Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. El verano se adelantó.
Puse la cama cerca de la pileta de natación y estuve bañándome, hasta muy
tarde. Era imposible dormir. Dos o tres minutos afuera bastaban para convertir
en sudor el agua que debía protegerme de la espantosa calma. A la madrugada me
despertó un fonógrafo. No pude volver al museo, a buscar las cosas. Huí por las
barrancas. Estoy en los bajos del sur, entre plantas acuáticas, indignado por
los mosquitos, con el mar o sucios arroyos hasta la cintura, viendo que
anticipé absurdamente mi huida. Creo que esa gente no vino a buscarme; tal vez
no me hayan visto. Pero sigo mi destino; estoy desprovisto de todo, confinado
al lugar más escaso, menos habitable de la isla; a pantanos que el mar suprime
una vez por semana.
Escribo esto para dejar testimonio del adverso milagro. Si en
pocos días no muero ahogado, o luchando por mi libertad, espero escribir la Defensa ante Sobrevivientes y un Elogio de Malthus. Atacaré, en esas
páginas, a los agotadores de las selvas y de los desiertos; demostraré que el
mundo, con el perfeccionamiento de las policías, de los documentos, del
periodismo, de la radiotelefonía, de las aduanas, hace irreparable cualquier
error de la justicia, es un infierno unánime para los perseguidos. Hasta ahora
no he podido escribir sino esta hoja que ayer no preveía. ¡Cómo hay de
ocupaciones en la isla solitaria! ¡Qué insuperable es la dureza de la madera!
¡Cuánto más grande es el espacio que el pájaro movedizo!
Un italiano, que vendía alfombras en Calcuta, me dio la idea de
venirme; dijo (en su lengua):
—Para un perseguido, para usted, solo hay un lugar en el mundo,
pero en ese lugar no se vive. Es una isla. Gente blanca estuvo construyendo, en
1924 más o menos, un museo, una capilla, una pileta de natación. Las obras
están concluidas y abandonadas.
Lo interrumpí; quería su ayuda para el viaje; el mercader siguió:
—Ni los piratas chinos, ni el barco pintado de blanco del
Instituto Rockefeller la tocan. Es el foco de una enfermedad, aún misteriosa,
que mata de afuera para adentro. Caen las uñas, el pelo, se mueren la piel y
las córneas de los ojos, y el cuerpo vive ocho, quince días. Los tripulantes de
un vapor que había fondeado en la isla estaban despellejados, calvos, sin uñas
—todos muertos—, cuando los encontró el crucero japonés Namura. El vapor fue hundido a cañonazos.
Pero tan horrible era mi vida que resolví partir... El italiano
quiso disuadirme; logré que me ayudara.
Anoche, por centésima vez, me dormí en esta isla vacía... viendo
los edificios pensaba lo que habría costado traer esas piedras, lo fácil que
hubiera sido levantar un horno de ladrillos. Me dormí tarde y la música y los
gritos me despertaron a la madrugada. La vida de fugitivo me aligeró el sueño:
estoy seguro de que no ha llegado ningún barco, ningún aeroplano, ningún
dirigible. Sin embargo, de un momento a otro, en esta pesada noche de verano,
los pajonales de la colina se han cubierto de gente que baila, que pasea y que
se baña en la pileta, como veraneantes instalados desde hace tiempo en los
Teques o en Marienbad.
* * *
Desde los pantanos de las aguas mezcladas veo la parte alta de la
colina, los veraneantes que habitan el museo. Por su aparición inexplicable
podría suponer que son efectos del calor de anoche, en mi cerebro; pero aquí no
hay alucinaciones ni imágenes: hay hombres verdaderos, por lo menos tan
verdaderos como yo.
Están vestidos con trajes iguales a los que se llevaban hace pocos
años: gracia que revela (me parece) una consumada frivolidad; sin embargo, debo
reconocer que ahora es muy general admirarse con la magia del pasado inmediato.
Quién sabe por qué destino de condenado a muerte los miro,
inevitablemente, a todas horas. Bailan entre los pajonales de la colina, ricos
en víboras. Son inconscientes enemigos que, para oír Valencia y Té para dos —un
fonógrafo poderosísimo los ha impuesto al ruido del viento y del mar—, me
privan de todo lo que me ha costado tanto trabajo y es indispensable para no
morir, me arrinconan contra el mar en pantanos deletéreos.
En este juego de mirarlos hay peligro; como toda agrupación de
hombres cultos han de tener escondido un camino de impresiones digitales y de
cónsules que me remitirá, si me descubren, por unas cuantas ceremonias o
trámites, al calabozo.
Exagero: miro con alguna fascinación —hace tanto que no veo gente—
a estos abominables intrusos; pero sería imposible mirarlos a todas horas:
Primero: porque tengo mucho trabajo; el sitio es capaz de matar al
isleño más hábil; acabo de llegar; estoy sin herramientas.
Segundo: por el peligro de que me sorprendan mirándolos o en la
primer visita que hagan a esta zona; si quiero evitarlo debo construir guaridas
ocultas en los matorrales.
Finalmente: porque hay dificultad material para verlos: están en
lo alto de la colina y para quien los espía desde aquí son como gigantes
fugaces; puedo verlos cuando se acercan a las barrancas.
Mi situación es deplorable. Me toca vivir en estos bajos en un
momento en que las mareas suben más que nunca. Hace pocos días vino la más
grande que he visto desde que estoy en la isla.
Cuando oscurece busco ramas y las cubro con hojas. No me extraña
despertarme en el agua. La marea sube a eso de la siete de la mañana; a veces
llega con adelanto. Pero una vez por semana hay subidas que pueden ser
concluyentes. Hendiduras en el tronco de los árboles son la contabilidad de los
días; un error me llenaría de agua los pulmones.
Siento con desagrado que este papel se transforma en testamento.
Si debo resignarme a eso, he de procurar que mis afirmaciones puedan
comprobarse; de modo que nadie, por encontrarme alguna vez sospechoso de
falsedad, crea que miento al decir que me han condenado injustamente. Pondré
este informe bajo la divisa de Leonardo —Ostinato
rigore— e intentaré seguirla.
Creo que esta isla se llama Villings y que pertenece al
archipiélago de Las Ellice. Del comerciante de alfombras Dalmacio Ombrellieri
(Calle Hiderabad, 21, suburbio de Ramkrishnapur, Calcuta), podrán ustedes
obtener más precisiones. Ese italiano me alimentó varios días que pasé
enrollado en alfombras persas, después me cargó en la bodega de un buque. No lo
comprometo, al recordarlo en este diario; no soy ingrato con él... La Defensa ante Sobrevivientes no dejará
dudas: como en la realidad, en la memoria de los hombres —donde a lo mejor está
el cielo— Ombrellieri habrá sido caritativo con un prójimo injustamente
perseguido y, hasta en el último recuerdo en que aparezca, lo tratarán con
benevolencia.
Desembarqué en Rabaul; con una tarjeta del comerciante visité a un
miembro de la sociedad más conocida de Sicilia; en el brillo metálico de la
luna, en el humo de fábricas de conservas de mariscos, recibí las últimas
instrucciones y un bote robado; remé exasperadamente, llegué a la isla (con una
brújula que no entiendo; sin orientación; sin sombrero; enfermo; con
alucinaciones); el bote encalló en las arenas del este (sin duda los arrecifes
de coral que rodean la isla estaban sumergidos); me quedé en el bote, más de un
día, perdido en episodios de aquel horror, olvidando que había llegado.
* * *
La vegetación de la isla es abundante. Plantas, pastos, flores de
primavera, de verano, de otoño, de invierno, van siguiéndose con urgencia, con
más urgencia en nacer que en morir, invadiendo unos el tiempo y la tierra de
los otros, acumulándose inconteniblemente. En cambio, los árboles están
enfermos; tienen las copas secas, los troncos vigorosamente brotados. Encuentro
dos explicaciones: o bien que las yerbas estén sacando la fuerza del suelo o
bien que las raíces de los árboles hayan alcanzado la piedra (el hecho de que
los árboles nuevos estén sanos parece confirmar la segunda hipótesis). Los
árboles de la colina se endurecieron tanto que es imposible trabajarlos;
tampoco puede conseguirse nada con los del bajo; los deshace la presión de los
dedos y queda en la mano un aserrín pegajoso, unas astillas blandas.
* * *
En la parte alta de la isla, que tiene cuatro barrancas pastosas
(hay rocas en las barrancas del oeste), están el museo, la capilla, la pileta
de natación. Las tres construcciones son modernas, angulares, lisas, de piedra
sin pulir. La piedra, como tantas veces, parece una mala imitación y no
armoniza perfectamente con el estilo.
La capilla es una caja oblonga, chata (esto la hace parecer muy
larga). La pileta de natación está bien construida, pero, como no excede el
nivel del suelo, inevitablemente se llena de víboras, sapos, escuerzos e
insectos acuáticos. El museo es un edificio grande, de tres pisos, sin techo
visible, con un corredor al frente y otro más chico atrás, con una torre
cilíndrica.
Lo encontré abierto; enseguida me instalé en él. Lo llamo museo
porque así lo llamaba el mercader italiano. ¿Qué razones tenía? Quién sabe si
él mismo las conoce. Podría ser un hotel espléndido, para unas cincuenta
personas, o un sanatorio.
Tiene un hall con bibliotecas inagotables y deficientes: no hay
más que novelas, poesía, teatro (si no se cuenta un librito —Belidor: Travaux-Le Moulin Perse-Paris, 1937— que
estaba sobre una repisa de mármol verde y ahora abulta un bolsillo de estos
jirones de pantalón que llevo puestos. Lo tomé por el nombre “Belidor” me
pareció extraño y porque me pregunté si el capítulo Moulin Perse no explicaría
ese molino que hay en los bajos). Recorrí los estantes buscando ayuda para
ciertas investigaciones que el proceso interrumpió y que en la soledad de la
isla traté de continuar (creo que perdemos la inmortalidad porque la
resistencia a la muerte no ha evolucionado; sus perfeccionamientos insisten en
la primera idea, rudimentaria: retener vivo todo el cuerpo. Solo habría que
buscar la conservación de lo que interesa a la conciencia).
En el hall, las paredes son de mármol rosa, con algunos listones
verdes, como columnas hundidas. Las ventanas, con sus vidrios azules,
alcanzarían al piso alto de mi casa natal. Cuatro cálices de alabastro, en que
podrían esconderse cuatro medias docenas de hombres, irradian luz eléctrica.
Los libros mejoran un poco esta decoración. Una puerta da al corredor; otra al
salón redondo; otra ínfima, tapada por un biombo, a la escalera de caracol.
En el corredor está la escalera principal, de estuco y alfombrada.
Hay sillas de paja, y las paredes están cubiertas de libros.
El comedor es de unos dieciséis metros por doce. Arriba de triples
columnas de caoba, en cada pared, hay terrazas que son como palcos para cuatro
divinidades sentadas —una en cada palco—, semi-indias, semi-egipcias, ocres, de
terracota; son tres veces más grandes que un hombre; las rodean hojas oscuras y
prominentes, de plantas de yeso. Debajo de las terrazas hay grandes paneles con
dibujos de Fuyita, que desentonan (por humildes).
El piso del salón redondo es un acuario. En invisibles cajas de
vidrio, en el agua, hay lámparas eléctricas (la única iluminación de ese cuarto
sin ventanas). Recuerdo el lugar con asco. A mi llegada había centenares de
peces muertos: sacarlos, fue una operación horripilante; he dejado correr agua,
días y días, pero siempre tomo allí olor a pescado podrido (que sugiere las
playas de la patria, con sus turbios de multitud de peces, vivos y muertos,
saltando de las aguas e infectando vastísimas zonas de aire, mientras los
abrumados pobladores los entierran). Con el piso iluminado y las columnas de
laca negra que lo rodean, en ese cuarto uno se imagina caminando mágicamente
sobre un estanque, en medio de un bosque. Por dos aberturas da al hall y a una
sala chica, verde, con un piano, un fonógrafo y un biombo de espejos, que tiene
veinte hojas, o más.
Las habitaciones son modernas, suntuosas, desagradables. Hay
quince departamentos. En el mío hice una obra devastadora, que dio poco
resultado. No tuve más cuadros —de Picasso—, ni cristales ahumados, ni forros
con valiosas firmas, pero viví en una ruina incómoda.
* * *
En dos ocasiones análogas hice mis descubrimientos en los sótanos.
En la primera —habían empezado a mermar las provisiones de la despensa— buscaba
alimentos y descubrí la usina. Cuando recorría el sótano advertí que ninguna
pared tenía el tragaluz que yo había visto desde afuera, con vidrios espesos y
rejas, medio escondido entre las ramas de un conífero. Como en una discusión
con alguien que me sostuviera que ese tragaluz era irreal, visto en un sueño,
salí a comprobar si todavía estaba.
Lo vi de nuevo. Bajé al sótano y tuve gran dificultad para
orientarme y encontrar, por adentro, el sitio que correspondía al tragaluz.
Estaba del otro lado de la pared. Busqué hendiduras, puertas secretas. La pared
era muy lisa y muy sólida. Pensé que en una isla, en un lugar tapiado tenía que
haber un tesoro; pero decidí romper la pared y entrar, porque me preció más verosímil
que hubiera, si no ametralladoras y municiones, un depósito de víveres.
Con el hierro que servía para atrancar una puerta, y una creciente
languidez, abrí un agujero: se vio claridad celeste. Trabajé mucho y esa misma
tarde estuve adentro. Mi primera sensación no fue el disgusto de no encontrar
víveres, ni el alivio de reconocer una bomba de sacar agua y una usina de luz,
sino la admiración placentera y larga: las paredes, el techo, el piso, eran de
porcelana celeste y hasta el mismo aire (en ese cuarto sin más comunicación con
el día que un tragaluz alto y escondido entre las ramas de un árbol) tenía la
diafanidad celeste y profunda que hay en la espuma de las cataratas.
Entiendo muy poco de motores, pero no tardé en ponerlos en
funcionamiento. Cuando se me acaba el agua llovida, hago trabajar la bomba.
Todo esto me ha sorprendido: por mí y por la simplicidad y buen estado de las
máquinas. No ignoro que para contrarrestar una falla, solamente cuento con mi
resignación. Soy tan inepto que todavía no he podido averiguar el destino de
unos motores verdes que hay en el mismo cuarto, ni de ese rodillo con aletas
que está en los bajos del sur (vinculado con el sótano por un tubo de hierro;
si no estuviera tan alejado de la costa le atribuiría alguna relación con las
mareas, podría imaginar que sirve para cargar los acumuladores que ha de tener
la usina). Por esa ineptitud hago mucha economía; no pongo en marcha los
motores sino cuando es indispensable.
Sin embargo, en una ocasión, todas las luces del museo estuvieron
encendidas la noche entera. Fue la segunda vez que hice descubrimientos en los
sótanos.
Yo estaba enfermo. Tuve la esperanza de que en alguna parte del
museo hubiera un mueble con remedios; arriba no había nada; bajé a los sótanos
y... esa noche ignoré mi enfermedad, olvidé que los horrores que estaba pasando
vienen, solamente, en los sueños. Descubrí una puerta secreta, una escalera, un
segundo sótano. Entré en una cámara poliédrica —parecida a unos refugios contra
bombardeos, que vi en el cinematógrafo— con las paredes recubiertas por chapas
de dos tipos —unas de un material como el corcho, otras de mármol—
simétricamente distribuidas. Di un paso; por arcadas de piedra, en ocho
direcciones vi repetirse, como en espejos, ocho veces la misma cámara. Después
oí muchos pasos, terriblemente claros, a mi alrededor, arriba, abajo, caminando
por el museo. Adelanté un poco más: se apagaron los ruidos, como en un ambiente
de nieve, como en las frías alturas de Venezuela.
Subí la escalera. Había el silencio, el ruido solitario del mar,
la inmovilidad con fugas de ciempiés. Temí una invasión de fantasmas, una
invasión de policías, menos verosímil. Pasé horas entre las cortinas,
angustiado por el escondite que había elegido (era posible verme de afuera; si
quería escaparme de alguien que estuviera en el cuarto debía abrir la ventana).
Después me atreví a registrar la casa, pero seguía inquieto. Me había oído
rodear de pasos nítidos, a distintas alturas, movedizos.
A la madrugada bajé de nuevo al sótano. Me rodearon los mismos
pasos, de cerca y de lejos. Pero esa vez los comprendí. Molesto, seguí
recorriendo el segundo sótano, intermitentemente escoltado por la bandada
solícita de los ecos, multiplicadamente solo. Hay nueve cámaras iguales; otras
cinco en el sótano más abajo. Parecen refugios contra bombardeos. ¿Quiénes eran
los que, en 1924, más o menos, construyeron este edificio? ¿Por qué lo han
dejado abandonado? ¿Qué bombardeos temían? Asombra que los ingenieros de una
casa tan bien construida hayan respetado el moderno prejuicio contra las
molduras, hasta el punto de haber hecho este refugio que pone a prueba el
equilibrio mental: los ecos de un suspiro hacen oír suspiros, al lado, lejanos,
durante dos o tres minutos. Donde no hay ecos el silencio es tan horrible como
ese peso que no deja huir, en los sueños.
El lector atento puede sacar de mi informe un catálogo de objetos,
de situaciones, de hechos más o menos asombrosos; el último es la aparición de
los actuales habitantes de la colina. ¿Cabe relacionar a estas personas con las
que vivieron en 1924? ¿Habrá que ver en los turistas de hoy a los constructores
del museo, de la capilla, de la pileta de natación? No me decido a creer que
una de estas personas haya interrumpido alguna vez Té para dos o Valencia,
para hacer el proyecto de esta casa, infestada de ecos, es cierto, pero a
prueba de bombas.
En las rocas hay una mujer mirando las puestas de sol todas las
tardes. Tiene un pañuelo de colores atado en la cabeza; las manos juntas, sobre
una rodilla; soles prenatales han de haber dorado su piel; por los ojos, el
pelo negro, el busto, parece una de esas bohemias o españolas de los cuadros
más detestables.
Con puntualidad aumento las páginas de este diario y olvido las
que me excusarán de los años que mi sombra se demoró en la tierra. Sin embargo,
lo que hoy escribo será una precaución. Estas líneas permanecerán invariables,
a pesar de la flojedad de mis convicciones. He de ajustarme a lo que ahora sé:
conviene a mi seguridad renunciar, interminablemente, a cualquier auxilio de un
prójimo.
*
* *
No espero nada. Esto no es horrible. Después de resolverlo, he
ganado tranquilidad.
Pero esa mujer me ha dado una esperanza. Debo temer las
esperanzas.
Mira los atardeceres todas las tardes; yo, escondido, estoy
mirándola. Ayer, hoy de nuevo, descubrí que mis noches y días esperan esa hora.
La mujer, con la sensualidad de cíngara y con el pañuelo de colores demasiado
grande, me parece ridícula. Sin embargo siento, quizá un poco en broma, que si
pudiera ser mirado un instante, hablado un instante por ella, afluiría
juntamente el socorro que tiene el hombre en los amigos, en las novias y en los
que están en su misma sangre.
Mi esperanza puede ser obra de los pescadores y del tenista
barbudo. Hoy me irritó encontrarla con ese falso tenista; no tengo celos; pero
ayer tampoco la vi; iba a las rocas, y esos pescadores me impidieron seguir; no
me dijeron nada: huí antes de ser visto. Procuré sortearlos por arriba;
imposible; tenían amigos, mirándolos pescar. Cuando di vuelta, el sol ya se
había puesto, las rocas solas atestiguaban la noche.
