Supieron que
andaban cerca del Itapebí, porque de vez en cuando oían el rumor de la
creciente que comenzaba a ceder luego de dos jornadas sin lluvia. Hombres y
cabalgaduras se encontraban extenuados a causa de una marcha sin tregua por los
barrizales de los bajíos, al amparo de la niebla persistente. Las brújulas eran
ahora tan inútiles como los mapas, guardados en las maletas, y que solo habían
sido examinados por mera curiosidad en Buenos Aires, antes de la salida del
tren.
Ninguno sabía
con exactitud dónde se hallaban, sino el baqueano que habían conchavado tan
pronto cruzaron el río Uruguay con los restos de la fracasada expedición de
Juan Smith. Al que capitaneaba el grupo no le inspiraba mayor confianza ese
tape de pocas palabras y mirada esquiva; tal vez era un espía. Pero llevaban
prisa y no había tiempo de procurarse otro. Era preciso arriesgarse y
mantenerse alerta. Los aguardaba una
larga marcha antes de poder reunirse con el grueso del ejército rebelde que se
concentraba en la frontera norte. Pero el capitán disimuló sus preocupaciones
para no desalentar el fervor que mantenía firme la moral de sus hombres. Ya
habían tenido bastante con cruzar el río Uruguay acosados por los barcos
argentinos. Eran ocho voluntarios, jóvenes, sin experiencia en la guerra, salvo
uno que había peleado en la revolución del Quebracho y servía como instructor.
En las inmediaciones del Salto, un correligionario les había suministrado las
armas: dos escopetas, un máuser y tres pistolas, que con el Colt del capitán,
un sable y algunos cuchillos, constituían el reducido arsenal.
El ruido de
la correntada y la pendiente, ahora más pronunciada, indicaban que estaban más
cerca de la orilla; pero para llegar al agua debían internarse en el monte
feraz, de modo que lo fueron bordeando a la espera de que aclarara. Pisaban
terreno más firme, cubierto por apretada gramilla, pero a cada paso tropezaban
con raigones y piedras. La marcha se hacía tan lenta como en los bajíos. Iban
muy cerca unos de otros, siguiendo puntualmente las indicaciones del guía que
aseguraba que en una hora alcanzarían el vado.
-¡Cómo por el
vado! -protestó el capitán-, si no debemos estar lejos de un puente. Recuerdo que en el mapa figuraba un puente.
-Por ese
puente no se puede, patrón -aseguró el guía-, nunca se pudo. No hay más remedio
que cruzar por el vado.
-¡Pero en el
mapa figura un puente! -insistió el capitán, casi convencido de que el baqueano
estaba al servicio del gobierno.
-Usted me
contrató para esto. Si no le sirvo, lo
dice y me vuelvo a mi rancho.
-No, ahora no
te podés ir. Antes hay que aclarar este asunto.
El capitán
detuvo el caballo y hurgó en las maletas, buscando el mapa al tanteo. Estaba húmedo como todo lo demás, pero el
papel era suficientemente grueso para resistir los rigores de la intemperie. Lo
desplegó con cuidado, encendió lumbre y siguió con el índice la línea sinuosa
del Itapebí. En efecto, una legua antes del vado había un puente. Pero recién
ahora descubría algo en que no había reparado la primera vez: una tachadura
algo borrosa trazada con lápiz de punta fina y también una anotación que no
logró descifrar ni con el auxilio de la lupa.
Reanudaron la
marcha. El capitán trató de develar el
misterio.
-Decime,
indio, ¿por qué no se puede utilizar el puente?
-Porque no se
puede, nadie pudo.
-¿Está roto?
-No, no está
roto. Está tan entero como el día que lo terminaron. Eso dicen, y también dicen
que por más que uno camine sobre él, nunca se puede ganar la otra orilla.
-¿Vos
intentaste alguna vez?
