I
Desde
un puente de ferrocarril, en el norte de Alabama, un hombre miraba correr
rápidamente el agua veinte pies más abajo. El hombre tenía las manos detrás de
la espalda, las muñecas atadas con una cuerda; otra cuerda anudada al cuello y
amarrada a un grueso tirante por encima de su cabeza, pendía hasta la altura de
sus rodillas. Algunas tablas flojas colocadas sobre los durmientes que soportaban
los rieles le prestaban un punto de apoyo a él y a sus ejecutores -dos soldados
rasos del ejército federal bajo las órdenes de un sargento que, en la vida
civil, debió de haber sido subcomisario. No lejos de ellos, en la misma
plataforma improvisada, estaba un oficial del ejército llevando las insignias
de su grado. Era un capitán. En cada extremo había un centinela presentando
armas, o sea con el caño del fusil por delante del hombro izquierdo y la culata
apoyada en el antebrazo cruzado transversalmente sobre el pecho, posición poco
natural que obliga al cuerpo a mantenerse erguido. A estos dos hombres no
parecía concernirles lo que ocurría en medio del puente. Se limitaban a bloquear
los extremos de la plataforma de madera.
Delante
de los centinelas no había nada a la vista; la vía férrea se internaba en un
bosque a un centenar de yardas; después, trazando una curva, desaparecía. Un poco
más lejos, sin duda, estaba un puesto de avanzada. En la otra orilla, un campo
abierto subía en suave pendiente hasta una empalizada de troncos verticales con
troneras para los fusiles y una sola abertura por la cual salía la boca de un
cañón de bronce que dominaba el puente. A media distancia de la colina entre el
puente y el fortín estaban los espectadores: una compañía de soldados de
infantería, en posición de descanso, es decir con la culata de los fusiles en
el suelo, el caño ligeramente inclinado hacia atrás contra el hombro derecho,
las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la línea de soldados estaba
un teniente, con la punta del sable tocando tierra, la mano derecha encima de
la izquierda. Excepto los tres ejecutores y el condenado en el medio del
puente, nadie se movía. La compañía de soldados, frente al puente, miraba
fijamente, hierática. Los centinelas, frente a las márgenes del río, podían
haber sido estatuas que adornaban el puente. El capitán, con los brazos
cruzados, silencioso, observaba el trabajo de sus subordinados sin hacer el menor
gesto. Cuando la muerte anuncia su llegada debe ser recibida con ceremoniosas
muestras de respeto, hasta por los más familiarizados con ella. Para este
dignatario, según el código de la etiqueta militar, el silencio y la
inmovilidad son formas de la cortesía.
El
hombre que se preparaban a ahorcar podría tener treinta y cinco años. Era un
civil, a juzgar por su ropa de plantador. Tenía hermosos rasgos: nariz recta,
boca firme, frente amplia, melena negra y ondulada peinada hacia atrás,
cayéndole desde las orejas hasta el cuello de su bien cortada levita. Usaba
bigote y barba en punta, pero no patillas; sus grandes ojos de color gris
oscuro tenían una expresión bondadosa que no hubiéramos esperado encontrar en
un hombre con la soga al cuello. Evidentemente, no era un vulgar asesino. El
liberal código del ejército prevé la pena de la horca para toda clase de
personas sin excluir a las personas decentes.
Terminados
sus preparativos los dos soldados dieron un paso hacia los lados, y cada uno
retiró la tabla de madera sobre la cual había estado de pie. El sargento se
volvió hacia el oficial, saludó, y se colocó inmediatamente detrás del oficial.
