre, sospecho, lo que más me atrae es la inteligencia. Su conversación
es la más seductora que he oído y no puede compararse con la de ningún otro.
Parece conocerlo todo, y tiene que ser así porque lo ha leído todo, ha estado
en todas partes, ha visto cuanto había que ver -a veces, creo, más de lo que
conviene- y está relacionado con la gente más rara. Y su voz, Irene... Cuando
la oigo, siento que debería pagar para oírla, aunque soy dueña de ella, claro
está, cuando se dirige a mí.
3 de julio.
Tengo la
impresión de que mis observaciones sobre el doctor Barritz, escritas al correr
de la pluma, deben de haber sido muy tontas; de otro modo, no te habrías
referido a él con esa ligereza, por no decir falta de respeto. Créeme, querida,
tiene más dignidad y seriedad (de aquellas, quiero decir, que no son incompatibles
con una manera de ser juguetona y siempre encantadora) que cualquiera de los hombres
que tú y yo hayamos conocido nunca. Y el joven Raynor -conociste a Raynor en
Monterrey- me cuenta que todos los hombres lo estiman y que en todas partes lo
tratan con deferencia. Hay también un misterio, algo acerca de su relación con
la gente de Blavatsky, en la
India del Norte. Tampoco Raynor ha querido o podido contarme
detalles. Deduzco que al doctor Barritz lo consideran -¡no te atrevas a
reírte!- un mago. ¿Puede haber algo más hermoso? Un misterio común no es, desde
luego, tan divertido como un escándalo, pero cuando se vincula con prácticas
oscuras y terribles, con el ejercicio de poderes sobrenaturales, ¿puede haber
algo más sugestivo? Explica, asimismo, la singular influencia que este hombre
tiene sobre mí. Es lo indefinible de su arte: magia negra. En serio, querida,
tiemblo de verdad cuando fija en los míos la mirada inescrutable de sus ojos
-dos especies de astros- que he intentado vanamente describirte. ¡Qué atroz
sería si tuviera el poder de hacerla caer a una rendida de amor! ¿Es que la
multitud de Blavatsky tiene ese poder cuando está fuera de Sepoy?
16 de julio.
¡Increíble!
Anoche, cuando mi tía estaba en uno de los saraos del hotel (los odio), se presentó
el doctor Barritz. Era escandalosamente tarde. Estoy segura de que había
hablado con mi tía en el salón de baile y que supo por ella que yo estaba sola.
Yo había pasado la tarde queriendo sonsacarle la verdad acerca de su relación
con los thugs[1] de Sepoy, y
todo lo de la magia negra, pero a la noche, en cuanto me clavó los ojos (porque
lo recibí a esa hora, me avergüenza decirlo), me sentí perdida. Temblé,
enrojecí... ¡Oh Irene, Irene, no puedo expresar con palabras cuanto lo amo, y
tú sabes lo que es eso!
¡Las vueltas
de la vida! ¡Yo, el patito feo de Redhorse, hija (dicen) del viejo Jim de Calamity,
y por cierto su heredera, sin otros parientes vivos que una tía vieja que ya no
sabe en qué forma mimarme, yo, desprovista de todo salvo de un millón de
dólares y de un pretendiente en París, me atrevo a enamorarme de un dios como
él! Querida, si estuvieras aquí, conmigo, te agarrarías la cabeza.
Estoy
persuadida de que se ha dado cuenta de mis sentimientos porque se quedó pocos
minutos, sin decir nada que no pudiera decir cualquiera, y después, fingiendo
que tenía otro compromiso, se marchó. Hoy supe (me lo dijo un pajarito: el
botones del hotel) que se fue derecho a la cama. ¿Es que eso no te llama la
atención como una prueba de sus costumbres ejemplares?
17 de julio.