Quizá esté preparando una estupidez irremediable; quizá esta
mujer, entibiada por soles de todas las tardes, me entregue a la policía.
La calumnio; pero no olvido el amparo de la ley. Los que deciden
la condena imponen tiempos, defensas que nos aferran a la libertad,
dementemente.
Ahora, invadido por suciedad y pelos que no puedo extirpar, un
poco viejo, crío la esperanza de la cercanía benigna de esta mujer
indudablemente hermosa.
Confío en que mi enorme dificultad sea instantánea: pasar la
primera impresión. Ese falso impostor no me vencerá.
* * *
En quince días hubo tres grandes inundaciones. Ayer la suerte me
salvó de morir ahogado. Casi me sorprende el agua. Ateniéndome a las marcas del
árbol, calculé para hoy la marea. Si a la madrugada hubiera dormido, ha-bría
muerto. Muy pronto el agua estaba subiendo con la decisión que tiene una vez
por semana. Ha sido tanta mi negligencia que ahora no sé a qué atribuir estas
sorpresas: a errores de cálculo o a una pérdida transitoria de regularidad en
las grandes mareas. Si las mareas han cambiado sus costumbres, la vida en estos
bajos será todavía más precaria. Me acomodaré, sin embargo. ¡He sobrevivido a
tanta adversidad!
Viví enfermo, dolorido, con fiebre, muchísimo tiempo; ocupadísimo
en no morirme de hambre; sin poder escribir (con esta cara indignación que debo
a los hombres).
A mi llegada había algunas provisiones en la despensa del museo.
En un horno clásico y tostado, con harina, sal y agua, elaboré un pan
incomible. Muy pronto comí harina en la bolsa, en polvo (con sorbos de agua).
Todo se acabó: hasta unas lenguas de cordero en mal estado, hasta los fósforos
(con un consumo de tres por día). ¡Cuánto más evolucionados que nosotros fueron
los inventores del fuego! Estuve trabajando, lastimándome infinitos días, para
hacer una trampa; cuando funcionó pude comer pájaros sangrientos y dulces. He
seguido la tradición de los solitarios; he comido, también, raíces. El dolor,
una lividez húmeda y espantosa, catalepsias que no me dejaron un recuerdo,
inolvidables miedos soñados, me ha permitido conocer las plantas más venenosas.
Estoy molesto: no tengo las herramientas; la región es malsana,
adversa. Pero, hace unos meses, mi vida actual me hubiera parecido un exagerado
paraíso.
Las mareas diarias no son peligrosas ni puntuales. A veces
levantan las ramas cubiertas de hojas que tiendo para dormir y amanezco en un
mar impregnado por las aguas barrosas de los pantanos.
Me queda la tarde para la caza; a la mañana estoy con el agua
hasta la cintura; los movimientos pesan como si la parte del cuerpo que está
sumergida fuera muy grande; en compensación, hay menos lagartos y víboras; los
mosquitos duran todo el día, todo el año.
Las herramientas están en el museo. Aspiro a tener valor, a
emprender una expedición y rescatarlas. Tal vez no sea indispensable: esta
gente desaparecerá; tal vez he tenido alucinaciones.
El bote ha quedado fuera de alcance, en la playa del este. Lo que
pierdo no es mucho: saber que no estoy preso, que puedo irme de la isla; pero
¿pude irme alguna vez? Sé el infierno que encierra ese bote. Vine de Rabaul
hasta aquí. No tenía agua para beber, no tenía sombrero. A remo, el mar es
inagotable. La insolación, el cansancio eran mayores que mi cuerpo. Me
aquejaron una ardiente enfermedad y sueños que no se cansaban.
Ahora mi fortuna es distinguir las raíces comestibles. He llegado
a ordenar la vida tan bien, que hago todos los trabajos y me queda, todavía, un
rato para descansar. En esta amplitud me siento libre, feliz.
Ayer me atrasé; hoy estuve trabajando continuamente; sin embargo,
quedó algo para mañana; cuando hay tanto que hacer, la mujer de las tardes no
me desvela.
Ayer a la mañana el mar invadía los bajos. Nunca he visto una
marea de tanta amplitud. Todavía estaba creciendo cuando empezó a llover (aquí
las lluvias son infrecuentes, poderosísimas, con vendavales). Tuve que buscar
reparo.
Atareado por lo resbaladizo de la pendiente, el ímpetu de la
lluvia, el viento y las ramas, subí a la colina. Se me ocurrió esconderme en la
capilla (el sitio más solitario de la isla).
Estaba en los cuartos reservados para que los sacerdotes tomen los
desayunos y se cambien de ropa (no he visto ningún cura ni pastor entre los
ocupantes del museo) y de pronto hubo dos personas, bruscamente presentes, como
si no hubieran llegado, como si hubieran aparecido nada más que en mi vista o
imaginación... Me escondí —irresoluto, con torpeza— debajo del altar, entre
sedas coloradas y puntillas. No me vieron. Todavía me dura el asombro.
Pasé un rato, inmóvil, agachado, en postura incómoda, espiando
entre las cortinas de seda que hay debajo del altar principal, con la atención
dirigida hacia los ruidos interpuestos por la tormenta, mirando las montañas de
los hormigueros, oscuras, los caminos movedizos de las hormigas, pálidas y
grandes, las baldosas removidas... Atento a las gotas en la pared y en el
techo, al agua estremecida en las canaletas, a la lluvia en la vereda cercana,
a los truenos, a los confusos ruidos del temporal, de los árboles, del mar en
la playa, de las inmediatas vigas, queriendo aislar los pasos o la voz de
alguien que estuviera avanzando hacia mi refugio, evitar otra aparición
inesperada...
Entre los ruidos, empecé a oír fragmentos de una melodía concisa,
muy remota... Dejé de oírla y pensé que había sido como esas figuras que, según
Leonardo, aparecen cuando miramos un rato las manchas de humedad. Volvió la
música y yo estuve con los ojos nublados, complacido por su armonía, convulso
antes de aterrorizarme del todo.
Después de un rato fui a la ventana. El agua, blanca en el vidrio,
sin brillo, profundamente oscura en el aire, apenas dejaba ver... Tuve una
sorpresa tan grande que no me importó asomarme por la puerta abierta.
Aquí viven los héroes del snobismo (o los pensionistas de un
manicomio abandonado). Sin espectadores —o soy el público previsto desde el
comienzo—, para ser originales cruzan el límite de incomodidad soportable, desafían
la muerte. Esto es verídico, no es una invención de mi rencor... Sacaron el
fonógrafo que está en el cuarto verde, contiguo al salón del acuario, y,
mujeres y hombres, sentado en bancos o en el pasto, conversaban, oían música y
bailaban en medio de una tempestad de agua y viento que amenazaba arrancar
todos los árboles.
* * *
Ahora la mujer del pañuelo me resulta imprescindible. Tal vez toda
esa higiene de no esperar sea un poco ridícula. No esperar de la vida, para no
arriesgarla; darse por muerto, para no morir. De pronto esto me ha parecido un
letargo espantoso, inquietísimo; quiero que se acabe. Después de la fuga,
después de haber vivido no atendiendo a un cansancio que me destruía, logré la
calma, mis decisiones tal vez me devuelvan a ese pasado o a los jueces; los
prefiero a este largo purgatorio.
Ha empezado hace ocho días. Entonces registré el milagro de la
aparición de estas personas; a la tarde temblé cerca de las rocas del oeste. Me
dije que todo era vulgar: el tipo bohemio de la mujer y mi enamoramiento propio
de solitario acumulado. Volví dos tardes más: la mujer estaba; empecé a
encontrar que lo único milagroso era esto; después vinieron los días aciagos de
los pescadores, que no la vi, del barbudo, de la inundación, de reparar los
destrozos de la inundación. Hoy a la tarde...
* * *
Estoy asustado; pero, con mayor insistencia, descontento de mí.
Ahora debo esperar que los intrusos vengan, en cualquier momento; si tardan, malum signum: vienen a prenderme.
Esconderé este diario, prepararé una explicación y los aguardaré no muy lejos
del bote, decidido a pelear, a huir. Sin embargo, no me ocupo de los peligros.
Estoy incomodísimo: tuve descuidos que pueden privarme de la mujer, para
siempre.
Después de bañarme, limpio y más desordenado (por efecto de la
humedad en la barba y el pelo), fui a verla. Había trazado este plan: esperarla
en las rocas, la mujer, al llegar, me encontraría abstraído en la puesta del
sol; la sorpresa, el probable recelo, tendrían tiempo de convertirse en
curiosidad; mediaría favorablemente la común devoción a la tarde; ella me
preguntaría quién soy; nos haríamos amigos...
Llegué tardísimo. (Mi impuntualidad me exaspera, ¡pensar que en
esa corte de los vicios llamada el mundo civilizado, en Caracas, fue un
trabajoso adorno, una de mis características más personales!)
Lo arruiné todo; ella miraba el atardecer y bruscamente surgí
detrás de unas piedras. Bruscamente, e hirsuto, y visto desde abajo, debí de
aparecer con mis atributos de espanto acrecentados.
Los intrusos han de venir de un momento a otro. No he preparado
una explicación. No tengo miedo.
Esta mujer es algo más que una falsa gitana. Me espanta su valor.
Nada anunció que me hubiera visto. Ni un parpadeo, ni un leve sobresalto.
Todavía el sol estaba arriba del horizonte (no el sol; la
apariencia del sol; era ese momento en que ya se ha puesto, o va a ponerse, y
uno lo ve donde no está). Yo había escalado con urgencia las piedras. La vi: el
pañuelo de colores, las manos cruzadas sobre una rodilla, su mirada, aumentando
el mundo. Mi respiración se volvió irreprimible. Los peñascos, el mar, parecían
trémulos.
Cuando pensaba en esto, oí el mar con su ruido de movimiento y de
fatiga, a mi lado, como si se hubiera puesto a mi lado. Me tranquilicé un poco.
No era probable que se oyera mi respiración.
Entonces, para postergar el momento de hablarle, descubrí una
antigua ley psicológica. Me convenía hablar desde un lugar alto, que permitiera
mirar desde arriba. Esta mayor elevación material contrarrestaría, en parte,
mis inferioridades.
Subí otras rocas. El esfuerzo empeoró mi estado. También lo
empeoraron:
La prisa: yo me había puesto en la obligación de hablarle hoy
mismo. Si quería evitar que sintiera desconfianza —por el lugar solitario, por
la oscuridad— no podía esperar un minuto.
Verla: como posando para un fotógrafo invisible tenía la calma de
la tarde, pero más inmensa. Yo iba a interrumpirla.
Decir algo era una expedición alarmante. Ignoraba si tenía voz.
La miré, escondido. Temí que me sorprendiera espiándola; aparecí,
tal vez demasiado bruscamente, a su mirada; sin embargo, la paz de su pecho no
se interrumpió; la mirada prescindía de mí, como si yo fuera invisible.
No me detuve.
—Señorita, quiero que me oiga —dije con la esperanza de que no
accediera a mi ruego, porque estaba tan emocionado que había olvidado lo que
tenía que decirle. Me pareció que la palabra señorita sonaba ridículamente en la isla. Además la frase era
demasiado imperativa (combinada con la aparición repentina, la hora, la
soledad).
Insistí:
—Comprendo que no se digne...
No puedo recordar, con exactitud, lo que dije. Estaba casi
inconsciente. Le hable con una voz mesurada y baja, con una compostura que
sugería obscenidades. Caí, de nuevo, en señorita.
Renuncié a las palabras y me puse a mirar el poniente, esperando que la
compartida visión de esa calma nos acercara. Volví a hablar. El esfuerzo que
hacía para dominarme bajaba la voz, aumentaba la obscenidad del tono. Pasaron
otros minutos de silencio. Insistí, imploré, de un modo repulsivo. Al final
estuve excepcionalmente ridículo: trémulo, casi a gritos, le pedí que me
insultara, que me delatara, pero que no siguiera en silencio.
No fue como si no me hubiera oído, como si no me hubiera visto;
fue como si los oídos que tenía no sirvieran pare oír, como si los ojos no sirvieran
para ver.
En cierto modo me insultó; demostró que no me temía. Ya era de
noche cuando recogió el bolso de costura y se encaminó despacio a la parte alta
de la colina.
Los hombres no han venido todavía a buscarme. Tal vez no vengan
esta noche. Tal vez esta mujer sea para todo tan asombrosa y no les haya
referido mi aparición. La noche es oscura. Conozco bien la isla: no temo a un
ejército, si me busca de noche.
* * *
Ha sido, otra vez, como si no me hubiera visto. No cometí otro
error que el de permanecer callado y dejar que se restableciera el silencio.
Cuando la mujer llegó a las rocas, yo miraba el poniente. Estuvo
inmóvil, buscando un sitio pare extender la manta. Después caminó hacia mí. Con
estirar el brazo, la hubiera tocado. Esta posibilidad me horrorizó (como si
hubiera estado en peligro de tocar un fantasma). En su prescindencia de mí
había algo espantoso. Sin embargo, al sentarse a mi lado me desafiaba y, en
cierto modo, ponía fin a esa prescindencia.
Sacó un libro del bolso y estuvo leyendo. Aproveché la tregua,
para serenarme.
Después, cuando la vi dejar el libro, levantar la mirada, pensé:
“Prepara una interpelación”. Esta no se produjo. El silencio aumentaba,
ineludible. Comprendí la gravedad de no interrumpirlo; pero, sin obstinación,
sin motivo, permanecí callado.
Ninguno de sus compañeros ha venido a buscarme. Tal vez no les
haya hablado de mí; tal vez les inquiete mi conocimiento de la isla (por eso la
mujer vuelve diariamente, simulando un episodio sentimental). Desconfío. Estoy
listo para sorprender la conspiración más silenciosa.
He descubierto en mí una inclinación a prever las consecuencias
malas, exclusivamente. Se ha formado en los últimos tres o cuatro años; no es
casual; es molesta. Que la mujer vuelva, la proximidad que busco, todo parece
indicar un cambio demasiado feliz para que pueda imaginarlo... Quizá yo olvide
mi barba, mis años, la policía que me ha perseguido tanto, que todavía estará
buscándome, obstinada, como una maldición eficaz. No debo darme esperanzas. Escribo
esto y se me ocurre una idea que es una esperanza. No creo haber insultado a la
mujer, pero tal vez fuera oportuno desagraviarla. ¿Qué hace un hombre en estas
ocasiones? Envía flores. Este es un proyecto ridículo... pero las cursilerías,
cuando son humildes, tienen todo el gobierno del corazón. En la isla hay muchas
flores. A mi llegada quedaban algunos macizos alrededor de la pileta y del
museo. Seguramente, podré hacer un jardincito en el pasto que bordea las rocas.
Tal vez sirva la naturaleza para lograr la intimidad de una mujer. Tal vez me
sirva para acabar con el silencio y la cautela. Será este mi último recurso
poético. Yo no he combinado colores; de pintura no entiendo casi nada...
Confío, sin embargo, en poder hacer un trabajo modesto, que denote afición a la
jardinería.
* * *
Me levante a la madrugada. Sentía que el mérito de mi sacrificio
bastaba para cumplir el trabajo.
Vi las flores (abundan en la parte baja de las barrancas).
Arranqué las que me parecieron menos desagradables. Aún las de colores vagos
tienen una vitalidad casi animal. Después de un rato las miré, para ordenarlas,
porque ya no me cabían debajo del brazo: estaban muertas.
Iba a renunciar a mi proyecto, pero recordé que algo más arriba, a
la vista del museo, hay otro lugar con muchas flores... Como era temprano, me
pareció que no había riesgo en ir a verlas. Los intrusos dormían, seguramente.
Son diminutas y ásperas. Corte unas cuantas. No tienen esa
monstruosa urgencia en morirse.
Sus inconvenientes: el tamaño y estar a la vista del museo.
He pasado casi toda la mañana exponiéndome a ser descubierto por
cualquier persona que hubiera tenido el coraje de levantarse antes de las diez.
Me parece que tan modesto requisito de la calamidad no se cumplió. Durante mi
trabajo de juntar las flores he vigilado el museo y no he visto a ninguno de
sus ocupantes; esto me permite suponer que tampoco me vieron a mí.
Las flores son muy chicas. Tendré que plantar miles y miles, si no
quiero un jardincito ínfimo (sería más lindo, y más fácil de hacer; pero existe
el peligro de que la mujer no lo vea).
Me apliqué a preparar los canteros, a romper la tierra (está dura,
las superficies planeadas son muy vastas), a regar con agua llovida. Cuando
haya acabado de preparar la tierra, tendré que buscar más flores. Haré lo
posible para que no me sorprendan, sobre todo para que no interrumpan el
trabajo, o lo vean antes de que esté listo. He olvidado que para los
movimientos de plantas hay exigencias cósmicas. No puedo creer que después de
tanto peligro, de tanto cansancio, las flores no lleguen vivas hasta la puesta
del sol.
Carezco de estética para jardines; de cualquier manera, entre los
pastizales y las matas de paja, el trabajo resultará conmovedor. Será un
fraude, naturalmente; de acuerdo con mi plan, hoy a la tarde será un jardín
cuidado; mañana tal vez esté muerto o sin flores (si hay viento).
Me avergüenza un poco declarar mi proyecto. Una inmensa mujer
sentada, mirando el poniente, con las manos unidas sobre una rodilla; un hombre
exiguo, hecho de hojas, arrodillado frente a la mujer (debajo de este personaje
pondré la palabra “YO” entre paréntesis).
Habrá esta inscripción:
Sublime,
no lejana y misteriosa,
Con el silencio vivo de la rosa.
* * *
Mi cansancio es, casi, una enfermedad. Tengo a mano el cielo de
acostarme debajo de los árboles hasta las seis de la tarde. Lo postergaré. La
razón de esta necesidad de escribir ha de estar en los nervios. El pretexto es
que ahora mis actos me llevan a uno de mis tres porvenires: la compañía de la
mujer, la soledad (o sea la muerte en que pasé los últimos años, imposible
después de haber contemplado a la mujer), la horrorosa justicia. ¿A cuál?
Saberlo con tiempo es difícil. Sin embargo, la redacción y la lectura de estas
memorias pueden ayudarme a esa previsión tan útil; quizá también me permitan
cooperar en la producción del futuro conveniente,
He trabajado como un ejecutante prodigioso; la obra sale de toda
relación con los movimientos que la hicieron. Tal vez la magia dependa de esto:
había que aplicarse a las partes, a la dificultad de plantar cada flor y
alinearla con la precedente. Desde el trabajo no podía preverse la obra
concluida; sería un desordenado conjunto de flores o una mujer, indistintamente.
Sin embargo, la obra no parece improvisada; es de una
satisfactoria pulcritud. No pude cumplir mi proyecto. Imaginativamente no
cuesta más una mujer sentada, con las manos enlazadas sobre una rodilla, que
una mujer de pie; hecha de flores, la primera es casi imposible. La mujer esta
de frente, con los pies y la cabeza de perfil, mirando una puesta de sol. La
cara y un pañuelo de flores violetas forman la cabeza. La piel no está bien. No
pude lograr ese color adusto, que me repugna y que me atrae. El vestido es de
flores azules; tiene guardas blancas. El sol está hecho con unos extraños
girasoles que hay aquí. El mar, con las mismas flores del vestido. Yo estoy de
perfil, arrodillado. Soy diminuto (un tercio del tamaño de la mujer) y verde,
hecho de hojas.
