I
Cuando el diplomático norteamericano Hiram B. Otis
compró la mansión de los Canterville, todo el mundo le dijo que hacía una
locura, porque no cabía la menor duda de que el lugar estaba encantado. Hasta
el propio Lord Canterville, hombre de honradez escrupulosa, se creyó en el
deber de comentárselo cuando hablaron de las condiciones.
—Nosotros mismos dejamos de residir allí —dijo Lord Canterville—
desde que mi tía abuela, la duquesa viuda de Bolton, sufrió un ataque de
nervios, del que nunca llegó a recuperarse, cuando las manos de un esqueleto se
le apoyaron los hombros mientras se vestía para la cena, y me siento obligado a
advertirle, señor Otis, que al fantasma lo han visto varios miembros de la
familia, lo mismo que el párroco, el reverendo Augustus Dampier, miembro del King's
College de Cambridge. Tras el desafortunado accidente de la duquesa, la servidumbre
más joven no quiso seguir con nosotros, y era frecuente que Lady Canterville no
pudiera conciliar el sueño a causa de los ruidos misteriosos que venían del
pasillo y de la biblioteca.
—Mi lord —contestó el diplomático—, por el mismo precio
me quedo con el mobiliario y el fantasma. Vengo de un país moderno, donde hay
de todo lo que el dinero puede comprar.
Con una juventud bulliciosa como la nuestra, que se gasta el dinero a manos llenas en
el Viejo Continente y se lleva sus mejores actores y cantantes de ópera,
estoy seguro de que, si en Europa existiera algo parecido a un
fantasma, pronto
lo exhibiríamos en alguno de nuestros museos o en algún espectáculo ambulante.
—Me temo que el fantasma existe —dijo Lord
Canterville, sonriendo—, aunque puede que se haya resistido a las ofertas de
sus activos empresarios teatrales. Hace tres siglos que se sabe de él: para ser
exactos, desde 1584, y siempre se presenta antes de que fallezca algún miembro
de la familia.
—Bueno, lo mismo que el médico de cabecera, Lord Canterville.
Los fantasmas no existen, milord, e imagino que la aristocracia británica no es
una excepción a las leyes de la naturaleza.
—Se lo toman ustedes con mucha naturalidad en América —contestó
Lord Canterville, que no había entendido del todo el último comentario del señor
Otis—; si no le importa que haya un fantasma en la casa, perfecto; pero
recuerde que se lo advertí.
Semanas más tarde se cerró el trato, y a finales de
verano el diplomático se trasladó con su familia a Canterville.
La señora Otis (de soltera Lucretia R. Tappen, calle
53 Oeste, Nueva York, donde había sido toda una belleza), era ahora una mujer
elegante de mediana edad, ojos hermosos y un perfil encantador. Cuando salen de
su país, muchas norteamericanas adoptan un aire de enfermas crónicas, en la
idea de que es una forma de refinamiento europeo, pero la señora Otis nunca
había caído en ese error. Dotada de una constitución envidiable y de una
sorprendente reserva de vitalidad, era en muchos aspectos muy inglesa, la
verdad, y un buen ejemplo de cómo en realidad tenemos todo en común con
Norteamérica, menos el idioma, naturalmente.
El mayor de
los hijos, al que los padres en un momento de patriotismo bautizaron con el
nombre de Washington (lo que nunca dejó de lamentar), era un joven rubio y bien parecido
que se había preparado para el cuerpo diplomático dirigiendo el cotillón tres
temporadas seguidas en el casino de Newport, y que hasta en Londres tenía fama
de buen bailarín. Sus únicas debilidades eran las gardenias y la
nobleza. Por lo demás, era de lo más sensato.
La señorita Virginia E. Otis
era una jovencita de quince años, esbelta y encantadora como un cervatillo, de
grandes ojos azules que revelaban una sana libertad. Era una amazona excelente,
y en cierta ocasión le sacó cuerpo y medio de ventaja con su pony al viejo Lord
Bilton en una carrera a dos vueltas en el parque, justo frente a la estatua de
Aquiles; lo que entusiasmó hasta tal punto al joven Duque de Cheshire que allí
mismo se declaró a la muchacha, y aquella noche sus tutores tuvieron que
devolverlo al colegio de Eton hecho un mar de lágrimas.
Después de Virginia venían los gemelos, a los que
normalmente llamaban «Barras y estrellas» porque
siempre acababan recibiendo azotes. Eran unos niños encantadores y, a excepción
del respetable diplomático, los únicos verdaderamente republicanos de la
familia.
Como el castillo de Canterville está a once
quilómetros de Ascot, la estación de ferrocarril más cercana, el señor Otis
había telegrafiado para reservar un carruaje, y en él emprendieron la marcha
con buen ánimo. Era una hermosa tarde de julio, y el aire traía el aroma
delicado de los pinares. Llegaba como una suave voz el arrullo de las palomas torcaces y se
adivinaba entre los helechos susurrantes el pecho bruñido de algún faisán. Las
ardillas observaban atentas su paso desde las hayas y los conejos se
escabullían, enhiestas las colas blancas, por entre matorrales y lomas cubiertas
de musgo. Sin embargo, cuando embocaron la avenida de entrada en el castillo de
Canterville, el cielo se encapotó de pronto, una calma extraña pareció
apoderarse de la atmósfera, sobre sus cabezas pasó silenciosa una bandada de
grajos y antes de llegar a la casa ya habían caído algunas
gruesas gotas de lluvia.
En la escalinata de entrada los esperaba una anciana pulcramente
vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos. Era la señora Umney, el ama de
llaves, a quien la señora Otis había permitido seguir en su puesto, a petición expresa
de Lady Canterville. Según bajaban del vehículo les fue saludando con una
profunda reverencia, al tiempo que les decía con la singular cortesía de otra
época:
—Sean bienvenidos al castillo de Canterville.
La siguieron por un amplio vestíbulo de estilo Tudor hasta la
biblioteca, una estancia alargada, baja de techo, panelada en roble oscuro y con una gran vidriera al
fondo. Allí les aguardaba el té. Después de quitarse las capas, se sentaron y
comenzaron a mirar a su alrededor, mientras la señora Umney
les servía.
De pronto la señora Otis reparó en algo que había en
el suelo, al lado mismo de la chimenea, una mancha de color rojo apagado y, ajena a su verdadero
significado, le dijo a la Umney:
—Me temo
que ahí se ha caído algo.
—Sí,
señora —respondió el ama de llaves en voz baja—, ahí se ha derramado sangre.
—¡Qué
horror! —exclamó la señora Otis—. No me hacen gracia las manchas de sangre en
un cuarto de estar. Hay que limpiarla en seguida.
La anciana sonrió y continuó en el mismo tono bajo y
misterioso:
—Es la
sangre de Lady Eleanore de Canterville, asesinada ahí mismo por su marido, Sir
Simón de Canterville, en 1575. Sir Simón vivió nueve años más, hasta que de
repente desapareció en circunstancias muy misteriosas. Nunca se ha encontrado
el cadáver, pero su atormentado espíritu aún merodea por el castillo. La mancha
ha dejado muy admirados a dos a turistas y a otros visitantes, y no se quita.
—Tonterías!
—exclamó Washington Otis—. El quitamanchas Campeón, de Pinkerton, y el detergente Parangón acabarán con ella en un santiamén.
Y antes de que la aterrorizada ama de llaves pudiera
intervenir, él ya se había arrodillado y restregaba el suelo con lo que parecía
una barra de labios negra. Poco después no quedaba ni rastro de la mancha.
—Sabía
que Pinkerton lo conseguiría —exclamó triunfante, mientras miraba a su asombrada
familia.
Pero apenas había acabado de hablar cuando un
relámpago pavoroso iluminó la estancia en penumbra, el estrépito horrendo de un
trueno los puso en pie y la señora Umney se desmayó.
—¡Qué clima tan espantoso! —comentó tranquilamente el
diplomático norteamericano, mientras encendía un largo puro—. Supongo que este
viejo país está tan superpoblado que el buen tiempo no alcanza para todos.
Siempre he creído que Inglaterra no tiene más salida que la emigración.