-Nunca bajé
al río por ese lugar, pero conocí a algunos que lo intentaron, y juran que
jamás pudieron. Hasta cuentan de un pobre tropero que se volvió loco. Lo que
puedo afirmar es que el puente está engualichado. Hay quienes aseguran que un
día anduvo el mismo Diablo por el pago, montado en un azulejo y que al otro día
apareció el puente por donde se fue rumbo al norte una noche de tormenta. Unos
guapos intentaron seguirlo pero apenitas aclaró se encontraron con que iban
rumbo al sur.
-¿Y a vos
nunca te picaron las ganas de curiosear?
-No señor,
porque a mí esas historias ni me van ni me vienen. Cuando tengo que cruzar el
Itapebí, me arrimo al vado. Además la otra orilla es como ésta, puro monte y
nada de camino. El puente no sirve para un cuerno. El único que conoce la
historia y se la cuenta a quien se anime a interpretarla, es un cura viejo que
vive en el Salto. Cuando termine esta guerra, Dios le dé salud, patrón, para
que pueda ir a averiguar, si le interesa[1].
Los otros
iban callados. Algunos dormitaban. Parecía que siempre volvían al mismo sitio,
que esa palmera insinuada entre los vapores fríos era la misma que habían
dejado atrás hacía media hora.
Al disiparse
un poco la niebla, el baqueano señaló una picada y dijo que si bajaban por ahí
no demorarían en llegar al puente, pero que era inútil tomarse el trabajo, pues
no podrían cruzarlo.
-Vamos a
investigar -ordenó el capitán.
-No me queda
más remedio que acompañarlos, porque si los dejo ir solos, es una fija que se
me pierden en el monte -agregó el baqueano con arrogancia.
El capitán no
lograba disipar sus temores. Cada vez le gustaba menos aquel hombre que se
había adueñado de la situación y que tal vez los hiciera caer en una celada en
la que serían degollados sin piedad. Pero sobre todo lo ofendía su obstinación
en pretender hacerles creer las fábulas del puente encantado.
A poco de
entrar en el monte fue necesario echar mano al sable para cortar las ramas
espinosas que se enganchaban en los ponchos. Llevaban los caballos del
cabestro; el baqueano había dejado el suyo fuera del monte y se movía como un
reptil entre la maraña, señalándoles la ruta.
Los
muchachos, jadeantes y con los rostros cruzados por numerosos rasguños hubieran
preferido que el capitán aceptase las recomendaciones del guía respecto a la
conveniencia de utilizar el vado, pero no se atrevieron a terciar en la
conversación, considerando que les esperaban circunstancias todavía más
ingratas. Era mejor endurecerse de a poco.
De pronto, el
capitán ordenó detener la marcha; el guía había desaparecido. El ruido de la
correntada y el que hacían las botas y los cascos al ser succionados por el
lodo maloliente y al desprenderse con dificultad, para hundirse nuevamente, no
evitaba que se sintiesen como atrapados en un silencio de muerte.
Instintivamente se acercaron unos a otros, sin decirse nada, con el oído
atento. El capitán amartilló el revólver y, como si hubiesen interpretado una
orden, los jóvenes voluntarios aprontaron sus armas. Algunas manos temblaban,
tal vez por el frío intenso del interior del monte. Pasaron largos minutos antes de que se oyera la
voz ronca del baqueano:
-¡Por aquí!,
¡sigan derecho!
Sin bajar la
guardia se pusieron en movimiento y no tardaron en dar con un claro cubierto de
paja brava; un poco más adelante, luego de ascender por una pequeña elevación
descubrieron la silueta del puente romano, en medio de la neblina dorada por la
luz del amanecer, con sus bases amplias, los tres arcos y la calzada elevándose
hacia la mitad de la construcción. El capitán consideró que si cruzaban por ahí
se ahorrarían un buen trecho por más dificultades que opusieran el monte y los
bañados que, según el mapa, quedaban un poco más al norte.