Ese canallita
de Raynor vino a visitarme ayer y su charla me puso frenética. Nunca se le
acaba la cuerda -es decir, cuando destroza unas veinte reputaciones, más o menos,
no hace una pausa entre la persona sobre la cual acaba de expedirse y la próxima
a quien le toca el turno. (Entre paréntesis, me preguntó por ti, y el interés
que manifestó me pareció, lo confieso, bastante vraisemblable). El señor Raynor no respeta ninguna de las leyes
del juego; como la Muerte
(que él infligiría si la calumnia fuera fatal) todas las estaciones le parecen
buenas. Pero le tengo afecto porque nos conocimos en Redhorse cuando éramos
chicos. En aquel tiempo lo llamaban «Risita» y a mí -Oh Irene, ¿me atreveré a
decírtelo?- «Yutecita». Vaya a saber por qué. Tal vez aludían a la tela de mis
delantales; tal vez porque ese apodo rimaba con «Risita», pues Risita y yo
éramos compañeros inseparables y a los mineros les habría parecido delicado
establecer entre nosotros algún parentesco.
Más tarde se
nos unió un tercero, otro hijo de la Adversidad. A semejanza de Garrick entre la Tragedia y la Comedia, aquél tenía una
inhabilidad crónica para optar entre los iguales reclamos del Frío y del
Hambre. Entre él y la tumba había una distancia de pocos pasos y la esperanza de
una comida que le permitiera vivir y que le hacía, al mismo tiempo, la vida
insoportable. Recogía literalmente sus precarios medios de vida, los suyos y
los de su madre, «clorurando terreros», es decir que los mineros le permitían
hurgar en los desechos buscando piezas de «mena» (mineral válido), inadvertidas
por ellos, juntarlas y venderlas al Sindicato de la Molienda. Se asoció a
nuestra firma -en adelante «Yutecita, Risita y Terrero»- gracias a mí. Porque
tu amiga no podía entonces, ni puede ahora, ser indiferente a su valor y a sus
hazañas para impedir que Risita ejerciera el derecho inmemorial de su sexo:
insultar a una mujer desvalida. Esa mujer era yo. Después que el viejo Jim pegó
el golpe en Calamity y yo empecé a usar zapatos e ir a la escuela, y que a
Risita, para emularme, le dio por lavarse la cara y se transformó en Jack
Raynor, de Wells, Fargo y Cía., y que la vieja señora Barts se reunió con sus
antepasados, Terrero se trasladó a San Juan Smith donde se empleó de mayoral de
una diligencia y fue muerto por unos salteadores de caminos, etc.
¿Por qué te
cuento estas cosas, querida? Porque pesan en mi corazón. Porque atravieso el
Valle de la Humildad.
Porque quiero habituarme a la convicción de ser indigna de
atarle el cordón de los zapatos al doctor Barritz. Porque ¡Dios mío, Dios mío!
hay un primo de Terrero en este hotel. No he hablado con él. En otros tiempos,
apenas lo he tratado, ¿pero supones que me habrá reconocido? Por favor, en tu
próxima carta, dime ingenua y francamente lo que piensas... y dime que no lo
crees. ¿Supones que el doctor Barritz sabe quién soy y que por eso me dejó hace
dos noches cuando me ruboricé y temblé como una boba delante de sus ojos? Tú
sabes que no puedo sobornar a todos los periódicos, y que no puedo traicionar a
nadie que haya sido cortés con Yutecita en Redhorse, ni aunque me proscriban
socialmente. Y ahora este pasado vergonzoso resucita. Antes no me importaba
mucho, como sabes, pero ahora... ahora no es lo mismo. Jack Raynor -estoy
segura- no habrá de contarle nada. Más aún: parece tenerlo en tal consideración
que apenas abre la boca delante de él, y a mí me sucede otro tanto. ¡Dios mío,
Dios mío! Aparte del millón de dólares, cómo me gustaría valer algo por mí misma.
Si Jack fuera tres pulgadas más alto, me casaría con él y volvería en cilicio a
Redhorse para el resto de mis días.
25 de julio.
Ayer tuvimos
una espléndida puesta de sol y quiero contarte todo lo que sucedió. Me zafé de
tía y de todos y me fui a caminar por la playa. Espero que me creas, desconfiada:
no había mirado por una de las ventanas del hotel que dan al mar y no había
visto que él paseaba también. Si conservas un mínimo de delicadeza femenina no
pondrás en duda mis palabras. Pronto abrí mi parasol y estaba mirando soñadoramente
el mar cuando él se me acercó: venía desde la orilla. El mar estaba bajo. Te
aseguro que la arena brillaba alrededor de sus pies. Al acercarse, se quitó el
sombrero y me dijo:
-Señorita
Dement, ¿puedo sentarme a su lado, o prefiere caminar conmigo?