—Querido Hiram —exclamó la señora Otis—, ¿qué podemos hacer
con una mujer que se desmaya?
—Descuéntaselo del sueldo —replicó el diplomático—: verás
cómo no se desmaya más.
Y la verdad es que muy poco después la señora Umney volvía
en sí. Se la veía, sin embargo, enormemente afectada, y con toda seriedad advirtió
al señor Otis que procurara evitar las desdichas que se cernían sobre la casa.
—Señor, estos ojos han visto cosas que pondrían los
pelos de punta a cualquier cristiano, y he pasado noches y más noches sin pegar
ojo por las cosas espantosas que aquí ocurren.
Con todo, el señor Otis y su esposa aseguraron
afectuosamente a aquella buena mujer que no tenían miedo a los fantasmas; así
que, después de invocar la bendición de la divina Providencia para sus nuevos
señores, y de apalabrar un aumento de sueldo, la anciana ama de llaves se
retiró con paso vacilante a su habitación.
II
La tormenta rugió con violencia toda la noche, pero no
ocurrió nada digno de mención. Sin embargo, cuando al día siguiente bajaron a
desayunar, la terrible mancha de sangre había vuelto a aparecer en el suelo.
—No creo que sea culpa del detergente, porque lo he probado
con todo. Debe de ser el fantasma.
Acto seguido volvió a borrarla, pero a la mañana
siguiente de nuevo estaba allí. El tercer día ocurrió lo mismo, aunque el
propio señor Otis había cerrado la biblioteca y se había llevado la llave a su
dormitorio. Toda la familia estaba ahora muy interesada. El señor Otis comenzó
a sospechar que había sido demasiado tajante al negar la existencia de fantasmas;
la señora Otis manifestó su intención de afiliarse a la «Sociedad Psíquica» y
Washington escribió una extensa carta a los señores Myers y Podmore sobre el
tema de «La permanencia de las manchas de sangre relacionadas con crímenes».
Aquella noche se disipó para siempre cualquier duda
sobre la existencia objetiva de fantasmas.
El día siguiente fue cálido y soleado y, en la
frescura del atardecer, toda la familia salió a dar un paseo. No volvieron a
casa hasta las nueve, y tomaron una cena ligera. En ningún momento hablaron de
fantasmas, por lo que ni siquiera se dieron las condiciones elementales de
preparación expectante que tan a menudo preceden a la manifestación de
fenómenos psíquicos. Los temas que trataron, según el propio señor Otis me ha
referido, fueron los habituales entre norteamericanos cultos y acomodados: la
enorme superioridad como actriz de Fanny Davenport frente a Sarah Bernhardt; lo
difícil que hasta en las mejores casas inglesas resulta encontrar pastas de
alforfón, maíz fresco o incluso harina de maíz; la importancia de Boston en el
desarrollo de un espíritu universal; las ventajas de facturar el equipaje cuando
se viaja en tren; y la suavidad del acento de Nueva York frente al deje cansino de Londres. Para
nada se mencionó lo sobrenatural, ni se hizo alusión alguna
a Sir Simon de Canterville.
A las once la familia se retiró, y a la media hora ya
se habían apagado todas las luces. Poco después, un ruido extraño en el
pasillo, fuera del dormitorio, despertó al señor Otis. Era como un chirrido de
cadenas y parecía acercarse por momentos. Se levantó de un salto, encendió una
cerilla y miró la hora: la una en punto. Aunque estaba muy tranquilo, se tomó
el pulso: desde luego no tenía fiebre. Seguía el mismo ruido extraño, acompañado
ahora de pasos bien perceptibles. Se calzó las zapatillas, sacó un frasquito
oblongo de su neceser y abrió la puerta. Justo delante de él, a la luz
mortecina de la luna, vio a un anciano de aspecto terrible: los ojos eran como
ascuas rojas, una larga melena gris le caía enmarañada sobre los hombros, sus
ropas, de hechura anticuada, estaban mugrientas y hechas jirones, y de las
muñecas y los tobillos colgaban pesados grilletes oxidados.
—Estimado señor —dijo el señor Otis—: es mi deber
recomendarle que engrase esas cadenas, por lo que le he traído un frasco del
lubricante Tammany Sol Naciente.
Dicen que es más que suficiente con aplicarlo una sola vez, y así lo
aseguran en el prospecto algunos de nuestros teólogos más eminentes. Se lo dejo
junto al candelabro del dormitorio. Si necesita más, será un placer
proporcionárselo.
Dicho lo cual, el diplomático norteamericano dejó el frasco
sobre una mesa de mármol, cerró la puerta y se volvió a la cama.
Durante unos momentos el fantasma se quedó atónito en su
lógica indignación; luego estrelló el frasco contra el brillante entarimado y
se alejó veloz por el pasillo, mascullando gemidos huecos y emitiendo una
fantasmagórica luz verde. Sin embargo, justo al llegar a lo alto de la gran
escalera de roble, se abrió de pronto una puerta, aparecieron dos siluetas
vestidas de blanco y ¡una almohada de buen tamaño le pasó silbando junto a la
cabeza! Estaba claro que no había tiempo que perder: entró precipitadamente, y como
vía de escape, en la cuarta dimensión del espacio, desapareció a través de la
pared y la casa quedó de nuevo en calma.
Al llegar a una alcoba secreta en el ala izquierda, se
apoyó en un rayo de luna, recuperó el aliento y trató de analizar la situación.
En trescientos años de brillante e ininterrumpida carrera, nunca le habían
insultado tan groseramente. Recordó a la duquesa viuda, a la que había
provocado un ataque mientras se contemplaba en el espejo entre encajes y
diamantes; a las cuatro doncellas, que se habían puesto histéricas solo con
sonreírles tras las cortinas de uno de los dormitorios de invitados; al
párroco, al que una noche que volvía tarde de la biblioteca le apagó de un soplo
la vela, y que desde entonces, convertido en todo un mártir de los
desequilibrios nerviosos, se hallaba al cuidado de Sir William Gull; a la
anciana madame de Tremouillac, que una mañana se despertó temprano y se
encontró un esqueleto en un sillón junto a la chimenea, leyendo su diario:
después de seis semanas en cama con un ataque de fiebre cerebral, y, ya recuperada,
se había reconciliado con la Iglesia y había roto su relación con aquel notorio
escéptico, monsieur Voltaire. Recordó la noche terrible en que encontraron al
malvado Lord Canterville atragantado en el vestidor, con la sota de diamantes
atascada en la garganta, cuando confesó, justo antes de morir, que con aquel mismo naipe le había
estafado a Charles James Fox 50,000 libras en Crockford's, y luego juró que el
fantasma le había obligado a tragárselo. Recordó todas sus proezas, desde el
mayordomo que se pegó un tiro en la despensa porque había visto una mano verde
que llamaba a la ventana hasta la hermosa Lady Stutfield, obligada a llevar el
cuello cubierto de terciopelo negro para ocultar los cinco dedos grabados a
fuego en la blancura de su piel, y que acabó ahogada en el estanque de las carpas,
allí donde termina la Senda del Rey. Con la satisfacción entusiasta del
verdadero artista repasó sus actuaciones más comentadas, y se sonrió amargamente
al recordar su última aparición como «Rubén el Rojo o El niño estrangulado», su
debut como «Gabaón el Seco, vampiro del páramo de Bexley», y el alboroto montado
una gloriosa tarde de junio solo por jugar a los bolos con sus propios huesos
en la pista de tenis. ¡Para que ahora unos malditos americanos sin historia
vinieran a ofrecerle el lubricante Sol Naciente y le tiraran almohadas a la cabeza! Inaguantable. Además, no
había constancia de que nunca se hubiera tratado así a ningún fantasma. Decidió,
pues, vengarse y siguió hasta el amanecer en actitud ensimismada.
III
Cuando a la mañana siguiente la familia se reunió a
desayunar, la conversación se demoró en el tema del fantasma. Como es de suponer, al
diplomático americano no le sentó muy bien comprobar que se había rechazado su
ofrecimiento.