El oficial, a su vez, se corrió un paso. Estos movimientos dejaron al condenado
y al sargento en los dos extremos de la misma tabla que cubría tres durmientes
del puente. El extremo donde se hallaba el civil alcanzaba casi, pero no del
todo, un cuarto durmiente. La tabla había sido mantenida en su sitio por el
peso del capitán; ahora lo estaba por el peso del sargento. A una señal de su
jefe, el sargento daría un paso al costado, se balancearía la tabla, y el condenado
habría de caer entre dos durmientes. Consideró que la combinación se
recomendaba por su simplicidad y eficacia. No le habían cubierto el rostro ni
vendado los ojos. Examinó por un momento su vacilante punto de apoyo y dejó
vagar la mirada por el agua que iba y venía bajo sus pies en furiosos remolinos.
Un pedazo de madera que bailaba en la superficie retuvo su atención y lo siguió
con los ojos. Apenas parecía avanzar. ¡Qué corriente perezosa!
Cerró
los ojos para concentrar sus últimos pensamientos en su mujer y en sus hijos.
El agua dorada por el sol naciente, la niebla que pesaba sobre el río contra
las orillas escarpadas no lejos del puente, el fortín, los soldados, el pedazo
de madera que flotaba, todo eso lo había distraído. Y ahora tenía conciencia de
una nueva causa de distracción. Borrando el pensamiento de los seres queridos,
escuchaba un ruido que no podía ignorar ni comprender. Un golpe seco, metálico,
que sonaba claramente como los martillazos de un herrero sobre el yunque. El
hombre se preguntó que podía ser aquél ruido, si venía de muy cerca o de una
distancia incalculable -ambas hipótesis eran posibles. Se reproducía a
intervalos regulares pero tan lentamente como las campanas que doblan a muerte.
Aguardaba cada llamado con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los
silencios se hacían progresivamente más largos; los retardos, enloquecedores.
Menos frecuentes eran los sonidos, más aumentaba su fuerza y nitidez, hiriendo
sus oídos como si le asestaran cuchilladas. Tuvo miedo de gritar... Lo que oía
era el tictac de su reloj.
Abrió
los ojos y de nuevo oyó correr el agua bajo sus pies. "Si lograra libertar
mis manos -pensó- llegaría a desprenderme del nudo corredizo y saltar al río;
zambulléndome, podría eludir las balas; nadando vigorosamente, alcanzar la
orilla; después internarme en el bosque, huir hasta mi casa. A Dios gracias,
todavía está fuera de sus líneas; mi mujer y mis hijos todavía están fuera del
alcance del puesto más avanzado de los invasores".
Mientras
se sucedían estos pensamientos, aquí anotados en frases, que más que provenir
del condenado parecían proyectarse como relámpagos en su cerebro, el capitán
inclinó la cabeza y miró al sargento. El sargento dio un paso al costado.
II
Peyton
Farquhar, plantador de fortuna, pertenecía a una vieja y respetable familia de
Alabama. Propietario de esclavos, se ocupaba de política, como todos los de su
casta; fue, desde luego, uno de los primeros secesionistas y se consagró con
ardor a la causa de los "Estados del Sur". Imperiosas circunstancias,
que no es el caso relatar aquí, impidieron que se uniera al valiente ejército
cuyas desastrosas campañas terminaron con la caída de Corinth, y se irritaba de
esta sujeción sin gloria, anhelando dar rienda libre a sus energías, conocer la
vida más intensa del soldado, encontrar la ocasión de distinguirse. Estaba
seguro de que esa ocasión llegaría para el, como llega para todo el mundo en
tiempos de guerra. Entretanto hacía lo que podía. Ningún servicio le parecía
demasiado humilde para la causa del Sur, ninguna aventura demasiado peligrosa
si era compatible con el carácter de un civil que tiene alma de soldado y que
con toda buena fe y sin demasiados escrúpulos admite en buena parte este refrán
francamente innoble: en el amor y en la guerra todos los medios son buenos.
Una
tarde cuando Farquhar y su mujer estaban sentados en un banco rústico, cerca de
la entrada de su parque, un soldado de uniforme gris detuvo su caballo en la
verja y pidió de beber. La señora Farquhar no deseaba otra cosa que servirlo
con sus blancas manos. Mientras fue a buscar un vaso de agua, su marido se
acercó al jinete cubierto de polvo y le pidió con avidez noticias del frente.