No pareció ocurrírsele
que no me agradara ninguna de las dos alternativas. ¿Imaginas una desenvoltura
igual? ¿Desenvoltura? ¡Era descaro, querida, lisa y francamente descaro! Bueno,
no me molestó, y contesté mientras palpitaba mi rústico corazón de Redhorse:
-Me... me
encantará hacer lo que usted prefiera.
¿Concibes
palabras más estúpidas? Amiga del alma, ¡mi fatuidad es un abismo, un abismo
sin fondo!
Me tendió la
mano, sonriendo para ayudarme a poner de pie; yo le entregué la mía sin vacilar
un instante, y cuando al contacto de sus dedos me di cuenta de que mi mano temblaba
de emoción, me ruboricé más que el rojo crepúsculo. Conseguí levantarme, sin embargo,
y después de un momento, como él no la soltara, sacudí un poco la mano. Él
persistía en sujetarla, sin decir una palabra, y me miraba en la cara con una
especie de sonrisa que yo no sabía -¿cómo podía saberlo?- si era de afecto, o
de burla, o vaya a saber de qué... ¡Qué hermoso estaba, con los fuegos del sol
poniente ardiendo en la profundidad de sus ojos! ¿No sabes, querida, si los
thugs y los expertos de la región de Blavatsky tienen alguna clase peculiar de
ojos? Ah, si hubieras visto su soberbia actitud, la majestuosa inclinación de
su cabeza, semejante a la de un dios, mientras se mantenía frente a mí después
que yo me puse de pie. Era una noble escena que pronto eché a perder porque
sentí flaquear mis rodillas. Él sólo podía hacer una cosa, y la hizo: me
sostuvo por la cintura.
-Señorita
Dement, ¿se siente usted mal? -me dijo.
No era una
exclamación. En el tono de su voz no había alarma ni solicitud. Si hubiera
añadido: «Supongo que esto es lo que más o menos se aguarda que diga», no
habría expresado con mayor claridad la situación. Sus modales me dejaron
avergonzada e indignada porque yo sufría intensamente. Arrancando mi mano de la
suya, hice a un lado el brazo que me sostenía, me liberé, caí redonda y allí
permanecí en la arena, indefensa. En el forcejeo, también se me cayó el
sombrero y el pelo se me desparramó sobre los hombros de la manera más humillante.
-¡Déjeme!
-grité sofocada-. Por favor, déjeme. ¡Usted... usted es un thug! ¿Cómo se atreve
a pensar eso de mí? ¡Tengo la pierna dormida!
Sus modales
cambiaron en un instante. Pude notarlo a través de mis dedos y de mi pelo.
Hincó una rodilla, me apartó el cabello de la cara y me dijo con la mayor ternura:
-¡Pobrecita!
Dios sabe que no quise hacerla sufrir. ¿Cómo podría hacerla sufrir? Tan luego
yo... que la amo... ¡Que la he amado durante... años y años!
Separándome
las manos de la cara, las cubrió de besos. Mis mejillas ardían, toda mi cara
ardía. Creo que por poco echaba humo. ¿Qué podía hacer? La escondí en su
hombro... No había otro lugar. Querida amiga, cómo se estremecía y hormigueaba
mi pierna. ¡Cómo hubiese yo querido que volviera a la normalidad!
Así estuvimos
sentados un largo rato. Soltó una de mis manos para tomarme de nuevo de la
cintura, y yo me pasé el pañuelo por los ojos y la nariz. No quise mirarlo
hasta guardar el pañuelo. En vano trató de separarme un poco para fijar sus
ojos en los míos. Después, ya más tranquila, y cuando había empezado a
oscurecer, levanté la cabeza, lo miré fijamente y le dediqué una sonrisa, mi
mejor sonrisa.
-¿Qué quiso
usted decir -le pregunté- con lo de años y años?