—Lejos de mí causarle ningún daño al fantasma —dijo—, y
debo añadir que, habida cuenta del tiempo que lleva en la casa, no me parece de
buena educación tirarle almohadas—comentario muy oportuno que, lamento decirlo,
provocó la carcajada de los gemelos—. Pero por otro lado —continuó—, si insiste
en rechazar el lubricante Sol Naciente, habrá que quitarle las cadenas: con semejante ruido por los
pasillos va a ser imposible dormir.
El resto de la semana, sin embargo, no fueron
molestados; lo único que despertaba alguna curiosidad era la continua reaparición
de la mancha en la biblioteca, cosa ciertamente muy extraña, porque el señor
Otis cerraba la puerta con llave todas las noches y aseguraba
los pestillos de las ventanas. La condición camaleónica de la
mancha también provocaba muchos comentarios. Algunas mañanas era de un rojo
apagado, casi ocre, otras bermellón, a veces púrpura vivo; en cierta ocasión,
reunidos para el rezo familiar, según el rito sencillo de la Iglesia Americana Libre
Episcopaliana Reformada, la encontraron de un luminoso verde esmeralda.
Naturalmente, la familia se divertía lo suyo con estos
cambios caleidoscópicos y todos los días abundaban las apuestas
sobre el color. La única que no participaba en las bromas
era la pequeña Virginia que, sin que se supiera por qué, se
angustiaba toda al ver la mancha, y a punto estuvo de llorar el día del color
verde esmeralda.
El fantasma reapareció el domingo por la noche.
Llevaban poco tiempo acostados cuando de repente les alarmó un estrépito
espantoso en el vestíbulo. Bajaron rápidamente y se encontraron con toda una
vieja armadura desprendida de su soporte y caída en las baldosas, mientras el
fantasma de Canterville, sentado en un sillón y con gesto de fuerte dolor, se
frotaba las rodillas. Los gemelos, que habían traído las cerbatanas, le
lanzaron al unísono dos proyectiles, con esa precisión que solo se logra
tras larga y paciente práctica con el maestro de caligrafía; al tiempo, el
diplomático norteamericano le apuntaba con el revólver, conminándole, según la
etiqueta de California, a levantar las manos. El fantasma se puso en pie
profiriendo un violento grito de ira y pasó entre ellos como una neblina, apagando
a su paso la vela de Washington Otis, con lo que quedaron completamente a oscuras.
Al llegar a lo alto de la escalera, el fantasma ya se había recuperado, y
decidió lanzar su famosa carcajada demoníaca. En más de una ocasión le había resultado de lo más útil. Se contaba que en
una sola noche había hecho encanecer la peluca de Lord Raker, y desde
luego hizo que tres institutrices francesas de Lady Canterville
se despidieran antes de acabar el primer mes. Lanzó,
pues, la más horrenda de sus risotadas, que retumbó una y
otra vez en el viejo techo abovedado; pero apenas había cesado
el eco, cuando se abrió una puerta y apareció la
señora Otis en una bata azul celeste.
—Me temo que no se encuentra usted muy bien —dijo—, así
que le he traído un frasco de tintura del Dr. Dobell. Si es indigestión, verá
que es un remedio excelente.
El fantasma le lanzó una mirada furiosa y se dispuso a
convertirse en un mastín negro, algo por lo que tenía merecido renombre y a lo
que el médico de la familia siempre había achacado la estupidez crónica del tío
de Lord Canterville, el honorable Thomas Horton. El ruido de pasos cercanos, no
obstante, dejó en suspenso tan cruel idea, por lo que se contentó con
envolverse en una tenue fosforescencia y desaparecer con un profundo gemido
funerario, justo cuando ya tenía encima a los gemelos.
Llegó a su habitación completamente agotado y presa de
la más violenta agitación. La ordinariez de los gemelos y el insultante
materialismo de la señora Otis le resultaban sumamente molestos,
pero lo que más zozobra le causaba era no haber podido ponerse la armadura.
Había albergado la esperanza de que incluso estos americanos modernos se hubiesen
espantado ante un espectro con armadura, si no por mejores razones, al menos por
deferencia hacia Longfellow, su poeta nacional, con cuyos versos,
gráciles y atractivos, él había entretenido muchas horas de aburrimiento cuando
los Canterville vivían en la ciudad. Además, era su propia armadura. La había
llevado con éxito en el torneo de Kenilworth, y hasta la propia Reina Virgen se
la había elogiado. Al ponérsela, sin embargo, le había aplastado el peso del
enorme peto y del yelmo de acero y se había desplomado al suelo como un fardo,
despellejándose las rodillas y magullándose los nudillos de la mano derecha.
Estuvo varios días muy enfermo y apenas si salió de la
alcoba, salvo para renovar diligentemente la mancha de sangre. Sin embargo,
como se cuidó mucho, al cabo se recuperó y decidió hacer un tercer intento de
asustar al diplomático y a su familia. Eligió el viernes 17 de agosto para
reaparecer y pasó la mayor parte del día rebuscando entre su vestuario,
inclinándose al fin por un sombrero flexible de buen tamaño con una pluma roja,
una amplia mortaja con chorreras en puños y cuello, y una daga herrumbrosa. Por la
tarde se desató una fuerte tormenta de agua y el viento sopló con tal fuerza
que las puertas y ventanas del viejo edificio se estremecían con crujidos.
Desde luego, era justo el tiempo que prefería. Tenía este plan: entraría sigilosamente
en la habitación de Washington Otis, mascullaría algo a los pies de la cama y se
clavaría tres veces la daga en la garganta, al compás de una música suave. A Washington
le tenía especial ojeriza, muy consciente de que era él quien limpiaba la
famosa mancha de los Canterville con el detergente Parangón de la casa Pinkerton. Sometido así
el joven imprudente y temerario al más abyecto terror, se encaminaría entonces
al dormitorio del diplomático y su esposa, pondría una mano gélida en la frente
de la señora Otis y susurraría al oído tembloroso de su marido los terribles
secretos del osario. En cuanto a la pequeña Virginia, aún no lo tenía decidido.
Nunca le había ofendido lo más mínimo, y era bonita y agradable. Algún gemido
ahogado desde el armario sería más que suficiente (pensó) o, si eso no la
despertaba, acariciaría la colcha con dedos crispados por la parálisis. En
cuanto a los gemelos, estaba decidido a darles un escarmiento. Lo primero, por supuesto,
sería sentarse encima de ellos y producirles una sofocante sensación de pesadilla.
Luego, como sus camas estaban muy juntas, se lanzaría entre los dos bajo
apariencia de cadáver verde y gélido, hasta dejarlos paralizados de miedo; y
por último, se despojaría del sudario y arrastraría por la habitación sus huesos
blancos, blanquísimos, y un solo ojo extraviado, en su escenificación de
«Daniel el Mudo o El esqueleto del suicida», papel en el que más de una vez
había causado gran sensación, y nada inferior a su célebre actuación como «Martín
el Maníaco o El misterio enmascarado».
A las diez y media oyó retirarse a la familia. Durante
un rato le siguieron molestando las carcajadas estridentes de los gemelos que
antes de acostarse jugaban, era evidente, con la despreocupada alegría de los
colegiales; pero a las once y cuarto todo estaba ya en silencio y, al sonar las
doce, inició su plan. Un búho aleteaba en los cristales, se oyó el graznido del
cuervo en el añoso tejo y el viento ululaba errante por la casa como un ánima
en pena; pero la familia Otis dormía ajena a su suerte, y el fantasma podía oír
los ronquidos regulares del diplomático norteamericano alzándose sobre la
lluvia y la tormenta. Atravesó furtivamente la pared, con una sonrisa maligna
entre las arrugas de la boca cruel, y la luna ocultó el rostro tras una nube al
pasar él junto al gran ventanal del mirador, en el que se veían blasonados en azul y oro
su propio escudo y el de su esposa asesinada. Siguió deslizándose como una
sombra siniestra, y la misma oscuridad parecía aborrecer su paso. En cierto momento
creyó que le llamaban, y se detuvo; pero no era sino el aullido de un perro en
la Granja Roja, y prosiguió su marcha entre extraños juramentos del siglo XVI,
blandiendo de vez en cuando en el aire de la medianoche la daga oxidada. Llegó
por fin a la esquina del corredor que daba a la habitación del infortunado Washington.