He modificado la inscripción. La primera me salió demasiado larga
para hacerla con flores. La convertí en esta:
Mi muerte en esta isla has desvelado.
Me alegraba ser un muerto insomne. Por este placer descuidé la
cortesía; en la frase podía haber un reproche implícito. Volví, sin embargo, a
esa idea. Creo que me cegaban: la afición a presentarme como un ex muerto; el
descubrimiento literario o cursi de que la muerte era imposible al lado de esa
mujer. Dentro de su monotonía, las aberraciones eran casi monstruosas:
Un muerto en esta isla has desvelado
O:
Ya no estoy muerto: estoy enamorado.
Me descorazoné. La inscripción de las flores dice:
El tímido homenaje de un amor.
Todo ocurrió dentro de la más previsible normalidad, pero en una
forma inesperadamente benigna. Estoy perdido. Al labrar este jardincito cometí
un furioso error, como Ayax —o algún otro nombre helénico ya olvidado— cuando acuchilló
a los animales; pero en este caso yo soy los animales acuchillados.
La mujer llegó más temprano que de costumbre. Dejó el bolso (con
un libro medio salido) en una roca, y en otra, más playa, extendió la manta.
Tenía un traje de tenis; un pañuelo, casi violeta, en la cabeza. Estuvo un rato
mirando el mar, como adormecida; después se levantó y fue a buscar el libro. Se
movió con esa libertad que tenemos cuando estamos solos. Paso, de ida y de
vuelta, al lado de mi jardincito, pero simuló no verlo. No tuve ansiedad de que
lo viera; al contrario, cuando la mujer apareció, comprendí mi asombrosa equivocación,
sufrí por no poder sustraer una obra que me condenaba pare siempre. Fui
tranquilizándome, tal vez perdiendo la conciencia. La mujer abrió el libro,
posó una mano entre las hojas, siguió mirando la tarde. No se fue hasta el
anochecer.
Ahora me consuelo reflexionando sobre mi condena. ¿Es justa o no?
¿Qué debo esperar después de haberle dedicado este jardincito de mal gusto?
Creo, sin rebelión, que la obra no debiera perderme, si puedo criticarla. Para
un ser omnisapiente, yo no soy el hombre que ese jardín hace temer. Sin
embargo, lo he creado.
Iba a decir que ahí se manifestaban los peligros de la creación,
la dificultad de llevar diversas conciencias, equilibradamente,
simultáneamente. Pero ¿a qué vale? Estos consuelos son lánguidos. Todo se ha
perdido: la vida con la mujer, la soledad pasada. Sin refugio perduro en este
monólogo que, desde ahora, es injustificable.
A pesar de los nervios, hoy he sentido inspiración, cuando la
tarde se deshacía participando de la incontaminada serenidad, de la
magnificencia de la mujer. Este bienestar volvió a tomarme de noche; tuve un
sueño con el lupanar de mujeres ciegas que visité con Ombrellieri, en Calcuta.
Apareció la mujer y el lupanar fue convirtiéndose en un palacio florentino,
rico, estucado. Yo, confusamente, prorrumpí: ¡Qué romántico!, lloroso de
felicidad poética y de vanagloria.
Pero me desperté algunas veces, angustiado por mi falta de méritos
para la estricta delicadeza de la mujer. No lo olvidaré: dominó el desagrado
que le produjo mi horrendo jardincito y simuló, piadosamente, no verlo. Me
angustiaba, también, oír Valencia y Té para dos, que un fonógrafo excesivo
repitió hasta la salida del sol.
* * *
Todo lo que he escrito sobre mi destino —con esperanzas o con
temor, en broma o en serio— me mortifica.
Lo que siento es desagradable. Me parece que desde hace mucho
sabía el alcance funesto de mis actos, y que he insistido con frivolidad y con
obstinación... Habría podido tener esa conducta en un sueño, en la locura... En
la siesta de hoy, como un comentario simbólico y anticipado, vino este sueño:
mientras jugaba un partido de croquet,
supe que la acción de mi juego estaba matando a un hombre. Después yo era,
irremediablemente, ese hombre.
Ahora la pesadilla continúa... Mi fracaso es definitivo, y me
pongo a contar sueños. Quiero despertar, y encuentro esa resistencia que impide
salir de los sueños más atroces.
Hoy la mujer ha querido que sintiera su indiferencia. Lo ha
conseguido. Pero su táctica es inhumana. Yo soy la víctima; sin embargo creo
ver la cuestión de un modo objetivo.
Vino con el horroroso tenista. La presencia de este hombre debe
calmar los celos. Es muy alto. Llevaba un saco de tenis, granate, demasiado
amplio, unos pantalones blancos y unos zapatos blancos y amarillos,
desmesurados. La barba parecía postiza. La piel es femenina, cerosa, marmórea
en las sienes. Los ojos son oscuros; los dientes, abominables. Habla despacio,
abriendo mucho la boca, chica, redonda, vocalizando infantilmente, enseñando
una lengua chica, redonda, carmesí, pegada siempre a los dientes inferiores.
Las manos son larguísimas, pálidas; les adivino un tenue revestimiento de
humedad.
Me escondí en seguida. Ignoro si ella me vio; supongo que sí,
porque en ningún momento pareció buscarme con la vista.
Estoy seguro de que el hombre no reparó, hasta más tarde, en el
jardincito. Ella simuló no verlo.
Oí algunas exclamaciones francesas. Después no hablaron.
Estuvieron como súbitamente entristecidos, mirando el mar. El hombre dijo algo.
Cada vez que una ola se rompía contra las piedras, yo daba dos o tres pasos,
rápidamente, acercándome. Eran franceses. La mujer movió la cabeza; no oí lo
que dijo, pero indudablemente era una negativa; tenía los ojos cerrados y
sonreía con amargura o con éxtasis.
—Créame, Faustine —dijo el barbudo con desesperación mal
contenida, y yo supe el nombre: Faustine. (Pero ha perdido toda importancia.)
—No... ya sé lo que anda buscando...
Sonreía, sin amargura, ni éxtasis, frívolamente. Recuerdo que en
aquel momento la odié. Jugaba con el barbudo y conmigo.
—Es una desgracia no entendernos. El plazo es corto: tres días, y
ya no importará.
No comprendo bien la situación. Este hombre ha de ser mi enemigo.
Me ha parecido triste; no me asombraría que su tristeza fuera un juego. El de
Faustine es insoportable, casi grotesco.
El hombre quiso restar importancia a sus palabras anteriores. Dijo
varias frases que tenían, más o menos, este sentido:
—No hay que preocuparse. No vamos a discutir una eternidad...
—Morel —respondió tontamente Faustine—, ¿sabe que lo encuentro
misterioso?
Las preguntas de Faustine no pudieron sacarlo de un tono de
bromas.
El barbudo fue a buscarle el pañuelo y el bolso. Estaban en una
roca, a pocos metros. Volvió agitándolos y diciendo:
—No tome en serio lo que le he dicho... A veces creo que si
despierto su curiosidad... Pero no se enoje...
De ida y de vuelta pisó mi pobre jardincito. Ignoro si
conscientemente o con una inconsciencia irritante. Faustine lo vio, juro que lo
vio, y no quiso evitarme esa injuria; siguió interrogándolo sonriente,
interesada, casi entregada por la curiosidad. Su actitud me parece innoble. El
jardincito es, sin duda, de un gusto pésimo. ¿Por qué hacerlo pisotear por un
barbudo? ¿No estoy ya bastante pisoteado?
Pero ¿qué puede esperarse de gente así? El tipo de ambos
corresponde al ideal que siempre buscan los organizadores de largas series de
tarjetas postales indecentes. Armonizan: un barbudo pálido y una vasta gitana
de ojos enormes... Hasta creo haberlos visto en las mejores colecciones del
Pórtico Amarillo, en Caracas.
Todavía puedo preguntarme: ¿Qué debo pensar? Ciertamente, es una
mujer detestable. Pero ¿qué está buscando? Tal vez juegue conmigo y con el
barbudo; pero también es posible que el barbudo no sea más que un instrumento
para jugar conmigo. Hacerlo sufrir no le importa. Quizá Morel no sea más que un
énfasis de su prescindencia de mí, y un signo de que esta llega a su punto máximo
y a su fin.
Pero, si no... Ya hace tanto tiempo que no me ve... Creo que voy a
matarla o enloquecer, si continúa. Por momentos pienso que la insalubridad
extraordinaria de la parte sur de esta isla ha de haberme vuelto invisible.
Sería una ventaja: podría raptar a Faustine sin ningún peligro...
* * *
Ayer no fui a las rocas. Muchas veces me declaré que no iría hoy.
A la mitad de la tarde supe que iría. Faustine no fue y quién sabe cuándo
volverá. Su entretenimiento conmigo ha terminado (con el pisoteo del
jardincito). Ahora mi presencia la fastidiará como una broma que hizo gracia
alguna vez y que alguien quiere repetir. Me encargaré de que no se repita.
Pero en las rocas estaba enloquecido: “Es mi culpa”, me decía (que
Faustine no apareciera), “por haber estado tan resuelto a faltar”.
Subí a la colina. Salí de atrás de un grupo de plantas y me
encontré frente a dos hombres y una señora. Me detuve, no respiré; entre
nosotros no había nada (cinco metros de espacio vacío y crepuscular). Los
hombres me daban la espalda; la señora estaba de frente, sentada, mirándome. La
vi estremecerse. Bruscamente se volvió, miró hacia el museo. Yo me escondí
atrás de unas plantas. Ella dijo con voz alegre:
—Esta no es hora para cuentos de fantasmas. Vamos adentro.
No sé, todavía, si contaban, efectivamente, cuentos de fantasmas o
si los fantasmas aparecieron en la frase para anunciar que había ocurrido algo
extraño (mi aparición).
Se fueron. Un hombre y una mujer caminaban, no muy lejos. Temí que
me sorprendieran. La pareja se acercó más. Oí una voz conocida:
—Hoy no fui a ver...
(Tuve palpitaciones. Me pareció que en esa cláusula yo estaba
referido.)
—¿Lo sientes mucho?
No sé lo que dijo Faustine. El barbudo había hecho progresos. Se
tuteaban.
He vuelto a los bajos decidido a quedarme hasta que me lleve el
mar. Si los intrusos vienen a buscarme, no me entregaré, no escaparé.
* * *
Mi decisión de no aparecer ante Faustine duro cuatro días (ayudada
por dos mareas que me dieron trabajo).
Fui temprano a las rocas. Después llegaron Faustine y el falso
tenista. Hablaban correctamente francés; muy correctamente; casi como
sudamericanos.
—¿He perdido toda su confianza?
—Toda.
—Antes creía en mí.
Note que ya no se tuteaban; pero en seguida recordé que las
personas, cuando empiezan a tutearse, no pueden evitar las vueltas al “usted”.
Tal vez pensé esto influido por la conversación que estaba oyendo. Tenía,
también, esa idea de vuelta al pasado, pero referida a otros temas.
—¿Y me creería si pudiera llevarla a un rato antes de esa tarde en
Vincennes?
—Ya nunca podría creerle. Nunca.
—La influencia del porvenir sobre el pasado —dijo Morel, con
entusiasmo y voz muy baja.
Después estuvieron en silencio, mirando el mar. El hombre habló
como rompiendo una angustia opresora:
—Créame, Faustine...
Me pareció obstinado. Seguía con los mismos ruegos que le oí ocho
días antes.
—No... Ya sé lo que busca.
Las conversaciones se repiten: son injustificables. Aquí no debe
el lector imaginar que está descubriendo el amargo fruto de mi situación; no
debe, tampoco, complacerse con la muy fácil asociación de las palabras perseguido, solitario, misántropo. Yo
estudié el tema antes del proceso: las conversaciones son intercambio de
noticias (ejemplo: meteorológicas), de indignaciones o alegrías (ejemplo:
intelectuales) ya sabidas o compartidas por los interlocutores. Mueve todo el
gusto de hablar, de expresar acuerdos y desacuerdos.
Los miraba, los oía. Sentí que pasaba algo extraño; no sabía qué
era. Estaba indignado con ese canalla ridículo.
—Si le dijera todo lo que busco...
—¿Lo insultaría?
—O nos comprenderíamos. El plazo es corto. Tres días. Es una
desgracia no entendernos.
Con lentitud en mi conciencia, puntuales en la realidad, las
palabras y los movimientos de Faustine y del barbudo coincidieron con sus
palabras y movimientos de hacia ocho días. El atroz eterno retorno. Incompleto:
mi jardincito, la otra vez mutilado por las pisadas de Morel, es hoy un sitio
borroso, con vestigios de flores muertas, achatadas contra la tierra.
La primera impresión me halagó. Creí haber hecho este
descubrimiento: en nuestras actitudes ha de haber inesperadas, constantes
repeticiones. La ocasión favorable me ha permitido notarlo. Ser testigo
clandestino de varias entrevistas de las mismas personas no es frecuente. Como
en el teatro, las escenas se repiten.
Al oír a Faustine y al barbudo yo corregía mi recuerdo de la
conversación anterior (transcrita de memoria unas páginas más atrás).
Temí que este descubrimiento pudiera ser el mero efecto de una
languidez en mis recuerdos, o de la comparación de una escena real y una
simplificación por olvidos.
Después, con urgente enojo, sospeché que todo fuera una
representación burlesca, una broma dirigida contra mí.
Debo una explicación. Nunca dudé que lo conveniente era procurar
que Faustine sintiera nuestra exclusiva importancia (y que el barbudo no
contaba). Sin embargo, había empezado a tener ganas de castigar a ese
individuo, a divertirme con la idea sin desarrollo, de afrentarlo de algún modo
que lo ridiculizara mucho.
Había llegado la ocasión. ¿Cómo aprovecharla? Con voluntad procuré
pensar (ocupado por la rabia, exclusivamente).
Inmóvil, como si reflexionara, estuve esperando el momento de
salirle al paso. El barbudo fue a buscar el pañuelo y el bolso de Faustine.
Volvía agitándolos, diciendo (como la otra vez):
—No tome en serio lo que le he dicho... A veces creo...
Estaba a pocos metros de Faustine. Yo salí muy decidido a
cualquier cosa, pero a nada en particular. La espontaneidad es fuente de
groserías. Señale al barbudo, como si estuviera presentándolo a Faustine, y
dije a gritos:
—¡La
femme à barbe, Madame Faustine!
No era una broma feliz; ni siquiera se sabía contra quién iba
dirigida.
El barbudo siguió caminando hacia Faustine y no tropezó conmigo
porque me eché a un lado, bruscamente. La mujer no interrumpió las preguntas;
no interrumpió la alegría de su cara. Su tranquilidad todavía me aterra.
Desde ese momento hasta hoy a la tarde estuve apenado de
vergüenza, con ganas de arrodillarme ante Faustine. No pude esperar hasta la
puesta del sol. Me fui a la colina. Resuelto a perderme, y con un
presentimiento de que si todo salía bien caería en una escena de ruegos
melodramáticos. Estaba equivocado. Lo que sucede no tiene explicación. La
colina está deshabitada.
*
* *
Cuando vi la colina deshabitada temí encontrar la explicación en
una celada que ya estuviera funcionando. Con sobresalto recorrí todo el museo,
escondiéndome a veces. Pero bastaba mirar los muebles y las paredes, como
revestidos de aislamiento, para convencerse de que allí no había nadie. Más
aún: para convencerse de que nunca hubo nadie. Es difícil, después de una
ausencia de casi veinte días, poder afirmar que todos los objetos de una casa
de muchísimas habitaciones se encuentran donde estaban cuando uno se fue; sin
embargo acepto, como una evidencia para mí, que estas quince personas (con
otras tantas de servidumbre), no hayan movido un banco, una lámpara o —si
movieron algo— hayan vuelto a poner todo en el sitio, en la posición que tenía
antes. He inspeccionado la cocina, el lavadero: la comida que dejé hace veinte
días, la ropa (robada de un armario del museo) puesta a secar hace veinte días,
estaban allí, una podrida, la otra seca, ambas intactas.
Grité en esa casa vacía: ¡Faustine! ¡Faustine! No hubo respuesta.
Hay dos hechos —un hecho y un recuerdo— que ahora veo juntos,
proponiendo una explicación. En los últimos tiempos me había dedicado a probar
nuevas raíces. Creo que en Méjico los indios conocen un brebaje preparado con
jugo de raíces —este es el recuerdo (o el olvido)— que suministra delirios por
muchos días. La conclusión (referida a la estadía de Faustine y de sus amigos
en la isla) es lógicamente admisible; sin embargo, yo tendría que estar
jugando para tomarla en serio. Parezco jugando: he perdido a Faustine, y
atiendo a la presentación de estos problemas para un hipotético observador,
para un tercero.
Pero me acordé, incrédulo, de mi condición de fugitivo y del poder
infernal de la justicia. Tal vez todo fuera una estratagema desmesurada. No
debía abatirme, no debía disminuir mi capacidad de resistencia: la catástrofe podría ser tan horrible.
Inspeccioné la capilla, los sótanos. Decidí mirar toda la isla antes
de acostarme. Fui a las rocas, a los pastizales de la colina, a las playas, a
los bajos (por un exceso de prudencia). Debí aceptar que los intrusos no
estaban en la isla.
Cuando volví al museo era casi de noche. Yo estaba nervioso.
Deseaba la claridad de la luz eléctrica. Probé muchas llaves; no había luz. Con
esto parece confirmada mi opinión de que las mareas han de suministrar la
energía a los motores (por medio de ese molino hidráulico o rodillo que hay en
los bajos). Los intrusos han derrochado luz. Desde las dos mareas pasadas hubo
un prolongado intervalo de calma. Se acabó esa misma tarde cuando yo entraba en
el museo. Tuve que cerrar todo; parecía que el viento y el mar fueran a
destruir la isla.
En el primer sótano, entre motores desmesurados en la penumbra, me
sentí perentoriamente abatido. El esfuerzo indispensable para suicidarme era
superfluo, ya que, desaparecida Faustine, ni siquiera podía quedar la
anacrónica satisfacción de la muerte.
* * *
Por vago compromiso, para justificar mi descenso, intenté poner en
funcionamiento la usina de luz. Hubo unas explosiones débiles y la calma
interior volvió a establecerse, entre una tormenta que movía las ramas de un
cedro, contra el vidrio espeso de la lumbrera.
No recuerdo como salí. Al llegar arriba oí un motor; la luz, con
oblicua velocidad, alcanzó todo y me puso frente a dos hombres: uno vestido de
blanco, otro de verde (un cocinero y un sirviente). No sé cuál preguntó (en
español):
—¿Quiere decirme por qué eligió este lugar perdido?
—Él lo sabrá (en español, también).
Escuché con ansia. Era otra gente. Estos nuevos aparecidos (de mi
cerebro castigado por carencias, tóxicos y soles, o de esta isla tan mortal),
eran ibéricos y estas frases me llevaban a la conclusión de que Faustine no
había regresado.
Seguían hablando con voz tranquila, como si no hubieran oído mis
pasos, como si yo no estuviese.
—No lo niego; pero ¿cómo se le ha ocurrido a Morel?...