-
Los yanquis están reparando las vías férreas -dijo el hombre- porque se
preparan para una nueva avanzada. Han alcanzado el puente del Búho, lo han
arreglado y han construido una empalizada en la orilla norte. Por una orden que
se ha fijado en carteles en todas partes, el comandante ha dispuesto que
cualquier civil a quién se sorprenda dañando las vías férreas, los túneles o
los trenes, deberá ser ahorcado sin juicio previo. Yo he visto la horca.
-
¿A qué distancia queda de aquí el puente del Búho? -preguntó Farquhar.
-
A unas treinta millas.
-
¿No hay ninguna tropa de este lado del río?
-
Un solo piquete de avanzada a media milla, sobre la vía férrea, y un solo
centinela de este lado del puente.
-
Suponiendo que un hombre (un civil, aficionado a la horca) esquive el piquete
de avanzada y logre engañar al centinela -dijo el plantador sonriendo-, ¿qué
podría hacer?
El
soldado reflexionó:
-
Estuve allí hace un mes. La creciente del último invierno ha acumulado una gran
cantidad de troncos contra el muelle, de este lado del puente. Ahora esos
troncos están secos y arderían como estopa.
En
ese momento la dueña de casa trajo el vaso de agua. Bebió el soldado, le dio
las gracias ceremoniosamente, saludó al marido, y se alejó con su caballo. Una
hora después, caída la noche, volvió a pasar frente a la plantación en
dirección al Norte, de donde había venido. Aquella tarde había salido a
reconocer el terreno. Era un soldado explorador del ejército federal.
III
Cuando
cayó al agua desde el puente, Peyton Farquhar perdió conciencia como si
estuviera muerto. De aquél estado le pareció salir siglos después por el
sufrimiento de una presión violenta en la garganta, seguido de una sensación de
ahogo. Dolores atroces, fulgurantes, atravesaban todas las fibras de su cuerpo
de la cabeza a los pies. Se hubiera dicho que recorrían las líneas bien
determinadas de su sistema nervioso y latían a un ritmo increíblemente rápido.
Tenía la impresión de que un torrente de fuego llevaba su cuerpo hasta una
temperatura intolerable. Su cabeza congestionada estaba a punto de estallar.
Estas sensaciones excluían todo pensamiento, borraban todo lo que había de
intelectual en él: solo le quedaba la facultad de sentir, y sentir era una
tortura. Pero se daba cuenta de que se movía; rodeado de un halo luminoso del
cual no era más que el corazón ardiente, se balanceaba como un vasto péndulo
según arcos de oscilaciones inimaginables. Después, de un solo golpe,
terriblemente brusco, la luz que lo rodeaba subió hasta el cielo. Hubo un chapoteo
en el agua, un rugido atroz en sus oídos, y todo fue tinieblas y frío. Habiendo
recuperado la facultad de pensar, supo que la cuerda se había roto y que
acababa de caer al río. Ya no aumentaba la sensación de estrangulamiento: el
nudo corredizo alrededor de su cuello, a la par que lo sofocaba, impedía que el
agua entrara en sus pulmones. ¡Morir ahorcado en el fondo de un río! Esta idea
le pareció absurda. Abrió los ojos en las tinieblas y vio una luz encima de él,
¡pero de tal modo lejana, de tal modo inaccesible! Se hundía siempre, porque la
luz disminuía cada vez más hasta convertirse en un pálido resplandor. Después
aumentó la intensidad y compendió de mala gana que remontaba a la superficie,
porque ahora estaba muy cómodo. "Ser ahorcado y ahogado -pensó-, ya no
está tan mal. Pero no quiero que me fusilen. No, no habrán de fusilarme. Eso no
sería justo".