Se detuvo un momento: el viento le alborotaba la melena canosa y agitaba en
pliegues grotescos y fantásticos el espanto indecible de su sudario. Al cabo,
el reloj dio las doce y cuarto y sintió que había llegado la hora. Ahogó la
risa y dio la vuelta a la esquina; pero nada hacerlo retrocedió con un gemido
lastimero de terror y se cubrió el rostro blanquecino con las largas manos
esqueléticas: un espectro pavoroso se alzaba justo frente a él, inmóvil como
una estatua y deforme como la pesadilla de un demente, calva y bruñida la
cabeza, la cara redonda, gruesa y pálida, la risa espantosa como retorcida en
una mueca eterna; de los ojos brotaba una luz escarlata, la boca era un pozo
dilatado de fuego, y un sudario repugnante, como el suyo, envolvía con su
blancura silenciosa aquella figura titánica. Llevaba al pecho una inscripción extraña
en caracteres antiguos, quizá un pergamino infamante, un testimonio de pecados violentos, un calendario
terrible de atrocidades, y, en la mano derecha, blandía una
cimitarra de acero reluciente.
Como nunca había visto un fantasma, se llevó un susto espantoso:
echó precipitadamente un segundo vistazo a aquel horrendo espectro, y se lanzó
a correr pasillo abajo, tropezando al pisar los largos pliegues de la sábana, y
dejando caer la daga oxidada en las botas del diplomático, donde a la mañana
siguiente la encontró el mayordomo. Ya en la soledad de su habitación, se dejó
caer en un pequeño jergón y escondió la cara bajo las mantas. Al poco rato, sin
embargo, volvió a aflorar el viejo coraje de los Canterville, y decidió ir a
hablar con el otro fantasma tan pronto como amaneciera. Así, justo cuando el alba
teñía de plata las colinas, regresó al lugar donde se había topado con el
espeluznante fantasma, con la idea de que, al fin y al cabo, dos fantasmas son
mejor que uno y que, con ayuda de un nuevo compañero, bien podría sin riesgo
habérselas con los gemelos. Pero, al llegar, se encontró una espantosa visión.
Estaba claro que algo le había ocurrido al espectro, porque la luz se había
apagado en las cuencas de sus ojos, la brillante cimitarra se le había caído de
las manos y se apoyaba ahora contra la pared en una postura forzada e incómoda.
Se apresuró a cogerlo entre los brazos y, para horror suyo, la cabeza se
desprendió y rodó por el suelo, el cuerpo quedó medio caído, y él se encontró
sujetando una cortina de fustán blanco, y a sus pies una escoba, un cuchillo de
cocina, y un nabo hueco. Incapaz de explicar tan curiosa transformación, asió
con mano febril el letrero y leyó, a la luz escasa de la mañana, estas
terribles palabras:
EL FANTASMA OTIS
Espectro único, auténtico y original
Desconfíe las imitaciones
Todos los demás son falsos
De repente lo entendió todo: ¡lo habían engañado,
burlado y vejado! Le brilló en los ojos la vieja mirada de los Canterville;
apretó las encías desdentadas y, alzando las manos marchitas por encima de la
cabeza, juró, con la pintoresca fraseología de la vieja escuela, que «cuando
Cantaclaro haga resonar la segunda de sus llamadas, gestas de sangre tendrán
lugar y el Crimen echará a andar con paso silencioso».
Apenas había terminado de proferir este atroz juramento
cuando en el tejado rojo de alguna granja lejana se oyó el canto de un gallo.
Rió en voz baja el fantasma, con risa honda y amarga, y esperó. Esperó una
hora, luego otra, pero por alguna extraña razón el gallo no cantó por segunda vez. Hasta que a las siete y media llegaron las doncellas y tuvo que
renunciar a su ominosa vigilia: se retiró altanero a su alcoba, pensando en su amenaza incumplida y su frustrado
intento. Consultó allí varios volúmenes de antigua caballería, a los que era
muy aficionado, y halló que, siempre que se había pronunciado aquella
maldición, Cantaclaro había cantado dos veces.
—¡Maldito gallo bribón! —masculló—: en otro tiempo le
habría atravesado el gaznate con mi lanza intrépida y hasta muerto le habría hecho
cantar.
Y se retiró a un cómodo ataúd de plomo y allí se quedó
hasta la noche.
IV
Al día siguiente el fantasma se sintió muy débil y
cansado. La terrible agitación de las cuatro últimas semanas comenzaba a tener
sus efectos. Tenía los nervios destrozados, y el menor ruido le sobresaltaba.
Estuvo encerrado cinco días en la habitación, y hasta decidió renunciar a la
mancha de sangre en el suelo de la biblioteca. Si los Otis no la querían,
estaba claro que tampoco se la merecían. Y estaba claro también que se movían
en niveles bajos de existencia material y que eran incapaces desde luego de
apreciar el valor simbólico de los fenómenos sensibles. La cuestión de sus
apariciones fantasmales y el desarrollo de cuerpos astrales eran, por supuesto,
harina de otro costal, y quedaban fuera de su control: era su sagrado deber
aparecer en el pasillo una vez a la semana y aullar desde el ventanal del
mirador el primer y tercer miércoles de cada mes, y no veía cómo podía rehuir
con dignidad tales obligaciones. Es cierto que su vida había sido perversa,
pero, en cambio, ahora era muy responsable en todo lo relacionado con lo
sobrenatural. Así pues, los tres sábados siguientes, recorrió el pasillo como de
costumbre entre medianoche y las tres, aunque tomando toda clase de
precauciones para no ser visto ni oído. Se quitaba las botas, pisaba con sumo cuidado
las viejas tablas carcomidas, vestía una amplia capa de terciopelo negro y no
olvidaba engrasar las cadenas con el lubricante Sol Naciente. He de admitir que le resultó muy
difícil decidirse a adoptar esta última forma de protección. Con todo, una noche,
mientras la familia cenaba, entró furtivamente en el dormitorio del señor Otis
y se llevó el frasco. Al principio se sintió algo humillado, pero luego el
sentido común le demostró las ventajas indiscutibles del invento, que, hasta
cierto punto, le resultaba útil. Aun así, y a pesar de todo, no le dejaron en
paz: seguían cruzando cuerdas en el pasillo, con las que tropezaba en la oscuridad,
y en cierta ocasión en que se había disfrazado de «Isaac el Negro o El cazador
del bosque de Hogley», se dio una tremenda costalada al poner el pie en una
pista de mantequilla que los gemelos habían trazado desde la entrada al Salón
de los Tapices hasta la escalera de roble. Fue tal su enfado por esta afrenta
que resolvió hacer un último esfuerzo para reafirmar su dignidad y posición
social: la noche siguiente visitaría a los insolentes jovencitos de Eton con su
famoso disfraz de «Ruperto el Temerario o El conde decapitado».
Llevaba más de setenta años sin aparecer bajo esa
guisa; de hecho, desde que le dio tal susto a la hermosa Lady Bárbara Modish que
ella no dudó en romper su compromiso con el abuelo del actual Lord Canterville
y se fugó a Gretna Green con el apuesto Jack Castletown, afirmando que por nada
del mundo accedería a formar parte de una familia que permitía a un fantasma
tan horrendo pasearse al anochecer por la terraza. Al pobre Jack lo mataría Lord
Canterville tiempo después en un duelo en el Ejido de Wandsworth, y Lady Bárbara
murió de pena en Tunbridge Wells antes de fin de año, así que había sido todo un éxito.