-Querida
-replicó gravemente, fervorosamente-, sin las mejillas chupadas, los ojos hundidos,
el pelo largo y lacio, el andar agobiado, los harapos, la suciedad y la
juventud, ¿no me reconoces? ¿No te das cuenta, no quieres darte cuenta?
Yutecita, ¡soy Terrero!
En un
instante nos pusimos de pie. Tomándolo por las solapas escruté su hermosa cara
en la creciente oscuridad, Estaba tan exaltada que me faltaba el aliento.
-¿Y no estás
muerto? -pregunté sin saber muy bien lo que decía.
-Sólo muerto
de amor, querida. Las balas de los salteadores no consiguieron matarme. Logré
curar de aquellas heridas. Pero ésta, mucho me temo, es fatal.
-¿Pero no
sabe entonces que Jack... el señor Raynor? No sabes que...
-Me
avergüenza decir, querida, que he venido directamente de Viena porque Jack me
lo sugirió. Sí, Jack, esa persona indigna de confianza.
Irene, uno y
otro engañaron a esta amiga que tanto te quiere.
Mary
Jane Dement
P. D. Lo peor
de todo es que no hay ningún misterio. Todo fue inventado por Jack Raynor para
despertar mi curiosidad. James no es un thug. Me asegura solemnemente que en todos
sus viajes no ha puesto jamás un pie en Sepoy.
Ambrose Bierce
"Cuentos de soldados y civiles", 1891
1)Después de leer atentamente el cuento,
registra qué particularidades hay en su estructura narrativa.
2)¿Cuál es el tema del mismo?
3)¿Qué relación puedes establecer entre la
forma epistolar del relato y el tema que desarrolla?
4)Identifica los personajes principales y secundarios y cómo se relacionan entre sí.
5)Registra en cuatro líneas cuál es la historia
de infancia de Mary Jane Dement.
6)Explica cuál es el conflicto que le cuenta
Mary Jane a su amiga Irene en sus cartas y que metáfora salida de un cuento
infantil emplea para identificarse.
7)¿Por qué la dama esconde su origen?
8)Analiza el personaje de Mary Jane Dement a
través de sus cartas y explica qué imagen de sí misma tiene el personaje de la
narradora.
9)¿Por qué sus dos amigos, Jack Raynor y el
doctor Barritz, inventan la historia de los thugs de Blavatsky y de la magia
negra, y ocultan la verdadera identidad del médico?
10)¿Qué imagen de la mujer y de su relación con el
sexo opuesto crea Bierce a través del cuento?
11)Relaciona estas definiciones del “Diccionario
del diablo” de Ambrose Bierce, con este cuento:
Amor, s. Insania temporaria curable mediante el matrimonio, o alejando al
paciente de las influencias bajo las cuales ha contraído el mal. Esta
enfermedad, como las caries y muchas otras, sólo se expande entre las razas civilizadas
que viven en condiciones artificiales; las naciones bárbaras, que respiran el
aire puro y comen alimentos sencillos, son inmunes a su devastación…
Felicidad, s. Sensación agradable que nace de contemplar la
miseria ajena.
Matrimonio, s. Condición o estado de una comunidad formada por un
amo, un ama y dos esclavos, todos los cuales suman dos.
Mujer, s. Animal que suele vivir en la vecindad del Hombre, que tiene una
rudimentaria aptitud para la domesticación (…) La especie es la más ampliamente
distribuida de todas las bestias de presa; infecta todas las partes habitables
del globo, desde las dulces montañas de Groenlandia hasta las virtuosas playas
de la India. El
nombre que se le da popularmente (mujer-lobo) es incorrecto, porque pertenece a
la especie de los gatos. La mujer es flexible y grácil en sus movimientos, especialmente
la variedad norteamericana (Felis pugnans), es omnívora, y puede enseñársele a
callar.
[1]Thug o Thuggee. Del vocablo hindú
‘thag’ que significa ladrón o sinvergüenza. Fue una red de fraternidades
secretas de la India,
algunas veces descripta como la primera mafia, que operó desde el siglo XVII
hasta la década de 1830 y cuyos miembros eran conocidos como ‘thugs’. Asesinaban
a los viajeros estrangulándolos para robarlos y luego los enterraban.