Aunque
inconsciente del esfuerzo, un agudo dolor en las muñecas le indicó que trataba
de zafarse de la cuerda. Concentró su atención en esta lucha como un espectador
ocioso podía mirar la hazaña de un malabarista sin interesarse en el resultado.
Qué magnífico esfuerzo. Que espléndida, sobrehumana energía. Ah, era una
tentativa admirable. ¡Bravo! Cayó la cuerda: Sus brazos se apartaron y flotaron
hasta la superficie. Pudo distinguir vagamente sus manos de cada lado, en la
luz creciente. Con nuevo interés las vio aferrarse al nudo corredizo. Quitaron
salvajemente la cuerda, la arrojaron lejos, con furor, y sus ondulaciones
parecieron las de una culebra de agua. "¡Ponedla de nuevo, ponedla de
nuevo!" Le pareció gritar estas palabras a sus manos, porque después de
haber deshecho el nudo tuvo el dolor más atroz que había sentido hasta
entonces. El cuello lo hacía sufrir terriblemente; su cerebro ardía, su
corazón, que palpitaba apenas, estalló de pronto como si fuera a salírsele por
la boca. Una angustia intolerable torturó y retorció su cuerpo entero. Pero sus
manos desobedientes no hicieron caso de la orden. Golpeaban el agua con vigor,
en rápidas brazadas, de arriba abajo, y lo sacaron a flote. Sintió emerger su
cabeza. La claridad del solo lo encegueció; su pecho se dilató convulsivamente.
Después, dolor supremo y culminante, sus pulmones tragaron una gran bocanada de
aire que inmediatamente exhalaron en un grito.
Ahora
estaba en plena posesión de sus sentidos; eran, en verdad, sobrenaturalmente
vivos y sutiles. La perturbación atroz de su organismo lo sabía de tal modo
exaltado y refinado que registraban cosas nunca percibidas hasta entonces.
Sentía los cabrilleos del agua sobre su rostro, escuchaba el ruido que hacía
cada olita al golpearlo. Miraba el bosque en una de las orillas y distinguía cada
árbol, cada hoja con todas sus nervaduras, y hasta los insectos que alojaban:
langostas, moscas de cuerpo luminoso, arañas grises que tendían su tela de
ramita a ramita. Observó los colores del prisma en todas las gotas de rocío
sobre un millón de briznas de hierba. El bordoneo de los moscardones que
bailaban sobre los remolinos, el batir de alas de las libélulas, las zancadas
de las arañas acuáticas como remos que levantaban un bote, y todo eso era para
él una música perfectamente audible. Un pez resbaló bajo sus ojos y escuchó el
deslizamiento de su propio cuerpo que hendía la corriente.
Había
emergido boca abajo en el agua. En un instante, el mundo pareció girar con
lentitud a su alrededor. Vio el puente, el fortín, vio a los centinelas, al
capitán, a los soldados rasos, sus ejecutores, cuyas siluetas se destacaban
contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban señalándolo con el dedo. El
oficial blandía su revolver pero no disparaba. Los otros estaban sin armas. Sus
movimientos parecían grotescos y horribles; sus formas gigantescas. De pronto
se oyó una nueva detonación breve y un objeto golpeó vivamente el agua a pocas
pulgadas de su cabeza, salpicándole el rostro. Oyó una segunda detonación y vio
que uno de los centinelas aún tenía el fusil al hombro: de la boca del caño
subía una ligera nube de humo azul. El hombre en el río vio los ojos del hombre
en el puente que se detenían en los suyos a través de la mira del fusil. Al
observar que los ojos del centinela eran grises, recordó haber leído que los ojos
grises eran muy penetrantes, que todos los tiradores famosos tenían ojos de ese
color. Sin embargo, aquél no había dado en el blanco.