No obstante, fue una “caracterización” sumamente difícil, si se me permite
hacer uso de una expresión tan teatral para aludir a uno de los grandes
misterios del mundo sobrenatural o, con término más científico, supranatural, y
los preparativos le llevaron más de tres horas. Tuvo, por fin, todo a punto y
se sintió muy complacido por su aspecto. Las botas altas de montar que
acompañaban al traje le venían un poco grandes y solo pudo encontrar una de las
dos pistolas, pero en conjunto estaba bastante satisfecho. A la una y cuarto
atravesó, pues, la pared y se adentró sigiloso en el pasillo. Al llegar al
dormitorio de los gemelos, que he de decir que llevaba el nombre de «Alcoba
azul», por el color de las cortinas, encontró la puerta entreabierta. En su
deseo de hacer una entrada sorprendente, la abrió de par en par, pero entonces
un jarro lleno de agua se le vino encima, calándole hasta los huesos y pasándole
apenas a dos centímetros del hombro izquierdo.
Al mismo tiempo oyó risas sofocadas tras las cortinas
de la cama. La conmoción de su sistema nervioso fue tal
que huyó a su habitación tan rápido como pudo, y al día
siguiente tuvo que guardar cama aquejado de un resfriado
agudo. Lo único que le consolaba era no haber llevado
puesta la cabeza, porque, si no, las consecuencias podrían
haber sido fatales.
Renunció, pues, a cualquier esperanza de asustar a aquella
familia de americanos groseros y limitó sus andanzas a vagar por los pasillos
en zapatillas de fieltro, con una buena bufanda roja en la garganta para
guardarse de las corrientes, y un pequeño arcabuz por si
lo atacaban los gemelos.
El golpe de gracia lo recibió el 19 de septiembre.
Había bajado al amplio vestíbulo, en la seguridad de que, en cualquier caso,
allí no lo molestarían, y se entretenía con comentarios jocosos sobre
las fotos que Saroni había hecho al diplomático estadounidense y a su
esposa, y que habían sustituido a los retratos de la familia Canterville. Llevaba
un largo sudario, sencillo y pulcro, aunque moteado de verdín del
cementerio, se había sujetado la mandíbula con una tira de tela amarilla, y
llevaba en la mano un farolillo y una pala de sepulturero. Se había vestido,
pues, de «Jonás el Insepulto o El ladrón de cadáveres de la granja de
Chertsey», una de sus creaciones más notables, bien recordada por los
Canterville, ya que fue el origen de sus desavenencias con su vecino, Lord
Rufford. Eran las dos y cuarto de la madrugada y, que él supiera, todo estaba
en calma. Sin embargo, cuando se dirigía tranquilamente hacia la biblioteca
para comprobar si quedaban rastros de la mancha de sangre, de improviso
saltaron sobre él desde un rincón oscuro dos figuras que agitaban enloquecidas los brazos y le gritaban al oído:
«¡Uuuuh, uuuuh!»
Presa del pánico, cosa bien natural en tales
circunstancias, huyó hacia la escalera, pero allí se topó con Washington Otis
que le esperaba con la regadera del jardín; cercados todos los flancos por el
enemigo y casi acorralado, tuvo que desvanecerse por la estufa de hierro (que
por suerte no estaba encendida) y abrirse paso por tubos y chimeneas hasta su
habitación, donde llegó todo sucio, desesperado y confuso.
Después ya no se le volvió a ver en excursiones
nocturnas. Los gemelos estuvieron varias veces al acecho, y todas las noches
esparcían por los pasillos cascaras de nuez, con gran enfado de sus padres y
del servicio, pero todo fue inútil. Estaba claro que, herido en sus
sentimientos, se negaba a salir. El señor Otis reanudó, pues, su importante
estudio sobre la historia del Partido Demócrata, en la que venía trabajando
desde hacía años; la señora Otis organizó una comida campestre que fue el
asombro de todo el condado; los chicos se aficionaron al Iacrosse, al euchre, al póquer y a otros juegos nacionales
norteamericanos; y Virginia recorría en pony los alrededores, acompañada por el
joven duque de Cheshire, que había venido a pasar su última semana de
vacaciones en Canterville. Todos opinaban que el fantasma se había ido, y de
hecho el señor Otis así se lo comunicó por carta a Lord Canterville, que contestó
manifestando su gran satisfacción por la noticia, además de su más cordial
enhorabuena a la respetable esposa del diplomático.
Pero los Otis se equivocaban, porque el fantasma
seguía allí y, aunque se encontrara ya casi inválido, no estaba en absoluto
dispuesto a que las cosas quedaran así, sobre todo cuando supo que entre los huéspedes estaba el joven duque de Cheshire, cuyo
tío abuelo, Lord Francis Stilton, le apostó una vez cien guineas al coronel Carbury a que jugaba una partida de dados con el fantasma de
Canterville, y a la
mañana siguiente lo encontraron caído en el suelo y tan imposibilitado por la parálisis que,
aunque llegó a edad avanzada, lo único que en adelante se le oyó decir fue «dos seises». El suceso dio mucho que hablar en su día,
aunque por respeto a los sentimientos de las dos familias, se intentó por todos
los medios ocultarlo: puede hallarse un relato minucioso de todos los detalles en
el tercer volumen de las Memorias del Príncipe Regente y sus amistades, de Lord Tattle. Así que el fantasma estaba ansioso por demostrar
que no había perdido su poder sobre los Stilton, de los que además era pariente
lejano, porque una prima carnal suya se había casado en segundas nupcias con el
señor de Bulkeley, de quien descienden directamente, como era bien sabido, los
duques de Cheshire. Se dispuso, pues, a aparecer ante el joven pretendiente de
Virginia en su famoso papel de «El Monje Vampiro o El benedictino desangrado»,
una actuación tan espeluznante que, cuando la anciana Lady Startup la
presenció, una nochevieja fatal del año 1764, comenzó a dar alaridos
desgarradores que culminaron en apoplejía aguda, y
tres días después falleció, después de desheredar a los Canterville, sus
parientes más cercanos, y legar todo el dinero a su boticario de Londres. En el último
momento, sin embargo, el pánico a los gemelos le retuvo en la habitación, y el
joven duque pudo dormir en paz bajo el dosel de plumas de la Cámara Real y allí
soñar con Virginia.
V
Algunos días después, mientras Virginia y su galán de
pelo rizado daban un paseo a caballo por los prados de Brockley, ella se hizo
tal desgarrón en el vestido al saltar un seto que, de regreso a casa, prefirió
entrar por la escalera de atrás para que no la vieran. Al pasar corriendo junto
al Salón de los Tapices, que tenía la puerta abierta, le pareció ver dentro a
alguien; pensó que sería la doncella de su madre, que solía traer allí la
labor, y se asomó para pedirle que le cosiera el vestido. Para gran sorpresa
suya, sin embargo, resultó ser el mismísimo fantasma de Canterville. Estaba sentado
junto a la ventana, contemplando el oro viejo de los árboles amarillentos y las
hojas enrojecidas que bailaban en vuelo alocado por la larga avenida. Apoyaba
la cabeza en la mano y todo revelaba en su actitud un inmenso desánimo. Tan
abatido era su aspecto, y tan necesitado de cuidados, que la pequeña Virginia,
cuyo primer impulso fue echar a correr y encerrarse en su habitación, se
compadeció y decidió intentar animarlo. Se acercó ella tan callada, y él estaba
tan abstraído en su melancolía, que no advirtió la presencia de Virginia hasta
que no le habló:
—Siento mucho lo que ha pasado —dijo—, pero mis
hermanos vuelven mañana a Eton, de modo que, si se porta bien, ya nadie se
meterá con usted.
—Es absurdo pedir que me porte bien —replicó él,
asombrado de que la hermosa muchacha se hubiera atrevido a hablarle—: de lo más
absurdo. Tengo que arrastrar las cadenas, y gemir en los agujeros de las
cerraduras, y vagar de noche, si a eso te refieres. Es mi única razón de ser.
—Esa no es ninguna razón, y usted sabe que ha sido muy
malo. La señora Umney nos dijo el día que llegamos que usted mató a su mujer.
—Estoy dispuesto a admitirlo —respondió el fantasma malhumorado—,
pero era un asunto puramente familiar y a nadie más le incumbe.
—Matar está muy mal —dijo Virginia, que a veces
adoptaba una leve solemnidad puritana, heredada de algún antepasado de Nueva
Inglaterra.