Los interrumpió un hombre que dijo airadamente:
—¿Hasta cuándo? La comida está lista, hace una hora.
Los miro con fijeza (con tanta fijeza que me pregunte si no
lucharía contra una inclinación a mirarme) y en seguida desapareció, gritando.
Lo siguió el cocinero; el sirviente corrió en dirección opuesta.
Yo hacía esfuerzos por serenarme, pero temblaba. Sonó un gong. Mi
vida estuvo en momentos en que los héroes hubieran aceptado el miedo. Creo que
ahora mismo no estarían tranquilos. Pero entonces el horror se acumuló. Por
suerte, duró poco. Recordé ese gong. Lo había visto muchas veces en el comedor.
Quise huir. Me serené más. Huir verdaderamente era imposible. La tormenta, el
bote, la noche... Si hubiera desaparecido la tormenta, no habría sido menos
horrible internarse en el mar, esa noche sin luna. Además, el bote no habría
alcanzado a flotar mucho tiempo... En cuanto a los bajos, estaban seguramente
inundados. Mi huida hubiera concluido muy cerca. Valía más escuchar; vigilar
los movimientos de esta gente; esperar.
Miré a mi alrededor y me escondí (sonriendo para formular mi
suficiencia) en un cuartito que hay debajo de la escalera. Esto (lo he pensado
posteriormente) fue muy torpe. Si me hubieran buscado habrían mirado ahí sin
duda. Estuve un rato sin pensar, muy tranquilo, pero todavía confuso.
Se me presentaron dos problemas:
¿Cómo llegaron a la isla? Con esa tormenta, ningún capitán se
habría atrevido a acercarse; suponer un transbordo y un desembarco por medio de
botes, era absurdo.
¿Cuándo llegaron? La comida estaba lista desde hacía un rato largo;
no hacía un cuarto de hora que yo había bajado a los motores, que no había
nadie en la isla.
Habían nombrado a Morel. Se trataba, seguramente, de un regreso de
las mismas personas. Es probable, pensé con palpitaciones, que vea, de nuevo, a
Faustine.
* * *
Me asomé, presintiendo una detención brusca, el fin de mis
perplejidades.
No había nadie.
Subí la escalera, avancé por los pasillos del entrepiso; desde uno
de los cuatro balcones, entre hojas oscuras y una divinidad de barro cocido, me
asomé sobre el comedor.
Había algo más de una docena de personas sentadas a la mesa.
Imaginé que serían turistas neozelandeses o australianos; me pareció que
estaban instalados, que no iban a partir un rato después.
Me acuerdo bien: vi el conjunto, lo comparé a los turistas,
descubrí que no parecían de pasada y solo entonces pensé en Faustine. La
busqué, la encontré en seguida. Tuve una sorpresa benigna: el barbudo no estaba
al lado de Faustine; una alegría precaria: el barbudo no estaba (antes de creer
en ella, lo vi enfrente de Faustine).
Las conversaciones eran lánguidas. Morel propuso el tema de la
inmortalidad. Se habló de viajes, de fiestas, de métodos (de alimentación).
Faustine y una muchacha rubia hablaron de remedios. Alec, un hombre joven,
escrupulosamente peinado, con tipo oriental y ojos verdes, intentó narrar sus
negocios de lanas, sin obstinación ni éxito. Morel se entusiasmó proyectando
una cancha de pelota o una cancha de tenis para la isla.
Conocí un poco más a la gente del museo. A la izquierda de
Faustine había una mujer —¿Dora?— de pelo rubio, frisado, muy risueña, con la
cabeza grande y ligeramente encorvada hacia adelante, como caballo brioso. Del
otro lado tenía a un hombre joven, moreno, de ojos vivos y ceño cargado de
concentración y de pelo. Después había una muchacha alta, con el pecho hundido,
brazos extremadamente largos y expresión de asco. Esta mujer se llama Irene.
Después, la que dijo no es hora para
cuentos de fantasmas, esa noche que subí a la colina. No recuerdo a los
otros.
Cuando era chico jugaba a los descubrimientos en las ilustraciones
de los libros: las miraba mucho e iban apareciendo objetos, interminablemente.
Estuve un rato, contrariado, mirando los paneles con mujeres, tigres o gatos de
Fuyita.
La gente se fue al hall. Durante mucho tiempo, con demasiado
terror —mis enemigos estaban o en el hall o en el sótano (el personal)— bajé
por la escalera de servicio hasta la puerta escondida detrás del biombo. Lo
primero que vi fue a una mujer que tejía cerca de uno de los cálices de
alabastro; a esa mujer que se llama Irene y a otra, dialogando; busqué más y
con peligro de ser descubierto vi a Morel en una mesa, con cinco personas,
jugando a las cartas; la muchacha que estaba de espaldas era Faustine; la mesa
era chica, los pies estaban aglomerados y pasé unos minutos quizá muchos,
insensible a todo, queriendo averiguar si los pies de Morel y los de Faustine
se tocaban. Esta lamentable ocupación desapareció completamente, fue sustituida
por el horror que me dejaron la cara roja y los ojos muy redondos de un
sirviente que estuvo mirándome y entró en el hall. Oí pasos. Me alejé
corriendo. Me escondí entre la primera y segunda filas de columnas de
alabastro, en el salón redondo, sobre el acuario. Debajo de mí nadaban peces
idénticos a los que había sacado podridos en los días de mi llegada.
* * *
Ya tranquilo, me acerqué a la puerta. Faustine, Dora —su compañera
de mesa— y Alec subían la escalera. Faustine se movía con estudiada lentitud.
Por ese cuerpo interminable, por esas piernas demasiado largas, por esa tonta
sensualidad, yo exponía la calma, el Universo, los recuerdos, la ansiedad tan
vívida, la riqueza de conocer las costumbres de las mareas y más de una raíz
inofensiva.
Los seguí. De improviso, entraron en un cuarto. Enfrente encontré
una puerta abierta, un cuarto iluminado y vacío. Entré con mucha cautela. Sin
duda, alguien que habría estado allí se olvidó de apagar la luz. El aspecto de
la cama y de la mesa de toilette, la
falta de libros, de ropa, del más leve desorden, garantizan que nadie lo
habitaba.
Estuve inquieto cuando los otros moradores del museo pasaron a sus
cuartos. Oí los pasos en la escalera y quise apagar mi luz, pero fue imposible:
la llave se había atrancado. No insistí. Hubiera llamado la atención una luz
apagándose en un cuarto vacío.
Si no fuera por esa llave, quizá me habría puesto a dormir,
persuadido por la fatiga, por las muchas luces que veía apagarse en las
rendijas de las puertas (¡y por la tranquilidad que me daba la presencia de la
mujer cabezona en el cuarto de Faustine!) Preví que si alguien llegara a pasar
por el corredor, entraría en mi cuarto, para apagar la luz (el resto del museo
estaba a oscuras). Eso, tal vez, era inevitable; no muy peligroso. Al ver que
la llave estaba atrancada, la persona se iría, para no molestar a los demás.
Bastaba que me escondiera un poco.
Pensaba en todo esto cuando apareció la cabeza de Dora. Sus ojos
pasaron por mí. Se fue, sin intentar apagar la luz.
Quedé con miedo casi convulsivo. Estaba yéndome y antes de salir
recorrí la casa, imaginativamente, en busca de un escondite seguro. Me costaba
dejar ese cuarto que permitía la vigilancia de la puerta de Faustine. Me senté
en la cama y me dormí. Un rato después vi en sueños a Faustine. Entró en el
cuarto. Estuvo muy cerca. Me desperté. No había luz. Traté de no moverme, de
empezar a ver en la oscuridad, pero la respiración y el espanto eran
incontenibles.
Me levanté, llegué al corredor, oí el silencio que había sucedido
a la tormenta: nada lo interrumpía.
Empecé a caminar por el corredor, a sentir que inesperadamente se
abriría una puerta y yo estaría en poder de unas manos bruscas y de una voz
inamovible, burlona. El mundo extraño en que andaba preocupado en los últimos
días, mis conjeturas y mis ansias, Faustine, no habrían sido más que efímeros
trámites de la prisión y del patíbulo. Bajé la escalera, por la oscuridad,
cautelosamente. Llegué a una puerta y quise abrirla; fue imposible; ni siquiera
pude mover el picaporte (conocía estas cerraduras que atrancan el picaporte;
pero no comprendo el sistema de las ventanas: no tienen cerradura y los
pasadores estaban atrancados). Iba convenciéndome de la imposibilidad de salir,
aumentaba mis nervios y —tal vez por esto y por la impotencia en que me ponía
la falta de luz— hasta las puertas interiores se volvían infranqueables. Unos
pasos en la escalera de servicio me apresuraron mucho. No supe irme del cuarto.
Caminé sin hacer ruido, guiado por una pared, hasta uno de los enormes cálices
de alabastro; con esfuerzo y gran peligro, me deslicé adentro.
Estuve inquieto, largo tiempo, contra la superficie resbaladiza de
alabastro y contra la fragilidad de la lámpara. Me pregunté si Faustine se
habría quedado sola con Alec o si uno de ellos habría salido con Dora, o antes
o después.
Esta mañana me despertaron las voces de una conversación (yo
estaba muy débil y muy dormido para escuchar). Después ya no se oía nada.
Quería estar afuera del museo. Empecé a erguirme, temeroso de
resbalar y deshacer la enorme lamparilla, de que alguien viera surgir mi
cabeza. Con mucha languidez, laboriosamente, bajé del jarrón de alabastro.
Esperando que se ordenaran un poco mis nervios, me guarecí detrás de las
cortinas. Estaba tan débil que no podía moverlas; me parecían rígidas y pesadas
como las cortinas de piedra que hay en algunas tumbas. Imaginé, dolorosamente,
artificiosos panes y otras comidas propias de la civilización: en el
antecomedor las encontraría sin duda. Tuve desmayos superficiales, ganas de
reírme; sin miedo caminé hasta el zaguán de la escalera. La puerta estaba
abierta. No había nadie. Pasé al antecomedor, con una temeridad que me
enorgullecía. Oí pasos. Quise abrir una puerta que da afuera y volví a
encontrarme con uno de esos picaportes inexorables. Por la escalera de servicio
bajaba alguien. Corrí hacia la entrada. Pude ver, por la puerta abierta, parte
de una silla de paja y de unas piernas cruzadas. Volví en dirección de la
escalera principal; allí también oí pasos. Había gente en el comedor. Entré en
el hall, vi una ventana abierta y, casi al mismo tiempo, a Irene y a la mujer
que la otra tarde hablaba de fantasmas, por un lado, y por otro, al joven de
ceño cargado de pelo, con un libro abierto, caminando hacia mí y declamando
poesías francesas. Me detuve; caminé, tieso, entre ellos; casi los toqué al
pasar; me arrojé por la ventana y con las piernas doloridas por el golpe (hay
como tres metros desde la ventana hasta el césped), corrí barranca abajo, con
muchas caídas, sin fijarme si alguien miraba.
Preparé un poco de comida. Devoré con entusiasmo y, pronto, sin
ganas.
Ahora casi no tengo dolores. Estoy más tranquilo. Pienso, aunque
parezca absurdo, que tal vez no me hayan visto en el museo. Ha pasado todo el
día y nadie ha venido a buscarme. Da miedo aceptar tanta suerte.
* * *
Tengo un dato, que puede servir a los lectores de este informe
para conocer la fecha de la segunda aparición de los intrusos: las dos lunas y
los dos soles se vieron al día siguiente. Podría tratarse de una aparición
local; sin embargo me parece más probable que sea un fenómeno de espejismo,
hecho con luna o sol, mar y aire, visible, seguramente, desde Rabaul y desde
toda la zona. He notado que este segundo sol —quizá imagen de otro— es mucho
más violento. Me parece que entre ayer y anteayer ha habido un ascenso infernal
de temperatura. Es como si el nuevo sol hubiera traído un extremado verano a la
primavera. Las noches son muy blancas: hay como un reflejo polar vagando por el
aire. Pero imagino que las dos lunas y los soles no tienen mucho interés; han de
haber llegado a todas partes, o por el cielo o en informaciones más doctas y
completas. No los registro por atribuirles valor de poesía o de curiosidad,
sino para que mis lectores, que reciben diarios y tienen cumpleaños, daten
estas páginas.
Estamos viviendo las primeras noches con dos lunas. Pero ya se
vieron dos soles. Lo cuenta Cicerón en De
Natura Deorum:
Tum sole
quod ut e patre audivi Tuditano et Aquilio consulibus evenerat.
No creo haberlo citado mal. M. Lobre, en el Instituto Miranda, nos
hizo aprender de memoria las primeras cinco páginas del Libro Segundo y las
últimas tres del Libro tercero. No conozco nada más de La naturaleza de los dioses.
Los intrusos no vinieron a buscarme. Los veo aparecer y
desaparecer en los bordes de la colina. Tal vez por alguna imperfección del
alma (y la infinidad de mosquitos), he tenido nostalgias de la víspera, de
cuando estaba sin esperanzas de Faustine y no en esta angustia. He tenido
nostalgias de ese momento en que me sentí, otra vez, instalado en el museo,
dueño de la subordinada soledad.
* * *
Recuerdo ahora lo que pensaba antenoche, en ese cuarto
insistentemente iluminado. La naturaleza de los intrusos, de las relaciones que
he tenido con los intrusos.
Intenté varias explicaciones:
Que yo tenga la famosa peste; sus efectos en la imaginación: la
gente, la música, Faustine; en el cuerpo: tal vez lesiones horribles, signos de
la muerte, que los efectos anteriores no me dejan ver.
Que el aire pervertido de los bajos y una deficiente alimentación
me hayan vuelto invisible. Los intrusos no me vieron (o tienen una disciplina
sobrehumana; descarté secretamente, con la satisfacción de obrar con habilidad,
toda sospecha de simulación organizada, policial). Objeción: no soy invisible
para los pájaros, los lagartos, las ratas, los mosquitos.
Se me ocurrió (precariamente) que pudiera tratarse de seres de
otra naturaleza, de otro planeta, con ojos, pero no para ver, con orejas, pero
no para oír. Recordé que hablaban un francés correcto. Extendí la monstruosidad
anterior: que ese idioma fuera un atributo paralelo entre nuestros mundos,
dedicado a distintos fines.
He llegado a la cuarta hipótesis por la aberración de contar
sueños. Anoche soñé esto:
Yo estaba en un manicomio. Después de una larga consulta (¿el
proceso?) con un médico, mi familia me había llevado ahí. Morel era el
director. Por momentos, yo sabía que estaba en la isla; por momentos, creía
estar en el manicomio; por momentos, era el director del manicomio.
No creo indispensable tomar un sueño por realidad, ni la realidad
por locura.
Quinta hipótesis: los intrusos serían un grupo de muertos amigos;
yo, un viajero, como Dante o Swedenborg, o si no otro muerto, de otra casta, en
un momento diferente de su metamorfosis; esta isla, el purgatorio o cielo de
aquellos muertos (queda enunciada la posibilidad de varios cielos; si hubiera
uno y todos fueran allí y nos aguardasen un encantador matrimonio y todos sus
miércoles literarios, muchos ya habríamos dejado de morir)
Ahora entendía por qué los novelistas proponen fantasmas quejosos.
Los muertos siguen entre los vivos. Les cuesta cambiar de costumbres, renunciar
al tabaco, al prestigio de violadores de mujeres. Estuve horrorizado (pensé con
teatralidad interior) de ser invisible; horrorizado de que Faustine, cercana,
estuviese en otro planeta (el nombre Faustine me puso melancólico); pero yo
estoy muerto, yo estoy fuera de alcance (veré a Faustine, la veré irse y mis
señas, mis súplicas, mis atentados, no la alcanzarán); aquellas soluciones
horribles son esperanzas frustradas.
El manejo de estas ideas me daba una consistente euforia. Acumulé
pruebas que mostraban mi relación con los intrusos como una relación entre
seres en distintos planos. En esta isla podría haber sucedido una catástrofe
imperceptible para sus muertos (yo y los animales que la habitaban); después
habrían llegado los intrusos.
¡Que yo estuviera muerto! Cuánto me entusiasmó esta ocurrencia
(vanidosamente, literariamente).
Recapitulé mi vida. La infancia, poco estimulante, con las tardes
en el Paseo del Paraíso; los días anteriores a mi detención, como ajenos; mi
larga huida; los meses que llevo en la isla. Tenía la muerte dos oportunidades
para entreverarse en mi historia. En los días anteriores a la llegada de la
policía a mi cuarto de la pensión hedionda y rosada, en Oeste II, frente a la
Pastora (el proceso habría sido ante los jueces definitivos; la huida y los
viajes, el viaje al cielo, infierno o purgatorio acordado). La otra ocasión
para la muerte aparecía en el viaje en bote. El sol me deshacía el cráneo y
aunque remé hasta aquí, he de haber perdido la conciencia mucho antes de
llegar. De esos días todos los recuerdos son vagos, con excepción de una
claridad infernal, un vaivén y un ruido de agua, un sufrimiento mayor que todas
nuestras reservas de vida.
Hacía mucho que pensaba en eso, así que ya estaba un poco harto y
seguí con menos lógica. No estuve muerto hasta que aparecieron los intrusos; en
la soledad es imposible estar muerto. Para resucitar debo suprimir a los
testigos. Será un exterminio fácil. No existo, no sospecharán su destrucción.
Estaba pensando en otra cosa, en un increíble proyecto de rapto
privadísimo, como de sueño, que iba a contar solamente para mí.
En momentos de extrema ansiedad he imaginado estas explicaciones
injustificables, vanas. El hombre y la cópula no soportan largas intensidades.
* * *
Esto es un infierno. Los soles están abrumadores. Yo no me siento
bien. Comí unos bulbos parecidos a los nabos, muy fibrosos.
Los soles estaban arriba, uno más que otro, y, de improviso (creo
haber mirado el mar hasta ese momento), apareció un buque muy cerca, entre los
arrecifes. Fue como si me hubiera dormido (hasta las moscas vuelan dormidas,
bajo este sol doble) y despertara, segundos u horas después, sin advertir que
había dormido o que estaba despertando. El buque era de carga, blanco. Mi sentencia, pensé indignado. Sin duda vienen a explorar la isla. La
chimenea, amarilla (como en buques de la Royal Mail y de la Pacific Line),
altísima, dio tres pitadas. Los intrusos afluyeron a los bordes de la colina.
Algunas mujeres saludaron con pañuelos.
El mar no se movía. Bajaron del buque una lancha. Tardaron casi
una hora en hacer funcionar el motor. Desembarcó en la isla un marino vestido
de oficial o de capitán. Los demás volvieron al buque.
El hombre subió a la colina. Tuve mucha curiosidad y, a pesar de
mis dolores y de los bulbos difíciles de asimilar, subí por otro lado. Lo vi
saludar respetuosamente. Le preguntaron qué tal viaje había tenido; si había conseguido todo en Rabaul. Yo estaba
detrás de un fénix moribundo, sin miedo de ser visto (me parecía inútil
esconderme). Morel se llevó al hombre hasta un banco. Hablaron.
Ya sabía a qué atenerme con ese buque. Debía de ser de los
intrusos o de Morel. Venía para llevarlos.
Tengo tres
posibilidades, pensé. Raptarla,
meterme en el barco, dejarla ir.