Un
remolino lo hizo girar en sentido contrario; de nuevo tenía a la vista el
bosque que cubría la orilla opuesta al fortín. Una voz clara resonó tras él en
una cadencia monótona, y llegó a través del agua con tanta nitidez que dominó y
apagó todo otro ruido, hasta el chapoteo de las olitas en sus orejas. Sin ser
soldado, había frecuentado bastante los campamentos para conocer la terrible
significación de aquella lenta, arrastrada, aspirada salmodia: en la orilla, el
oficial cumplía su labor matinal. Con qué frialdad implacable, con qué
tranquila entonación que presagiaba la calma de los soldados y les imponía la
suya, con qué precisión en la medida de los intervalos, cayeron estas palabras
crueles:
-
¡Atención, compañía!... ¡Armas al hombro!... ¡Listos!... ¡Apuntar!...
¡Fuego!...
Farquhar
se hundió, se hundió tan profundamente como pudo. El agua gruñó en sus oídos
como la voz del Niágara. Escuchó sin embargo el trueno ensordecido de la salva
y, mientras subía a la superficie, encontró pedacitos de metal brillante,
extrañamente chatos, oscilando hacia abajo con lentitud. Algunos le tocaron el
rostro y las manos, después continuaron descendiendo. Uno de ellos se alojó
entre su pescuezo y el cuello de la camisa: era de un calor desagradable y
Farquhar lo arrancó vivamente.
Cuando
llegó a la superficie, sin aliento, comprobó que había permanecido mucho tiempo
bajo el agua, la corriente lo había arrastrado muy lejos -cerca de la
salvación. Los soldados casi habían terminado de cargar nuevamente sus armas;
las baquetas de metal centellearon al sol, mientras los hombres las sacaban del
caño de sus fusiles y las hacían girar en el aire antes de ponerlas en su
lugar. Otra vez tiraron los centinelas y otra vez erraron el blanco.
El
perseguido vio todo esto por arriba del hombro. Ahora nadaba con energía a
favor de la corriente. Su cerebro no era menos activo que sus brazos y sus
piernas; pensaba con la rapidez del relámpago.
"El
teniente -razonaba- no cometerá este error por segunda vez. Es el error propio
de un oficial demasiado apegado a la disciplina. ¿Acaso no es tan fácil
esquivar una salva como un solo tiro? Ahora, sin duda, ha dado orden de tirar
como quieran. ¡Dios me proteja, no puedo escaparles a todos!"
A
dos yardas hubo el atroz estruendo de una caída de agua seguido de un ruido
sonoro, impetuoso, que se alejó diminuyendo y pareció propagarse en el aire en
dirección al fortín donde murió en una explosión que sacudió las profundidades
mismas del río. Se alzó una muralla líquida, se curvó por encima de él, se
abatió sobre él, lo encegueció, lo estranguló. ¡El cañón se había unido a las demás
armas! Como sacudiera la cabeza para desprenderla del tumulto del agua herida
por el obús, oyó que el proyectil, desviado de su trayectoria, roncaba en el
aire delante de él y segundos después hacía pedazos las ramas de los árboles,
allí cerca, en el bosque.
"No
empezaran de nuevo -pensó-. La próxima vez cargarán con metralla. Debo mantener
los ojos fijos en la pieza: el humo me indicará. La detonación llega demasiado
tarde; se arrastra detrás del proyectil. Es un buen cañón".
De
pronto se sintió dar vueltas y vueltas en el mismo punto. Giraba como un
trompo: el agua, las orillas, el bosque, el puente, el fortín y los hombres
ahora lejanos, todo se mezclaba y se esfumaba. Los objetos ya no estaban
representados sino por sus colores; bandas horizontales de color era todo lo
que veía. Atrapado por un remolino, avanzaba con un movimiento circulatorio tan
rápido que se sentía enfermo de vértigo y náuseas. Momentos después se encontró
arrojado contra la orilla izquierda del río -la orilla austral- detrás de un
montículo que lo ocultaba e sus enemigos. Su inmovilidad súbita, el roce de una
de sus manos contra el pedregullo, le devolvieron el uso de sus sentidos y
lloró de alegría. Hundió los dedos en la arena que se echó a puñados sobre el
cuerpo bendiciéndola en alta voz. Para él era diamantes, rubíes, esmeraldas; no
podía pensar en nada hermoso que no se le pareciera. Los árboles de la orilla
eran gigantescas plantas de jardín; advirtió un orden determinado en su
disposición; respiró el perfume de sus flores. Una luz extraña, rosada,
brillaba entre los troncos, y el viento producía en su follaje la música armoniosa
de una arpa eolia. No deseaba terminar de evadirse; le bastaba quedarse en ese
lugar encantador hasta que lo capturaran.