—Odio la severidad barata de la ética abstracta. Mi
esposa era fea, nunca me almidonaba bien los cuellos y no tenía ni idea de cocina. Mira:
cacé una vez un ciervo en el bosque de Hogley, un ejemplar magnífico, y ¿sabes
cómo lo mandó servir a la mesa? En todo caso, tampoco importa ahora, hace
demasiado tiempo de eso. Como tampoco estuvo nada bien que sus hermanos me
dejaran morir de hambre, aunque fuera yo quien la mató.
—¿Morir de hambre? Señor fantasma..., quiero decir, Sir
Simón, ¿tiene hambre? Tengo un bocadillo en el costurero: ¿lo quiere?
—No, gracias, ya no como. De todos modos, muy amable por
tu parte. Eres mucho más amable que el resto de tu espantosa, maleducada,
vulgar y poco honrada familia.
—¡Alto ahí! —interrumpió Virginia, golpeando el suelo con
el pie—: usted sí que es espantoso, maleducado y vulgar; y en cuanto a honradez,
usted sabe bien que me quitó del estuche las pinturas para ir reponiendo esa ridícula
mancha de sangre de la biblioteca. Primero todos los rojos, incluido el
bermellón, y ya no pude pintar más puestas de sol; luego el verde esmeralda, y
el amarillo cromo, hasta que solo me quedó el azul oscuro y el blanco de China,
con lo que solo podía pintar claros de luna, que siempre resultan deprimentes y nada fáciles. Y nunca dije nada, aunque estaba
muy enfadada y todo era de lo más ridículo, porque ¿quién ha visto
nunca sangre de color verde esmeralda?
—Está bien
—dijo el fantasma, algo avergonzado—, pero ¿qué iba
a hacer? Hoy es muy difícil conseguir sangre y además fue tu hermano quien empezó con
aquello del detergente Parangón: no veo por qué no iba a usar las
pinturas. En cuanto al color, es cuestión de
gustos; los Canterville, por ejemplo, tenemos sangre azul, y la más azul de
Inglaterra; pero ya sé que a los americanos eso os importa
poco.
—De eso
usted no sabe nada, y lo mejor que puede hacer es
emigrar y aprender. A mi padre le encantaría darle un
pasaje gratis y, aunque las antigüedades de cualquier clase pagan
mucho, no habrá problemas en la aduana, porque los
funcionarios son todos demócratas. Una vez
en Nueva York tiene el éxito asegurado. Sé de mucha gente
que pagaría cien mil dólares por un abuelo, y mucho
más por tener un fantasma en la familia.
—No creo que me guste América.
—Supongo que porque no tenemos ruinas ni cosas raras —dijo
Virginia, con retintín.
—¿Cómo que no? —replicó el fantasma—: ahí está vuestra
flota y vuestros modales.
—Buenas noches. Voy a pedirle a papá que les dé a los gemelos
una semana más de vacaciones.
—Por favor, no te vayas, Virginia: estoy muy solo y
soy muy desgraciado. Y la verdad es que no sé qué hacer.
—Eso es absurdo: solo tiene que meterse en la cama y apagar
la vela. A veces es muy difícil mantenerse despierto, sobre todo en la iglesia,
pero dormir no es ningún problema. Si hasta los bebés saben hacerlo, y no son
muy listos.
—Llevo trescientos años sin dormir —dijo con tristeza,
y los hermosos ojos azules de Virginia se llenaron de asombro—; trescientos
años sin dormir, y estoy tan cansado...
Virginia se quedó muy seria, con labios temblorosos
como pétalos de rosa. Se le acercó y, arrodillándose a su lado, miró aquel
rostro marchito.
—¡Pobre fantasma! —murmuró—: ¿no tiene un sitio donde pueda
dormir?
—Lejos, al otro lado del pinar —contestó con voz baja
y soñadora—, hay un pequeño jardín. La hierba crece allí alta y abundante,
están las grandes flores blancas de la cicuta, está el canto del ruiseñor toda
la noche... Canta toda la noche, y la fría luna de cristal otea desde lo
alto, y el tejo cobija bajo sus ramas gigantescas a los que allí duermen.
A Virginia se le llenaron los ojos de lágrimas, y
escondió la cara entre las manos.
—Está hablando del Jardín de la Muerte —susurró.
—Sí, la Muerte. La Muerte debe ser hermosa. Yacer en
tierra blanda y parda mientras la hierba se mece sobre tu cabeza, y
oír el silencio. No tener ayer, ni tener mañana. Olvidar
el tiempo, olvidar la vida, estar en paz. Tú puedes ayudarme. Tú puedes
abrirme las puertas de la Mansión de la Muerte, porque el Amor siempre va contigo, y Él es más fuerte que la muerte.
Virginia temblaba. Sintió un escalofrío y se hizo un
breve silencio. Tuvo la sensación de estar dentro de un mal sueño.
Volvió a hablar el fantasma y sonó su voz como el suspiro del viento.
—¿Has leído la antigua profecía del ventanal de la
biblioteca?
—¡Ah, sí!, varias veces —exclamó la niña, alzando la
vista—, la conozco muy bien. Está pintada en letras negras muy raras, y es
difícil leerla. Solo tiene seis versos:
Cuando de labios del pecado
una niña rubia arranque plegarias,
y el almendro estéril dé fruto
y seque la niña sus lágrimas,
la paz retornará a Canterville
y la casa quedará en calma.
Pero no sé lo
que quieren decir.
—Significan —dijo él con tristeza—, que debes llorar
conmigo por mis pecados, porque yo no tengo lágrimas, y rezar conmigo por mi
alma, porque yo no tengo fe; y entonces, si siempre has sido buena, dulce y
gentil, el Ángel de la Muerte se apiadará de mí. Verás siluetas espantosas en
la oscuridad y voces malignas te hablarán al oído, pero no podrán hacerte daño,
porque contra la pureza de un niño los poderes del Infierno nada valen.
Virginia se quedó cabizbaja y en silencio, y el
fantasma se retorcía las manos ansioso y desesperado sin apartar la vista de su
cabecita dorada. De pronto ella se puso en, pie, muy pálida y con una extraña
luz en los ojos.
—No tengo miedo —dijo con firmeza—, y voy a pedir al Ángel
que se apiade de ti.
El fantasma se levantó del asiento con una débil
exclamación de alegría y, cogiendo la mano de la niña, se inclinó para besarla
a la antigua usanza. Tenía los dedos fríos como el hielo y los labios quemaban
como fuego, pero Virginia no titubeó mientras él la guiaba a través de la
estancia en penumbra. En el verdor ajado de los
tapices se dibujaban cazadores diminutos que soplaban cuernos de caza ornados de
borlas y que le hacían con la mano señas de que volviera:
—¡Vuelve, pequeña Virginia! —le gritaban—, ¡vuelve!
Pero el fantasma le apretó con más fuerza la mano y
ella cerró los ojos para no verlos. Animales espantosos con colas de lagarto y
ojos saltones le hacían guiños desde los relieves de la chimenea y le avisaban
en voz baja:
—¡Cuidado, pequeña Virginia, cuidado! Quizá no
volvamos a verte…
Pero el fantasma apretó el paso y Virginia no escuchó.
Cuando llegaron al extremo del salón, el espectro se detuvo y murmuró algunas
palabras que ella no entendió. Abrió los ojos y vio que la pared se desvanecía
lentamente como si fuera niebla, dando paso a una enorme caverna negra que se
abría frente a ella. Un viento áspero y frío los envolvió y sintió que algo le
tiraba del vestido.
—¡De prisa, de prisa —insistió el fantasma—, o será
demasiado tarde!
Y al instante el muro se cerró tras ellos y el Salón
de los Tapices quedó vacío.