Atrajo la
atención de todos la fuerza del remolino que se formaba bajo el arco central. El
capitán estaba seguro de que el vado no daría paso aún. Sería insensato
desaprovechar la posibilidad de cruzar por el puente, pero primero había que
explorar. Ordenó a cuatro de sus hombres que lo acompañaran. Los otros cuatro
quedarían atrás en previsión de cualquier emergencia. Le gritó al guía que
marchara adelante.
-Yo no voy,
patroncito; prefiero volverme al Salto, aunque no me paguen. Ya no me
necesitan.
-No te me
retobes, indio; tendrás que ir aunque te duela. Sin duda nos querés embromar.
-Nada de eso,
se lo juro por mi madre.
-¡Andando!
-gritó el capitán, empuñando el revólver para intimidar al baqueano que entró
en el puente de mala gana. Estaba asustado. Los que quedaban en la retaguardia
cerraron filas para evitar todo intento de fuga.
Marchaban muy
lentamente porque la niebla volvía a cerrarse. El capitán iba a caballo
apuntando a la cabeza del guía; los otros los seguían de a pie, con las armas
listas y ansiosos porque aquello terminara de una vez por todas.
Por entre las
piedras de la calzada crecían variedades de matas cubriéndolas de una alfombra
que amortiguaba los pasos. Uno de los muchachos se detuvo un instante al
descubrir sobre una losa un número arábigo. Más adelante apartó con la punta de
la bota la maleza y encontró tallados en la piedra algunos signos algebraicos.
Comprobó también que la calzada tenía una ligera curvatura hacia la derecha,
pero al descender por la otra mitad notó que se curvaba hacia la izquierda. No
había tiempo para sacar conclusiones.
El guía tenía
miedo. Se resistía a seguir.
-Por Dios,
patrón, ¡déjeme volver!
-No seas
maula y seguí, si no querés que te reviente el cráneo.
Se acercaban
a la orilla opuesta. El curioso seguía investigando; ahora entre unas matas
holladas alcanzó a ver los mismos signos, pero invertidos. Iba a decirle algo
al capitán, cuando este sujetó las riendas y les dijo en voz baja que tuvieran
cuidado.
En efecto, al
final del puente se distinguían siluetas humanas. Tres o cuatro, tal vez cinco.
El capitán
increpó duramente al guía:
-¿Y esos
quiénes son? ¡Vas a decirme que no sabés!
-Parecen
fantasmas, patrón.
Indignado por
la burla de que era objeto, apenas pudo contener la cólera.
-Vas a ser el
primero en morir, ¿oíste?
El baqueano
avanzó otro poco, y cuando sus ojos avizores descubrieron a los otros se heló
de terror.
-¡Son los
mismos, patrón!
-¿Los mismos,
quiénes?
El infeliz ya
no pudo articular palabra y echó a correr despavorido.
Seguro de la
traición el capitán disparó dos veces sobre las espaldas del baqueano que
emitió un grito ahogado. Pero no cayó enseguida; llevado por el impulso fue a
desplomarse bañado en sangre, cerca de los hombres de la orilla, quienes, al
reconocerlo, buscaron dónde guarecerse para repeler el ataque del grupo que se
movía entre los vapores que flotaban sobre el puente.
El capitán
ordenó a sus hombres que abrieran fuego graneado, y comenzó un tiroteo que se
prolongó por diez minutos y que cesó abruptamente. Cuando el capitán se lanzó a
todo galope sobre sus enemigos mal resguardados, una bala de máuser se incrustó
en el pecho de su caballo. Mientras el jinete se incorporaba trabajosamente en
medio del lodazal, el único sobreviviente de los contrarios, aprovechando el
momento de confusión para abandonar su posición y huir a refugiarse en el
monte.
Fuera de sí,
el capitán echaba maldiciones a todos los vientos. Maldijo a la niebla
cómplice, al baqueano que los había traicionado, sin recordar sus advertencias
de que por el puente no se podía cruzar. Lo vio agitarse a sus pies, presa de
las últimas convulsiones. Escupió sobre el moribundo, y luego se acercó
lentamente al lugar donde yacían los tres enemigos abatidos, para descubrir con
estupor que eran los mismos muchachos que habían quedado en la retaguardia. La
cabeza comenzó a darle vueltas en un vértigo acelerado. Imposible intentar
comprender aquello. Volvió al puente y cayó sin sentido sobre la calzada antes
de reunirse con quienes lo habían acompañado: dos se desangraban, ante la desesperación
de los otros dos que no sabían qué hacer.