El
silbido y el estruendo de la metralla en las ramas por encima de su cabeza lo
arrancó de su ensueño. El artillero, decepcionado le había enviado al azar una
descarga de adiós. Se levantó de un salto, remontó precipitadamente la
pendiente de la orilla, se internó en el bosque.
Caminó
todo aquél día, guiándose por la marcha del sol. El bosque parecía
interminable; por ninguna parte un claro, ni siquiera el sendero de un leñador.
Había ignorado que viviera en una región tan salvaje, y había en esta
revelación algo sobrenatural.
Continuaba
avanzando al caer la noche, con los pies heridos, fatigado, hambriento. Lo
sostenía el pensamiento de su mujer y de sus hijos. Terminó por encontrar un
camino que lo conducía en la buena dirección. Era tan ancho y recto como una
calle urbana, y sin embargo daba la impresión de que nadie hubiese pasado por
él. Ningún campo lo bordeaba; por ninguna parte una vivienda. Nada, ni siquiera
el aullido de un perro sugería una habitación humana. Los cuerpos negros de los
grandes árboles formaban dos murallas rectilíneas que se unían en un solo punto
del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Por encima de
él, como alzara los ojos a través de aquella brecha en el bosque, vio brillar
grandes estrellas de oro que no conocía, agrupadas en extrañas constelaciones.
Tuvo la certeza de que estaban dispuestas de acuerdo con un orden que ocultaba
un maligno significado. De cada lado del bosque le llegaban ruidos singulares
entre los cuales, una vez, dos veces, otra vez aún, percibió nítidamente
susurros en una lengua desconocida.
Le
dolía el cuello; al tocárselo, lo encontró terriblemente hinchado, sabía que la
cuerda lo había marcado con un círculo negro: tenía los ojos congestionados; no
lograba cerrarlos. Tenía la lengua hinchada por la sed; sacándola entre los
dientes y exponiéndola al aire fresco apaciguó su fiebre. Qué suave tapiz había
extendido el césped a lo largo de aquella avenida virgen. Ya no sentía el suelo
bajo los pies.
A
despecho de sus sufrimientos, sin duda, se ha dormido mientras camina, porque
ahora contempla otra escena -tal vez acaba de salir de una crisis delirante. Se
encuentra ante la verja de su casa. Todo está como lo ha dejado, todo
resplandece de belleza bajo el sol matinal. Ha debido de caminar la noche
entera. Mientras abre la puerta de la verja y asciende por la gran avenida
blanca, ve flotar ligeras vestiduras: su mujer, con el rostro fresco y dulce,
baja de la galería y le sale al encuentro, deteniéndose al pie de la escalinata
con una sonrisa de inefable júbilo, en una actitud de gracia y dignidad inigualables.
¡Ah, cómo es de hermosa! El se lanza en su dirección, los brazos abiertos. En
el instante mismo que va a estrecharla contra su pecho, siente en la nuca un
golpe que lo aturde. Una luz blanca y enceguecedora flamea a su alrededor con
un ruido semejante al estampido del cañón -y después todo es tinieblas y
silencio.
Peyton
Fraquhar estaba muerto. Su cuerpo, con el cuello roto, se balanceaba suavemente
de uno a otro extremo de las maderas del puente del Búho.
AMBROSE
BIERCE