VI
Diez minutos más tarde se oyó la campanilla del té y,
como Virginia no bajaba, la señora Otis envió un criado a buscarla. Poco después
volvía sin haber podido encontrarla por ningún lado. La muchacha salía todas
las tardes al jardín a por flores para la mesa, así que al principio la señora
Otis no se alarmó; pero cuando el reloj dio las seis y Virginia seguía sin aparecer,
comenzó a inquietarse y envió a los niños a buscarla alrededor de la casa,
mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones. A las seis y media
los gemelos regresaron sin haber encontrado el menor rastro de su hermana. Les
dominaba ya a todos la ansiedad y no sabían muy bien qué hacer, cuando el señor
Otis recordó de pronto que días atrás había dado permiso a una familia de
gitanos para acampar en el parque. Así que salió sin más para Blackfell Hollow,
donde sabía que estaban. Iban con él el hijo mayor y dos criados. El joven
duque de Cheshire, que
estaba hecho un manojo de nervios, insistió en ir también
con ellos, pero el señor Otis no se lo permitió porque temía
que se produjera un altercado. Una vez allí comprobaron, sin
embargo, que los gitanos se habían ido, aunque estaba
claro que lo habían hecho precipitadamente, porque
aún había fuego y quedaban algunos platos en la hierba.
Envió a Washington con los criados a rastrear la zona y él se
apresuró a volver a casa para pedir por telegrama a los
puestos de policía cercanos que buscasen a una niña raptada
por vagabundos o gitanos. Encargó después que le
prepararan el caballo, insistió en que su mujer y los tres muchachos
empezaran a cenar y él salió camino de Ascot con otro
criado. Apenas se había alejado tres quilómetros cuando
oyó que alguien se acercaba al galope; volvió la vista atrás y
vio que era el joven duque en su pony, todo acalorado y sin
sombrero.
—Lo siento mucho, señor Otis —jadeó el muchacho—, pero
yo no puedo cenar mientras no aparezca Virginia. No se enfade, por favor. Si el
año pasado hubiera accedido a nuestro compromiso, esto no habría pasado. ¿No me
hará volver, verdad? ¡No puedo volver, no voy a volver!
Conmovido por el afecto que el apuesto granujilla
demostraba a Virginia, el diplomático no pudo evitar una sonrisa; se inclinó
desde lo alto del caballo y le dio unas palmaditas amistosas en el hombro, al
tiempo que decía:
—Está bien, Cecil: si no vas a volver, supongo que
tienes que venir conmigo, aunque habrá que comprarte un sombrero en Ascot.
—¡Al cuerno el sombrero! ¡Lo que yo quiero es
encontrar a Virginia! —exclamó riendo el joven duque.
Y siguieron al galope hacia el ferrocarril. Una vez
allí, el señor Otis preguntó al jefe de estación si había visto por el andén a
alguien que respondiera a las señas de Virginia. Nada pudo averiguar, pero el
jefe de estación telegrafió al resto de las estaciones de la línea y le aseguró
que estarían bien sobre aviso. Así que le compró al duque un sombrero en una
tienda que estaba a punto de cerrar y pusieron rumbo a Bexley, un pueblo a seis
quilómetros en el que le habían dicho que a menudo paraban los gitanos porque
había cerca un amplio pastizal comunal. Despertaron allí al policía local, que de
nada pudo informarles, y rastrearon todo el lugar. Volvieron grupas por fin,
y para las once ya estaban de vuelta en Canterville, exhaustos y casi dominados
por la congoja. Washington y los gemelos les esperaban con linternas en la
verja de la entrada, porque la avenida estaba muy oscura: tampoco ellos habían
descubierto el menor rastro de Virginia. Habían dado con los gitanos en los
prados de Broxley, pero la muchacha no estaba con ellos; justificaron su marcha
apresurada por haberse equivocado en la fecha de la feria de Chorton, con lo que
se habían dado prisa para no llegar tarde a ella. De hecho, les inquietó mucho la
desaparición de Virginia, muy agradecidos como estaban al señor Otis por
haberles permitido acampar en su parque, y cuatro de ellos se habían quedado
para ayudarles a buscarla. Habían dragado el
estanque de las carpas y se había registrado a fondo el edificio, pero sin
resultados. Estaba claro que Virginia no aparecería, al menos esa noche. El
señor Otis y los muchachos regresaron a la casa profundamente deprimidos;
detrás venía el mozo con los dos caballos y el pony. En el vestíbulo aguardaba
un grupo de sirvientes asustados y en un sofá de la biblioteca yacía la pobre
señora Otis, a punto de desmayarse de puro miedo y ansiedad, atendida por la
anciana ama de llaves, que le humedecía la frente con agua de colonia. Insistió
inmediatamente el señor Otis en que comiera algo, y ordenó que sirvieran a
todos la cena.
Fue una comida melancólica, en la que casi nadie
habló; hasta los gemelos estaban consternados y abatidos, por lo mucho que querían
a su hermana. Cuando terminaron, y a pesar de los ruegos del joven duque, el
señor Otis los mandó a todos a la cama, asegurándoles que nada más cabía hacer
esa noche y que al día siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que enviaran de inmediato varios policías.
Salían ya del comedor cuando el reloj de la torre
comenzó a dar las doce. Al resonar la última campanada, se oyó un estruendo y,
de improviso, un grito estridente: el latigazo pavoroso de un trueno restalló
en la casa, flotaron en el aire las notas de una música sobrenatural, en lo
alto de la escalera se desprendió con estrépito un trozo de pared y allí
apareció Virginia en el rellano, blanca de puro pálida y con un cofrecillo en
las manos. En un instante todos la rodearon. La señora Otis la abrazó muy
emocionada, el duque a punto estuvo de asfixiarla a besos y los gemelos rodearon
al grupo con sus salvajes danzas guerreras.
—¡Cielo santo, hija!, ¿dónde estabas? —preguntó bastante
enfadado el señor Otis, creyendo que les había estado gastando una broma ridícula—.
Cecil y yo te hemos buscado por toda la comarca y tu madre se ha llevado un susto
de muerte. No vuelvas a hacer esta clase de bromas pesadas.
—¡Al fantasma sí, al fantasma sí! —gritaron entre brincos
los gemelos.
—Cariño mío, gracias a Dios que te hemos encontrado —murmuró
la señora Otis mientras llenaba de besos a la muchacha temblorosa y le alisaba
el oro ensortijado de los cabellos—: no vuelvas a apartarte nunca de mi lado.
—Papá —dijo Virginia despacio—, he estado con el fantasma.
Está muerto y tenéis que venir a verlo. Fue siempre muy malo, pero se ha arrepentido
de todo y antes de morir me ha dado este cofre lleno de joyas muy hermosas.
Toda la familia la miró muda de asombro, pero Virginia
hablaba muy en serio: se dio media vuelta y los llevó a través de la abertura
en la pared por un angosto pasadizo secreto. Washington iba detrás con una vela
que había cogido de la mesa. Llegaron por fin a una puerta de roble, tachonada
de clavos oxidados. Apenas la tocó Virginia, giró sobre sus pesados goznes y se
encontraron en una pequeña alcoba de techo bajo y abovedado, con un ventanuco
enrejado. Empotrada en el muro había una gran argolla de hierro, y encadenado a
ella un esqueleto amarillento que yacía todo a lo largo sobre el suelo de
piedra y que parecía querer alcanzar con sus dedos descarnados un jarro y una escudilla
antiguos que quedaban justo fuera de su alcance. Era obvio que el jarro había
estado en otro tiempo lleno de agua, porque el interior se veía cubierto de moho.
En la escudilla solo quedaba un montón de polvo. Virginia se arrodilló junto al
esqueleto y, con las manos juntas, comenzó a rezar en silencio, mientras los
demás admiraban asombrados la terrible tragedia, cuyo secreto ahora se les
revelaba.
—¡Eh! —exclamó de pronto uno de los gemelos, que se había
asomado al ventanuco para averiguar en qué parte del edificio estaba aquella
habitación—. El almendro seco ha florecido: se ven muy bien las flores a la luz
de la luna.
—Dios lo ha perdonado —dijo muy seria Virginia.
Y, al ponerse en pie, una hermosa luz pareció
iluminarle el rostro.
—¡Eres un ángel! —comentó el joven duque, y le dio un abrazo
y un beso.
VII
Cuatro días después de estos curiosos incidentes, un cortejo
fúnebre partía de Canterville hacia las once de la noche. Del carruaje tiraban
ocho caballos negros, tocados con un gran
penacho ondulante de plumas de avestruz, y el féretro de plomo iba cubierto con
un suntuoso paño de color púrpura, sobre el que se veía bordado en oro el escudo de los Canterville.