Cuando volvió
en sí le pareció que había tenido una pesadilla, pero al incorporarse comprobó
con amargura que la pesadilla continuaba. El sol estaba alto y la niebla se
había disipado. Sobre la calzada yacían dos cadáveres. Los sobrevivientes no
estaban ahí. Tal vez estuvieran en la orilla lavando sus heridas. Se puso de
pie y recorrió el contorno con la vista, pero no los halló. Lo habían
abandonado.
Lo mejor sería
marcharse de ese paraje maldito lo antes posible. Subió por el ribazo en
dirección al monte donde esperaba encontrar alguno de los caballos, pero antes
de internarse en la maraña volvió la cabeza para echar un último vistazo.
Contempló la otra orilla y la mitad de la calzada cubierta de carquejas que no
habían sido pisadas ni teñidas de sangre.
Volvió sobre
sus pasos. Ahora que todo se veía nítido bajo un cielo sin nubes, ahora que no
tenía prisa, podía dirigirse, lentamente, a la otra orilla.
Entró de
nuevo en el puente. Avanzaba despacio, muy despacio; pasó junto a los dos
cadáveres que estaban a su derecha, y cuando traspuso la mitad del puente
sintió como un ligero vaivén, un mareo fugaz; y ahora tenía los dos cadáveres
delante de sí, pero a la izquierda; y, más abajo: el baqueano, su propio
caballo rígido como una estatua derribada, los tres voluntarios contra quienes
había disparado sin piedad. Sin perder la calma, giró cautelosamente la cabeza,
y vio a sus espaldas las carquejas intactas y la otra orilla.
Después probó
hacer el recorrido atendiendo únicamente a su propia sombra, que al pasar el
punto medio de la calzada se proyectó bruscamente sobre el parapeto opuesto.
Luego repitió la operación mirando hacia el sol; y al sentir el vaivén, cerró
los ojos y en su retina perduró un semicírculo de fuego. Sin desanimarse,
volvía a comenzar, y siempre retornaba, sin percibir cómo, al punto de partida.
Lo intentó diez veces, veinte veces (veía que su sombra se alargaba), cuarenta
veces (se fijaba en las estrellas), sesenta veces... hasta que se olvidó de sí
mismo.
HÉCTOR GALMÉS
[1] Lo que el cura viejo contaba no todos podían
entenderlo: el puente había sido construido a fines del siglo XVIII por un
ingeniero excéntrico especialista en construcciones militares, al
servicio de Carlos III, que buscó un lugar apartado para reproducir un modelo
de puente como aquel que el astrónomo Al Muzewa mandó erigir sobre el Guadiana
en el siglo XIV, aplicando a sus cálculos la ecuación del movimiento retrógrado
del planeta Marte, y que la Inquisición ordenó destruir por considerarlo obra
del demonio por arte de brujería. La escasa utilidad de una construcción
semejante y la complejidad de los cálculos que exige su ejecución, determinaron
que no fuese emulada hasta que el ingeniero Leoncio Arolas, hombre ilustrado,
se propuso demostrar que se trataba de un problema matemático y que solo la
ignorancia del vulgo y el fanatismo dogmático habían dado lugar a creencias
supersticiosas. Fueron pocos los que prestaron atención a la obra, en parte por
lo aislado del lugar, y principalmente por las repetidas guerras del pasado
siglo. Sin caminos de acceso, y en medio de una estancia cimarrona, finalmente
fue olvidado. A principios de siglo aún se mantenía en pie gran parte de la
estructura. Todavía pueden verse algunos restos que pronto desaparecerán bajo
las aguas del lago de la represa.