Vendrán a
buscarla; tarde o temprano han de encontrarnos, si la rapto. ¿No habrá en toda
la isla un sitio para esconderla? Me acuerdo que ponía cara
de dolor para obligarme a pensar.
Se me ocurrió, también, sacarla de su cuarto en las primeras horas
de la noche e irnos remando en el bote en que vine desde Rabaul. Pero ¿a dónde?
¿Se repetiría el milagro de ese viaje? ¿Cómo orientarme? Tirarme a la suerte
con Faustine, ¿valdría las penurias demasiado largas que habría en ese bote en
medio del océano? O demasiado breves: posiblemente, a pocos metros de la costa
nos hundiríamos.
Si conseguía meterme en el buque, sería descubierto. Quedaba la
posibilidad de hablar, de pedir que llamaran a Faustine o a Morel y de
explicarles mi situación. Quizá habría tiempo —si mi historia cayera mal— de
matarme o hacerme matar antes de llegar al primer puerto con prisión.
Tengo que
decidirme, pensé.
Un hombre alto, robusto, con la cara encendida, la barba mal
afeitada, negra, modales afeminados, se acercó a Morel y le dijo:
—Se hace tarde. Todavía tenemos que prepararnos.
Morel contestó:
—Un momento.
El capitán se levantó; Morel, medio erguido, siguió hablándole,
urgentemente. Le dio unas palmadas en la espalda y se volvió hacia el gordo,
mientras el otro lo saludaba, y le preguntó:
—¿Vamos?
El gordo miró sonriendo inquisitivamente al muchacho de pelo negro
y de cejas cargadas, y repitió:
—¿Vamos?
El muchacho asintió.
Los tres corrieron hacia el museo, prescindiendo de las señoras.
El capitán se les acercó sonriendo cortésmente. El grupo siguió muy despacio a
los tres caballeros.
Yo no sabía qué hacer. La escena, aunque ridícula, me pareció
alarmante. ¿Para qué iban a prepararse? No estaba conmovido. Pensé que si los
hubiera visto partir con Faustine, también habría dejado consumirse el preparado
horror, inactivo, ligeramente nervioso.
Por suerte no había llegado el momento. La barba y las piernas
flacas de Morel se vieron de lejos. Faustine, Dora, la mujer que vi una noche
contando cuentos de fantasmas, Alec y los tres hombres que habían estado un
rato antes, bajaban hacia la pileta, en traje de baño. Yo me corrí de una
planta a otra, para ver mejor. Las mujeres trotaban, sonrientes; los hombres
daban saltos, como para quitarse un frío inconcebible en este régimen de dos
soles. Preveía la desilusión que tendrían al asomarse a la pileta. Desde que no
la cambio, el agua está impenetrable (al menos para una persona normal): verde,
opaca, espumosa, con grandes matas de hojas que han crecido monstruosamente,
con pájaros muertos y, sin duda, con víboras y sapos vivos.
Semidesnuda, Faustine es ilimitadamente hermosa. Tenía esa alegría
de embelesados, un poco tonta, de la gente cuando se bañan en público. Fue la
primera en zambullir. Los oí reírse y agitar el agua.
Dora y la mujer vieja salieron primero. La vieja, con mucho
movimiento de brazo, contó:
—Uno, dos, tres.
Los otros, seguramente, corrían una carrera. Los hombres salieron
exhaustos. Faustine estuvo un rato más en el agua.
Entretanto, los marineros habían desembarcado. Recorrían la isla.
Me guarecí entre unas matas de palmeras.
* * *
Contaré fielmente los hechos que he presenciado entre ayer a la
tarde y la mañana de hoy, hechos inverosímiles, que no sin trabajo habrá
producido la realidad... Ahora parece que la verdadera situación no es la
descrita en las páginas anteriores; que la situación que vivo no es la que yo
creo vivir.
Cuando los bañistas fueron a vestirse, decidí vigilar día y noche.
Sin embargo, pronto consideré injustificada esa medida.
Me iba, y apareció el muchacho de las cejas cargadas y del pelo
negro. Un minuto después sorprendí a Morel, espiando, escondiéndose en una
ventana. Morel bajó la escalinata. Yo no estaba lejos. Pude oírlo.
—No quise hablar porque habría gente. Voy a someterle algo, a
usted y a unos pocos.
—Someta.
—No aquí —dijo Morel, escrutando con desconfianza los árboles—.
Esta noche. Cuando todos se vayan, quédese.
—¿Muerto de sueño?
—Mejor. Cuanto más tarde mejor. Pero, sobre todo, sea discreto. No
quiero que las mujeres se enteren. La histeria me da histeria. Adiós.
Se alejó corriendo. Antes de entrar en la casa miró hacia atrás.
El muchacho empezaba a subir. Lo detuvieron unos ademanes de Morel. Dio un
paseo corto, con las manos en los bolsillos, silbando rudimentariamente.
Traté de pensar en lo que había visto, pero no tenía ganas. Estaba
inquieto.
Transcurrió un cuarto de hora, más o menos.
Otro barbudo canosos, gordo, que no he consignado todavía en este
informe, apareció en la escalinata, miró a lo lejos, alrededor. Bajó y se quedó
frente al museo, inmóvil, aparentemente azorado.
Volvió Morel. Hablaron un minuto. Pude oír:
—¿...si yo le dijera que están registrados todos sus actos y
palabras?
—No me importaría.
Me pregunté si habrían descubierto mi diario. Resolví mantenerme
alerta. Impedir las tentaciones de la fatiga y de la distracción. No dejarme
sorprender.
El gordo volvió a quedar solo, indeciso. Morel apareció con Alec
(joven oriental y verdinegro). Se fueron los tres.
Salieron entonces caballeros y criados con sillas de paja, que
pusieron a la sombra de un árbol de pan, grande y enfermo (he visto algunos
ejemplares menos desarrollados en una vieja quinta, en Los Teques). Las damas
ocuparon las sillas; a su alrededor los hombres se echaron en el pasto. Recordé
tardes en la patria.
Faustine cruzó hacia las rocas. Es ya molesto cómo quiero a esta
mujer (y ridículo: no hemos hablado ni una vez). Estaba con un traje de tenis y
un pañuelo, casi violeta, en la cabeza. Lo que será recordar esos pañuelos
cuando Faustine se haya ido.
Tenía ganas de ofrecerme para llevarle el bolso o la manta. La
seguía de lejos; la vi dejar el bolso en una roca, estirar la manta; quedarse
inmóvil contemplando el mar o la tarde, imponiéndoles su calma.
Se iba la última ocasión de tener suerte con Faustine. Podría
arrodillarme, confesarle mi pasión, mi vida. No lo hice. No me pareció hábil.
Es cierto que las mujeres acogen naturalmente cualquier homenaje. Pero más
valía dejar que la situación se aclarara sola. Resulta sospechoso un desconocido
que nos cuenta su vida, nos dice espontáneamente que ha estado preso, condenado
a prisión perpetua y que somos su razón de existir. Uno teme que todo sea un chantage para vender una lapicera
labrada con Bolívar – 1783-1830, o
una botella con un velero adentro. Otro sistema sería hablarle mirando el mar,
como un loco muy contemplativo y sencillo: comentar los dos soles, nuestra
afición a los ponientes; esperar un poco sus preguntas; referirle, de todos
modos, que yo soy un escritor, que siempre he querido vivir en una isla
solitaria; confesar la irritación que tuve a la llegada de su gente; contarle
mi confinamiento a la parte inundable de la isla (esto permitiría amenas
explicaciones de los bajos y sus calamidades) y así llegar a la declaración:
ahora temo que se vayan, que venga un crepúsculo sin la dulzura, ya habitual,
de verla.
Se levantó. Me puse nerviosísimo (como si Faustine hubiera oído lo
que yo estaba pensando, como si la hubiera ofendido). Fue a buscar un libro que
había dejado, medio salido de un bolso, en otra roca, a unos cinco metros.
Volvió a sentarse. Abrió el libro, posó la mano en una hoja y quedó como
adormecida, mirando la tarde.
Cuando se entró el más débil de los soles, Faustine se levantó de
nuevo. La seguí... corrí, me tiré de rodillas y le dije, casi gritando:
—Faustine, la quiero.
Hice esto porque pensé que, tal vez, lo más conveniente fuera
sacar partido de la inspiración, dejarla imponer su notable sinceridad. Ignoro
el resultado. Me ahuyentaron unos pasos, una sombra densa. Me escondí atrás de
una palmera. La respiración, alteradísima, casi no me dejaba oír.
Morel le decía que necesitaba hablarle. Faustine contestó:
—Bueno, vamos al museo (oí esto claramente).
Hubo algunas discusiones. Morel se oponía:
—Quiero aprovechar esta ocasión... fuera del museo y de las
miradas de nuestros amigos.
Le oí también: ponerte sobre
aviso; eres una mujer distinta; dominio de los nervios.
Puedo afirmar que Faustine se negó obstinadamente a quedarse.
Morel transó:
—Esta noche, cuando todos se vayan, hazme el favor de quedarte.
Estuvieron caminando entre las palmeras y el museo. Morel hablaba
mucho y hacía ademanes. En uno de esos movimientos, tomó el brazo de Faustine.
Después caminaron en silencio.
Cuando los vi entrar en el museo, pensé que debía prepararme
alguna comida para estar bien toda la noche y poder vigilar.
* * *
Té para dos
y Valencia persistieron hasta más
allá de la madrugada. Yo, a pesar de mis propósitos, comí poco. Ver a la gente
ocupada con el baile, ver y probar las hojas viscosas, las raíces de sabor a
tierra, los bulbos como ovillos de hilos notables y duros, no fueron argumentos
ineficaces para determinarme a entrar en el museo y buscar pan y otros
verdaderos comestibles.
Entré por la carbonera, a media noche. Había sirvientes en el
antecomedor, en la despensa. Decidí esconderme, esperar que la gente se fuera a
sus cuartos. Podría oír, tal vez, lo que Morel sometería a Faustine, al
muchacho de las cejas, al gordo, el verdinegro Alec. Después robaría algunos
alimentos y buscaría la manera de salir.
En realidad, la declaración de Morel no me importaba mucho. Me
angustiaba el buque cerca de la playa; la fácil, la irremediable partida de
Faustine.
Al pasar por el hall vi un fantasma del Tratado de Belidor que me
había llevado quince días antes; estaba en la misma repisa de mármol verde, en
el mismo lugar de la repisa de mármol verde. Palpé el bolsillo: saqué el libro;
los comparé: no eran dos ejemplares del mismo libro, sino dos veces el mismo
ejemplar; con la tinta celeste corrida, envolviendo en una nube la palabra
PERSE; con la rasgadura oblicua en la esquina de abajo, de afuera... hablo de
una identidad exterior... Ni siquiera pude tocar el libro que estaba sobre la
mesa. Me escondí precipitadamente, para que no me descubrieran (primero, unas
mujeres; después, Morel). Pasé por el salón del acuario y me escondí en el
cuarto verde, en el biombo (formaba como una casita). Por una rendija podía ver
el salón del acuario.
Morel daba órdenes:
—Aquí me pone una mesa y una silla.
Pusieron las otras sillas en filas, ante la mesa, como en la sala
de conferencias.
Tardísimo, fueron entrando casi todos. Hubo algún estrépito,
alguna curiosidad, alguna meritoria sonrisa: predominaba la paz deshecha del
cansancio.
—Nadie puede faltar —dijo Morel—. Hasta que lleguen todos, no
empezaré.
—Falta Jane.
—Falta Jane Gray.
—No es para menos.
—Hay que ir a buscarla.
—¿Quién la saca ahora de la cama?
—No puede faltar.
—Está durmiendo.
—Yo no empiezo hasta no verla aquí.
—Voy a buscarla —dijo Dora.
—Te acompaño —dijo el muchacho de las cejas.
He querido transcribir esta conversación fielmente. Si ahora no es
natural, tiene culpa el arte o la memoria. Fue natural. Viendo esa gente,
oyendo esa conversación, nadie podía esperar un suceso mágico ni la negación de
la realidad, que vino después (aunque todo ocurriera sobre un acuario
iluminado, sobre peces coludos y líquenes, entre un bosque de columnas negras).
Morel habló con unas personas que no pude ver:
—Hay que buscarlo por toda la casa. Yo lo vi entrar en este
cuarto, hace mucho.
¿De quién hablaba? Entonces creí que mi interés por la conducta de
los intrusos quedaría satisfecho, definitivamente.
—Hemos recorrido toda la casa —dijo una voz rudimentaria.
—No importa. Tráiganlo —contestó Morel.
Me pareció que ya estaba acorralado. Quería salir. Me contuve.
Había recordado que los cuartos de espejos eran infiernos de
famosas torturas. Empezaba a sentir calor.
Después volvieron Dora y el muchacho, con una mujer vieja,
alcoholizada (ya había visto a esta mujer en la pileta). Venían, también, dos
individuos, aparentemente sirvientes, que se ofrecían para ayudar; se acercaron
a Morel; uno de ellos dijo:
—Imposible hacer nada.
(Reconocí la voz rudimentaria de hacía un rato)
Dora gritó a Morel:
—Haynes está durmiendo en el cuarto de Faustine. Nadie será capaz
de sacarlo.
¿Habían estado hablando de Haynes? No pensé que pudieran
relacionarse las palabras de Dora y la conversación de Morel con los hombres.
Hablaban de buscar a alguien y yo estaba asustado, dispuesto a descubrir en
todo alusiones o amenazas. Ahora se me ocurre que tal vez nunca haya ocupado la
atención de esta gente... Es más: ahora sé que no pueden buscarme.
¿Estoy seguro? Un hombre de buen sentido, ¿creería lo que oí ayer
noche, lo que imagino saber? ¿Me aconsejaría olvidar la pesadilla de ver en
todo una máquina organizada para capturarme?
Y si fuera una máquina para capturarme, ¿por qué tan compleja?
¿Por qué no detenerme, directamente? ¿No sería una locura esta laboriosa
representación?
Nuestros hábitos suponen una manera de suceder las cosas, una vaga
coherencia del mundo. Ahora la realidad se me propone cambiada, irreal. Cuando
un hombre despierta o muere, tarda en deshacerse de los terrores del sueño, de
las preocupaciones y de las manías de la vida. Ahora me costará perder la
costumbre de temer a esta gente.
Morel tenía unas hojas de papel de seda amarillo, escritas a
máquina. Las sacó de un bol de madera que estaba sobre la mesa. En el bol había
muchísimas cartas prendidas con alfileres a recortes de avisos de Yachting y Motor Boating. Pedían precios de barcos viejos, condiciones de
venta, informes para ir a revisarlos. Vi unas pocas.
—Quede Haynes dormido —dijo Morel—. Pesa mucho, y si van a
buscarlo nunca llegará el momento de empezar.
* * *
Morel extendió los brazos y dijo con voz entrecortada:
—Debo hacerles una declaración.
Sonrió nerviosamente:
—No es grave. Para no cometer inexactitudes, he decidido leer. Por
favor escuchen:
(Empezó a leer las páginas amarillas que inserto en la carpeta.
Hoy a la mañana, cuando me escapé del museo, estaban sobre la mesa; las tomé de
ahí).
“Tendrán que disculparme esta escena, primero fastidiosa, después
terrible. La olvidaremos. Esto, asociado a la buena semana que hemos vivido,
atenuará su importancia.”
“Había resuelto no decirles nada. No hubieran pasado por una
inquietud muy natural. Yo habría dispuesto de todos, hasta el último instante,
sin rebeliones. Pero, como son amigos, tienen derecho a saber.”
En silencio movía los ojos, sonreía, temblaba; después siguió con
ímpetu:
“Mi abuso consiste en haberlos fotografiado sin autorización. Es
claro que no es una fotografía como todas; es mi último invento. Nosotros
viviremos en esa fotografía, siempre. Imagínense un escenario en que se
representa completamente nuestra vida en esos siete días. Nosotros
representamos. Todos nuestros actos han quedado grabados.”
—¡Qué impudor! —gritó un hombre de bigotes negros y dientes para
afuera.
—Espero que sea broma —dijo Dora.
Faustine no sonreía. Parecía indignada.
“Podría haberles dicho, al llegar: Viviremos para la eternidad.
Tal vez lo hubiéramos arruinado todo, forzándonos para mantener una continua
alegría. Pensé: cualquier semana que nosotros pasemos juntos, si no sentimos la
obligación de ocupar bien el tiempo, será agradable. ¿No fue así?”
“Entonces les he dado una eternidad agradable”
“Por cierto que las obras de los hombres no son perfectas. Aquí
faltan algunos amigos. Claude se ha disculpado: trabaja la hipótesis, en forma
de novela y de cartilla teológica, de un desacuerdo entre Dios y el individuo;
hipótesis que le parece eficaz para hacerlo inmortal y que no quiere
interrumpir. Madeleine hace dos años que no va a la montaña; teme por su salud.
Leclerc se comprometió con los Davies para ir a Florida.”
Agregó:
—El pobre Charlie, es claro...
Por el tono de estas palabras, más señalado en pobre, por la solemnidad muda, con
algunos cambios de postura y movimientos de sillas, que hubo en seguida, inferí
que ese Charlie era un muerto; con más precisión: un muerto reciente.
Morel dijo después, como queriendo aliviar al auditorio:
—Pero lo tengo. Si alguno quiere verlo, puedo mostrárselo. Fue uno
de mis primeros ensayos con buen resultado.
Se detuvo. Me parece que advirtió el nuevo cambio en la sala (en
el primero había pasado de un aburrimiento afable a la pesadumbre, con ligera
reprobación por el mal gusto de traer un muerto a la mitad de una broma; ahora
estaba perpleja, casi horrorizada).
Volvió a los papeles amarillos, con precipitación.
“Mi cerebro ha tenido, desde hace mucho tiempo, dos ocupaciones
primordiales: pensar mis inventos y pensar en...” Se restableció,
decididamente, la simpatía entre Morel y la sala. “Por ejemplo, corto las
páginas de un libro, paseo, cargo mi pipa, y estoy imaginando una vida feliz,
con...”
Cada interrupción provocaba una salva de aplausos.
“Cuando completé el invento se me ocurrió, primero como un simple
tema para la imaginación, después como un increíble proyecto, dar perpetua
realidad a mi fantasía sentimental...”
“Creerme superior y la convicción de que es más fácil enamorar a
una mujer que fabricar cielos, me aconsejaron obrar espontáneamente. Las
esperanzas de enamorarla han quedado lejos; ya no tengo su confiada amistad; ya
no tengo el sostén, el ánimo para encarar la vida.”
“Convenía seguir una táctica. Trazar planes” (Morel cambió de
tono, como queriendo cortar la gravedad que habían traído sus palabras.) “En
los primeros, o la convencía de venirnos solos (imposible: no la he visto sola
desde que le confesé mi pasión) o la raptaba (habríamos estado peleando
eternamente). Nótese que, por esta vez, no cabe exageración en la palabra eternamente.” Alteró mucho este párrafo.
Dijo —me parece— que había pensado raptarla, y ensayó algunas bromas.
“Ahora les explicaré mi invento.”