Acompañaban al carruaje y demás vehículos los sirvientes con teas encendidas, y
todo el cortejo resultaba extrañamente impresionante. Lord Canterville había
acudido ex profeso desde Gales y presidía el funeral, sentado en el primer
coche al lado de la pequeña Virginia. Venía después el diplomático
estadounidense con su esposa, luego Washington y los tres muchachos, y en el
último coche la señora Umney. Todos opinaban que, aterrorizada más de cincuenta
años por el fantasma, tenía derecho a acompañar el duelo. Se había excavado una
fosa profunda en un rincón del cementerio, justo al pie de un tejo añoso, y el
reverendo Augustus Dampier ofició la ceremonia con toda solemnidad. Cuando
concluyó, y según antigua costumbre de la familia Canterville, los sirvientes
apagaron las antorchas. Mientras el ataúd descendía a la fosa, Virginia se adelantó
y lo cubrió con una gran cruz de flores de almendro rosas y blancas. Al
hacerlo, la luna asomó tras una nube e inundó con su plata silenciosa el pequeño
cementerio. En un bosquecillo apartado un ruiseñor comenzó a cantar. Virginia
recordó la descripción que el fantasma había hecho del Jardín de la Muerte, los
ojos se le llenaron de lágrimas, y al regreso apenas si habló.
A la mañana siguiente, y antes de que Lord Canterville
se volviera a la ciudad, el señor Otis tuvo con él una conversación sobre las
joyas que el fantasma le había dado a Virginia. Eran de una perfección
extraordinaria, sobre todo cierto collar de rubíes de montura veneciana antigua,
un trabajo del siglo XVI verdaderamente soberbio: era tal su valor que el señor
Otis tenía considerables escrúpulos de permitir que su hija lo aceptara.
—Milord —dijo—, sé que en este país el derecho de
herencia se viene aplicando igual a bienes muebles e inmuebles, por lo que tengo
muy claro que estas joyas pertenecen, o deberían pertenecer, a la herencia de
la familia. Debo pedirle, pues, que las lleve consigo a Londres y que las
considere simplemente como una parte de sus bienes que se le devuelve en
circunstancias poco habituales. En cuanto a mi hija, no es más que una niña y
me alegra decir que por ahora muestra muy poco interés por estas bagatelas de lujo inútil. También me dice la señora Otis (y le aseguro que es
toda una autoridad en arte, pues de niña tuvo el privilegio de pasar varios
inviernos en Boston) que estas gemas son de alto precio y que, puestas a la
venta, reportarían considerable beneficio. Así las cosas, Lord Canterville, estoy
seguro que comprende lo imposible que me resulta permitir que sigan en poder de
un miembro de mi familia; además, todos estos juguetes y adornos vanos, aunque
necesarios o adecuados a la dignidad de la aristocracia británica, estarían
totalmente fuera de lugar entre quienes se han educado en los principios severos,
y creo que inmortales, de la sencillez republicana. Lo que tal vez sí debiera decir
es que a Virginia le gustaría mucho que se le permitiera quedarse con el joyero,
en recuerdo de su descarriado y desdichado pariente. Como está muy viejo y en
bastante mal estado, quizá le parezca bien acceder a su deseo. En cuanto a mí,
reconozco que me sorprende mucho que una hija mía muestre interés por cualquier
forma de medievalismo, y la única explicación que se me ocurre es que Virginia
nació en un barrio de Londres poco después de que la señora Otis regresara de
un viaje a Atenas.
Lord Canterville escuchó muy circunspecto al
respetable diplomático, atusándose de vez en cuando el bigote entrecano para disimular una
sonrisa involuntaria; cuando el señor Otis terminó, le estrechó cordialmente la
mano y le dijo:
—Querido amigo, su encantadora hija ayudó muchísimo a
Sir Simón, mi malhadado antepasado, y mi familia y yo tenemos con ella una
gran deuda por su extraordinario valor y presencia de ánimo. Es evidente que
las joyas le pertenecen y, si fuera tan desalmado como para quitárselas, por
Dios que estoy seguro que el viejo bribón saldría de su tumba antes de quince días
para hacérmelas pasar moradas. En cuanto a que sean herencia familiar, solo lo
son si constan en testamento o documento legal, y nada se ha sabido de la
existencia de tales joyas. No tengo más derecho sobre ellas que pueda tener su
mayordomo, se lo aseguro. Y cuando la señorita Virginia crezca, seguro estoy
también que le agradaría tener algo hermoso que ponerse. Olvida además, señor
Otis, que usted compró por un único precio fantasma y mobiliario, con lo que
todas las pertenencias de espectro pasaron a ser de su propiedad: cualesquiera
que fuesen las andanzas nocturnas de Sir Simón por el pasillo, legalmente
estaba muerto, y usted es por compra el dueño de sus bienes.
Mucho le contrarió
al señor Otis la negativa de Lord Canterville, y le rogó que reconsiderara su
decisión, pero el bondadoso Lord se mostró firme y acabó por convencer al
diplomático que permitiera a su hija quedarse con el regalo del fantasma.
Cuando en la primavera de 1890, la joven duquesa de Cheshire
fue presentada a la reina con ocasión de su boda, las joyas provocaron la admiración
general. Virginia recibió, pues, la diadema de la nobleza, recompensa de tantas
jovencitas americanas buenas, y se casó con su prometido en cuanto él tuvo edad.
Eran ambos tan encantadores, y se amaban tanto, que todo el mundo se alegró con
la boda, salvo el propio señor Otis, por extraño que parezca, y la anciana
marquesa de Dumbleton, que había intentado atrapar al duque para una de sus siete
hijas solteras y había organizado para ello no menos de tres costosos
banquetes. El señor Otis apreciaba mucho al joven duque como persona, pero mantenía
reparos teóricos contra los títulos nobiliarios y, según sus propias palabras,
«no dejaba de preocuparle que, sometidos a la influencia enervante de una
aristocracia hedonista, quedaran pronto olvidados los auténticos principios de
la sencillez republicana». Sus objeciones, sin embargo, sufrieron una severa
derrota, y creo que cuando acompañó a su hija del brazo hasta el altar de la
iglesia de San Jorge, en la plaza de Hanover, no había hombre más satisfecho a todo lo largo y ancho de Inglaterra.
Concluida la luna de miel, los duques regresaron a Canterville, y a la
tarde siguiente visitaron el cementerio solitario junto a los pinares. No fue
fácil al principio decidir la inscripción de la lápida de Sir Simón, pero al final pusieron simplemente
sus iniciales y los versos del ventanal de la biblioteca. La duquesa había
traído unas rosas preciosas que esparció sobre la tumba; se quedaron allí un
rato y fueron luego paseando hasta el presbiterio en ruinas de la vieja abadía.
La duquesa se sentó en una columna derribada, mientras su marido fumaba un
cigarrillo a sus pies sin dejar de mirar sus hermosos ojos. Tiró de pronto el
cigarrillo, le cogió la mano y le dijo:
—Virginia, una esposa no debe tener secretos para su marido.
—Querido Cecil, no los tengo.
—Sí los tienes —contestó él con una sonrisa—: nunca me has contado lo
que ocurrió cuando estuviste encerrada con el fantasma.
—No se lo he contado a
nadie, Cecil —replicó Virginia con gesto serio.
—Ya lo sé, pero a mí podrías contármelo.
—No me pidas eso, por favor. No puedo decírtelo. ¡Pobre Sir Simon! Le
debo tanto... Sí, no te rías, Cecil, es verdad. Me hizo entender la Vida, y el sentido de la
Muerte, y por qué el Amor es más fuerte que una y que otra.
El duque se levantó y dio un beso cariñoso a su esposa.
—Mientras tu corazón sea mío, puedes guardar ese secreto —murmuró él.
—Siempre ha sido tuyo, Cecil.
—Pero algún día se lo contarás a nuestros hijos, ¿verdad?
Y Virginia se sonrojó.
OSCAR WILDE