Contesta las siguientes preguntas sobre el
cuento:
1. En el primer párrafo del capítulo II se nos da el nombre del personaje principal, algunos datos de su historia y posición política, y también sus rasgos psicológicos. Explica cuál es la ética de Peyton Farquhar y qué espera de la guerra.
2. En el capítulo III, como en el I, aparece la descripción minuciosa como rasgo de estilo, tanto de las sensaciones de dolor que experimenta el personaje mientras busca su salvación, como de lo que percibe del mundo exterior que ahora se le revela en sus manifestaciones más sutiles. ¿Qué función cumplen estas descripciones?
3. Ordena cronológicamente los hechos narrados en el cuento. ¿Qué descubres con respecto al manejo del tiempo?
4. ¿Qué visión de la guerra y de los seres humanos que participan en ella se desprende de este cuento?
5. El concepto de lo fantástico ha sido definido por Tzvetan Todorov (“Introducción a la literatura fantástica”) de la siguiente manera: “En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides, ni vampiros, se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar. El que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de la imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son, o bien el acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad, y entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos (…) Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre (…) Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural”. Según lo expuesto, ¿podemos considerar el cuento “El puente sobre el río del búho” como cuento fantástico? Argumenta y justifica tu opinión en pasajes concretos del texto.
6. Lee el siguiente cuento de Julio Cortázar y registra diferencias y semejanzas con “El puente sobre el río del búho”:
1. En el primer párrafo del capítulo II se nos da el nombre del personaje principal, algunos datos de su historia y posición política, y también sus rasgos psicológicos. Explica cuál es la ética de Peyton Farquhar y qué espera de la guerra.
2. En el capítulo III, como en el I, aparece la descripción minuciosa como rasgo de estilo, tanto de las sensaciones de dolor que experimenta el personaje mientras busca su salvación, como de lo que percibe del mundo exterior que ahora se le revela en sus manifestaciones más sutiles. ¿Qué función cumplen estas descripciones?
3. Ordena cronológicamente los hechos narrados en el cuento. ¿Qué descubres con respecto al manejo del tiempo?
4. ¿Qué visión de la guerra y de los seres humanos que participan en ella se desprende de este cuento?
5. El concepto de lo fantástico ha sido definido por Tzvetan Todorov (“Introducción a la literatura fantástica”) de la siguiente manera: “En un mundo que es el nuestro, el que conocemos, sin diablos, sílfides, ni vampiros, se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar. El que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de la imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son, o bien el acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad, y entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos (…) Lo fantástico ocupa el tiempo de esta incertidumbre (…) Lo fantástico es la vacilación experimentada por un ser que no conoce más que las leyes naturales, frente a un acontecimiento aparentemente sobrenatural”. Según lo expuesto, ¿podemos considerar el cuento “El puente sobre el río del búho” como cuento fantástico? Argumenta y justifica tu opinión en pasajes concretos del texto.
6. Lee el siguiente cuento de Julio Cortázar y registra diferencias y semejanzas con “El puente sobre el río del búho”:
Y salían en ciertas épocas a
cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.
A
mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde, y se apuró a salir
a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le
permitía guardarla.
En
la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo
sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y
-porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina
saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco
le chicoteaba los pantalones.
Dejó
pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con
brillantes vitrinas de la calle central. Ahora entraba en la parte más
agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de
árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta
las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero
corriendo sobre la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura,
por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento
le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina
se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las
soluciones fáciles. Frenó con el pie y la mano, desviándose a la izquierda; oyó
el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse
de golpe.
Volvió
bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo
de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla, y cuando lo
alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces
que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con
bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había
estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de
dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba a
una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que
rasguños en las piernas. "Usé la agarró apenas, pero el golpe le hizo
saltar la máquina de costado." Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de
espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole a beber un trago que
lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La
ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda
donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo
los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba.
El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda
la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era
un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo
que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él.
"Como que me la ligué encima..." Los dos se rieron, y el vigilante le
dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía
poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón
del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar
dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital,
llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y
dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban
todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se
habría sentido muy bien, casi contento.
Lo
llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía
húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de
operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar
la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban
de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo,
con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó una mejilla e hizo una
seña a alguien parado atrás.
Como
sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores.
Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las
marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en
cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía
huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas
que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en
lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que
sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo
que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del
sueño algo se rebelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no
había participado del juego.
"Huele
a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en
su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar
inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el
miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy
lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos
de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se
repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como
él del olor de la guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero
el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida.
Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A
tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la
calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los
tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo.
Entonces sintió una bocanada horrible del olor que más temía, y saltó desesperado
hacia adelante.
-
Se va a caer de la cama - dijo el enfermo de al lado. - No brinque tanto,
amigazo -.
Abrió
los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala.
Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la
última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con
pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero
no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche.
La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez pero
saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el
diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna
pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una
enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo y le clavó una
gruesa aguja con un tubo que subía hasta un frasco de líquido opalino. Un
médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano
para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando
blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de
teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar
viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y
quedarse.
Vino
una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un
trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco.
El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado,
chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de
enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no le iba a ser difícil
dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los
labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad,
abandonándose.
Primero
fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante
embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad,
aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el
resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus
pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin
que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante,
sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para
escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a
verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin
saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como el escorpión de los pantanos
hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios
musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la
dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los
tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, la espera en la
oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida
había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía
refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la
región de las ciénagas, quizás los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó
en los muchos prisioneros que ya habían hecho, pero la cantidad no contaba,
sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la
señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo
sagrado, del otro lado de los cazadores.
Olió
los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se
incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy
cerca.
El
olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello
casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban
las luces, los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y
entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-
Es la fiebre - dijo el de la cama de al lado - A mí me pasaba igual cuando me
operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien -.
Al
lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció
deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un
ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja.
Todo era grato y seguro, sin ese acoso, sin... Pero no quería seguir pensando
en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el
yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le
habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del
gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta
camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca
la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo
del hotel, sacando la moto.
¿Quién
hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del
accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no
alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado
del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo
tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No,
ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de
algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el
pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un
alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto,
la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un
alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le
preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el
sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de
veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se
iba apagando poco a poco.
Como
dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse,
pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró
la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas
direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las
sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el suelo, en un piso
de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas.
Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo
habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del
final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los
atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras
del templo a la espera de su turno.
Oyó
gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un
quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo
su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable.
Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían
ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía
abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de
goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los
cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse
de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte,
tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y tuvo que ceder. Vio abrirse la
doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas
ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le
acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos
sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas y en su lugar lo
aferraron manos calientes, duras como bronce; se sintió alzado, siempre boca
arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los
portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de
paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza.
Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo
de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando
en vez de techo nacieran las estrellas y se alzara frente a él la escalinata
incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero
ya iba a acabar, de repente olería el aire lleno de estrellas, pero todavía no,
andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él
no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su
verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió
de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra
blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían
callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de
imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó, buscando
el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus
párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y
se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba
despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen
sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba
mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último
esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a
tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía
interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca
arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose
como una boca de sombra y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna
menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente
se cerraban y se abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el
cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la
luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia
abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de humo perfumado,
y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén
de los pies del sacrificado que arrastraban para tirarlo rodando por las
escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo
por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque otra vez estaba
inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía la muerte, y
cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía
hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los
párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto,
que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un
sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con
luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de
metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira de ese sueño también lo
habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo
en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados
entre las hogueras.
Julio Cortázar
“Final
del juego”, 1956