* * *
Hasta aquí un discurso repugnante y desordenado. Morel, mundano
hombre de ciencia, cuando deja los sentimientos y entra en su valija de cables
viejos, logra mayor precisión; su literatura continúa desagradable, rica en
palabras técnicas y buscando en vano cierto impulso oratorio, pero es más
clara. Juzgue el lector:
“¿Cuál es la función de la radiotelefonía? Suprimir, en cuanto al
oído, una ausencia especial: valiéndonos de transmisores y receptores podemos
reunirnos en una conversación con Madeleine, en este cuarto, y aunque ella esté
a más de veinte mil kilómetros, en las afueras de Quebec. La televisión consigue
lo mismo, en cuanto a la vista. Alcanzar vibraciones más rápidas, más lentas,
será extenderse a los otros sentidos; a todos los otros sentidos.”
“El cuadro científico de los medios de contrarrestar ausencias
era, hace poco, más o menos así:
“En cuando a la vista: la televisión, el cinematógrafo, la
fotografía;”
“En cuanto al oído: la radiotelefonía, el fonógrafo, el teléfono.”
“Conclusión:”
“La ciencia, hasta hace
poco, se había limitado a contrarrestar, para el oído y la vista, ausencias
espaciales y temporales. El mérito de la primera parte de mis trabajos consiste
en haber interrumpido una desidia que ya tenía el peso de las tradiciones y en
haber continuado, con lógica, por caminos casi paralelos, el razonamiento y las
enseñanzas de los sabios que mejoraron el mundo con los inventos que he
mencionado.”
“Quiero señalar mi gratitud hacia los industriales que, tanto en
Francia (Société Clunie), como en Suiza (Schwachter, de Sankt Gallen),
comprendieron la importancia de mis investigaciones y me abrieron sus discretos
laboratorios.”
“El trato de mis colegas no tolera el mismo sentimiento.”
“Cuando fui hasta Holanda, para conversar con el insigne
electricista Juan Van Heuse, inventor de una máquina rudimentaria que
permitiría saber si una persona miente, encontré muchas palabras de aliento, y,
debo decirlo, una baja desconfianza.”
“Desde entonces trabajé solo.”
“Me puse a buscar ondas y vibraciones inalcanzadas, a idear
instrumentos para captarlas y transmitirlas. Obtuve, con relativa facilidad,
las sensaciones olfativas; las térmicas y las táctiles propiamente dichas
requirieron toda mi perseverancia.”
“Hubo, además, que perfeccionar los medios existentes. Los mejores
resultados honraban a los fabricantes de discos de fonógrafo. Desde hace mucho
era posible afirmar que ya no temíamos la muerte, en cuanto a la voz. Las
imágenes habían sido archivadas muy deficientemente por la fotografía y por el
cinematógrafo. Dirigí esta parte de mi labor hacia la retención de las imágenes
que se forman en los espejos.”
“Una persona o un animal o una cosa, es, ante mis aparatos, como
la estación que emite el concierto que ustedes oyen en la radio. Si abren el
receptor de ondas olfativas, sentirán el perfume de las diamelas que hay en el
pecho de Madeleine, sin verla. Abriendo el sector de ondas táctiles, podrán
acariciar su cabellera, suave e invisible, y aprender, como ciegos, a conocer
las cosas con las manos. Pero si abren todo el juego de receptores, aparece
Madeleine, completa, reproducida, idéntica; no deben olvidar que se trata de
imágenes extraídas de los espejos, con los sonidos, la resistencia al tacto, el
sabor, los olores, la temperatura, perfectamente sincronizados. Y si ahora aparecen
las nuestras, ustedes mismo no me creerán. Les costará menos pensar que he
contratado una compañía de actores, de sosias inverosímiles.”
“Esta es la primera parte de la máquina; la segunda graba; la
tercera proyecta. No necesita pantallas ni papeles; sus proyecciones son bien
acogidas por todo el espacio y no importa que sea día o noche. En aras de la
claridad osaré comparar las partes de la máquina con: el aparato de televisión
que muestra imágenes de emisores más o menos lejanos; la cámara que toma una
película de las imágenes traídas por el aparato de televisión; el proyector
cinematográfico.”
“Pensaba coordinar las recepciones de mis aparatos y tomar escenas
de nuestra vida: una tarde con Faustine, ratos de conversación con ustedes;
hubiera compuesto así un álbum de presencias muy durables y nítidas, que sería
un legado de unos momentos a otros, grato para los hijos, los amigos y las
generaciones que vivan otras costumbres.”
“En efecto, imaginaba que si bien las reproducciones de objetos
serían objetos —como una fotografía de una casa es un objeto que representa a
otro—, las reproducciones de animales y de plantas no serían animales y
plantas. Estaba seguro de que mis simulacros de personas carecerían de
conciencia de sí (como los personajes de una película cinematográfica).”
“Tuve una sorpresa: después de mucho trabajo, al congregar esos
datos armónicamente, me encontré con personas reconstituidas, que desaparecían
si yo desconectaba el aparato proyector, solo vivían los momentos pasados
cuando se tomó la escena y al acabarlos volvían a repetirlos, como si fueran partes
de un disco o de una película que al terminarse volviera a empezar, pero que,
para nadie, podían distinguirse de las personas vivas (se ven como circulando
en otro mundo, fortuitamente abordado por el nuestro). Si acordamos la
conciencia, y todo lo que nos distingue de los objetos, a las personas que nos
rodean, no podremos negárselos a las creadas por mis aparatos, con ningún
argumento válido y exclusivo.”
“Congregados los sentidos, surge el alma. Había que esperarla.
Madeleine estaba para la vista, Madeleine estaba para el oído, Madeleine estaba
para el sabor, Madeleine estaba para el olfato, Madeleine estaba para el tacto:
Ya estaba Madeleine.”
He señalado que la literatura de Morel es desagradable, rica en
palabras técnicas y que busca en vano cierto impulso oratorio. En cuanto a la
cursilería, se manifiesta sola:
“¿Les cuesta admitir un sistema de reproducción de vida, tan
mecánico y artificial? Recuerden que en nuestra incapacidad de ver, los
movimientos del prestidigitador se convierten en magia.”
“Para hacer reproducciones vivas, necesito emisores vivos. No creo
vida.”
“¿No debe llamarse vida lo que puede estar latente en un disco, lo
que se revela si funciona la máquina del fonógrafo, si yo muevo una llave?
¿Insistiré en que todas las vidas, como los mandarines chinos, dependen de
botones que seres desconocidos pueden apretar? Y ustedes mismos, cuántas veces
habrán interrogado el destino de los hombres, habrán movido las viejas
preguntas: ¿A dónde vamos? ¿En dónde yacemos, como en un disco músicas
inauditas, hasta que Dios nos manda nacer? ¿No perciben un paralelismo entre
los destinos de los hombres y de las imágenes?”
“La hipótesis de que las imágenes tengan alma parece confirmada
por los efectos de mi máquina sobre las personas, los animales y los vegetales
emisores.”
“Es claro que no alcancé estos resultados, sino después de muchos
reveses parciales. Recuerdo que hice los primeros ensayos con empleados de la
casa Schwachter. Sin prevenirlos, abría las máquinas y los tomaba trabajando.
Había fallas, todavía, en el receptor; no congregaba armónicamente sus datos:
en algunos, por ejemplo, la imagen no coincidía con la resistencia al tacto; a
veces, los errores son imperceptibles para testigos poco especializados; en
otras, la desviación es amplia.”
* * *
Stoever preguntó:
—¿Puedes mostrarnos esas primeras imágenes?
—Si ustedes me lo piden, cómo no; pero les advierto que hay
fantasmas ligeramente monstruosos —contestó Morel.
—Muy bien —dijo Dora—. Que los muestre. Un poco de diversión nunca
es malo.
—Yo quiero verlos —Stoever continuó— porque recuerdo unas muertes
inexplicadas, en la casa Schwachter.
—Te felicito —dijo Alec, saludando—. Hemos encontrado un creyente.
Stoever respondió con seriedad:
—Idiota, ¿no has oído?: Charlie también fue tomado. Cuando Morel
estaba en Sankt Gallern empezaron a morirse los empleados de la casa
Schwachter. Yo vi las fotografías en revistas. Los reconoceré.
Morel, tembloroso y amenazador, salió del cuarto. Hablaban a
gritos:
—Ahí tienes —dijo Dora—: lo has ofendido. Hay que ir a buscarlo.
—Parece mentira que hayas hecho eso con Morel.
Stoever insistió:
—¡Pero ustedes no comprenden!
—Morel es nervioso. No veo qué necesidad había de insultarlo.
—Ustedes no comprenden —Stoever gritó enfurecido—. Con su máquina
ha tomado a Charlie, y Charlie ha muerto; ha tomado a empleados de la casa
Schwchter, y hubo muertes misteriosas de empleados. ¡Ahora dice que nos ha
tomado a nosotros!
—Y no estamos muertos —dijo Irene.
—Él también se tomó.
—¿No hay quién entienda que todo es una broma?
—El mismo enojo de Morel. Yo nunca lo vi enojado.
—Sin embargo, Morel se ha portado mal —dijo el de los dientes
salidos—. Pudo avisarnos.
—Voy a buscarlo —dijo Stoever.
—Te quedas —gritó Dora.
—Iré yo —dijo el de los dientes salidos—. No a insultarlo; a
pedirle que nos disculpe y que siga.
Se agolparon alrededor de Stoever. Trataban de calmarlo,
excitados.
Después de un rato volvió el hombre de los dientes:
—No quiere venir. Nos pide que lo disculpemos. Fue imposible
traerlo.
Salieron Faustine, Dora, la mujer vieja.
Después no quedaron sino Alec, el de los dientes, Stoever e Irene.
Parecían tranquilos, de acuerdo, serios. Se fueron.
Oía hablar en el hall, en la escalera. Se apagaron las luces y la
casa quedó en una lívida luz de amanecer. Esperé, alerta. No había ruidos, no
había casi luz. ¿La gente habría ido a acostarse? ¿O estaba al acecho, para
capturarme? Estuve ahí, no sé cuánto tiempo, temblando, hasta que empecé a
caminar (creo que para oír mis pasos y tener testimonio de alguna vida) sin advertir
que hacía, tal vez, lo que mis presuntos perseguidores habían previsto.
Fui hasta la mesa, guardé los papeles en el bolsillo. Pensé, con
miedo, que el cuarto no tenía ventanas, que debía pasar por el hall. Caminé con
una extrema lentitud; la casa me parecía ilimitada. Estuve inmóvil en la puerta
del hall. Por fin, caminé despacio, en silencio, hasta una ventana abierta;
salté y me vine corriendo.
* * *
Cuando llegué a los bajos tuve un sentimiento confuso de
reprobación por no haber huido el primer día, por haber querido averiguar los
misterios de esa gente.
Después de la explicación de Morel me pareció que todo era una
maniobra de la policía; no me perdonaba mi lentitud en comprenderlo.
Esto es absurdo, pero creo que puedo justificarlo. ¿Quién no
desconfiaría de una persona que dijera: Yo
y mis compañeros somos apariencias, somos una nueva clase de fotografías.
En mi caso la desconfianza es aún más justificada: se me acusa de un crimen, he
sido condenado a prisión perpetua y es posible que todavía mi captura sea la
profesión de alguno, su esperanza de mejora burocrática.
Pero como estaba cansado, me dormí en seguida, entre vagos
proyectos de fuga. Había sido un día de mucha agitación.
Soñé con Faustine. El sueño era muy triste, muy emocionante. Nos
despedíamos; venían a buscarla; se iba el barco. Después volvíamos a estar
solos, despidiéndonos con amor. Lloré durante el sueño y me desperté con una
inconsolable desesperanza porque Faustine no estaba y con llorado consuelo
porque nos habíamos querido sin disimulo. Temí que se hubiera consumado,
durante mi sueño, la partida de Faustine. Me levanté. El barco se había ido.
Mi tristeza fue hondísima, fue la decisión de matarme; pero, al subir los ojos
vi a Stoever, a Dora y después a otros, en el borde de la colina.
No tuve necesidad de ver a Faustine. Me creía seguro: ya no me
importaba que estuviera o que no estuviera.
Comprendí que era cierto lo que había dicho, horas antes, Morel
(pero es posible que no lo hubiera dicho, por primera vez, horas antes, sino
algunos años atrás; lo repetía porque estaba en la semana, en el disco eterno).
Sentí repudio, casi asco, por esa gente y su incansable actividad
repetida. Aparecieron muchas veces, arriba, en los bordes. Estar en una isla
habitada por fantasmas artificiales era la más insoportable de las pesadillas;
estar enamorado de una de esas imágenes era peor que estar enamorado de un
fantasma (tal vez siempre hemos querido que la persona amada tenga una
existencia de fantasma).
* * *
Agregaré a continuación las páginas (de los papeles amarillos) que
Morel no leyó:
“Ante la imposibilidad de ejecutar mi primer proyecto —llevarla a
casa y tomar una escena de felicidad mía o recíproca—concebí otro que es,
seguramente, mejor.”
“Descubrimos esta isla en las circunstancias que ustedes conocen.
Tres condiciones me la recomendaron: 1) las mareas; 2) los arrecifes; 3) la
luminosidad.”
“La regularidad ordinaria de las mareas lunares y la abundancia de
mareas meteorológicas aseguran un servicio casi constante de fuerza motriz. Los
arrecifes son un vasto sistema de murallas contra invasores; un hombre los
conoce; es nuestro capitán, McGregor; he cuidado que no vuelva a arriesgarse en
estos peligros. La clara, no deslumbrante luminosidad, permite esperar una
merma verdaderamente exigua en la captación de imágenes.”
“Les confieso que, una vez descubiertas estas generosas virtudes,
no dudé en invertir mi fortuna en la compra de la isla y en la construcción del
museo, de la iglesia, de la pileta. Alquilé ese barco de carga que ustedes
llaman el yacht, para que nuestra
venida fuera más agradable.”
“La palabra museo, que
uso para designar esta casa, es una sobrevivencia del tiempo en que trabajaba
los proyectos de mi invento, sin conocimiento de su alcance. Entonces pensaba
erigir grandes álbumes o museos, familiares y públicos, de estas imágenes.
“Ha llegado el momento de anunciar: Esta isla, con sus edificios,
es nuestro paraíso privado. He tomado algunas precauciones —físicas, morales—
para su defensa: creo que lo protegerán. Aquí estaremos eternamente —aunque
mañana nos vayamos—repitiendo consecutivamente los momentos de la semana y sin
poder salir nunca de la conciencia que tuvimos en cada uno de ellos, porque así
nos tomaron los aparatos; esto nos permitirá sentirnos en una vida siempre
nueva, porque no habrá otros recuerdos en cada momento de la proyección que los
habidos en el correspondiente de la grabación, y porque el futuro, muchas veces
dejado atrás, mantendrá siempre sus atributos.”
* * *
Aparecen de vez en cuando. Ayer he visto a Haynes en los bordes;
hace dos días a Stoever, a Irene; hoy a Dora y a otras mujeres. Me impacientan
la vida; si quiero ordenarla, debo alejar de mi atención estas imágenes.
Destruirlas, destruir los aparatos que las proyectan (sin duda
están en el sótano) o romper el rodillo, son mis tentaciones favoritas; me
contengo, no quiero ocuparme de los compañeros de isla porque me parece que no
les falta materia pare convertirse en obsesiones.
Sin embargo, no creo que este peligro me amenace. Estoy demasiado
ocupado en sobrevivir al agua, al hambre, a las comidas.
Ahora busco la manera de instalar una cama permanente; no la
encontraré si me quedo en los bajos; los árboles están podridos; no pueden
sostenerme. Pero estoy resuelto a cambiar de situación: cuando hay grandes
mareas no duermo, y los demás días las inundaciones menores irrumpen mi sueño,
siempre a distinta hora. No me acostumbro a este baño. Tardo en dormirme,
pensando en el momento en que el agua, barrosa y tibia, va a taparme la cara y
producirme un ahogo momentáneo. Quiero que la creciente no me sorprenda, pero
la fatiga me vence y ya está el agua, en silencio, como una vaselina de bronce,
forzándome las vías respiratorias. El resultado es una fatiga dolorosa, una
inclinación a irritarme y abatirme ante cualquier dificultad.
* * *
Estuve leyendo los papeles amarillos. Encuentro que distinguir por
las ausencias —espaciales o temporales— los medios de superarlas, lleva a
confusiones. Habría que decir, tal vez: Medios
de alcance y medios de alcance y retención. La radiotelefonía, la
televisión, el teléfono, son, exclusivamente, de alcance; el cinematógrafo, la fotografía, el fonógrafo —verdaderos archivos— son de alcance y retención.
Todos los aparatos de contrarrestar ausencias son, pues, medios de
alcance (antes de tener la fotografía o el disco hay que tomarla, grabarlo).
Asimismo, no es imposible que toda ausencia sea, definitivamente,
especial... En una parte o en otra estarán, sin duda, la imagen, el contacto,
la voz, de los que ya no viven (nada se
pierde...)
Queda insinuada la esperanza que estudio y por la que he de ir al
sótano del museo, a mirar las máquinas.
Pensé de los que ya no viven: alguna vez pescadores de ondas los
congregarán, de nuevo, en el mundo. Tuve ilusiones de alcanzar algo yo mismo.
Tal vez, de inventar un sistema para recomponer las presencias de los muertos.
Quizá pudiera ser el aparato de Morel con un dispositivo que le impidiera
captar las ondas de los emisores vivientes (de mayor relieve, sin duda).
La inmortalidad podrá germinar en todas las almas, en las
descompuestas y en las actuales. Pero ¡ay!, los más recientes muertos nos
asomaran a tanto bosque de remanencias como los más antiguos. Para formar un
solo hombre ya disgregado, con todos sus elementos y sin dejar entrar ninguno
extraño, habrá que tener el paciente deseo de Isis, cuando reconstruyó a
Osiris.
La conservación indefinida de las almas en funcionamiento está
asegurada. O mejor dicho: estará completamente asegurada el día que los hombres
entiendan que para defender su lugar en la tierra les conviene predicar y
practicar el malthusianismo.
Es lamentable que Morel haya escondido en esta isla su invento.
Tal vez me equivoque; tal vez Morel sea un personaje famoso. Si no, como premio
por comunicar el invento, yo podría alcanzar el indebido indulto de mis
perseguidores. Pero si Morel no lo comunicó, lo habrá hecho alguno de sus
amigos. Con todo, es extraño que no se hablara de esto cuando salí de Caracas.
* * *
Me he sobrepuesto a la repulsión nerviosa que sentía por las
imágenes. No me preocupan. Vivo confortablemente en el museo, libre de las
crecidas. Duermo bien, estoy descansado y tengo, nuevamente, la serenidad que
me permitió burlar a los perseguidores, llegar a esta isla.
Es verdad que el roce de las imágenes me produce un ligero
malestar (sobre todo, si estoy distraído); esto pasará también, y ya el hecho
de poder distraerme supone que vivo con cierta naturalidad.
Estoy acostumbrándome a ver a Faustine, sin emoción, como a un
simple objeto. Por curiosidad, la sigo desde hace unos veinte días. Tuve pocas
dificultades, a pesar de que abrir las puertas —aún las cerradas sin llave— es
imposible (porque si estaban cerradas cuando se grabó la escena, tienen que
estarlo cuando se proyecta). Tal vez pudiera forzarlas, pero temo que una
rotura parcial descomponga todo el aparato (no lo creo probable).
Faustine, al retirarse a su cuarto, cierra la puerta. En una sola
ocasión no me será posible entrar sin tocarla: cuando la acompañan Dora y Alec.
Después estos dos salen rápidamente. Esa noche, en la primera semana, quedé en
el pasillo, frente a la puerta cerrada y al ojo de la llave, que mostraba un
sector vacío. En la otra semana quise ver desde afuera y camine por la cornisa,
con gran peligro, lastimándome las manos y las rodillas contra la aspereza de
las piedras, que abrazaba asustado (hay como cinco metros de altura). Las
cortinas me impidieron ver.
En la próxima ocasión venceré el temor que me queda y entraré en
el cuarto con Faustine, Dora y Alec.
Paso las otras noches a lo largo de la cama de Faustine, en el
suelo, sobre una estera, y me conmuevo mirándola descansar tan ajena de la
costumbre de dormir juntos que vamos teniendo.
* * *
Un
hombre solitario no puede hacer máquinas ni fijar visiones, salvo en la forma
trunca de escribirlas o dibujarlas, para otros, más afortunados.
Para
mí ha de ser imposible descubrir algo mirando las máquinas: herméticas,
funcionarán obedeciendo a las intenciones de Morel. Mañana lo sabré con
certeza. Hoy no he podido ir al sótano; he pasado la tarde juntando alimentos.
Sería
pérfido suponer —si un día llegaran a faltar las imágenes— que yo las he
destruido. Al contrario: mi propósito es salvarlas, con este informe. Las
amenazan invasiones del mar e invasiones de las hordas propagadas por el
crecimiento de la población. Duele pensar que mi ignorancia, preservada por
toda la biblioteca —sin un libro que pueda servir para trabajos científicos—
quizá también las amenace.
No
abundaré sobre los peligros que acechan a esta isla, a la tierra y a los
hombres, en el olvido de las profecías de Malthus; en cuanto al mar, hay que
decir: en cada una de las grandes mareas he temido el naufragio total de la
isla; en un café de pescadores, de Rabaul, oí que las islas Ellice o de las lagunas son inestables, unas desaparecen
y otras emergen (¿estoy en ese archipiélago? El siciliano y Ombrellieri son mis
autoridades).
Asombra
que el invento haya engañado al inventor. Yo también creí que las imágenes
vivían; pero nuestra situación no era la misma: Morel había imaginado todo;
había presenciado y había conducido el desarrollo de su obra; yo la enfrenté
concluida, funcionando.
Esta
ceguera del inventor con respecto al invento nos admira, y nos recomienda la
circunspección en los juicios... Tal vez yo esté generalizando sobre los
abismos de un hombre, moralizando con una peculiaridad de Morel.
Aplaudo
la orientación que dio, sin duda inconscientemente, a sus tanteos de
perpetuación del hombre: se ha limitado a conservar las sensaciones; y, aún
equivocándose, predijo la verdad: el hombre surgirá solo. En todo esto hay que
ver el triunfo de mi viejo axioma: No debe intentarse retener vivo todo el
cuerpo.
Razones
lógicas nos autorizan a desechar las esperanzas de Morel. Las imágenes no viven.
Sin embargo, me parece que teniendo este aparato, conviene inventar otro, que
permita averiguar si las imágenes sienten y piensan (o, por lo menos, si tienen
los pensamientos y las sensaciones que pasaron por los originales durante la
exposición; es claro que la relación de sus conciencias (?) con estos
pensamientos y sensaciones no podrá averiguarse). El aparato, muy parecido al
actual, estará dirigido a los pensamientos y sensaciones del emisor; a
cualquier distancia de Faustine, podremos tener sus pensamientos y sensaciones,
visuales, auditivas, táctiles, olfativas, gustativas.
Y
algún día habrá un aparato más completo. Lo pensado y lo sentido en la vida —o
en los ratos de exposición— será como un alfabeto, con el cual la imagen
seguirá comprendiendo todo (como nosotros, con las letras de un alfabeto
podemos entender y componer todas las palabras). La vida será, pues, un depósito
de la muerte. Pero aun entonces la imagen no estará viva; objetos esencialmente
nuevos no existirán para ella. Conocerá todo lo que ha sentido o pensado, o las
combinaciones ulteriores de lo que ha sentido o pensado.
El
hecho de que no podamos comprender nada fuera del tiempo y del espacio, tal vez
esté sugiriendo que nuestra vida no sea apreciablemente distinta de la sobrevivencia
a obtenerse con este aparato.
Cuando
intelectos menos bastos que el de Morel se ocupen del invento, el hombre
elegirá un sitio apartado, agradable, se reunirá con las personas que más
quiera y perdurará en un íntimo paraíso. Un mismo jardín, si las escenas a
perdurar se toman en distintos momentos, alojará innumerables paraísos, cuyas
sociedades, ignorándose entre sí, funcionarán simultáneamente, sin colisiones,
casi por los mismos lugares. Serán, por desgracia, paraísos vulnerables, porque
las imágenes no podrán ver a los hombres, y los hombres, si no escuchan a
Malthus, necesitarán algún día la tierra del más exiguo paraíso y destruirán a
sus indefensos ocupantes o los recluirán en la posibilidad inútil de sus
máquinas desconectadas.
* * *
Durante
diecisiete días vigilé. Ni un enamorado habría descubierto motivos para
sospechar de Morel y de Faustine.
No
creo que Morel aludiera a ella en el discurso (aunque fue la única en no
celebrarlo con risas). Pero admitiendo que Morel esté enamorado de Faustine,
¿cómo puede afirmarse que Faustine esté enamorada?
Si
queremos desconfiar, nunca faltará la ocasión. Una tarde pasean del brazo,
entre las palmeras y el museo, ¿hay algo extraño en esta caminata de amigos?
Por
mi propósito de cumplir con el ostinato
rigore de la divisa, la vigilancia alcanzó una amplitud que me honra; no
tuve en cuenta la comodidad ni el decoro: el control fue tan severo debajo de
las mesas como en la altura en que se mueven habitualmente las miradas.
En
el comedor, una noche, otra en el hall, las piernas se tocan. Si admito la
malicia, ¿por qué desecho la distracción, la casualidad?
Repito:
no hay prueba definitiva de que Faustine sienta amor por Morel. Tal vez el
origen de las sospechas esté en mi egoísmo. Quiero a Faustine: Faustine es el
móvil de todo; temo que esté enamorada: demostrarlo es la misión de las cosas.
Cuando estaba preocupado con la persecución policial, las imágenes de esta isla
se movían, como piezas de ajedrez, siguiendo una estrategia para capturarme.
Morel
se enfurecería si yo hiciera público el invento. Esto es seguro y no creo que
pueda evitarse con elogios. Sus amigos se agruparían bajo una común indignación
(también, Faustine). Pero si esta se hubiera disgustado con él —no compartía
las risas durante el discurso— tal vez se aliara conmigo.
Queda
la hipótesis de la muerte de Morel. En ese caso, alguno de sus amigos habría
difundido el invento. Si no, tendríamos que suponer una muerte colectiva, una
peste, un naufragio. Todo increíble; pero queda inexplicado el hecho de que no
se tuviera noticia del invento cuando yo salí de Caracas.
Una
explicación podría ser que no le hayan creído, que Morel estuviera loco, o, mi
primera idea, que todos estuviesen locos, que la isla fuera un sanatorio de
locos.
Estas
explicaciones requieren tanta imaginación como la epidemia o el naufragio.
Si
llegara a Europa, a América o al Japón, pasaría un tiempo difícil. Cuando
empezara a ser un charlatán famoso —antes de ser un inventor famoso— vendrían
las acusaciones de Morel y, tal vez, una orden de arresto, desde Caracas. Lo
que sería más triste es que me pusiera en ese trance el invento de un loco.
Pero
debo convencerme: no necesito huir. Vivir con las imágenes es una dicha. Si
llegan los perseguidores, se olvidarán de mí ante el prodigio de esta gente
inaccesible. Me quedaré.
Si
la encontrara a Faustine, cómo la haría reír contándole todas las veces que he
hablado, enamorado y sollozando, a su imagen. Considero que este pensamiento es
un vicio: lo escribo para fijarle límites, para ver que no tiene encanto, para
dejarlo.
* * *
La
eternidad rotativa puede parecer atroz al espectador; es satisfactoria para sus
individuos. Libres de malas noticias y de enfermedades, viven siempre como si
fuera la primera vez, sin recordar las anteriores. Además, con las
interrupciones impuestas por el régimen de las mareas, la repetición no es
implacable.
Acostumbrado
a ver una vida que se repite, encuentro la mía irreparablemente casual. Los
propósitos de enmienda son vanos: yo no tengo próxima vez, cada momento es
único, distinto, y muchos se pierden en los descuidos. Es cierto que para las
imágenes tampoco hay próxima vez (todas son iguales a la primera).
Puede
pensarse que nuestra vida es como una semana de estas imágenes y que vuelve a
repetirse en mundos contiguos.
* * *
Sin
conceder nada a mi debilidad puedo imaginar la llegada emocionante a casa de
Faustine, el interés que tendrá por mis relatos, la amistad que estas
circunstancias ayudaran a establecer. Quién sabe si no estoy verdaderamente en
camino, largo y difícil, hacia Faustine, hacia el necesario descanso de mi
vida.
Pero
¿dónde vive Faustine? La seguí durante semanas. Habla del Canadá. No sé más.
Pero hay otra pregunta que puede escucharse —con horror—: ¿vive Faustine?
Tal
vez porque la idea me parezca tan poéticamente desgarradora —buscar a una
persona que ignoro dónde vive, que ignoro si vive—, Faustine me importa más que
la vida.
¿Hay
alguna posibilidad de hacer el viaje? El bote se ha podrido. Los árboles están
podridos; no soy tan buen carpintero como para fabricar un bote con otras
maderas (por ejemplo, con sillas o puertas; ni siquiera estoy seguro de haber
podido hacerlo con árboles). Esperaré que pase un barco. Es lo que no he
querido. Mi vuelta ya no será secreta. Jamás he visto un barco, desde aquí;
excepto el de Morel, que era el simulacro de un barco.
Además,
si llego al destino de mi viaje, si encuentro a Faustine, estaré en una de las
situaciones más penosas de mi vida. Habrá que presentarse con algunos
misterios; pedirle hablar a solas; ya esto, de parte de un desconocido, le haré
desconfiar; después, cuando sepa que fui testigo de su vida, pensará que busco
sacar algún provecho deshonesto; y al saber que soy un condenado a prisión
perpetua, verá confirmados sus temores.
Antes
no se me ocurría que un acto pudiera traerme buena o mala suerte. Ahora repito,
de noche, el nombre de Faustine. Naturalmente que me gusta pronunciarlo; pero
estoy angustiado de cansancio y sigo repitiéndolo (a veces tengo mareos y
ansiedad de enfermo cuando me duermo).
* * *
Cuando
me calme encontraré la manera de salir. Por ahora, contando lo que me ha
pasado, obligo a mis pensamientos a ordenarse. Y si debo morir, comunicarán la
atrocidad de mi agonía.
Ayer
no hubo imágenes. Desesperado, ante secretas máquinas en reposo, tuve
presentimientos de que no vería otra vez a Faustine. Pero hoy a la mañana
estaba subiendo la marea. Me fui antes que aparecieran las imágenes. Vine al
cuarto de máquinas, a comprenderlas (para no estar a la merced de las mareas y
poder subsanar las fallas). Había pensado que si veía las máquinas ponerse en
funcionamiento quizá las comprendiera o, por lo menos, pudiera sacar una
orientación para estudiarlas. Esta esperanza no se cumplió.
Entré
por el agujero abierto en la pared y me quedé... Estoy dejándome llevar por la
emoción. Debo componer las frases. Cuando entré sentí la misma sorpresa y la
misma felicidad que la primera vez. Tuve la impresión de andar por el inmóvil
fondo azulado de un río. Me senté a esperar, dando la espalda a la rotura que
yo había hecho (me dolía esa interrupción en la celeste continuidad de la
porcelana).
Así
estuve un rato, plácidamente distraído (ahora me parece inconcebible). Después
las máquinas verdes empezaron a funcionar. Las comparé con la bomba de sacar
agua y con los motores de luz. Las miré, las oí, las palpé con atención, de muy
cerca, inútilmente. Pero, como en seguida me parecieron inabordables, quizá
haya fingido la atención, como por compromiso o por vergüenza (de haberme
apresurado en venir a los sótanos, de haber esperado tanto ese momento), como
si alguien mirara.
En
mi cansancio he vuelto a sentir agolpada la agitación. Debo reprimirla.
Reprimiéndome, encontraré la manera de salir.
Cuento
circunstanciadamente lo que me ha ocurrido: me volví y caminé con la vista
baja. Al mirar la pared tuve la sensación de estar desorientado. Busqué el
agujero que yo había hecho. No estaba.
Creí
que podría ser un interesante fenómeno de óptica y di un paso de lado, para ver
si continuaba. Extendí los brazos con ademán de ciego. Palpé todas las paredes.
Recogí del suelo trozos de porcelana, de ladrillo, que ha-bía hecho caer al
abrir el agujero. Palpé la pared en ese mismo lugar, mucho tiempo. Tuve que
aceptar que se había reconstruido.
¿He
podido estar fascinado con la claridad celeste del cuarto, interesado en el
funcionamiento de los motores, como para no oír a un albañil rehaciendo la
pared?
Me
acerqué. Sentí la frescura de la porcelana en la oreja, y oí un silencio
interminable, como si el otro lado hubiera desaparecido.
En
el suelo, donde lo dejé caer al entrar la primera vez, estaba el hierro que me
sirvió para romper el muro. Menos mal que
no lo vieron —dije con patética ignorancia de mi situación—. Lo hubiera dejado llevar, sin darme cuenta.
Volví
a juntar mi oído a ese muro que parecía final. Asegurado por el silencio,
busqué el sitio de la abertura que yo había hecho y empecé a golpear (creyendo
que me costaría más romper donde la mezcla era vieja). Di muchos golpes; crecía
la desesperación. La porcelana, por dentro, era invulnerable. Los golpes más
fuertes, más cansadores, resonaban contra su dureza y no abrían una grieta
superficial ni desprendían un leve fragmento de su esmalte celeste.
Contuve
los nervios. Descansé.
Acometí
de nuevo, en otros sitios. Cayeron trozos de esmalte, y cuando cayeron grandes
trozos de pared estuve golpeando, con los ojos nublados y con una urgencia
desproporcionada al peso del hierro, hasta que la resistencia de la pared, que
no disminuía proporcionalmente a la sucesión y al esfuerzo de los golpes, me
arrojó al suelo, lloroso de fatiga. Primero vi, toqué los pedazos de
mampostería, de un lado pulidos, del otro ásperos, terrosos; luego, en una
visión tan lúcida que parecía efímera y sobrenatural, mis ojos encontraron la
celeste continuidad de la porcelana, la pared indemne y toda, el cuarto
cerrado.
Volví
a golpear. En algunas partes saltaban pedazos de pared, que no dejaban ver
ninguna cavidad ni clara ni sombría, que se reconstruían con una prontitud
mayor que la de mi vista y alcanzaban, entonces, aquella dureza invulnerable
que ya había encontrado en el sitio de la abertura.
Me
puse a gritar “¡Socorro!”, embestí algunas veces la pared y me deje caer. Tuve
una imbecilidad con llantos, con ardor húmedo en la cara. Me conmovía el pavor
de estar en un sitio encantado y la revelación confusa de que lo mágico
aparecía a los incrédulos como yo, intransmisible y mortal, para vengarse.
Acosado
por las terribles paredes celestes, levanté los ojos al tragaluz, donde estaban
interrumpidas. Vi, mucho tiempo sin entender y luego asustado, una rama de
cedro que se desviaba de sí misma y se convertía en dos; después volvían las
dos ramas a compenetrarse, dóciles como fantasmas, a coincidir en una sola.
Dije en voz alta o pensé muy claramente: No
podré salir. Estoy en un sitio encantado. Al formular esto sentí vergüenza,
como un impostor que ha llevado la simulación demasiado lejos, y comprendí
todo:
Estas
paredes —como Faustine, Morel, los peces del acuario, uno de los soles y una de
las lunas, el tratado de Belidor—, son proyecciones de las máquinas. Coinciden
con las paredes hechas por los albañiles (son las mismas paredes tomadas por
las máquinas y después reflejadas sobre sí mismas). En donde yo he roto o
suprimido la pared primera, queda la reflejada. Como es una proyección, ningún
poder es capaz de cruzarla o suprimirla (mientras funcionen los motores).
Si
rompo íntegramente la primera pared, cuando los motores no funcionen, este
cuarto de máquinas quedará abierto, no será un cuarto, será un ángulo de otro;
cuando funcionen, la pared volverá a interponerse, impenetrable.
Morel
ha de haber ideado esta protección con doble muro para que ningún hombre llegue
a las máquinas que mantienen su inmortalidad. Pero estudió las mareas
deficientemente (sin duda en otro periodo solar) y creyó que la usina podría
funcionar sin interrupciones. Seguramente es el inventor de la peste famosa que
hasta ahora ha protegido muy bien a la isla.
Mi
problema es detener los motores verdes. No ha de ser difícil encontrar la llave
que los desconecte. En un día aprendí a manejar la usina de luz y la bomba de
sacar agua. Salir de aquí no ha de resultarme difícil.
El
tragaluz me ha salvado, o me salvará, porque no he de morir de hambre,
resignado, más allá de la desesperación, saludando a lo que dejo, como ese
capitán japonés, de virtuosa y burocrática agonía en un asfixiante submarino,
en el fondo del mar. En el Nuevo Diario
leí la carta encontrada en el submarino. El muerto saludaba al Emperador, a los
ministros y, en orden jerárquico, a todos los marinos que puede enumerar
mientras aguarda la asfixia. Además, anota observaciones como estas: Ahora sangro por la nariz; me parece que los
tímpanos se me han roto.
Al
narrar circunstanciadamente esta acción, la he repetido. Espero no repetir su
final.
Los
horrores del día quedan asentados en mi diario. Escribí mucho: me parece inútil
buscar inevitables analogías con los moribundos que hacen proyectos de largos
futuros o que ven, en el instante de ahogarse, una minuciosa imagen de toda su
vida. El momento final debe de ser atropellado, confuso; siempre estamos tan
lejos que no podemos imaginar las sombras que lo enturbian. Ahora dejaré de
escribir para dedicarme, serenamente, a encontrar la manera de que estos
motores se detengan. Entonces la brecha se abrirá de nuevo, como ante un
conjuro; si no (aunque pierda a Faustine para siempre), les daré unos golpes
con el hierro, como hice con la pared, y los romperé y la brecha se abrirá como
ante un conjuro y yo estaré afuera.
* * *
Todavía
no he logrado detener los motores. Me duele la cabeza. Leves ataques de
nervios, que pronto domino, me sacan de una somnolencia progresiva.
Tengo
la impresión, indudablemente ilusoria, de que si pudiera recibir un poco de
aire de afuera no tardaría en resolver estos problemas. He arremetido contra el
tragaluz; es invulnerable, como todo lo que me encierra.
Me
repito que la dificultad no se halla en mi sopor ni en la falta de aire. Estos
motores deben de ser muy diferentes de todos los otros. Parece lógico suponer
que Morel los haya diseñado de manera que no los entienda el primero que llegue
a la isla. Sin embargo, la dificultad de manejarlos ha de consistir en
diferencias con otros motores. Como yo no entiendo ninguno, esa mayor
dificultad desaparece.
Del
funcionamiento de los motores depende la eternidad de Morel; puedo suponer que
son muy sólidos; debo contener, pues, mi impulso de romperlos a golpes. Solo
conseguiré cansarme y malgastar el aire. Para contenerme, escribo.
Si
a Morel se le hubiera ocurrido grabar los motores...
* * *
Por
fin, el temor a la muerte me libró de la superstición de incompetencia; fue
como si me hubiera acercado por vidrios de aumento: los motores dejaron de ser
un casual montón de hierros, tuvieron formas, disposiciones que permitían
entender su cometido.
Desconecté,
salí.
En
el cuarto de máquinas pude reconocer (además de la bomba de sacar agua y del
motor de luz, ya mencionados):
a)
Un grupo de transmisores de energía vinculados al rodillo que hay en los bajos;
b)
Un grupo fijo de receptores, grabadores y proyectores, con una red de aparatos
colocados estratégicamente que actúan sobre toda la isla;
c)
Tres aparatos portátiles, receptores, grabadores y proyectores, para
exposiciones aisladas.
Descubrí,
en algo que yo suponía el motor más importante y era una caja de herramientas,
unos planos incompletos, que me dieron trabajo y dudosa ayuda.
La
clarividencia en que se produjo este reconocimiento no vino en seguida. Mis
estados anteriores fueron:
1.°
La desesperación;
2.°
Un desdoblamiento en actor y espectador. Estuve ocupado en sentirme en un
asfixiante submarino, en el fondo del mar, en un escenario. Sereno ante mi
actitud sublime, confuso como un héroe, perdí tiempo y a la salida era de noche
y ya no había luz para buscar raíces comestibles.
* * *
Primero
hice funcionar los receptores y proyectores para exposiciones aisladas. Puse
flores, hojas, moscas, ranas. Tuve la emoción de verlas aparecer, reproducidas
y las mismas.
Después
cometí la imprudencia.
Puse
la mano izquierda ante el receptor; abrí el proyector y apareció la mano,
solamente la mano, haciendo los perezosos movimientos que había hecho cuando la
grabé.
Ahora
es como otro objeto o casi animal que hay en el museo.
Dejo
andar el proyector, no hago que la mano desaparezca; su vista, más bien
curiosa, no es desagradable.
Esta
mano, en un cuento, sería una terrible amenaza para el protagonista. En la
realidad, ¿qué mal puede hacer?
* * *
Los
emisores vegetales —hojas, flores—, murieron después de cinco o seis horas; las
ranas, después de quince.
Las
copias sobreviven; incorruptibles.
Ignoro
cuáles son las moscas verdaderas y las artificiales.
A
las flores y a las hojas tal vez les haya faltado agua. No di alimentos a las
ranas; han de haber sufrido, asimismo, por el cambio de ambiente.
En
cuanto a los efectos sobre la mano, sospecho que vengan de los temores
provocados en mí por la máquina, y no de ella misma. Tengo un ardor continuo,
pero débil. Se me ha caído algo de piel. Anoche estaba inquieto. Presentía
horribles transformaciones en la mano. Soñé que la rascaba, que la deshacía
fácilmente. La habré lastimado entonces.
* * *
Un
día más será intolerable.
Primero
sentí curiosidad ante un párrafo del discurso de Morel. Después, muy divertido,
creí hacer un descubrimiento. No sé como ese descubrimiento cambió en este
otro, atinado, ominoso.
No
me daré muerte en seguida. Es ya costumbre de mis teorías más lúcidas
deshacerse al día siguiente, quedar como pruebas de una combinación asombrosa
de ineptitud y entusiasmo (o desesperación). Tal vez mi idea, una vez escrita,
pierda la fuerza.
He
aquí la frase que me asombró:
Tendrán que disculparme
esta escena, primero fastidiosa, después terrible.
¿Por
qué terrible? Sabrían que habían sido fotografiados de un modo nuevo, sin
aviso. Es cierto que saber a posteriori que ocho días de nuestra vida, en todos
sus pormenores, quedaron grabados para siempre, no ha de ser agradable.
Pensé
también, el algún momento: Una de esas personas
tendrá un secreto horrible; Morel tratará de conocerlo o revelarlo.
Por
casualidad recordé que el fundamento del horror de ser representados en
imágenes, que algunos pueblos sienten, es la creencia de que al formarse la
imagen de una persona el alma pasa a la imagen y la persona muere.
Hallar
escrúpulos en Morel, por haber fotografiado a sus amigos sin consentimientos,
me divirtió; en efecto, creí descubrir, en la mente de un sabio contemporáneo,
la supervivencia de aquel antiguo temor.
Leí
de nuevo la frase:
Tendrán que disculparme
esta escena, primero fastidiosa, después terrible. La olvidaremos.
¿Qué
significa esto último? ¿Qué pronto no le darán importancia o que ya no podrán
recordarla?
La
discusión con Stoever fue terrible. Stoever ha concebido la misma sospecha que
yo. No sé cómo tardé tanto en comprenderlo.
Además,
la hipótesis de que las imágenes tienen alma, parece necesitar, como
fundamento, que los emisores la pierdan al ser tomados por los aparatos. El
mismo Morel lo declara:
La hipótesis de que las
imágenes tengan alma parece confirmada por los efectos de mi máquina sobre las
personas, los animales y los vegetales emisores.
En
verdad, hay que tener una conciencia muy dominante y audaz, confundible con la
inconsciencia, para hacer esta declaración a las propias víctimas; pero es una
monstruosidad que parece no discordar con el hombre que, siguiendo una idea,
organiza una muerte colectiva y decide, por sí mismo, la solidaridad de todos
los amigos.
¿Cuál
era esa idea? ¿Aprovechar la reunión casi completa de sus amigos para obtener
un paraíso muy bueno, o una incógnita que no he sondeado? Si hay una incógnita,
es posible que no tenga interés para mí.
Creo
poder identificar ahora a los tripulantes muertos del barco bombardeado por el
crucero Namura: Morel aprovechó su propia muerte y la de sus amigos, para
confirmar los rumores sobre la enfermedad que tendría el deletéreo vivero en
esta isla; rumores ya difundidos por Morel, para proteger su máquina, su
inmortalidad.
Pero
todo esto, que razono juiciosamente, significa que Faustine ha muerto; que no
hay más Faustine que esta imagen, para la que no existo.
* * *
Entonces
la vida es intolerable para mí. ¿Cómo seguiré en la tortura de vivir con
Faustine y de tenerla tan lejos? ¿Dónde buscarla? Fuera de esta isla, Faustine
se ha perdido con los ademanes y con los sueños de un pasado ajeno.
En
las primeras páginas he dicho:
“Siento
con desagrado que este papel se transforma en testamento. Si debo resignarme a
eso, he de procurar que mis afirmaciones puedan comprobarse; de modo que nadie,
por encontrarme alguna vez sospechoso de falsedad, crea que miento al decir que
he sido condenado injustamente. Pondré este informe bajo la divisa de Leonardo
—Ostinato rigore— e intentaré
seguirla.”
Mi
vocación es el llanto y el suicidio; sin embargo no olvido ese rigor pactado.
A
continuación corrijo errores y aclaro todo aquello que no tuvo aclaración
explícita; abreviaré así la distancia entre el ideal de exactitud que me guió
desde el principio de la narración.
Las mareas: He leído el
librito de Belidor (Bernardo Forest de). Empieza con una descripción general de
las mareas. Confieso que las de esta isla prefieren seguir esa explicación, y
no la mía. Debe tenerse en cuenta que yo nunca había estudiado las mareas (tal
vez en el colegio, donde nadie estudiaba) y que las describí en los primeros
capítulos de este diario, cuando solo empezaban a tener importancia para mí.
Antes, mientras viví en la colina, no fueron un peligro, y aunque me
interesaran, no tenía tiempo para observarlas despacio (casi todo lo demás era
un peligro).
Mensualmente,
de acuerdo con Belidor, hay dos mareas de amplitud máxima, en los días de luna
llena y nueva, y dos mareas de amplitud mínima, en los días de cuartos lunares.
Alguna
vez, a los siete días de una marea de luna llena o nueva, habrá ocurrido una
marea meteorológica (provocada por fuertes vientos y lluvias): seguramente de
ahí salió mi error de que las mareas grandes ocurren una vez por semana.
Explicación
de la impuntualidad de las mareas diarias: según Belidor las mareas llegan
cincuenta minutos más tarde, por día, en el creciente de luna, y cincuenta
minutos más temprano, en el menguante. Esto no es completamente exacto en la
isla; creo que el adelanto o el atraso ha de ser de un cuarto de hora a veinte
minutos diarios; doy estas observaciones modestas, sin aparatos de medición:
tal vez los sabios aporten lo que falta y puedan sacar alguna conclusión útil
para el mejor conocimiento del mundo que habitamos.
En
este mes hubo numerosas mareas grandes: dos fueron lunares; las otras
meteorológicas.
Apariciones y
desapariciones. Primera y siguientes: Las máquinas proyectan
las imágenes. Las máquinas funcionan con la fuerza de las mareas.
Después
de períodos más o menos largos, con mareas de poca amplitud, hubo sucesiones de
mareas que llegaron al molino de los bajos. Las máquinas funcionaron y el disco
eterno siguió andando en el momento de la semana en que se había detenido.
Si
el discurso de Morel ocurrió en la última noche de la semana, la primera
aparición habrá ocurrido en la noche del tercer día.
La
falta de imágenes durante el largo período anterior a la primera aparición, tal
vez se deba a que el régimen de las mareas varía con los periodos solares.
Los dos soles y las dos
lunas:
Como la semana se repite a lo largo del año, se ven estos soles y lunas no
coincidentes (y también los moradores con frío en días de calor; bañándose en
aguas sucias; bailando entre los matorrales o en el temporal). Si la isla se
hundiera —con excepción de los sitios donde están las máquinas y los proyectores—,
las imágenes, el museo, la misma isla seguirían viéndose.
Ignoro
si el calor excesivo de este último tiempo se debe a la superposición de la
temperatura que hubo al tomarse la escena con la temperatura actual.
Arboles y otros
vegetales:
Los que grabó la máquina están secos; los que no grabó —las plantas anuales
(flores, yerbas) y los árboles nuevos— están lozanos.
La llave de luz, los
pasadores atrancados. Cortinas inamovibles: Adáptese a los
pasadores y llaves de luz lo que dije, hace mucho, de las puertas:
Si estaban cerradas
cuando se tomó la escena, tienen que estarlo cuando se proyecta.
Por
la misma razón las cortinas son inamovibles.
La persona que apaga la
luz:
La persona que apaga la luz del cuarto opuesto al de Faustine, es Morel. Entra,
se queda un momento frente a la cama. Recordará el lector que, en mi sueño,
Faustine hizo todo eso. Me fastidia haber confundido a Morel con Faustine.
Charlie. Fantasmas
imperfectos: Primero no los encontraba. Ahora creo haber dado con sus
discos. No los pongo. Pueden ser afligentes, no convenir a mi situación
(futura).
Los españoles que vi en
el antecomedor: Son empleados de Morel.
Cámara subterránea.
Biombo de espejos: Le oí decir a Morel que sirven para
experimentos de óptica y de sonido.
Los versos franceses
declamados por Stoever:
Âme,
te souvient-il, au fond du paradis
De
la gare d’Auteuil et des trains de jadis.
Stoever
le dice a la vieja que son de Verlaine.
Ya
no han de quedar puntos inexplicables, en mi diario. Hay elementos para
comprender casi todo. Los capítulos que faltan no sorprenderán.
* * *
Quiero
explicarme la conducta de Morel.
Faustine
evitaba su compañía; él, entonces, tramó la semana, la muerte de todos sus
amigos, para lograr la inmortalidad con Faustine. Con esto compensaba la
renuncia a las posibilidades que hay en la vida. Entendió que, para los otros,
la muerte no sería una evolución perjudicial; en cambio de un plazo de vida
incierto, les daría la inmortalidad con sus amigos preferidos. También dispuso
de la vida de Faustine.
Pero
la misma indignación que siento, me pone en guardia: quizá atribuya a Morel un
infierno que es mío. Yo soy el enamorado de Faustine; el capaz de matar y de
matarse; yo soy el monstruo. Quizá Morel nunca se haya referido a Faustine en
el discurso; quizá estuviera enamorado de Irene, de Dora o de la vieja.
Estoy
exaltado, soy necio. Morel ignora esas favoritas. Quería a la inaccesible
Faustine. ¡Por eso la mató, se mató con todos sus amigos, inventó la
inmortalidad!
La
hermosura de Faustine merece estas locuras, estos homenajes, estos crímenes. Yo
la he negado, por celos o defendiéndome, para no admitir la pasión.
Ahora
veo el acto de Morel como un justo ditirambo.
* * *
Mi
vida no es atroz. Si dejo las intranquilas esperanzas de partir en busca de
Faustine, puedo acomodarme al destino seráfico de contemplarla.
Está
ese camino: vivir, ser el más feliz mortal.
Pero
la condición de mi dicha, como todo lo humano, es inestable. La contemplación
de Faustine podría —aunque no pueda
tolerarlo, ni aun como pensamiento— interrumpirse:
Por
una descompostura de las máquinas (no sé arreglarlas);
Por
alguna duda que podría sobrevenir y arruinarme este paraíso (debo reconocer que
hay, entre Morel y Faustine, conversaciones y ademanes capaces de inducir en
error a personas de carácter menos firme);
Por
mi propia muerte.
La
verdadera ventaja de mi solución es que hace de la muerte el requisito y la
garantía de la eterna contemplación de Faustine.
* * *
Estoy
a salvo de los interminables minutos necesarios para preparar mi muerte en un
mundo sin Faustine; estoy a salvo de una interminable muerte sin Faustine.
Cuando
me sentí dispuesto abrí los receptores de actividad simultánea. Han quedado
grabados siete días. Representé bien: un espectador desprevenido puede imaginar
que no soy un intruso. Esto es el resultado natural de una laboriosa
preparación: quince días de continuos ensayos y estudios. Infatigablemente, he
repetido cada uno de mis actos. Estudié lo que dice Faustine, sus preguntas y
respuestas; muchas veces intercalo con habilidad alguna frase; parece que
Faustine me contesta. No siempre la sigo; conozco sus movimientos y suelo
caminar adelante. Espero que, en general, demos la impresión de ser amigos
inseparables, de entendernos sin necesidad de hablar.
La
esperanza de suprimir la imagen de Morel me ha turbado. Sé que es un
pensamiento inútil. Sin embargo, al escribir estas líneas, siento el mismo
empeño, la misma turbación. Me vejó la dependencia de las imágenes (en
especial, de Morel con Faustine). Ahora no: entré en ese mundo; ya no puede
suprimirse la imagen de Faustine sin que la mía desaparezca. Me alegra también
depender —y esto es más extraño, menos justificable— de Haynes, Dora, Alec,
Stoever, Irene, etcétera (¡del propio Morel!).
Cambié
los discos; las máquinas proyectarán la nueva semana, eternamente.
Una
molesta conciencia de estar representando me quitó naturalidad en los primeros
días; la he vencido; y si la imagen tiene —como creo— los pensamientos y los
estados de ánimo de los días de la exposición, el goce de contemplar a Faustine
será el medio en que viviré la eternidad.
Con
una incansable vigilancia mantuve el espíritu libre de inquietudes. He
procurado no investigar los actos de Faustine; olvidar los odios. Tendré la
recompensa de una eternidad tranquila; más aún: he llegado a sentir la duración
de la semana.
La
noche que Faustine, Dora y Alec entran en el cuarto, contuve triunfalmente los
nervios. No intenté averiguación alguna. Ahora tengo un ligero fastidio por
haber dejado ese punto sin aclarar. En la eternidad no le doy importancia.
Casi
no he sentido el proceso de mi muerte; empezó en los tejidos de la mano
izquierda; sin embargo, ha prosperado mucho; el aumento del ardor es tan
paulatino, tan continuo, que no lo noto.
Pierdo
la vista. El tacto se ha vuelto impracticable; se me cae la piel; las
sensaciones son ambiguas, dolorosas; procuro evitarlas.
Frente
al biombo de espejos, supe que estoy lampiño, calvo, sin uñas, ligeramente
rosado. Las fuerzas disminuyen. En cuanto al dolor, tengo una impresión
absurda; me parece que aumenta, pero que lo siento menos.
La
persistente, la ínfima ansiedad por las relaciones de Morel con Faustine, me
preserva de atender a mi destrucción; es un efecto inesperado y benéfico.
Por
desgracia, no todas mis cavilaciones son tan útiles: hay —solamente en la
imaginación, para inquietarme— la esperanza de que toda mi enfermedad sea una
vigorosa autosugestión; que las máquinas no hagan daño; que Faustine viva, y
dentro de poco yo salga a buscarla; que nos riamos juntos de estas falsas
vísperas de la muerte; que lleguemos a Venezuela; a otra Venezuela, porque para
mí tú eres, Patria, los señores del gobierno, las milicias con uniforme de
alquiler y mortal puntería, la persecución unánime en la autopista a La Guayra,
en los túneles, en la fábrica de papel de Maracay; sin embargo te quiero, y
desde mi disolución muchas veces te saludo; eres también los tiempos de El Cojo Ilustrado: un grupo de hombre (y
yo, un chico, atónito, respetuoso) gritados por Orduño, de ocho a nueve de la
mañana, mejorados por los versos de Orduño, desde el Panteón hasta el café de
la Roca Tarpeya, en el 10, abierto y deshecho tranvía, fervorosa escuela
literaria. Eres el pan cazabe, grande como un escudo y libre de insectos. Eres
la inundación en los llanos, con toros, yeguas, tigres, arrastrados
urgentemente por las aguas. Y tú, Elisa, entre lavanderos chinos, en cada
recuerdo pareciéndote más a Faustine; les dijiste que me llevaran a Colombia y
atravesamos el páramo cuando estaba bravo; los chinos me cubrieron con hojas
ardientes y peludas de frailejón, para que no muriera de frío; mientras mire a
Faustine, no te olvidaré, ¡y yo creí que no te quería! Y la Declaración de la
Independencia que nos leía todos los 5 de julio, en la sala elíptica del
Capitolio, el imperioso Valentín Gómez, mientras nosotros —Orduño y los
discípulos—, para desairarlo, reverenciábamos el arte en el cuadro de Tito
Salas “El General Bolívar atraviesa la frontera de Colombia”; sin embargo
confieso que después, cuando la banda tocaba Gloria al bravo pueblo / / (que el yugo lanzó / / la ley respetando / /
la virtud y honor) no podíamos reprimir la emoción patriótica, la emoción
que ahora no reprimo.
Pero
mi férrea disciplina derrota incesantemente a estas ideas, comprometedoras de
la calma final.
Aún
veo mi imagen en compañía de Faustine. Olvido que es una intrusa; un espectador
no prevenido podría creerlas igualmente enamoradas y pendientes una de otra.
Tal vez este parecer requiera la debilidad de mis ojos. De todos modos consuela
morir asistiendo a un resultado tan satisfactorio.
Mi
alma no ha pasado, aún, a la imagen; si no, yo habría muerto, habría dejado de
ver (tal vez) a Faustine, para estar con ella en una visión que nadie recogerá.
Al
hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir las
presencias disgregadas, haré una súplica: Búsquenos a Faustine y a mí, hágame
entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso.
FIN
ADOLFO
BIOY CASARES